Mini cuentos
Polemistas
Luis Antuñano
Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara* no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.
-Pago la copa para todos -le dice el santiagueño- si escribe trara.
-Se la juego -contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.
De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:
-Clarito, trara.
FIN
La escopeta
Julio Ardiles Gray
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.
“Ya que no es la paloma -se dijo- no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
“Qué extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como este”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta, pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
-¡Esto me pasa por tonto! -gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:
-¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
-¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué dice, buen hombre? -dijo.
-Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
-¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Sí. ¡Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
-Era…-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué! -gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí… -asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.
FIN
Nada nos conmovió tanto
[
Nada nos conmovió tanto
Alfredo Armas Alfonzo
Nada nos conmovió tanto a los catorce años como la muerte de María, la niña pura del libro de Jorge Isaacs. Este tomito, encuadernado en cuero rojo, con cantos y tafiletes dorados había pertenecido a la biblioteca del abuelo Ricardo Alfonso, y lo hallé en uno de sus baúles en la habitación frente al tanque. Solamente esas paredes saben cómo lloré durante el proceso de enfermedad, muerte y entierro de María.
Entonces cuando iba al cementerio de arriba a visitar la tumba de Edda Eligia, la hermanita muerta, me parecía ver la misma siniestra ave negra posada en el brazo de hierro de la cruz. Al yo acercarme, el pajarraco levantaba el vuelo graznando lúgubremente.
Mi mayor felicidad entonces hubiera consistido en que la tuberculosis acabara con la hija de Narciso Blanco, pero los Blanco eran tradicionalmente una familia de gente sana.
FIN
Una lección de humildad
James Baldwin
Cierto día el califa Harun al Raschid organizó un gran banquete en el salón principal de palacio.
Las paredes y el cielo raso brillaban por el oro y las piedras preciosas con las que estaban adornados. Y la gran mesa estaba decorada con exóticas plantas y flores Allí estaban los hombres más nobles de toda Persia y Arabia. También estaban presentes como invitados muchos hombres sabios, poetas y músicos.
Después de un buen tiempo de transcurrida la fiesta, el califa se dirigió al poeta y le dijo:
-Oh, príncipe hacedor de hermosos poemas, muéstranos tu habilidad, describe en versos este alegre y glorioso banquete.
El poeta se puso de pie y empezó con estas palabras:
-¡Salud!, oh califa, y goza bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.
-Buena introducción -dijo Raschid-. Pero permítenos escuchar más de tu discurso.
El poeta prosiguió:
-Y que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Que cada atardecer veas que todos tus deseos fueron realizados.
-¡Bien, bien! Sigue pues con tu poema.
El poeta se inclinó ligeramente en señal de agradecimiento por tan deferentes palabras del califa y prosiguió:
-¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderás que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol.
Los ojos del califa se llenaron de lágrimas, y la emoción ahogó sus palabras. Cubrió su rostro con las manos y empezó a sollozar.
Luego, uno de los oficiales que estaba sentado cerca del poeta alzó la voz:
-¡Alto! El califa quiso que lo alegraran con cosas placenteras, y tú le estás llenando la cabeza con cosas muy tristes.
-Deja al poeta solo –dijo Raschid-. Él ha sido capaz de ver la ceguera que hay en mí y trata de hacer que yo abra los ojos.
Harun al Raschid (Aaron el Justo), fue el más grande de los califas de Bagdad. Se puede encontrar más historias sobre él en ese maravilloso libro conocido como Las mil y una noches.
FIN
El amo confiado y el criado inocente
Mateo Bandello
En el tiempo en que Maximiliano César estaba con un numeroso ejército sitiando a Padua, un gentilhombre con su familia escapó a refugiarse a Mantua, y me contó que antes de la guerra vino a esta ciudad un joven alemán, que se puso al servicio de un gentilhombre en calidad de mozo de cuadra, porque no sabía hacer otra cosa más que cuidar de los caballos. Era de aspecto simpático, pero de una inocencia tal, que se le podía hacer creer cuanto se deseara.
El gentilhombre al servicio del cual estaba, tenía pasión por los pájaros y pasaba todo el día ocupado en cacería. Como el alemán no se ocupaba más que de la cuadra, el amo creyó poder confiarle el cuidado de que le limpiase las botas y se las engrasara para que estuviesen bien flexibles.
Arrigo, que así se llamaba el alemán, tenía de veinticuatro a veinticinco años, pero aún no había experimentado lo que era meter el diablo en el infierno, y como comía, trabajaba y bebía como un alemán, estaba siempre con el arco tendido, sin saber qué remedio hallar para su mal.
Había notado varias veces que las botas de su amo, por duras que estuviesen, se volvían blandas y flexibles después de engrasadas y puestas al sol, y el inocente joven imaginó encontrar de la misma manera el medio de enternecer y poner flexible su instrumento. Así es que se desabrochó la bragueta y se puso a frotar su miembro con la grasa al sol, sin conseguir ningún resultado, porque siempre estaba hinchado y no se ablandaba nada; pero él perseveraba en la ocupación, pensando que a fuerza de grasas conseguiría su propósito.
Un día, la esposa del gentilhombre salió al patio para hacer ciertas necesidades y vio detrás de la cuadra a Arrigo con su pieza en la mano, en actitud de frotársela con las grasas. La tenía blanca como la nieve, y a la dama le pareció la cosa más bella y dulce del mundo. Se sintió de súbito presa de un gran deseo de probar qué tal servicio le haría, porque la de su marido no era la mitad de gruesa ni de nerviosa. No tardó en hacer llamar a Arrigo para hablarle del servicio de la cuadra, y le dijo:
-Arrigo, yo no sé cómo decirte lo que pienso. En menos de quince días has empleado más grasa para las botas del amo que en tres meses los otros servidores. ¿Qué quiere decir esto? No dudo que haces otro uso de ella o que la vendes. Dime la verdad. Necesito saberlo. ¿Qué es lo que haces?
Arrigo entendió bien lo que le decía, pero no sabía expresar en italiano su pensamiento. Inocente y sencillo, dijo lo que le sucedía, y para explicarlo mejor se desabrochó los calzones y presentó su pieza en la mano delante de la señora, que se estremecía de gusto y ya tenía la boca hecha agua, y le explicó cómo empleaba la grasa, añadiendo que el remedio no le hacía ningún provecho.
-Voy -dijo entonces la mujer-, puesto que eres un fiel servidor, a manifestarte que eso que haces es una verdadera tontería, que de nada sirve a tu enfermedad; yo, con la condición de que no se lo digas a nadie, te enseñaré un excelente remedio. Ven conmigo y verás, así que yo te lo haga, como esa gran pieza se queda pequeñita y blanda como una pasta.
El marido estaba fuera de la ciudad y no había en la casa nadie que la dama pudiese temer que la viera; así, condujo al joven a su cuarto, y para darse placer con él, hizo que cinco veces seguidas se frotara en su grasa.
El remedio pareció admirable al alemán, y todo marchó a maravilla entre los dos. Cada vez que había facilidad y sentía enderezarse su pieza, se la ablandaba con la grasa de la señora.
Sucedió que como Arrigo se aficionaba más a esta grasa que a la de las botas, llegó un día en que el señor quiso ir de caza y no encontró su calzado limpio ni engrasado, y montó en gran cólera por este motivo. El bueno de Arrigo no sabía qué decir.
-¿Qué quieres tú que yo haga ahora, alemán borracho? -gritaba el amo-, ¿qué quieres que yo haga, miserable poltrón? Estas botas están tan duras y tan secas, que ni tú ni nadie podrá ponérmelas. Eres un gandul y un animal.
El muchacho, temblando de miedo a ser azotado, respondió:
-No se incomode usted, señor; no se incomode usted, que en un momento yo las pondré flexibles.
-¡Mala peste te dé, perro cochino! -exclamó más enfurecido el dueño.
Viendo que aumentaba la cólera de su señor, casi fuera de sí, Arrigo dijo:
-Sí, sí señor. Yo voy a hacer lo necesario, si usted tiene un instante de paciencia. En cuanto yo las meta una vez en el vientre de mi señora, le aseguro que se ablandan.
El amo quiso saber qué receta era esa para tan súbito cambio, y entonces el alemán le explicó lo sucedido con detalles.
Viendo que la suerte lo había hecho señor de Corneto, el amo no dijo nada por lo pronto, pero a los pocos días manifestó al alemán que podía buscar otro dueño pues él no tenía más necesidad de sus servicios.
FIN
Con afecto,
Ruben
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