¿Condenados
al eterno retorno?
“Al presidente Vizcarra le
corresponde liderar el cambio profundo, no estético, que el Perú necesita”.
"La
corrupción está impregnada en nuestras estructuras, se forjó en la matriz de un
Estado clientelista, excluyente y extractivo".
La
corrupción atraviesa nuestro país. Ha caído otro presidente en medio de
un escándalo multicausal: graves conflictos de interés mientras era ministro,
un indulto fraudulento para liberar a su predecesor condenado –entre otros
delitos– por corrupción y una estrategia de captación de votos de la
oposición a cambio de favores políticos. Como ha anotado el historiador Alfonso
Quiroz, en la historia del Perú no ha habido ciclos bajos de corrupción,
todos han sido altos o muy altos.
Con
más de la mitad de los gobernadores regionales investigados por corrupción
(y varios presos), la gran mayoría de alcaldes expedientados por la misma razón
y los últimos cuatro presidentes de nuestra primavera democrática presos,
prófugos o investigados por corruptos, la realidad confirma nuestro
devenir histórico. ¿A qué se debe esta situación? ¿Será que corre en nuestro
ADN? ¿Estamos condenados a un destino fatal por el hecho de ser peruanos?
Aunque no existe una respuesta simple a
tan complejas preguntas, resulta evidente que la corrupción no es
genética. Lo que nos diferencia de aquellos países con bajos niveles de corrupción
es que en nuestro caso el problema no es episódico, es sistémico. Ello quiere
decir que la corrupción está impregnada en nuestras estructuras, se
forjó en la matriz de un Estado clientelista, excluyente y extractivo. Para
complicar más el escenario, la corrupción se ha “normalizado”, nos
parece natural vivir así, hemos internalizado el “roba pero hace”, justificamos
su existencia resignándonos a lo que consideramos nuestro sino inevitable.
Tratándose
de un fenómeno estructural, es claro que no se resolverá únicamente enviando a
prisión a sus principales actores (lo que ciertamente debe hacerse). Podemos
seguir condenando y deteniendo a los corruptos, pero será un esfuerzo
vano porque se reproducirán una y otra vez, fortaleciéndose y sofisticándose
para sobrevivir. Problemas estructurales requieren soluciones estructurales.
La
corrupción sistémica no se elimina desde la justicia. Más allá de la
represión, se requieren respuestas que incluyan profundas reformas a un Estado
mal armado y, a la par, fomentar un tránsito cultural, desde una tolerancia que
oscila entre el cinismo y la frustración, hacia una forma de vida enfocada en
el bien común y la integridad como principios.
En
ese contexto no es casual que la política esté totalmente contaminada por la corrupción.
Si la corrupción es en esencia el ejercicio abusivo del poder, la
política es su ambiente natural. Con instituciones políticas débiles,
organizadas en base a cultos personales y la capacidad económica de sus
miembros, no debe sorprendernos tener los políticos que tenemos. Padecemos una
crisis de representación. En lugar de tener líderes que sobresalgan por su
ejemplo ético y una trayectoria personal de esfuerzo, capacidad y honestidad,
nuestra clase política está plagada de aquellos expertos en la transa, en el
toma y daca, la viveza criolla, el floro, la irresponsabilidad a todo nivel.
No
es casual que Moisés Mamani, el agente provocador de esta última crisis, sea un
falsificador capaz de mentir sin sangre en la cara respecto de su educación y
de abandonar a su hija, como lo indica la denuncia de su ex pareja, negándole
el derecho a estudiar mientras él declara ser un millonario experto en asuntos
de seguridad. Tampoco sorprende que la Comisión de Ética del Congreso esté
inundada de casos de parlamentarios que han falseado su pasado y que no se
sancione a nadie. Canjear votos por favores o cobrar por negocios privados
siendo ministro de Estado se asumen como una forma normal de hacer política.
Podemos
convertir esta nueva crisis en una ventana de oportunidad. Al presidente
Vizcarra le corresponde liderar el cambio profundo, no estético, que el Perú
necesita. Es necesario corregir de una vez por todas el sistema de financiamiento
de la política y emprender las otras vitales reformas en educación, inversión y
compras públicas, salud, seguridad, etc. El último buen gobierno en más de dos
décadas fue uno de transición con un presidente inesperado. Hoy se puede
repetir la historia, con la ventaja que el actual presidente tendrá más tiempo
que los escasos meses que tuvo el presidente Paniagua.
Con
afecto,
Rubén
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