Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Cuento: EL abuelo
Mario Vargas Llosa
Cada vez que el viento desprendía una ramita o
golpeaba los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo
ruido, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado que era una
enorme piedra y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no
aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en
cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio
deformes que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El
viejecito había sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo
que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si
aquellas sombras movedizas las causaban los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había
llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero
los insectos abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que
agitaba sus manos constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos:
a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados,
llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y
la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día
habían decaído y se sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le
molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente
momento atrás, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de
pronto en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don
Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba
loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los
bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba
a la puerta trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando
haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo
corrido, y que en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque
hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su
casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del
tiempo y permaneció como dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora
acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero
era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos
lo habrían despertado, o el pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y
durmiendo, justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.
Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos
violencia, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando
entre los bolsillos de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del
objeto que había comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito
sonrió regocijado en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la
vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando
levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer
pasaba frente a sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”,
dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable
que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó,
abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club,
encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin
embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos,
echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave
color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso
paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente
la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado
un taxi, indicando al chofer que circulara despacio por las afueras de la
ciudad, corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del
cielo sería más sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil
corría con suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su
rostro fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el
borde del canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le
pareció distinguir un extraño objeto.
“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-.
“¡Deténgase! ¡Pare!”.
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al
montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de
una calavera. Teniéndola entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y
estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable
despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco
pequeña y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia,
polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura del tamaño de una moneda,
con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado
de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo
pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en
forma de bonete o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado
en el interior. Entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la
boca a manera de una larga lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos,
y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo…
Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando
el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo.
La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando
nerviosamente entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba
la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos
sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los
veía. Al comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas
complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y
tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se
apartó solo un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el
palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella
casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino
habitada de animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando
la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores
de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran:
confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos
granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y
brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a
anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió
bien. A la mañana siguiente recordaba haber soñado que una larga fila de
grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar, causando desasosiego
entre los animalitos, mientras él, en su ventana, advertía la escena por un
catalejo.
Había imaginado que la limpieza de la calavera sería
un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído
polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en
las paredes internas y brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A
medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que
fuera visible que disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de
don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que
esta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento,
gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso
entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta.
Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al
mozo, arrancándole con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a
la mirada inquieta con que aquel intentó recorrer la habitación por sobre su
hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con
suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Comprobó
entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus
pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus
dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la
calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, luciente, inmóvil, con unos
puntitos como de sudor sobre la suave superficie de los pómulos. La envolvió de
nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió precipitado del Club. El
automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había
anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un momento, temeroso de
que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró su brazo y dio un
respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que aquella cedía con un
corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan
ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las
voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de
oxígeno golpeándole el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con
torpeza y se resbaló de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en
la frente y en un sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo
ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las
hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo
para elevar la mano que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en
el aire, a escasos centímetros del suelo siempre limpia.
La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite,
y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que
decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco
de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma
clara y esbelta, y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más
oscura y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando,
frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño.
Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba
el jardín como un animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó
a tientas ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la
vela sobre la piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que la vela
perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación,
uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de
nuevo que la medida era justa: por el orificio del cráneo asomaba un puntito
blanco como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la
voz y, aunque las palabras eran todavía incomprensibles, don Eulogio supo que
se dirigía al niño. Hubo en ese momento como un cambio de palabras entre las
tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor
melodioso de la mujer, los cortos gritos destemplados del nieto. El ruido cesó
de pronto. El silencio fue brevísimo: lo interrumpió como una explosión este
último. “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba.
Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados, pero
casi de inmediato dejó de oírlos.
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio
venció el ahogo que le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio
solo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero
sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que
la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la
imagen que supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un
brusco crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó
la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo,
por los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó
maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite,
fue el aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro,
medio mágico de la calavera en llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un
grito salvaje, como un alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño
estaba delante de él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos
retorcidas frente a su cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de
terror, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido,
haciendo unos extraños ruidos con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me
ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato
que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de
huesos que llameaba. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y
eterno retratado en ellos, fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que
se carbonizaba. Don Eulogio vio también que a pesar de tener los pies hundidos
como garfios en la tierra, su cuerpo estaba sacudido por convulsiones
violentas. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la
visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba
entusiasmado que los hechos habían sido incluso más perfectos que su plan,
cuando sintió muy cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse
del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando
con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su
carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio
que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer,
salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la
cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos,
pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de
la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.
Con afecto,
Rubén
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