El atajo
[Cuento - Texto completo.]
Adolfo
Bioy Casares
Aquel mediodía de junio, al cruzar la puerta cancel,
Guzmán claramente notó la angustia: una opresión leve y pasajera que de un año
a esta parte lo acometía cuando estaba por salir de viaje. Una simple
costumbre, opinó, una costumbre del ánimo, incómoda, eso sí, para un hombre de
su profesión: Guzmán era viajante de comercio. Opinó también que algún origen
reconocería aquello y en rápido rastreo llegó a su mujer y aun a los
antepasados italianos de su mujer. Ésta, que lo seguía de cerca por el pasillo,
justamente recitaba entonces la consabida cantinela de recomendaciones
inevitables:
—Manejá despacio. No te distraigás. Cuidado con los
asaltos.
Guzmán cerró los ojos y, buscando consuelo y refugio,
la imaginó como sin duda la veían los otros: una rubia casi robusta,
aparentemente maciza, cuya frescura de juventud se manifestaba, no menos que en
la piel, en el desafiante pelo despeinado y en el corpiño excedido. ¿No decía
Battilana, experto en la materia, que la mujer joven es animal despreocupado?
Él se preguntó si prefería a una mujer despreocupada, que tal vez deja al
marido solo, o a esta suya, que no lo dejaba en paz. Ya que disponía de su
Carlota, que ahora lo estrechaba como si la inminente separación fuera
definitiva, remitió a otra oportunidad el dilema. Por último se desprendió de
los brazos y encaró el Hudson. Para cualquier viajante (si lo sabrán los
riñones y el lumbago) tarde o temprano el automóvil se convierte en instrumento
de tortura; pero no solo de experiencia vive el hombre: algo significan las
opiniones del prójimo y las quimeras de la juventud. Engañado por sus propias
ponderaciones de aquel Hudson 8 en línea, modelo 1935 —cuyas virtudes eran
reales, por cierto, y mediocres, como las de todo automóvil— lo contempló con
satisfacción orgullosa, aunque no ciega a ese airecillo patético, que le
conocía demasiado bien, de viejo carromato impecablemente cuidado. La
satisfacción, por otra parte, no carecía de fundamento, ya que el Hudson
cumplía con las dos ineluctables condiciones requeridas por la felicidad: lo
alejaba y lo traía de vuelta. Diciéndose: «Cada cual tiene derecho a sus
ridiculeces» pensó que en avanzado estado de madurez mentía socarronamente.
Porque su mujer se inquietaba si lo sabía de noche en la ruta, aseguró:
—Ahora mismo salgo para Rauch.
Guzmán, que trabajaba una línea completa de productos
nobles marca Lancero, a lo largo de la ruta número 2, hasta Dolores, y el
camino de la costa, hasta el Salado, esa tarde, a pedido del señor gerente y en
relevo de un colega en uso de licencia, viajaría por la ruta 3 a Las Flores y
Cacharí, doblaría hacia Rauch y, en el camino de Ayacucho, más allá del arroyo
El Perdido, vería de conformar a uno de los más fuertes clientes de la zona,
quejoso por la continua remisión de partidas de dulce de membrillo avinagrado,
de yerba apolillada y de fideos con gorgojo. Ya sentado en el coche, calentó
unos minutos el motor, agitó con festiva tiesura una mano finamente rayada de
pelos negros y empujado por uno de esos afanes de refirmar las mentiras, que
tantas veces las descubren, exclamó:
—¡A Rauch!
—¿Cómo a Rauch? —interrogó Carlota—. ¿No recogés
primero a Battilana? ¿No vas con Battilana?
Rápidamente protestó:
—Me olvidaba por completo. Ahí tenés el resultado de
tus recomendaciones: aturden.
Su olvido era otro. No recordaba la conversación en
que hablaron del compañero de viaje; pero más valía no volver sobre lo dicho y
lo callado, región resbaladiza, donde al menor descuido el embustero se
desbarranca.
—Lo que es yo —reconoció Carlota, dócil a una idea que
la alejaba de esa conversación tal vez peligrosamente encaminada a sacar a luz
los engaños— no sé cuándo me quedo más inquieta… Si nadie te acompaña y pasa
algo, no hay quien te ayude; si vas con otro, conversás, te distraes y de golpe
llegan las desgracias.
Guzmán la miraba sin escuchar. Solo llevaría el
recuerdo de esa cara joven, mágicamente incontaminada de preocupaciones y
temores.
Divertido por los juegos de su increíble fantasía, en
el trayecto entre su casa, en el 700 de Chacabuco, y el restaurant, cerca de
Constitución, pensó que si Carlota, como un pájaro, lo siguiera por el aire,
ahora se volvería, perfectamente satisfecha y embaucada. En efecto, dejó el
coche frente al departamento de Battilana, en General Hornos, por donde
partiría, después, rumbo a Rauch. Para sembrar la vida de modestos triunfos,
que tanto la mejoran, el hombre astuto no se conforma con la buena suerte sino
que aporta su toque habilidoso.
En el restaurant, vasto como un tinglado, los
muchachos esperaban junto a la mesa. Eran ocho, la mayor parte condiscípulos,
todos hombres maduros, cansados, canosos. Entre los «nuevos», traídos por los
«viejos», contábanse Battilana, que él apadrinaba, y Nardi, un conocido de
Fondeville. El grupo original, de quince, había quedado reducido por muertes,
achaques y otras causas de baja. Cada cual instintivamente se dirigía a una
silla determinada, salvo el viejecito Coria, a quien llamaban «volante», que no
respetaba el lugar de nadie.
Se generalizó un debate sobre las ventajas y
desventajas de los almuerzos en oposición a las comidas, y algunos trataban de
explicar a Battilana la situación y de ganarlo para sus respectivos bandos.
—Díganme —preguntó Fondeville, guiñando un ojo—, ¿soy
de alguna utilidad en la oficina después de esta comilona?
—Y a mí, díganme, ¿son de alguna utilidad los viejos
que se acostaron tarde?
—Nunca sirven para gran cosa —precisó Battilana.
Belvedere, aclaró:
—Todos los jueves nos reunimos.
Alguien, para nombrar al grupo, dijo «los muchachos».
—De muchachos no tenemos más que el nombre —admitió
Sauro.
—Y lo que es más triste, el espíritu —convino Guzmán.
—El espíritu en alto —declamó Battilana, para agregar
reflexivamente—. Me traen a la memoria esos viejos que se reúnen en las plazas.
Guzmán vaciló entre una réplica y un vaso de vino. Se
resolvió por el vino y, después, nerviosamente comió pan.
—Hasta hace poco —Sauro explicaba dirigiéndose a
Battilana— nos reuníamos al fin de la tarde en un café, donde el Cuarteto del
Centro tocaba tangos que daba gusto y a las ocho nos corríamos al restaurant,
cocina de toda confianza, y acabábamos la noche… ¿a que no acierta?
—Enfermos por tanto tuco al pomidoro —replicó sin
vacilar Battilana.
En ese preciso instante un mozo que no tenía tiempo
que perder y que pedía permiso en tono de reproche, se abría camino entre las
cabezas, con la fuente de ravioles.
—No señor. En illo tempore bebíamos nuestro vermouth
en un barcito y jugábamos a la baraja, pero ahora, cosas de viejos, preferimos
conversar y nos pusimos de acuerdo que mejor que el vermouth nos asienta el
helado de pistacho.
Fondeville, intervino.
—Es admirable cómo a todos nos gusta ese helado. Vamos
a una heladería de la calle San Juan, que sirve helados fresquitos, porque
trabaja mucho, y usted se atraca al mostrador en la seguridad de que no lo van
a intoxicar.
—¿Ha calculado, señor, el tendal que año tras año
siembra el botulismo? —interrogó Nardi.
Momentáneamente animado, Coria exhortó:
—Faciliten al señor Battilana la dirección exacta de
la heladería. Se la recomiendo de todo corazón, desde luego con la salvedad de
que usted sea, como nosotros, un partidario del helado.
Retomó la palabra Sauro:
—Alguien dijo que el pistacho (un completo embuste, lo
más probable) estimula, no sé si me entiende, la vitalidad del hombre, así que
entre broma y broma cada cual da cuenta de su helado, excepto el señor —indicó
a Coria—, el más viejito, que es el que todos cargamos, que se despacha dos,
porque le hacemos ver que los necesita de urgencia.
En tono de admiración dijo Fondeville, señalando a
Battilana y guiñando un ojo:
—Éste, en cambio, no ha de necesitar pistacho.
El referido admitió, con una sonrisa modesta:
—Por ahora, francamente, no.
Guzmán, poco dado a juzgar a la gente, pensó que la de
su tiempo era la mejor del mundo, pero que de las nuevas generaciones más valía
no hablar. Sobre todo, porque uno se equivocaba. Battilana, por ejemplo, que en
el ambiente de Ferrocarril Oeste brillaba como espíritu mordaz y amplio,
confrontado a los muchachos perdía lustre. Él se preguntaba si traerlo al
círculo de los íntimos no había sido un error y, peor aún, hablarle del viaje.
En efecto, alegando su curiosidad por palpar la realidad del país, Battilana
obtuvo permiso en la oficina y ahora, si no mediaba un milagro, serían
compañeros hasta más allá de Rauch, ida y vuelta, por lo que debía felicitarse,
ya que en la hipótesis de inconveniente por desperfecto o pantano la soledad
absoluta no presentaba ventajas.
Belvedere y Sauro retomaron, risueños pero tercos, una
inmemorial polémica de conservadores y radicales.
—Por favor —suplicó Battilana—. De las especies
extintas quedan tal vez dos ejemplares en el Museo de La Plata: ustedes.
«¿Y si lo dejara?», pensó Guzmán. «¿Si en la confusión
de las despedidas me lo olvidara? El viaje sería otra cosa.»
De postre sirvieron helados de pistacho, lo que
significó una agradable sorpresa.
—Alguien los encargó —aventuró Sauro.
No tardaron en advertir la poco disimulada risita de
Coria.
—Es él, es él —gritaron varios, apuntando con el dedo.
Lo palmearon. Sauro, ordenó al mozo:
—Para el señor Coria, doble ración.
Al ver el plato de Battilana, Coria comentó:
—Éste se premia solo. No lo necesita, pero no le hace
asco.
—La sangre joven come por dos —dictaminó Fondeville.
Belvedere, observó ecuánimemente:
—No van a comparar este pistacho con el de la calle
San Juan.
La despedida se demoró en grupos, en la vereda. Cuando
Guzmán notó la ausencia de Battilana, consideró la posibilidad de olvidarlo;
llegado el momento de irse, como todavía no aparecía el compañero, enderezó a
la calle Hornos, caminando despacio, porque el coraje flaqueaba. No tardó en
oír la sofocada voz del otro:
—Creí que me había dejado, don Guzmán. Me entretuvo en
el teléfono una cargosa. Usted sabe cómo son las mujeres: pura recomendación y
promesa. Cuando salí no quedaba en el local un alma, pero el instinto me guió
hasta aquí.
—No me diga don —contestó Guzmán, y pensó que a
Battilana no le faltaba nada: boina, pipa inglesa, pañuelo multicolor al
cuello, impermeable, el saco peludo que le vio en el restaurant, pantalón
marrón, zapatos amarillos; mirándolo con imparcialidad aseveró—: No vaya a
criticarme el Hudson, porque entonces no viaja.
—No, si los autos de antes… —ponderó Battilana.
El motor del Hudson bramaba como poderoso avión, sin
duda porque el caño de escape estaría un poco podrido. Guzmán dobló por General
Iriarte, cruzó el puente Pueyrredón y, dejando a mano derecha el frigorífico La
Negra, emprendió el rumbo definitivo. Cuando Battilana se quitó la boina,
Guzmán, a pesar del frío, abrió un vidrio hasta abajo, para que el aire de
afuera atenuara el olor a cabeza. «El mimado de las mujeres», pensó. «Qué
puercas.» Con la expresión imbécil de algunos muertos el acompañante dormía su
digestión pesada y a modo de comentario a las circunstancias de la ruta emitía
resuellos, silbidos o ronquidos cortos. Tras mucho andar, el suburbio, a los
lados, raleó; llegaron, por fin, al campo. En tranqueras o en postes, de tramo
largo en tramo largo, había letreros con nombres de estancias: «La Primavera»,
«Las Encadenadas», «La Perdida», «Los Cerrillos», «La Legua», «El Toro».
Guzmán, pensó: «Nunca me parecieron tan tristes.»
Uno de sus propios ronquidos alarmó a Battilana. Ya
despierto dijo:
—Usted disculpe si estuve medio guarango en el
restaurant, pero yo a ese ambiente no lo trago.
—¿Qué tiene ese ambiente?
—No me hago el difícil, qué esperanza, pero la estupidez
tan satisfecha… Están, o se creen, en el mejor de los mundos posibles.
—¿Hay varios mundos posibles? —preguntó desdeñoso
Guzmán.
—Varios mundos, varias Argentinas, varios futuros que
nos esperan: en uno u otro desembocaremos de pronto.
Incapaz de seguir a Battilana en tales
consideraciones, Guzmán se contrajo al tema concreto y observó:
—Le prevengo que hay gente de valía.
—No discuto. Cuando se juntan es la cosa. ¿Le confieso
por qué no los trago? Son el cuadro vivo de la República. Esa calaña en él
gobierno. Para morirse.
—La democracia. ¿O usted, como no recuerdo qué prócer,
importaría un inca?
—No, la historia no retrocede. Hay que dar un gran
salto, el gran giro. Basta de gobierno por atorrantes de comité.
—Los va a extrañar.
—No tema. Ponga las riendas en manos de políticos y de
técnicos de otra mentalidad, cambie las estructuras y mire el futuro con
esperanza. ¿Usted se da cuenta?
Sin mayor conciencia de lo que decía, Guzmán
sentenció:
—La vida es confusión.
Recapacitó y llegó a una conclusión asombrosa: él era
un hombre afortunado. O estaba viajando, lo que tenía sus visos de descanso, o
iba con la señora a Ferrocarril Oeste, el club del barrio de antes, o se
quedaba en casa, con un buen libro, frente a la televisión. Amigos no faltaban;
los muchachos, los consocios de Ferro, entre los que se contaba Battilana, los
del nuevo barrio, gente que no echaba raíces, con la que uno tal vez congeniaba
poco.
Battilana dijo «Con su permiso» y abrió la radio.
Oyeron La zamba de Vargas. Un camionero no daba paso; cuando por fin lo dejaron
atrás, un ómnibus por poco los atropella. Guzmán gritó improperios, que el
destinatario no oyó, porque ya estaba lejos. Argumentó, indulgentemente,
Battilana:
—Póngase en su lugar. Hombres de trabajo, fatigados.
—¿Y yo qué soy? —Guzmán preguntó con odio.
En Monte, perdieron más de un cuarto de hora en el
surtidor. No había nadie para atenderlos. Cuando vio que Battilana entraba en
la casita, pensó que buscaba al empleado; había ido al baño. Por último un
anciano, adosado a una radio portátil que transmitía un partido de fútbol de
poca monta, llenó el tanque; ni bien cobró, se retiró a escuchar su partido.
Porque se les había hecho tarde, Guzmán postergó para
la vuelta la visita a dos o tres clientes de Las Flores. Dejaron atrás los
pagos de La Colorada, hoy Doctor Domingo Harostegui, el famoso de Pardo, el de
Miramonte y, a corta distancia de Cacharí, doblaron hacia el este por un camino
de tierra. Tosió Battilana y observó con timidez:
—Entra un poco de polvo.
—Por suerte no tanto como en los coches nuevos
—replicó Guzmán, tosiendo.
Después de recorrer unas doce leguas atravesaron el
puente sobre el arroyo Los Huesos, pasaron frente al almacén que hace esquina y
ya en la entrada de Rauch, más allá de las instalaciones de remate y feria,
cruzaron muy despacio las vías de un ramal muerto. Battilana, comentó:
—El hombre conoce a fondo su itinerario.
Mientras recibía con íntima satisfacción este elogio,
que reputaba merecido, Guzmán se preguntó si no se habían extraviado. Por el
pueblo, el camino era seguro, pero más largo; para ganar tiempo prefirió
bordear las quintas, lo que en definitiva no encerraba otro riesgo que el de
perder los minutos ganados. Por de pronto ya debía enfrentar la estación del
ferrocarril. Cuando estaba por confesar las dudas, apareció la estación. La
dejaron a la izquierda. Guzmán, pensó: «A los trescientos metros cruzaré las vías
del tren general.» Los trescientos metros inexplicablemente se estiraban. Según
sus cálculos, ya había andado más de mil. A un hombre en un carricoche casi le
pregunta «Por aquí ¿voy bien?», pero siguió de largo, descubrió que estaba
resuelto a defender la nueva imagen suya, de conocedor de caminos, que proponía
Battilana. «Qué locura», se dijo. Al cruzar las tan esperadas vías formuló para
sí un aserto insostenible: «Hoy encuentro todo, pero algo hicieron con las
distancias. No las dejaron como estaban. Las acortaron o las alargaron.»
Ambos viajeros coincidieron en la calificación de «muy
desparejo y hasta apozado» para el camino que los alejaba de Rauch. Cayó un
aguacero breve. Hubo en la tarde un cambio de luz, que infundió intensidad
extraordinaria en el verdor del pasto y en la negrura de las vacas. El cielo se
oscureció de pronto.
—Ahora se ve mal —admitió Guzmán—. Que no se nos pase
el indicador con la flecha, que señala el camino de Udaquiola. Tenemos que
dejarlo a la izquierda. Después, en el partido de Ayacucho, más allá del arroyo
El Perdido, vamos a llegar al almacén La Campana frente a una escuela.
Aunque trajinaron buen rato no aparecía el indicador.
A lo lejos rodó un trueno y sobre el coche se volcó, urgente, la lluvia, opaca
y dura. Guzmán encaró y desechó la posibilidad de interrumpir el viaje, de
volverse atrás. Encendió en vano los faros. Como estaba muy resbaladizo el
terraplén, avanzó lentamente, con el motor «regulando». Comentó:
—Las lluvias de la patria —y se preguntó cómo toleraría
su fama de viajero avezado una proposición (que él soltaría en tono
indiferente, por cierto) de volver a Rauch; le faltó coraje; siguió avanzando
y, por fin, en la esperanza de provocar en el compañero la respuesta adecuada,
aventuro—: ¡Qué lluvia!
—Va a pasar —respondió Battilana.
Guzmán, en una ojeada nerviosa, lo entrevió con la
boca abierta, absorto en la opacidad gris y blanca del vidrio mojado, y se dijo
«Es un bicho revestido de su caparazón de insensibilidad» y estuvo a punto de
citar la réplica de paisano recordada por algún colega, años atrás, en el hotel
Rigamonti, de Las Flores: Va a pasar… los ponchos. Como poseído por una
voluntad perversa Battilana repetía:
—Va a pasar. Un chaparrón así no dura.
—No dura —convino distraído, Guzmán, mientras
increpaba, en su fuero interno, al compañero—. Y usted ¿qué sabe?
Llovía despacio, con disposición para seguir la noche
entera. Hubo otro cambio en la luz: de nuevo el campo se iluminó, y toda
circunstancia o detalle se afirmó con nítida vividez, dramáticamente
significativa de algo que el observador estaba a punto de entender. Hablando
solo, observó Guzmán:
—Es la última luz de la tarde.
—Y uno no sabe de dónde sale. Parece venir de la
tierra —dijo Battilana rápidamente y con alguna exaltación—. ¿Vio cómo la luz
cambia todo? Ahora el campo no es el de hace un rato.
—No puedo mirar a los lados —contestó con enojo—. El
barro blanco es un jabón y al menor descuido ganamos la zanja.
Un camión manejado por soldados, que venía en sentido
contrario, no se desvió del centro del camino y, para sortearlo sin
desbarrancarse, Guzmán tuvo que recurrir a toda su habilidad.
—¿No vio la chapa? —preguntó Battilana—. Mírela, desde
vuelta y mírela. ¿De dónde sale esa chapa?
—¿Qué me importa la chapa? Hay gente así. Nada les
interesa como la chapa del auto que cruzaron. Es para no creer. Salvados por un
pelo, porque manejo como un rey ¿ahora voy a darme vuelta para mirar la chapa?
—levantó aún la voz y preguntó indignado—: ¿Le digo lo que pienso? Lo mejor es
aprovechar la luz que todavía queda para hacer la maniobra y pegar la vuelta a
Rauch.
—¿Le parece? —preguntó Battilana.
—¿Usted es un héroe o un inconsciente? Decídase. Los
faros del Hudson no son gran cosa, esta lluvia, que va a pasar, para mí que
dura hasta mañana, el camino es un palo enjabonado. Por capricho yo no voy a
fundir una biela. Mire, el camino aquí parece más ancho. Vamos a dar la vuelta.
Ejecutó una maniobra impecable, pero al retomar el
camino en dirección a Rauch el coche se deslizó peligrosamente hacia la zanja.
—Mire, usted baja, yo arranco, usted empuja y yo
enderezo —ordenó Guzmán—. Con un empujoncito oportuno lo enderezamos.
En el acto Battilana salió a la lluvia. Guzmán inició
un ademán para alcanzarle la boina, que estaba en el asiento de atrás; pero
como el otro no advirtió el ofrecimiento, ni por lo visto el agua que le
chorreaba la cara, Guzmán pensó: «Que se empape. Total, por terco, tiene la
culpa. Lo malo va a ser el olor a perro mojado. Si hace un rato no le hago
caso, ahora estamos como dos caballeros en el hotel de Rauch, atendidos por la
misma hija del patrón. Apostaría a que el puerco la conquista.»
—¿Listo? —preguntó.
—Listo —dijo Battilana.
Guzmán puso primera velocidad, suavemente aceleró. El
coche arrastró a Battilana (que al soltarlo cayó de rodillas en el barro) y en
lugar de subir al terraplén, siguió patinando por el borde, sin mayor
desviación hacia arriba ni hacia abajo. Guzmán detuvo la marcha.
—Para estos trotes —diagnosticó fríamente— usted es
bastante inútil. Hasta chambón. —Después, mirando las ruedas y la huella,
agregó—: Así no sigo porque me voy abajo. ¿Habrá donde pedir ayuda?
A la derecha, a corta distancia del camino, vieron una
casucha, probablemente un puesto.
—¿Voy a pedir ayuda? —preguntó Battilana.
Guzman pensó: «Cuando lo maltratan se amansa.»
—Vamos los dos —dijo.
Como había que sortear los charcos, no levantaban los
ojos del suelo; cuando los levantaron, se encontraron frente a una casa blanca,
de altos, ancha y cuadrada.
No había llamador; Guzmán golpeó la puerta con el puño
y gritó:
—Ave María.
—No estamos en el teatro, don Guzmán.
—Estamos en el campo, don Battilana. ¿Qué quiere que
haga? ¿Qué bufe? En cuanto le doy confianza, usted sale con fantasías. Mire esa
torre.
La torre quedaba a la derecha, era de cemento, muy
alta, como coronada de una plataforma en que se divisaban personas,
probablemente centinelas. Proyectaba un haz de luz giratorio.
—Le juro —ponderó Battilana— le juro…
Porque se había entreabierto la puerta calló. Se asomó
una mujer joven, rubia, de pecho prominente, vestida con una suerte de uniforme
verde-oliva, sin duda militar (camisa de cuello cerrado, faldas). Seria,
impávida, los miraba con fríos ojos azules.
—¿Causal? —preguntó.
—¿Causal? —repitió Guzmán con extrañeza; después,
expansivo y risueño, refirió—: El señor aquí tiene toda la culpa…
Battilana, interrumpiéndolo con evidente ánimo de
tomar a su cargo la explicación, manifestó:
—Perdón, señorita —esbozó un virtual contoneo—. La
molestamos porque nos encajamos con el auto. Si nos presta un caballo, lo
atamos a la rastra y en dos patadas…
—¿Caballo? —interrogó atónita la mujer, como quien
menciona algo increíble—. A ver, salvoconductos.
—¿Salvoconductos? —articuló Guzmán.
Battilana aclaró:
—Señorita, nosotros venimos a pedir auxilio. Si usted
no puede es otra cosa.
—¿Tienen o no salvoconductos? Entren, entren.
Entraron en un corredor de paredes grises. La mujer
cerró la puerta, dio dos vueltas a la cerradura y guardó el manojo de llaves.
Se miraron sin entender. Battilana protestó, lastimoso:
—Pero señorita, no queremos entretenerla. Si no puede
prestarnos el caballo, nos retiramos.
Inexpresivamente, en un tono cansado, la mujer
especificó:
—Documentos.
—No queremos entretenerla —porfió cortésmente
Battilana—. Nos retiramos.
La mujer, sin levantar la voz (por un instante
creyeron que hablaba con ellos) llamó:
—Cabo, apersone estos dos elementos al coronel.
Acudió un cabo en uniforme de fajina, los empuñó por
los brazos, los condujo expeditivamente por el corredor. En el apresurado
trayecto Guzmán preguntaba —procurando no perder la compostura, lo que no era
fácil— «¿Esto qué significa?», mientras Battilana alardeaba de amistades
altamente colocadas, que harían pagar muy caro a los culpables del error, sin
duda involuntario, y ofrecía la cédula de identidad a la mujer que se había ido
y al cabo que no escuchaba. El cabo los metió en un cuartito donde una
muchacha, de espaldas, ordenaba un fichero; al soltarlos, previno:
—Quietos.
Entreabrió una puerta y con la cabeza en el cuarto
contiguo anunció:
—Mi coronel, traigo a dos.
Por toda respuesta llegó una palabra:
—Calabozo.
Battilana se rebeló.
—Ah, no. Me van a oír —prorrumpió, gritando un poco—.
El señor coronel entenderá, estoy seguro, nuestra situación.
—¿Dónde va? —preguntó el cabo y le aplicó un empellón,
que lo sacudió visiblemente.
Guzmán se preguntó si había llegado el momento de
actuar. El cabo los empuñó de nuevo, ahora con mayor firmeza, y los condujo. Al
salir del cuartito, Guzmán sorprendió a Battilana mirando de reojo a la mujer
que arreglaba el fichero, y admirativamente pensó: «En su renglón no afloja.»
Cuando él también miró, la muchacha, que se había vuelto, resultó una de esas
viejas abominables que vistas de atrás parecen jóvenes.
El calabozo era un cuartito muy limpio, con las
paredes blanqueadas; contra una de ellas había una cucheta.
—Menos mal que nos pusieron juntos —comentó Guzmán…
La espontánea cordialidad de estas palabras, o la
aspereza de los momentos anteriores, acabaron con la resistencia de Battilana.
—¿Dónde nos metimos, don Guzmán? —preguntó a punto de
sollozar—. Yo quiero volver a casa, a Elvira y las nenas.
—Ya volveremos.
—¿Usted cree? ¿Le confieso algo? Nos quedamos acá para
siempre.
—Ni lo diga.
—¿Le confieso algo? Con la señora yo soy un infame.
Tengo una señora que me quiere, que suelta la risa con solo verme, y yo, un
bruto, señor Guzmán, pavoneándome con las otras. Dígame ¿eso está bien? Sobre
todo, teniendo en casa una señora que no desmerece en lo más mínimo. Pero
dígame ¿dónde nos metimos? ¿Qué es esto? Yo no entiendo nada, pero ¿le digo una
cosa? A mí esto no me gusta. ¿Quiere que le confiese una cosa? Extraño a mi
ciudad, mi Buenos Aires, como si ya quedara muy lejos. Muy lejos y en otra
época. Algo espantoso, como si nos dijeran: No volverán. Usted sabe, las nenas
tienen siete y ocho años, las ayudo con los deberes, juego con ellas y todas
las noches voy a besarlas a la cama cuando están dormidas.
—Basta —ordenó Guzmán—. Los chicos no se mentan. Golpe
bajo. ¿Qué se propone? ¿Perturbarme con las compasiones y que no atine a
defenderme? A defendernos, porque usted, en ese estado, no vale mucho.
—La señora…
—La señora, vaya y pase.
—Quiero hablarle de la señora. Entiéndame bien: no de
la mía, Guzmán; de la suya. A esto le tomo mal olor.
—¿Qué tiene que ver la mía?
—Yo no sé dónde nos metimos. Qué desgracia, meternos
aquí. Es mi culpa, no empujé bien el coche. Le pido que no me guarde tirria. Yo
no se lo perdonaría así nomás. Yo soy vengativo. A mí esto no me gusta nada.
¿Ahora, qué va a pasar? Quiero sacarme un cargo de conciencia. A Carlota yo la
veo.
Se abrió la puerta y el cabo ordenó:
—Vengan.
Obedecieron. Guzmán advirtió que la comunicación de
Battilana no lo afectaba en modo alguno. Pensó: «Estoy como si no me hubiera
dicho nada. Sin embargo, no es cualquier cosa… ¿Habré oído bien?» Cuando se
dijo «Me parece increíble» la vista se le nubló y tuvo que apoyarse en el marco
de la puerta. El cabo los urgió por el corredor. Entraron en un salón que le
recordó las aulas del colegio. Detrás de una mesa estaban sentados un militar y
la mujer que un rato antes los había recibido; en la pared, sobre las cabezas
de estos dos, colgaba el retrato de un personaje con barba. El militar, un
hombre bastante joven, pálido, de labios delgados, los miraba con petulancia y
desafecto. Lo que más desagradablemente lo sorprendió era quizá el nombre de
Carlota en boca de Battilana. Esas personas detrás de la mesa, le recordaban
los exámenes del colegio y también algún tribunal. Por un momento Guzmán olvidó
la comunicación de Battilana; cesó en sus reflexiones y comentarios: plenamente
se entregó a la situación que vivía.
Los llevó el cabo hasta un par de banquitos colocados
contra la pared del fondo, bastante lejos de la mesa. El militar y la mujer
conversaban en voz baja; la mujer, con mano distraída, jugaba con un manojo de
llaves. Como la expectativa se prolongaba, Guzmán pasó de nuevo a las observaciones
y reflexiones. El estímulo que, al llamar su atención, lo sacó de la total y
amedrentada participación en los hechos fue la sospecha de que la mujer estaba
mirando con alguna insistencia a Battilana. Éste, a su vez, la miraba con ojos
muy abiertos, que de modo apenas perceptible se movían prensilmente, como
palpos. Absorto en su descubrimiento, Guzmán de nuevo olvidó la situación y se
dijo: «La come con los ojos y ella le responde. No hay duda, es un profesional.
Un profesional serio.» El militar murmuró algo a la mujer. La mujer llamó al
cabo. Lo vieron caminar hasta la mesa, recibir una orden, volver a ellos. El
cabo dijo a Battilana:
—Usted, apersónese.
A continuación ocurrió una escena mímica. Battilana
cruzó el cuarto, presentó la cédula. El militar la examinó, la arrojó sobre la
mesa, irguió el busto, adelantó la cara, levantó el mentón, quedó inmóvil en
una postura amenazadora y sin duda, para él, incómoda. La mujer recogió y
examinó la cédula, miró a Battilana, sacudió la cabeza. En este punto a la
mímica se agregó la voz (apagada, es verdad). Emprendió, solicitó, una
explicación Battilana, el militar lo interrumpió despectivamente y la mujer lo
interrogó. Aunque se esforzaba por escuchar, Guzmán oía apenas alguna palabra
suelta: Viajante, Ferrocarril, Lancero, consocio. Regresó Battilana,
evidentemente confuso. Guzmán se dijo «Ahora me toca a mí». Casi le preguntó
cómo le había ido, pero se acordó de Carlota y no quiso hablarle.
—Usted —ordenó el cabo.
Tal vez porque los del tribunal estaban mirándolo, la
distancia resultaba interminable. Como no lo saludaron, no saludó.
—¿Lugar de radicación? —preguntó la mujer.
Tras una breve perplejidad respondió:
—Buenos Aires.
—¿Carta de radicación?
Miró sin entender. La mujer insistió con hastío.
—Conteste si dispone o no de carta de radicación.
¿Algún otro documento?
—Le prevengo, monitora, que no me da la salud para
otra cédula —adujo el coronel.
—La monitora comentó:
—No es para menos, coronel. ¿Usted sabe? Yo primero
creí que hablaba de una cédula.
—¿Voy hasta el coche? —propuso Guzmán, y pensó que
estaba cooperando demasiado—. En el coche tengo la libreta de enrolamiento.
—Bravo. Usted superó las esperanzas —declaró el
coronel; después rugió—: Estallo.
La mujer fijó en Guzmán su mirada fría y argumentó:
—No somos tontos. Nadie escapará, sin nuestro
consentimiento. ¿Qué se propone?
—¿Estoy preso? —protestó él—. Contésteme si estoy
preso.
—¿Qué se propone? —repitió la mujer.
—Pasar la noche en el hotel España de Rauch —explicó
Guzmán— y si ha oreado el camino, visitar mañana a un cliente, más allá del
arroyo El Perdido, en Ayacucho.
—Basta —ordenó, levantando la voz el coronel—. Estos
dos ¿qué se proponen, monitora Cadelago? ¿Desconcertarnos? ¿Provocarnos?
Aconsejó la monitora:
—No se incumba, coronel. El cuero es de ellos.
—Pero la impaciencia es mía. Ya sé, estoy recayendo en
subjetivismos, pero todo, hasta nuestra salud, tiene un límite.
—Francamente, coronel —protestó irritada, la
monitora—. Yo, a estos dos, les agradezco. Expeditan, entiéndame bien,
expeditan. Si mañana viene alguien a rever lo actuado…
Ahora protestó el coronel:
—Bueno fuera.
—¿Por qué no, coronel Cruz? ¿Quién está seguro? Mi
lema es: cubierta la retaguardia. Si mañana viene alguien con la mejor intención
de enterrarnos, usted y yo estamos a cubierto, porque el retiro de colaboración
no deja margen a interpretaciones.
—La pena es una sola.
—A eso voy. Agréguele que no distraemos ración, local
ni personal. Y a los muertos ¿quién los lleva a declarar contra sus jueces?
—Sentencia —falló el coronel.
La monitora levantó una mano, la abrió: sobre la mesa
cayó el llavero.
El coronel ordenó:
—Al banquillo.
A lo mejor dijo banquito, pero él oyó banquillo.
Caminó lentamente. Ya sentado, notó que el cansancio lo abrumaba. Trató de
sobreponerse; de entender la situación y de planear la defensa, aun la fuga.
Miró a Battilana: no parecía cansado ni abatido; tenía los ojos fijos en la
monitora. A él, en cambio, se le cerraban. Se dijo que para pensar mejor los cerraría,
y recordó una alta columna blanca o, más precisamente, vio una calle oscura que
se bifurcaba en arcos, en cuyo centro se elevaba esa columna, terminada en
estatua. De algún modo misterioso y entrañable participó en la visión, pues
quedó acongojado. Identificó la columna: el monumento de Lavalle. Se preguntó
cuándo había estado en la plaza Lavalle y qué recuerdos le traía. Por toda
respuesta se dijo: «Hace tiempo, ninguno.» Comprendió que esa imagen tan vívida
no le había llegado en un recuerdo, sino en un sueño. Recapacitó: «No me
permitiré debilidades. Un instante malgastado…» No concluyó la frase, porque
vio dos eucaliptos altos, flacos, descoloridos, contra una vaga hilera de casas
viejas. «Y esto ¿dónde queda?», se preguntó, como si la vida le fuera en ello.
Al rato identificó el paraje: «La plaza de la Concepción, vista desde la calle
Bernardo de Irigoyen.» Comprendió que otro sueño, por un lapso brevísimo, lo
había devuelto a Buenos Aires y a la libertad. Al despertar sentía el
desgarrón. Ahora abrió los ojos a un cinto de suela, a un uniforme verdoso.
Miró hacia arriba. El coronel sonreía y miraba hacia abajo.
—¿Durmiendo? Como si nada. Le envidio el temple.
Hágame el favor, no desconfíe. Vamos a conversar de hombre a hombre.
Acercó el otro banco y se sentó en él. Guzmán
preguntó:
—¿Y Battilana?
—Se lo llevó al cuartito la monitora. Qué mujer
hambrienta.
—Algo sospeché cuando le vi la camisa con los pechos.
—Pero un carácter frío, que no condice, créame.
Guzmán pensó: «Ahora podría estar en el lugar de
Battilana, jugando al favorito de la reina.» Eso era él, un holgazán. Para no
darse trabajo no había cortejado a la monitora. Sin embargo, se acordaba
perfectamente de aquel español, el Campesino, que se fugó de Rusia a través de
las mujeres de más de un comisario de policía.
—Le voy a demostrar que me franqueo —dijo el coronel—.
Esa mujer es capaz de todo. Una fanática. Pero ahora, entre usted y yo ¿no
admite que se les fue la mano en el disimulo?
—¿En el disimulo?
—Se les va la mano. Se vuelven sospechosos.
—Estoy cansado —protestó Guzmán.
—Ya sé: en su profesión hay que negar. Acato la
tesitura, aunque para mí equivale a confesión. ¿Vio que la monitora dejó el
llavero sobre la mesa?
Guzmán divisó el llavero. Preguntó:
—¿Para que yo intente una fuga y me fusilen?
—Y si no se va ¿lo perdonamos? ¡Pero amigo! Óigame
bien: contra su desconfianza, mi franqueza. Mire lo que le digo: estoy
oprimido, sofocado. Si yo fuera de su edad, lo acompañaba en la patriada. Pero
tengo un futuro que cuidar. Soy demasiado joven para lanzarme a la aventura.
Guzmán se dejó llevar por la impaciencia y preguntó:
—¿Me voy ahora?
—Yo que usted esperaría la descarga. Entonces tiene la
seguridad de que la monitora no aparece. No se pierde una ejecución.
—¿A quién fusilan?
—Cuando oiga la descarga, usted dispone de tres o
cuatro minutos.
—¿Para huir? ¿A quién fusilan? —insistió, aunque sabía
la increíble respuesta—. ¿Fusilan a Battilana?
—La perra primero se lo come y después lo elimina con
la mayor tranquilidad. A ese infeliz nadie lo salva. Pero usted —hay algo que
no entiendo— cuando sale de aquí ¿dónde va? En este país conozco a dos tipos de
gente. Los fanáticos, los menos, que lo entregan a la policía, y el resto, que
para no comprometerse, lo entrega a la policía.
Guzmán comentó sarcásticamente:
—Y la policía me suelta.
—Mata a uno y suelta a otro. Queda bien con todos. Con
el gobierno y con la revolución.
—¿O me dan una esperanza, para prenderme de nuevo?
—Usted es duro ¿eh? Pero, dígame ¿le queda otra
oportunidad? Haga de cuenta, si quiere, que no hemos hablado y siga su
criterio. Yo lo dejo. Buena suerte.
No había ordenado sus pensamientos, cuando oyó la
descarga. Se incorporó, murmuró «Pobre tipo», cruzó —vacilando, tropezando,
porque vigilaba las puertas— aquel salón interminable. Se detuvo junto a la
mesa y escuchó. Con un movimiento rápido recogió las llaves. Dijo: «Con tal de
que no sea una trama.» Le pareció que había levantado la voz y una debilidad le
invadió brazos y piernas: el miedo. Vaciló nuevamente; podía equivocarse de
puerta. Llegó al corredor gris. Ante la puerta de salida recordó, con alguna
desesperación, la frase del coronel: «Dispone de tres o cuatro minutos.» Tuvo
que probar llaves; había muchas y, porque unas miraban para un lado, otras para
el otro, repetidamente dio vuelta el llavero, siempre con el temor de volver a
las descartadas en lugar de ensayar nuevas. Antes de que la cerradura cediera,
contó doce llaves. Empujó la pesada puerta. Sin duda previo, para el momento de
salir, alguna sensación de fresco en la cara, porque notó la tibieza de la
noche. Escrutó la oscuridad; en vano trataba de discernir la forma del Hudson.
¿Lo habían sacado? Esperó que el haz de luz de la torre se deslizara sobre la
casa; en ese momento corrió en dirección al camino. Sorteó charcos, una vez
cayó (el haz de luz, que pasó por arriba, no se detuvo). Cruzó torpemente el
alambrado. Por cierto, ahí estaba el Hudson. Pensó: «Con tal de que no patine.
En estas noches frías orea bien.» Subió al coche, tiró del cebador. Pensó: «Con
tal de que no se ahogue.» Por un instante creyó que el motor no arrancaría.
«Está helado» se dijo. Arrancó el motor y, como el caño de escape estaba roto,
el estruendo fue considerable. Miró Guzmán hacia la casa. Le pareció que habían
apagado las luces y, en su turbación, interpretó el hecho como «sugestivo». El
Hudson resbaló un poco, mordió el borde de la huella y retomó el terraplén.
Guzmán apretó el acelerador. Tras la primera alcantarilla hubo saltos
desordenados y peligrosos. En ese momento del alba se veía mal, aun con los
faros. La huida, a velocidad moderada, ponía a prueba los nervios. Abrió la
radio; la cerró: había que oír a los posibles perseguidores. No entró en Rauch.
Paulatinamente aumentó la velocidad; quería llegar cuanto antes al pavimento.
Abrió la radio. Oyó un boletín informativo. El primer mandatario, esa tarde,
asistiría a un acto en la escuela-taller de Remedios Escalada. El persistente
mal gusto de las aguas corrientes del Gran Buenos Aires era pasajero e
inofensivo para la salud. En el tiroteo entre los asaltantes del sindicato y la
policía el anciano muerto resultó completamente ajeno al suceso. Guzmán cerró
la radio y miró hacia atrás: en la ventanilla vio el camino blancuzco y vacío;
en el asiento, la boina de Battilana. Se dijo: «Parece increíble.» Vio, ahora
en la imaginación, en colores naturales, vívidamente, sin omitir detalles a
Carlota (el lunar, la cicatriz en el vientre) y a Battilana, desnudos,
risueños, palpando las mutuas desnudeces. Guzmán se contrajo en un espasmo de
dolor y cerró los ojos. El Hudson bordeó peligrosamente el zanjón. ¿Cómo volver
a su casa? Y si no iba a su casa ¿dónde iría? Sobre el incumplimiento de su
misión en Ayacucho ¿qué explicación daría al gerente? Se había enfermado en Las
Flores. Entraría en Las Flores, vería a los clientes, comentaría que la salud
—cruz diablo— fallaba… Una excusa pésima, que el gerente aguantaría, porque lo
que es él, volver a Ayacucho, por nada del mundo. Para entrar en Las Flores
debería echar mano a toda su voluntad. En ese momento tenía un solo deseo:
llegar a su casa. ¿Podría volver a su casa, volver a la vida con Carlota?
Estaba seguro de que fue ella la cargosa que retuvo a Battilana en el teléfono.
Ni bien subió al pavimento, detuvo el coche. Recogió la boina de Battilana,
impregnada de olor a cabeza. Murmuró: «Esa puerca de Carlota.» Arrojó la boina
detrás de unos cardos; trató de ocultarla, pensó. No sabía dónde esconderla.
Con asco —el olor a cabeza estaba ahí, vivo como un animal— la metió en un
bolsillo. La mano tocó las llaves de la monitora. «Todavía van a registrarme.
Todavía van a acusarme de la muerte de Battilana.» Si lo interrogaban diría la
verdad. ¿Quién creería la verdad? ¿Quién creería la historia de esa noche? La
desaparición de Battilana era indudable, pero su explicación de los hechos… Más
creíble sería una buena mentira: «Viajé solo.» Después del almuerzo con los
muchachos perdió a Battilana. Ante Carlota se mostraría como si nada supiera
del engaño. Entonces ¿quién podría imputarle un motivo…? Probablemente se
curaba en salud, pero —si lo sabría— ocurren cosas tan raras. Carlota y la
señora de Battilana se dirían que éste alegó el viaje para encerrarse con
alguna mujer. Guzmán se preguntaría hasta qué punto reprimiría y ocultaría el
resentimiento. A modo de respuesta pensó que más de una desventura es un
detalle de la felicidad. De la noche de Ayacucho no obtuvo otra enseñanza. En
cuanto al pobre Battilana, había muerto de un modo tan inverosímil que no sabía
si lamentarlo.
*FIN*
El gran
Serafín, 1967
Con
afecto,
Ruben
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