Cuento: El Asesino
Guy de Maupassant
El culpable era defendido por un jovencísimo abogado, un novato que habló
así:
-Los hechos son innegables, señores del jurado. Mi cliente,
un hombre honesto, un empleado irreprochable, bondadoso y tímido, ha asesinado
a su patrón en un arrebato de cólera que resulta incomprensible. ¿Me permiten
ustedes hacer una sicología de este crimen, si puedo hablar así, sin atenuar
nada, sin excusar nada? Después ustedes juzgarán.
Jean-Nicolas Lougère es hijo de personas muy honorables que hicieron de él un
hombre simple y respetuoso.
Este es su crimen: ¡el respeto! Este es un sentimiento, señores, que nosotros
hoy ya no conocemos, del que únicamente parece quedar todavía el nombre, y cuya
fuerza ha desaparecido. Es necesario entrar en determinadas familias antiguas y
modestas, para encontrar esta tradición severa, esta devoción a la cosa o al
hombre, al sentimiento o a la creencia revestida de un carácter sagrado, esta
fe que no soporta ni la duda ni la sonrisa ni el roce de la sospecha.
No se puede ser un hombre honesto, un hombre honesto de verdad, con toda la
fuerza que este término implica, si no se es respetuoso. El hombre que
respeta con los ojos cerrados, cree. Nosotros, con nuestros ojos muy abiertos
sobre el mundo, que vivimos aquí, en este palacio de justicia que es la cloaca
de la sociedad, donde vienen a parar todas las infamias, nosotros que somos los
confidentes de todas las vergüenzas, los defensores consagrados de todas las
miserias humanas, el sostén, por no decir los defensores de todos los bribones
y de todos los desvergonzados, desde los príncipes hasta los vagabundos de los
arrabales, nosotros que acogemos con indulgencia, con complacencia, con una
benevolencia sonriente a todos los culpables para defenderlos delante de
ustedes, nosotros que, si amamos verdaderamente nuestro oficio, armonizamos
nuestra simpatía de abogado con la dimensión del crimen, nosotros ya no podemos
tener el alma respetuosa. Vemos demasiado este río de corrupción que fluye de
los más poderosos a los últimos pordioseros, sabemos muy bien como ocurre todo,
como todo se da, como todo se vende. Plazas, funciones, honores, brutalmente a
cambio de un poco de oro, hábilmente a cambio de títulos y de lotes de reparto
en las empresas industriales, o simplemente por un beso de mujer. Nuestro deber
y nuestra profesión nos fuerzan a no ignorar nada, a desconfiar de todo el
mundo, ya que todo el mundo es sospechoso, y quedamos sorprendidos cuando nos
encontramos enfrente de un hombre que tiene, como el asesino sentado
delante de ustedes, la religión del respeto tan arraigada como para llegar a
convertirse en un mártir.
Nosotros, señores, hacemos uso del honor igual que del aseo personal, por
repugnancia a la bajeza, por un sentimiento de dignidad personal y de orgullo;
pero no llevamos al fondo del corazón la fe ciega, innata, brutal, como
este hombre.
Déjenme contarles su vida.
Fue educado, como se educaba antaño a los niños, dividiendo en dos clases
todos los actos humanos: lo que está bien y lo que está mal. Se le enseñó
el bien, con una autoridad tan irresistible, que se le hizo distinguir del mal
como se distingue el día de la noche. Su padre no pertenecía a esa raza de
espíritus superiores que, mirando desde lo alto, ven los orígenes de las
creencias y reconocen las necesidades sociales de donde nacen estas
distinciones.
Creció pues, religioso y confiado, entusiasta e íntegro.
Con veintidós años se casó. Se le hizo casar con una prima, educada como él,
sencilla como él, pura como él. Tuvo cierta suerte inestimable de tener por
compañía una honesta mujer virtuosa, es decir, lo que hay de más escaso y
respetable en el mundo. Tenía hacia su madre la veneración que rodea a las
madres en las familias patriarcales, el culto profundo que se reserva a las
divinidades. Trasladó sobre su madre un poco de esta religión, apenas atenuada
por las familiaridades conyugales. Y vivió en una ignorancia absoluta de la
picardía, en un estado de rectitud obstinada y de tranquila dicha que hizo de
él un ser aparte. No engañando a nadie, no sospechaba que se le pudiera engañar
a él.
Algún tiempo antes de su boda había entrado como contable en la empresa del
señor Langlais, asesinado por él hace unos días.
Sabemos, señores del jurado, por los testimonios de la señora Langlais, de su
hermano, el señor Perthuis, asociado de su marido, de toda la familia y de
todos los empleados superiores de este banco, que Lougère fue un empleado
modelo, ejemplo de probidad, de sumisión, de dulzura, de deferencia hacia sus
jefes y ejemplo de regularidad.
Se le trataba, por otra parte, con la consideración merecida por su conducta
ejemplar. Estaba acostumbrado a este respeto y a la especie de veneración
manifestada a la señora Lougère, cuyo elogio estaba en boca de todos.
Unos días después, ella murió de unas fiebres tifoideas.
Él sintió seguramente un dolor profundo, pero un dolor frío y tranquilo en su
corazón metódico. Solo se vio en su palidez y en la alteración de sus rasgos
hasta qué punto había sido herido.
Entonces, señores, ocurrió algo muy natural.
Este hombre estaba casado desde hacía diez años. Desde hacía diez años tenía la
costumbre de sentir una mujer cerca de él, siempre. Estaba acostumbrado a
sus cuidados, a esta voz familiar cuando uno llega a casa, al adiós de la tarde,
a los buenos días de la mañana, a ese suave sonido del vestido, tan del gusto
femenino, a esta caricia ora amorosa, ora maternal que alivia la existencia, a
esta presencia amada que hace menos lento el transcurrir de las horas. Estaba
también acostumbrado a la condescendencia material de la mesa, a todas las
atenciones que no se notan y que se vuelven poco a poco indispensables. Ya no
podía vivir solo. Entonces, para pasar las interminables tardes, cogió la
costumbre de ir a sentarse una hora o dos a la cervecería vecina. Bebía un bock
y se quedaba allí, inmóvil, siguiendo con una mirada distraída las bolas de
billar corriendo una detrás de la otra bajo el humo de las pipas, escuchando,
sin pensar en ello, las disputas de los jugadores, las discusiones de los
vecinos sobre política y las carcajadas que provocaban a veces una broma pesada
al otro extremo de la sala. Acababa a menudo por quedarse dormido de lasitud y
aburrimiento. Pero tenía en el fondo de su corazón y de sus entrañas, la
necesidad irresistible de un corazón y de un cuerpo de mujer; y sin pensarlo,
se fue aproximando, un poco cada tarde, al mostrador donde reinaba la cajera,
una rubia pequeña, atraído hacia ella invenciblemente por tratarse de una
mujer.
Pronto conversaron, y él cogió la costumbre, muy agradable, de pasar todas las
tardes a su lado. Era graciosa y atenta como se tiene que ser en estos amables
ambientes, y se divertía renovando su consumición lo más a menudo posible, lo
cual beneficiaba al negocio. Pero cada día Lougère se ataba más a esta mujer
que no conocía, de la que ignoraba toda su existencia y que quiso únicamente
porque no veía otra.
La muchacha, que era astuta, pronto se dio cuenta que podría sacar partido de
este ingenuo y buscó cual sería la mejor forma de explotarlo. Lo más seguro era
casarse.
A esta conclusión llegó sin remordimiento alguno.
Tengo que decirles, señores del jurado, que la conducta de
esta chica era de lo más irregular y que la boda, lejos de poner freno a sus
extravíos, pareció al contrario hacerla más desvergonzada.
Por juego natural de la astucia femenina, pareció cogerle gusto a engañar a
este honesto hombre con todos los empleados de su despacho. Digo “con todos”.
Tenemos cartas, señores. Pronto se convirtió en un escándalo público, que
únicamente el marido, como todo, ignoraba.
Al fin esta pícara, con un interés fácil de concebir, sedujo al hijo del
mismísimo patrón, joven de diecinueve años, sobre cuyo espíritu y sentido tuvo
pronto ella una influencia deplorable. El señor Langlais, que hasta ese momento
tenía los ojos cerrados por la bondad, por amistad hacia su empleado, sintió,
viendo a su hijo entre las manos, -debería decir entre los brazos de esta
peligrosa criatura- una cólera legítima.
Cometió el error de llamar inmediatamente a Lougère y de hablarle impelido por
su indignación paternal.
Ya no me queda, señores, más que leerles el relato del crimen, formulado por
los labios del mismo moribundo y recogido por la instrucción:
“Acababa de saber que mi hijo
había donado, la misma víspera, diez mil francos a esta mujer y mi cólera ha
sido más fuerte que mi razón. Verdaderamente, nunca he sospechado de la
honorabilidad de Lougère, pero ciertas cegueras son más peligrosas que
auténticas faltas.
Le hice pues llamar a mi lado y le dije que me veía obligado a privarme des sus
servicios.
Él permanecía de pié delante de mí, azorado, sin comprender. Terminó por pedir
explicaciones con cierta vivacidad.
Yo rechacé dárselas, afirmando que mis razones eran de naturaleza íntima. Él
creyó entonces que yo tenía sospechas de su falta de delicadeza, y, muy pálido,
me rogó, me requirió que me explicara. Convencido de esto, se mostró arrogante
y se tomó el derecho de levantarme la voz.
Como yo seguía callado, me injurió, me insultó, llegó a tal grado de
exasperación que yo temía que pasara a la acción.
Ahora bien, de repente, con una palabra hiriente que me llegó a pleno corazón,
le dije toda la verdad a la cara.
Se quedó de pie algunos segundo, mirándome con ojos huraños; después le vi
coger de su despacho las largas tijeras que utilizo para recortar el margen de
algunos documentos; a continuación le vi caer sobre mí con el brazo levantado,
y sentí entrar algo en mi garganta, encima del pecho, sin sentir ningún dolor.”
He aquí, señores del jurado, el sencillo relato de su muerte. ¿Qué más se puede decir para su defensa? Él ha respetado a su segunda mujer con ceguera porque había respetado a la primera con la razón.
Después de una corta deliberación, el acusado fue absuelto.
Con afecto,
Ruben
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