miércoles, 18 de diciembre de 2024

Ruben Dario 2: 12 poemas emblemáticos

 

Ruben Dario 2




12 poemas emblemáticos

Andrea Imaginario

Especialista en artes, literatura e historia cultural

A Colón

Este poema fue escrito con ocasión del cuarto centenario del Descubrimiento de América en 1892, cuando Rubén Darío fue invitado a las conmemoraciones del país de España. Está escrito en 14 serventesios, estrofas formadas por cuatro versos de arte mayor de rima consonante entre primer y tercer verso, y segundo y cuarto verso. El poema se ancla en el conflicto latinoamericano derivado del descubrimiento. Reúne la crítica histórica con la del presente, la idealización del mundo prehispánico y la referencia a los valores de la Revolución francesa. Es, pues, una síntesis de las proclamas latinoamericanistas. El poema está incluido en el libro El canto errante, de 1907.

 

¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,

tu india virgen y hermosa de sangre cálida,

la perla de tus sueños, es una histérica

de convulsivos nervios y frente pálida.

 

Un desastroso espíritu posee tu tierra:

donde la tribu unida blandió sus mazas,

hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,

se hieren y destrozan las mismas razas.

 

Al ídolo de piedra reemplaza ahora

el ídolo de carne que se entroniza,

y cada día alumbra la blanca aurora

en los campos fraternos sangre y ceniza.

 

Desdeñando a los reyes nos dimos leyes

al son de los cañones y los clarines,

y hoy al favor siniestro de negros reyes

fraternizan los Judas con los Caínes.

 

Bebiendo la esparcida savia francesa

con nuestra boca indígena semiespañola,

día a día cantamos la Marsellesa

para acabar danzando la Carmañola.

 

Las ambiciones pérfidas no tienen diques,

soñadas libertades yacen deshechas.

¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques,

a quienes las montañas daban las flechas! .

 

Ellos eran soberbios, leales y francos,

ceñidas las cabezas de raras plumas;

¡ojalá hubieran sido los hombres blancos

como los Atahualpas y Moctezumas!

 

Cuando en vientres de América cayó semilla

de la raza de hierro que fue de España,

mezcló su fuerza heroica la gran Castilla

con la fuerza del indio de la montaña.

 

¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas

no reflejaran nunca las blancas velas;

ni vieran las estrellas estupefactas

arribar a la orilla tus carabelas!

 

Libre como las águilas, vieran los montes

pasar los aborígenes por los boscajes,

persiguiendo los pumas y los bisontes

con el dardo certero de sus carcajes.

 

Que más valiera el jefe rudo y bizarro

que el soldado que en fango sus glorias finca,

que ha hecho gemir al zipa bajo su carro

o temblar las heladas momias del Inca.

 

La cruz que nos llevaste padece mengua;

y tras encanalladas revoluciones,

la canalla escritora mancha la lengua

que escribieron Cervantes y Calderones.

 

Cristo va por las calles flaco y enclenque,

Barrabás tiene esclavos y charreteras,

y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque

han visto engalonadas a las panteras.

 

Duelos, espantos, guerras, fiebre constante

en nuestra senda ha puesto la suerte triste:

¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,

ruega a Dios por el mundo que descubriste!

 

Marcha triunfal

Marcha triunfal, incluido en Cantos de vida y esperanza, fue escrito en 1895. Representa la consolidación de la estética modernista en Rubén Darío. El escritor construye la imagen de un ejército triunfante que celebra sus glorias, consonante con el espíritu libertario del siglo independentista en Latinoamérica. El lector encuentra referencias mitológicas, históricas y culturales. Aparentemente, Rubén Darío se habría inspirado en el desfile militar del cuatricentenario del Descubrimiento de América, que tuvo lugar en España en 1892.

 

¡Ya viene el cortejo!

¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines,

la espada se anuncia con vivo reflejo;

ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

 

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,

los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra

y los timbaleros,

que el paso acompasan con ritmos marciales.

¡Tal pasan los fieros guerreros

debajo los arcos triunfales!

 

Los claros clarines de pronto levantan sus sones,

su canto sonoro,

su cálido coro,

que envuelve en su trueno de oro

la augusta soberbia de los pabellones.

Él dice la lucha, la herida venganza,

las ásperas crines,

los rudos penachos, la pica, la lanza,

la sangre que riega de heroicos carmines

la tierra;

de negros mastines

que azuza la muerte, que rige la guerra.

 

Los áureos sonidos

anuncian el advenimiento

triunfal de la Gloria;

dejando el picacho que guarda sus nidos,

tendiendo sus alas enormes al viento,

los cóndores llegan. ¡Llegó la victoria!

 

Ya pasa el cortejo.

Señala el abuelo los héroes al niño.

Ved cómo la barba del viejo

los bucles de oro circunda de armiño.

Las bellas mujeres aprestan coronas de flores,

y bajo los pórticos vense sus rostros de rosa;

y la más hermosa

sonríe al más fiero de los vencedores.

¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera

honor al herido y honor a los fieles

soldados que muerte encontraron por mano extranjera!

 

¡Clarines! ¡Laureles!

 

Los nobles espadas de tiempos gloriosos,

desde sus panoplias saludan las nuevas coronas y lauros

las viejas espadas de los granaderos, más fuertes que osos,

hermanos de aquellos lanceros que fueron centauros?

Las trompas guerreras resuenan:

de voces los aires se llenan...

 

A aquellas antiguas espadas,

a aquellos ilustres aceros,

que encaman las glorias pasadas...

Y al sol que hoy alumbra las nuevas victorias ganadas,

y al héroe que guía su grupo de jóvenes fieros,

al que ama la insignia del suelo materno,

al que ha desafiado, ceñido el acero y el arma en la mano,

los soles del rojo verano,

las nieves y vientos del gélido invierno,

la noche, la escarcha

y el odio y la muerte, por ser por la patria inmortal,

¡saludan con voces de bronce las trompas de guerra que tocan la marcha triunfal!...

 

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Yo soy aquel

Rubén Darío recorre el itinerario de las pasiones juveniles, metáfora de la transformación estética que lo llevó al modernismo. La literatura y, en particular, el modernismo, se muestra vehículo salvífico. Este poema se convierte en una proclama estética, suerte de manifiesto donde Rubén Darío declara y defiende los principios creadores del modernismo frente a sus críticos, así como las referencias literarias y mitológicas sobre las cuales se sostiene. El poema fue publicado en el libro Cantos de vida y esperanza.

 

Yo soy aquel que ayer no más decía

el verso azul y la canción profana,

en cuya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

 

El dueño fui de mi jardín de sueño,

lleno de rosas y de cisnes vagos;

el dueño de las tórtolas, el dueño

de góndolas y liras en los lagos;

 

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

y muy moderno; audaz, cosmopolita;

con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,

y una sed de ilusiones infinita.

 

Yo supe de dolor desde mi infancia,

mi juventud... ¿fue juventud la mía?

Sus rosas aún me dejan su fragancia...

una fragancia de melancolía...

 

Potro sin freno se lanzó mi instinto,

mi juventud montó potro sin freno;

iba embriagada y con puñal al cinto;

si no cayó, fue porque Dios es bueno.

 

En mi jardín se vio una estatua bella;

se juzgó mármol y era carne viva;

una alma joven habitaba en ella,

sentimental, sensible, sensitiva.

 

Y tímida ante el mundo, de manera

que encerrada en silencio no salía,

sino cuando en la dulce primavera

era la hora de la melodía...

 

Hora de ocaso y de discreto beso;

hora crepuscular y de retiro;

hora de madrigal y de embeleso,

de «te adoro», y de «¡ay!» y de suspiro.

 

Y entonces era la dulzaina un juego

de misteriosas gamas cristalinas,

un renovar de gotas del Pan griego

y un desgranar de músicas latinas.

 

Con aire tal y con ardor tan vivo,

que a la estatua nacían de repente

en el muslo viril patas de chivo

y dos cuernos de sátiro en la frente.

 

Como la Galatea gongorina

me encantó la marquesa verleniana,

y así juntaba a la pasión divina

una sensual hiperestesia humana;

 

todo ansia, todo ardor, sensación pura

y vigor natural; y sin falsía,

y sin comedia y sin literatura...:

si hay un alma sincera, esa es la mía.

 

La torre de marfil tentó mi anhelo;

quise encerrarme dentro de mí mismo,

y tuve hambre de espacio y sed de cielo

desde las sombras de mi propio abismo.

 

Como la esponja que la sal satura

en el jugo del mar, fue el dulce y tierno

corazón mío, henchido de amargura

por el mundo, la carne y el infierno.

 

Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia

el Bien supo elegir la mejor parte;

y si hubo áspera hiel en mi existencia,

melificó toda acritud el Arte.

 

Mi intelecto libré de pensar bajo,

bañó el agua castalia el alma mía,

peregrinó mi corazón y trajo

de la sagrada selva la armonía.

 

¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda

emanación del corazón divino

de la sagrada selva! ¡Oh, la fecunda

fuente cuya virtud vence al destino!

 

Bosque ideal que lo real complica,

allí el cuerpo arde y vive y Psiquis vuela;

mientras abajo el sátiro fornica,

ebria de azul deslíe Filomela.

 

Perla de ensueño y música amorosa

en la cúpula en flor del laurel verde,

Hipsipila sutil liba en la rosa,

y la boca del fauno el pezón muerde.

 

Allí va el dios en celo tras la hembra,

y la caña de Pan se alza del lodo;

la eterna vida sus semillas siembra,

y brota la armonía del gran Todo.

 

El alma que entra allí debe ir desnuda,

temblando de deseo y fiebre santa,

sobre cardo heridor y espina aguda:

así sueña, así vibra y así canta.

 

Vida, luz y verdad, tal triple llama

produce la interior llama infinita.

El Arte puro como Cristo exclama:

Ego sum lux et veritas et vita!

 

Y la vida es misterio, la luz ciega

y la verdad inaccesible asombra;

la adusta perfección jamás se entrega,

y el secreto ideal duerme en la sombra.

 

Por eso ser sincero es ser potente;

de desnuda que está, brilla la estrella;

el agua dice el alma de la fuente

en la voz de cristal que fluye de ella.

 

Tal fue mi intento, hacer del alma pura

mía, una estrella, una fuente sonora,

con el horror de la literatura

y loco de crepúsculo y de aurora.

 

Del crepúsculo azul que da la pauta

que los celestes éxtasis inspira,

bruma y tono menor —¡toda la flauta!,

y Aurora, hija del Sol— ¡toda la lira!

 

Pasó una piedra que lanzó una honda;

pasó una flecha que aguzó un violento.

La piedra de la honda fue a la onda,

y la flecha del odio fuese al viento.

 

La virtud está en ser tranquilo y fuerte;

con el fuego interior todo se abrasa;

se triunfa del rencor y de la muerte,

y hacia Belén... ¡la caravana pasa!

 

A Margarita Debayle



Este poema, incluido en el libro El viaje a Nicaragua e Intermezzo Tropical (1909), es uno de los poemas de Rubén Darío para niños. Fue escrito durante su estancia en la casa veraniega de la familia Debayne, una vez que la niña Margarita le pidió que le recitara un cuento. Hacen presencia los elementos característicos del modernismo: la rica musicalidad que domina el texto, las referencias exóticas y las referencias legendarias.

 

Margarita está linda la mar,

y el viento,

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar;

tu acento:

Margarita, te voy a contar

un cuento:

 

Esto era un rey que tenía

un palacio de diamantes,

una tienda hecha de día

y un rebaño de elefantes,

un kiosko de malaquita,

un gran manto de tisú,

y una gentil princesita,

tan bonita,

Margarita,

tan bonita, como tú.

 

Una tarde, la princesa

vio una estrella aparecer;

la princesa era traviesa

y la quiso ir a coger.

 

La quería para hacerla

decorar un prendedor,

con un verso y una perla

y una pluma y una flor.

 

Las princesas primorosas

se parecen mucho a ti:

cortan lirios, cortan rosas,

cortan astros. Son así.

 

Pues se fue la niña bella,

bajo el cielo y sobre el mar,

a cortar la blanca estrella

que la hacía suspirar.

 

Y siguió camino arriba,

por la luna y más allá;

más lo malo es que ella iba

sin permiso de papá.

 

Cuando estuvo ya de vuelta

de los parques del Señor,

se miraba toda envuelta

en un dulce resplandor.

 

Y el rey dijo: «¿Qué te has hecho?

 

te he buscado y no te hallé;

y ¿qué tienes en el pecho

que encendido se te ve?».

 

La princesa no mentía.

Y así, dijo la verdad:

«Fui a cortar la estrella mía

a la azul inmensidad».

 

Y el rey clama: «¿No te he dicho

que el azul no hay que cortar?

¡Qué locura!, ¡Qué capricho!...

El Señor se va a enojar».

 

Y ella dice: «No hubo intento;

yo me fui no sé por qué.

Por las olas por el viento

fui a la estrella y la corté».

 

Y el papá dice enojado:

«Un castigo has de tener:

vuelve al cielo y lo robado

vas ahora a devolver».

 

La princesa se entristece

por su dulce flor de luz,

cuando entonces aparece

sonriendo el Buen Jesús.

 

Y así dice: «En mis campiñas

esa rosa le ofrecí;

son mis flores de las niñas

que al soñar piensan en mí».

 

Viste el rey pompas brillantes,

y luego hace desfilar

cuatrocientos elefantes

a la orilla de la mar.

 

La princesita está bella,

pues ya tiene el prendedor

en que lucen, con la estrella,

verso, perla, pluma y flor.

 

Margarita, está linda la mar,

y el viento

lleva esencia sutil de azahar:

tu aliento.

 

Ya que lejos de mí vas a estar,

guarda, niña, un gentil pensamiento

al que un día te quiso contar un cuento.

Final



Con afecto, Ruben

 

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