CARTA DE UN
DESESPERADO de G. Moore Barrionuevo
Lima, 7 de
junio de 1935
Señor don
Víctor Raúl Haya de la Torre.
Hoy, Día del
Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no
debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas
militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la
rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos,
han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.
Se la
escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez-
cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a
hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus
dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo
eso lo callarnos por sabido.
Le escribo
para decirle que, sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa,
tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a
los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los
ha reemplazado usted con bandas de facinerosos. La lucha política la ha convertido
usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y
opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan
cuenta del horror de este estado de cosas.
Si, por
fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los
destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y
respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos
mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto
o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.
Si hubiese
usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de
treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la
perdonaríamos; pero la comprenderíamos. Por lo menos, se trataría de crímenes
de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de
conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.
Para
desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida,
otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú
estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal.
Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de
los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y
concluyó la beligerancia que usted produjo.
Pero después
de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos
fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y
los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la
actividad criminal es congénita.
A la cabeza
de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado
sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto
usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha
dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.
Si Leguía
destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los
más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha
quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.
Y, por
reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios.
En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que
tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los
suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo
vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los
espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al
espíritu.
Por culpa de
usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien
alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin
hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y
fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco;
nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son
gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.
A mí, créalo
usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que
transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún
hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar
hasta en algodoneros.
Acaso
concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes
iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.
Yo, joven
capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo
espiritual de Víctor Maúrtua, las lecciones de Javier Prado, la obra de Manuel
Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de
Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la
Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años,
casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que
escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo
Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leónides Yerovi,
Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a
Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo
Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política
lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en
Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la
caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don
Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en
la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas
y de pensadores que es José Balta.
En el
extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi
juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a
presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le
perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía
con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que
sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.
Quizá habría
sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es
megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha
conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas
disposiciones del Código Penal, es muy serio.
Por culpa de
usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan
heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don
Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene
el color.
Carece usted
de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica.
El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el
crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las
instituciones y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados.
Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted
se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.
Usted podrá
creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto
es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un
naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú
nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la
naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.
Por culpa de
usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren
que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían
justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder
Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la
justicia por nuestra propia mano.
Por culpa de
usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de
la palabra-, más bien intencionados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto
e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por
culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido
usted en grado verdaderamente aprista.
Cuando
pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo
tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes
maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua,
Manuel Vicente Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a
los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los
jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted
los últimos años de los viejos.
Ha detenido
usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con
perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política,
un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos
perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y
es base de la grandeza de Inglaterra.
Lo único que
le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de
los hijos de nuestros hijos nazcan unos facinerosos. A la mujer, la ha
embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública.
Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.
Usted tiene
la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica
política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en
buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos
necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa
política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más
que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que
desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de
la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es
porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad;
justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva
y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha
conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde
todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de
usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir,
no común.
Mire usted
cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las
tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas
verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto
publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra
usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como
no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas
provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina
prepotencia de los criminales.
Nosotros
haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito
destruyan al Perú. Al Perú, que vale más que usted, aunque solo sea por la
razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente
se cumple, morirá usted en manos de un niño.
Federico
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Con afecto,
Ruben
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