Seis artículos sobre Lima
Banco de Crédito foto (izq.) Ed. Univ. de Lima
Sebastián Salazar Bondy
Fuente: Vallejo & Co.
Vallejo & Co.
presenta una breve reseña de 6 artículos periodísticos del reconocido escritor
peruano Sebastián Salazar Bondy, los que han sido recogidos junto a muchísimos
artículos más en el libro La ciudad como utopía. Artículos periodísticos
sobre Lima (1953-1965) (2016) con prólogo y selección del poeta Alejandro
Susti.
6 artículos de La ciudad como utopía
( Artículos
periodísticos sobre Lima (1953-1965) (2016)
de Sebastián Salazar Bondy
Fundación
Un 6 de enero, cargado con los hierros del capitán
conquistador, Pizarro puso los ojos en este valle que el Rímac, rumoroso y
estevado, bañaba. Esa mirada –y la decisión que significaba– fueron así
historia. Por una de esas coincidencias que suele el destino deparar, allí, a
la orilla del escaso río, estaba el oráculo que predijera la destrucción del
imperio, precisamente en el lugar en donde había de nacer la capital de la
nueva nación. La pupila del guerrero, antes de la ceremonia misma, antes de las
actas y de las firmas de notarios y testigos, fundó la ciudad. Quizá sí, al
conjuro de un vertiginoso sueño, vio el trujillano el futuro de la ciudad que,
al pie de la murmurante corriente, habría de surgir. Entre los nubarrones de su
visión, entre la penumbra de su videncia, es probable que aquel aventurero
extremeño presintiera el destino del caserío de barro. Se trataba apenas de un
deseo, de un acto de voluntad, de una ansiedad secreta. El hombre miraba desde
una altura la tierra apenas verdecida, y distinguía a lo lejos el mar abrazado
por dos salientes de la bahía. Atrás, la presencia de los Andes, la dura
cordillera, las cimas que había desafiado y vencido, eran como el testimonio de
un esfuerzo que aquella breve vega convertía en una página heroica. La ciudad
ya estaba allí, en las imágenes que el vencedor animaba sobre la soledad de la
pequeña campiña.
Era del Día de Reyes, la fecha en que se celebraba
la visita de los magos al recién nacido. Posiblemente los trabajos de la
organización, la complicada obra de transformar el alma del viejo pueblo nativo
en otra alma, habían entrado en un reposo temporal. Los guerreros holgaban y su
jefe presidía aquella paz, vigilante, sin embargo, de cualquier peligro. El
Nuevo Mundo, el paraíso perdido y recuperado, lentamente adquiría la faz del
universo conocido. La cruz en el topo de las iglesias hablaba de la nueva fe y
las campanas eran las voces que convocaban a los hombres en torno al altar del
sacrificio. Cada ciudad que surgía era un matiz más del orbe descubierto en el
camino hacia el confín de la tierra. Y en ese Día de Reyes, día de adoración y
regocijo, día en que los hombres de todas las razas se hincaran ante el
príncipe divino, el soldado puso los ojos en el estrecho valle a que daba
origen el río locuaz que predecía el futuro.
Así nació la ciudad. No importa que el acto de la
fundación se realizara días después. Lo válido era ese movimiento de simpatía
que fecundaba en silencio la villa que hoy vemos rebasar tempestuosa los
límites del ejido primitivo. Esta nota celebra ese deseo, lo que ese deseo
entrañaba, cuando un 6 de enero, hace más de cuatro siglos, cargado con los
hierros del capitán conquistador, Pizarro soñó la vida en las riberas del
precario Rímac.
La Prensa, 6 de enero de 1953, p. 6.
Sebastián Salazar Bondy
Lima y su destino
El 18 de enero de 1535, Pizarro, Riquelme, García
de Salcedo, Juan Tello y otros, después de dar algunas vueltas, de dudar un
poco, de observar y juzgar otro tanto, eligieron el asiento del cacique del
Rímac como sede de la ciudad capital de las grandes tierras conquistadas aquí
para España. Ese día comenzó la historia de la ciudad como tal, pero hacía ya
tiempo vivían en la zona hombres, limeños diría, que han sido desterrados y
reivindicados por Arturo Jiménez Borja y cuyas obras arquitectónicas acaba de
describir, en un ilustrado manual, Herman Buse. El oráculo había ya hablado
mucho cuando el Gobernador y su gente escogieron los dominios del fabuloso
Cuismanco como lugar, “en comedio de la tierra”, propicio para presidir la
vasta y compleja inmensidad del Perú. Se iniciaba otra etapa de la vida de este
trozo del orbe entre los Andes y el mar que los paroxísmicos soldados de la
corona hispánica hallaron “airoso, claro y descombrado”. A la existencia
eglógica de los agricultores y los pescadores sometidos al Inca, adoradores de
la fuerza invisible de Pachacámac, seguiría el azaroso trance de las guerras
civiles, la cortesanía del fasto virreinal, la conspiración libertaria, la
disputa del poder efímero, la invasión, el despertar lento del marasmo, todo en
una secuencia de cuatro siglos que, en puridad, no son nada en la historia.
Fábula amable y realidad cruel, Lima se hizo lo que es a costa de sueños y
dolores.
Se le han prodigado los más contradictorios adjetivos.
Se la ha tratado de definir con los insoportables calificativos de
“voluptuosa”, “pinturera”, “coqueta”, etc. Y se le ha dicho, por su supuesta
indiferencia con respecto al país integral, a su drama profundo y vital aún sin
solución, antiperuana, frívola, extranjera. Se le ha inventado un pasado de
solo salones y danzas, de solo duelos amorosos y perezosas indolencias, en
olvido de que también sufrió, como la patria entera, las crisis y los
sacrificios que la historia le impuso. En la Perricholi –cuya existencia
humana, cuya auténtica versión ha desaparecido tras la balumba de excelente,
buena, mala y pésima literatura– se ha querido encarnar su personalidad,
prescindiendo así de la masa que, lejos de los saraos y las huertas del
jolgorio, pugnó a lo largo de esos cuatrocientos años y pico de años por asumir
su papel protagónico en el diálogo de gobernantes y gobernados. Aquí, sin
embargo, se han dicho las palabras más decisivas, en boca de limeños o de
quienes se habían adaptado a Lima, acerca del destino nacional. El fermento de
la independencia —ayer contra los dominadores de ultramar, más tarde contra los
extraños venidos a expoliar— bulló siempre en las calles y plazas de la ciudad,
como la reacción viva del centro de un ser hacia la penetración ajena, abusiva
y brutal en uno de sus órganos, por más pequeño que él fuere. Aquí, en fin,
procedentes de todas partes del Perú, las provincias se han unificado y con su
presencia a veces desgarrada reproducen, en una patética imagen urbana, el
estado doliente de toda la patria, su abisal división en unos pocos que todo lo
tienen y muchísimos a los que les falta lo más elemental.
El 18 de enero de 1535 se trazó, justamente con la
plaza mayor y los solares, un destino. Una ciudad es siempre una utopía, un
proyecto de dicha común, de coexistencia humana y paz social. Lima no escapa a
esa norma y no podremos estar conformes, aunque la embellezcan edificios
gigantescos y pulule en ella una muchedumbre ya innumerable, si todos los días
sus hombres —por lo menos sus hombres conscientes— no luchan porque el
arquetipo que está en el origen de la agrupación civil se cumpla en cierta
medida. Lima, loada hasta la adulación vacua, denigrada hasta la injuria
iracunda, grande y mísera a un tiempo, decidirá, en última y definitiva
instancia, lo que ha de ser todo el país a cuya cabeza hace 426 centurias que
marcha.
El Comercio, 18 de enero de 1961, p. 2.
Salazar Bondy escribiendo
Un oasis arbolado en el desierto urbano
Una vieja reja da acceso a una callejuela de aire
aldeano. Por ella se va hasta una plazuela sombreada de viejos y hermosos
árboles. En torno, casas apacibles que aparentan una grata siesta. A partir de
allí, recovecos y rincones de anacrónica calma. Al fondo, un edificio con
aspecto de casa-hacienda, al que rodea un inmenso parque. Todo el conjunto es
delicadamente finisecular, no solo por la arquitectura de corte italiano,
copiada de las villas mediterráneas, en cuyos muros y torreones apuntan
ingenuas almenas, sino por la profusión de caprichosos jardines, en donde se
levantan estatuas mitológicas que nadie se para a identificar. En suma, un
villorio casi irreal, como una isla del siglo XIX, siglo de bonhomía burguesa
con postales de corazones atravesados por una erótica flecha, mullidos sillones
victorianos para leer versos de Gautier o Bécquer y melodías de Strauss u
Offenbach destinadas a vivir en la aurea mediocritas…
La vieja reja está en el Carmen Alto, entre la
Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, lugar de una añeja devoción limeña, y el
Convento del Prado, memorable por una repostería de cuya maravilla solo sabemos
por voz de nuestros abuelos. El barrio ha ido, pese a todo, cediendo al
progreso, y quizá sea imposible salvar de la desaparición esas casas
principales con patio, traspatio, cochera y huerta, y una locura aspirar a que
tales reliquias sobrevivan al apuro de una ciudad que se hace, a toda prisa,
metrópoli. Como desaparecieron los primores de la cocina monjil, morirá tal vez
la fiesta de la patrona en cuyo homenaje la paloma ígnea salta al cielo limeño
de calabobos. Caerán a golpe de comba las últimas casas con aldabón sonoro de
bronce y serán reemplazadas por esos edificios de varios pisos y ascensor de
ojo magnético. ¿Será esa la suerte de aquel oasis del siglo XIX donde se aspira
el perfume de un tiempo cuyo rostro solo queda en ciertos grabados
amarillentos?
Hay algo, afortunadamente, que parece imperecedero
en la Quinta Heeren, la pequeña aldea que, en 1898, construyera sobre planos
propios y un poco al impulso de la inspiración, al modo de un poema, don Oscar
Heeren y Maza, un peruano de adopción que amaba la naturaleza y quería que la
gente viviera entre árboles, plantas, animales, estatuas y fuentes. Por eso
ocultó su obra y gracias a este ocultamiento no llegan al interior el traqueteo
tranviario, el escape del motor a explosión, la vocinglería urbana de bocinas,
pregones y gritos. Y a ello se debe también que los árboles no hayan sufrido el
maltrato municipal, la poda técnica y la tortura del alambre o la flecha. Allí
todavía campean los niños: se aventuran en la maleza, imaginan un castillo
encantado, remedan una expedición a las montañas, corren en pos de una mariposa
y se sobreparan a escuchar su propia fantasía en el laberinto del jardín.
El oasis arbolado de la Quinta Heeren perdura en
Lima por el milagro de no haber pertenecido nunca a la autoridad que, como un
Midas a la inversa, está convirtiendo a la ciudad en un desierto. El desierto
de cemento que impone la línea recta, el gris impersonal, la vaciedad de la
ruta automovilística, la monotonía cuadriculada y marcial, la chatura sin
imaginación de lo antinatural y mecánico. Quede este testimonio de un ayer
despreocupado, paternal y simple, si es imposible ya rescatar del desván del
tiempo aquello que fue historia, pero que, por las formas que subsisten en la
Quinta Heeren, parece un cuento que nuestros antepasados soñaran.
La Prensa, 7 Días del Perú y del Mundo, Suplemento Dominical, 28 de
diciembre de 1958, pp. 4-5.
El escritor, periodista y difusor cultural
Sebastián Salazar Bondy flanqueado por las hermanas Nelly (izq.) y Blanca
Varela (der.) en el Parque de la Reserva en Lima, Perú C. 1947 Cortesía:
Archivo Blanca Varela
Lima, ciudad que pide color
Aun en verano, cuando el sol esplende sin pausa, el
cielo limeño no luce el vibrante azul del firmamento límpido y despejado de
otras latitudes. Excepto durante los crepúsculos estivales, cuyos tonos de
arrebol van del violeta al bermellón decididos, aunque contingentes, la bóveda
de la ciudad carece de profundidad, es grisácea y triste. Y a pesar de que el
Padre Calancha decía que eso hacía profundas y reconcentradas a las gentes, o
algo así, y Unamuno pensó que nuestra niebla se asemejaba a la de Londres y nos
hacía parecidos a los flemáticos londinenses, sin entrar en este terreno
filosófico o moral, debemos reconocer que muy lejos está nuestro cielo, su
color, del añil andino que a unos pocos kilómetros de aquí es majestuoso telón
de fondo de las montañas. Para colmo de la monotonía cromática, en torno de
Lima está el desierto y más allá se hallan los cerros eriazos de las
estribaciones de la cordillera. El marco de nuestra capital es, por su
uniformidad, melancólico y de un solo acorde.
Los limeños de antaño supieron bien esto y
compensaron la chatura geográfica con dos elementos, uno natural y otro
hechizo: la vegetación, el primero, y la coloración de los edificios, el
segundo. Tenían nuestros abuelos un sentido de la vida y nos dejaron, en lo que
a tal complementación se refiere, lo que podemos llamar, los limeños de hoy,
una tradición. Del verde urbano, ¿para qué vamos a hablar más? Ahí están
los pocos parques que nos quedan sufriendo de la usurpación y la poda
indiscriminada. En cuanto al color de los edificios, cuando sobrevino el
cemento, todo asumió la entonación original de ese material, que es excelente
en lo que respecta a resistencia y economía, pero que exige, más en Lima que en
ninguna parte, una nota de gracia alegre y humana. Antaño casas y templos se
pintaban de azul, verde, rosa o amarillos vivos, no por afán meramente
decorativo, sino por gravitación de la monotonía del medio al que el gris
absorbe y asimila hasta la total desaparición del relieve. Si hasta parece, al
decir de un visitante acucioso, que Lima quisiera disolverse en el paisaje en
una especie de inopinado camouflage.
Es cierto que los nuevos arquitectos –y con ellos
los urbanistas– entienden el problema y procuran volver al ejemplo del pasado,
pero el principio no está aún generalizado y la mayoría de las construcciones
quedan a la vista, una vez concluidas, con la desnudez colorística del cemento
natural, un poco por economía y otro poco por negligencia y descuido. Algunos
edificios públicos, en especial, adolecen de esta especie de palidez de cuerpo
enfermo o muerto. La reacción vendrá pues se le siente: el color que se está
dando a algunas iglesias restauradas lo predice y, sobre todo, la
transformación del local de la Embajada de la República Argentina, en la avenida
Arequipa. Ahí por iniciativa del Embajador, don Felipe Yoffré, el cenizo de
ayer no más ha sido reemplazado por un ocre cálido, casi ladrillo, que no
obstante su audacia ha sido un verdadero acierto para el conjunto del edificio.
A su lado se distingue bien gasta qué punto la incolora languidez de las
construcciones vecinas y cercanas es deprimente. El Ministerio de Fomento y
Obras Públicas parece un túmulo (a su vera fueron talados los ficus copiosos y
la tristeza se acentuó), semejanza que no se compadece con el espíritu activo
que debiera prevalecer en ese organismo estatal. La lección debe ser tomada en
cuenta.
Hemos aludido a una tradición: flores y árboles. No
en vano se hereda algo, y el prurito rastacuero de imitar a las urbes
norteamericanas, cuyo trazo arquitectónico es una exhalación del medio en que
se hallan, de la función que cumplen y de los fines a los que están
encaminadas, resulta entre nosotros la burda pantomima superficial de algo que
no comprendemos. Hagamos nuestra ciudad a nuestra medida, conforme a las
exigencias utilitarias y estéticas que nos corresponden, y en ese sentido dar
color para vencer la imposición de la tierra es crear, pues la morada habla del
hombre, de su fondo y su destino. Porque si alguien venido de fuera nos juzga
por el rostro de la ciudad, y juzga así a nuestra época, podrá decir con
justicia que esta es la edad de la arena, es decir, de la nada.
La Prensa, 31 de diciembre de 1958, p. 8.
Sebastian Salazar Biondy por Carlín
Recuperar la ciudad perdida
Raúl Porras Barrenechea ha contado, en una hermosa
conferencia destinada a los arquitectos y urbanistas, que Lima era en los
tiempos coloniales una villa de alamedas, jardines y paseos arbolados.
Cronistas y viajeros la describen como una población favorecida por las flores
y las plantas, de las cuales gozaban, en su trajín cuotidiano, los viandantes.
De aquella época a hoy, no obstante, el escaso caudal de nuestro río, mucha
agua ha corrido bajo los puentes del Rímac, y hemos arribado a la gran urbe uno
de cuyos más graves problemas urbanos es la asfixia por la falta de parques.
Fácil resulta observar que las zonas de recreación con que hoy contamos son
obra del pasado y que de veinte o más años a esta parte, excepto alguna que
otra plazuela, no se ha trazado ninguna área extensa para esparcimiento de los
agobiados ciudadanos. Estamos, pues, en camino de hacer de la antigua ciudad
verde un grisáceo y monótono bloque edificios y vías asfaltadas. Es decir, un
verdadero infierno, ya que el infierno ha de concebirse como la
anti-naturaleza.
El hombre de la ciudad moderna es un bicho
particular y muchos de sus defectos provienen, sin duda, de las deformaciones
que la vida clausurada le imprime desde niño. Imaginemos al pequeño que nace en
un departamento de un edificio céntrico y ahí transcurre, sin otro horizonte
que el que le brindan de vez en cuando ciertas periódicas salidas al campo o a
la playa, la mayor parte de su infancia y adolescencia. Habrá en él, en su
psicología, la impronta del tráfago citadino, de la estrechez de sus panoramas,
del ahogo de su ámbito, lo que se expresará en egoísmo, amargura, tensión o
intolerancia. Sin pecar de deterministas, se puede afirmar que el medio
condiciona el espíritu de un ser, y el hombre de la ciudad contemporánea, ese
hombre masivo que es, a un tiempo, muchedumbre y soledad, constituye el factor
principal de la historia presente, tan plena de contradicciones dolorosas, tan
feroz y mezquina. Los sociólogos no han dejado de considerar la importancia que
tiene en la vida humana esta carencia de espacio, y los urbanistas al día saben
que no se pueden plantear ni viviendas ni centros habitados sin insertar en
ellos zonas de expansión en las cuales la naturaleza –vegetación, agua,
elevaciones del terreno, etc.– esté al alcance de todos.
Quien tiene jardín en su casa, o quien por fortuna
vive cerca de uno de los pocos parques que hay en Lima, no tienen conciencia de
lo que padece el que se aloja en uno de esos sectores urbanos –pongamos como
patético modelo el hosco barrio sarcásticamente llamado “El Porvenir”– donde
hallar un trozo verde es poco menos que un milagro. Lima está situada en un
oasis y en torno a ella, como bien lo sabemos, el arenal se extiende con su
inexorable uniformidad, con su abrumadora constancia incolora. Si una madre
quiere que sus hijos gocen un poco de la pureza del aire limpiado por la
vegetación, o un anciano desea transcurrir entre la amable y acogedora sombra
de los árboles, o un convaleciente aspira a reponerse con la estimulante
exhalación de la vegetación, no podrá hacerlo sino a costa de esfuerzos
extraordinarios. He ahí un pequeño drama, no por pequeño menos triste que los
que llenan las páginas de las novelas o las piezas de teatro. Vivirlo puede
fecundar en el alma de mucha gente tremendos resentimientos.
No es por un prurito sin fundamento que algunos
levantan su voz en pro de una mayor y mejor atención a este defecto de nuestra
ciudad, a la cual el progreso le ha pedido en pago el precio de su tradición de
ciudad de alamedas y parques arbolados. Si a París le exigieran como
retribución a cualquier favor, a cualquier don necesario, la supresión de
apenas un trozo de algunos de sus bosques, los parisienses dirían rotundamente
que no, porque saben que ellos son como el pan para la vida. Otro tanto
sucedería en Nueva York, Londres o Buenos Aires. Nosotros, que vendimos por un
plato de lentejas la primogenitura continental, estamos a tiempo de volver a
ser esa villa de verdor que Porras Barrenechea reconstruyera en su charla a los
arquitectos y urbanistas y que es uno de los más bellos recuerdos que guarda
nuestra frágil memoria. Tal vez esa reconquista sea posible. Quien la inicie
será un benefactor de Lima.
La Prensa, 3 de febrero de 1958, p. 8.
Los criminales del tránsito
En verdad, Lima debe ser una de las ciudades donde
el tránsito urbano es más caótico y, por ende, más riesgoso. La autoridad
respectiva ha resultado impotente para impedir que calles, avenidas y plazas
sean aquí el reino de la prepotencia y la arbitrariedad de unos cuantos. A los
infernales ruidos callejeros –especialmente de las bocinas, que ciertos sádicos
manejan como una terrible arma psicológica– se añade el desorden en el
desplazamiento, la burla de las disposiciones y reglas, la imposición de
privilegios ante la vigilancia policial, la violencia y la agresión desatadas
sin respeto a los demás. El tránsito es una imagen de la moral colectiva, del
alma nacional, y no es ésta una afirmación apocalíptica, como podría parecer.
Cualquier persona sensata que haya viajado a las horas de mayor congestión por
el perímetro más agitado de la ciudad sabe que las pistas son escenarios de más
de un caso demencial. Con licencia para conducir, circulan en Lima innumerables
locos y desequilibrados, cuando no seres poseídos por un complejo de
inferioridad, al que compensan o subliman haciendo privar su voluntad y su
capricho. Las normas son para los tontos, los tímidos, los abúlicos, según el
criterio del intolerante que tiene un timón entre las manos.
El fenómeno obedece a diversas razones. De un lado,
incultura. Es inculto, aunque tenga instrucción secundaria, lleve cuello duro y
terno de casimir inglés, el tipo que por ganar unos minutos se lanza como un
rayo a través de los semáforos, amenazando la vida de sus semejantes. También
hay crisis de la autoridad. El engreído que ante un pitazo policial fuga porque
sabe que no pagará la papeleta puesto que es influyente, o el que espeta al
guardián del orden la frasecita de “Yo soy esto y aquello, hijo de fulano o
jefe de tal repartición”, o el que amparado por el poder del dinero y el
apellido insulta y hasta agrede a quien vigila la disciplina civil, es un
disociador, pues rompe la organización de la sociedad e introduce, como un
petardista cualquiera, la anarquía. Merece una pena tanto por la infracción que
comete cuanto por su rebeldía. Existe, asimismo, incapacidad de parte de los
técnicos a quienes corresponde regular este aspecto de la coexistencia social.
Planes descabellados, que no nacen de un estudio meditado y completo,
reemplazan periódicamente a otros planes descabellados. A la postre, se sabe
siempre que toda medida es provisional.
Los accidentes continúan produciéndose. Tal vez el
secreto de todo radique, como viene sosteniendo en su tenaz campaña radial
Benjamín Núñez Bravo, en que no se ha diferenciado hasta ahora, en la
nomenclatura y la calificación de los hechos, accidentes de tránsito y crímenes
de tránsito. Muy distinto es aquel que choca por causa de una falla mecánica,
un error en la conducción, una distracción o una causa imprevisible y fortuita,
que el que provoca la catástrofe porque cree que la luz roja no rige con su
persona y su vehículo, porque le molesta que la velocidad se limite a
cuarentaicinco kilómetros por hora o porque se considera un as del volante que
tiene que sobrepasar, cueste lo que costare, a todos los aparentes competidores
de la carrera urbana. Este último es un delincuente y contra él se están
levantando en todo el mundo –Hoover, en los Estados Unidos, ha pedido sanciones
drásticas para con él y sus desmanes– voces de protesta. Se trata de un tipo
mental característico de nuestra época.
El cronista ha leído alguna parte una anécdota del
gran piloto argentino Juan Fangio. Yendo de paseo por una carretera, acompañado
de su familia, y puesto, como es lógico, al volante, un pichiruchi con vocación
de criminal de tránsito lo urgió a bocinazos para que acelerara, pues el auto
del campeón mundial le impedía ir a mayor velocidad que la permitida por la
ley. Fangio no aceleró. Alguien, que iba con él, le preguntó por qué no le daba
una lección al impertinente. La respuesta es toda una sentencia: “Yo no pongo
en peligro mi vida en un automóvil”. El caos del tránsito limeño y los riesgos
que entraña están determinados por la presencia de estas gentes que confunden
la calle con una pista de pruebas automovilísticas. Los trofeos, como bien lo
sabemos, son sangrientos.
La Prensa, 16 de enero de 1959, p. 10.
*(Lima-Perú, 1924-1965). Uno de los más
importantes escritores y periodistas culturales del Perú. Fue un escritor de
amplio registro habiendo incursionado tanto en poesía como en dramaturgia,
narrativa y ensayo. Fue uno de los primeros críticos culturales (de arte y de
literatura) en el Perú, habiendo ganado el Premio Nacional de Teatro del Perú
en tres ocasiones, en 1947, 1952 y 1965. Dirigió, a su vez, el Instituto de
Arte Contemporáneo de Lima. Asimismo, ganó el Premio Internacional de Poesía
León de Greiff de Venezuela, en 1960. Fue parte del staff editor del sello
Populibros Peruanos, esfuerzo editorial en el que se puso al alcance del pueblo
algunos de los más trascendentales títulos peruanos y extranjeros.
Como periodista, trabajó en diversos medios tales como los diarios La Prensa
y El Comercio, así como en las revistas Caretas y Oiga.
Es autor de los poemarios (Cuaderno de la persona oscura o El tacto
de la araña), novelas (Alférez Arce, teniente Arce, capitán Arce…),
libros de cuentos (Náufragos y sobrevivientes), obras de teatro (Amor,
gran laberinto, Rodil o El rabdomante), antologías poéticas (Mil
años de poesía peruana) y ensayos (La poesía contemporánea del Perú
o Lima la horrible), entre otros.
**(Lima-Perú, 1959). Docente de la Universidad de
Lima, poeta y músico. Obtuvo el segundo lugar en la bienal Premio Copé de
Poesía con El río imaginado (Copé, 2012). Además, ha
publicado: Cadáveres (2009) y Escombros de los días (2010).
Asimismo, es editor de Sebastián Salazar Bondy, La luz tras la memoria.
Artículos periodísticos sobre literatura y cultura (1945-1965) (Lápix,
2014), de Lima la horrible (Lápix, 2014) y de La ciudad
como utopía. Artículos periodísticos sobre Lima (1953-1965) (Univ. de Lima,
2016)
Alejandro Sustiartículos periodísticos sobre LimaLa ciudad como utopía. Artículos periodísticos sobre
Lima (1953-1965) (Univ. de Lima 2016)Lim
Con afecto,
Ruben