miércoles, 1 de noviembre de 2023

Cuento : Cierra la última puerta 2

 

Cierra la última puerta 2

[Cuento - Texto completo.]

 

Truman Capote




 


Walter entró deprisa en una cabina telefónica, aparentando no haber oído.

 

—Cabrones —dijo, y fingió que marcaba un número. Finalmente después de esperar un buen rato a que se fueran, hizo una llamada de verdad.

 

—Rosa, qué tal, ¿te he despertado?

 

—No.

 

—¿Has visto lo de Winchell?

 

—Sí.

 

Walter rió.

 

—¿De dónde sacará esas cosas?

 

Silencio.

 

—¿Qué sucede?, te noto un poco rara.

 

—¿Sí?

 

—¿Estás molesta o algo?

 

—Solo decepcionada.

 

—¿De qué?

 

Silencio. Y luego:

 

—Fue muy vulgar por tu parte, Walter, muy vulgar.

 

—¿A qué te refieres?

 

—Adiós, Walter.

 

Al salir, pagó en caja el café que había olvidado tomar. En el mismo edificio había una barbería; pidió que lo afeitaran, no, mejor un corte de pelo…, no, la manicura…, y luego, al ver su rostro reflejado de golpe en el espejo, con una palidez que competía con la pechera del barbero, supo que no sabía lo que quería. Rosa tenía razón, era vulgar, estaba siempre dispuesto a confesar sus errores, pero una vez que los aceptaba era como si no existieran. Volvió a subir a la oficina, se sentó en su escritorio, sintiendo que se desangraba por dentro. Deseó angustiosamente creer en Dios. Una paloma caminaba por el antepecho de su ventana; por un instante vio las trémulas plumas encendidas por el sol, la serena indecisión de sus movimientos; luego, sin darse cuenta, tomó el pisapapeles de cristal y lo lanzó por la ventana: la paloma lo esquivó tranquilamente y el pisapapeles se desplomó como una enorme gota de lluvia. ¿Qué tal —pensó, a la espera de un grito lejano—, qué tal si le pega a alguien, si lo mata? Pero no hubo nada. Solo el tabletear de las mecanógrafas, ¡y un golpe en la puerta!

 

—¿Ranney? K. K. quiere verte.

 

—Lo lamento —dijo Mr. Kuhnhardt, garabateando con una pluma de oro—. Ya sabes que siempre estaré dispuesto a darte una carta de recomendación.

 

Y luego en el ascensor: el enemigo. Sumergiéndose con él, aplastó a Walter entre los dos. Margaret estaba allí, un lazo azul en el pelo y una cara diferente de la de los demás, no tan vacía, ni impávida: allí aún había compasión. Pero ella le miraba sin verle. Es un sueño: no podía permitirse pensar de otro modo y, sin embargo, bajo el brazo llevaba la contradicción del sueño, un sobre manila con los objetos personales que tenía en su escritorio. Al vaciarse el ascensor en el vestíbulo, supo que debía hablar con Margaret, pedirle perdón, implorar protección. Ella se alejaba deprisa hacia una salida, confundiéndose con el enemigo. Te amo, dijo, y corrió tras ella, te amo, dijo, sin decir nada.

 

—¡Margaret! ¡Margaret!

 

Ella se volvió. El lazo azul hacía juego con sus ojos, y al mirarle sus ojos se suavizaron, reflejando afecto. O compasión.

 

—Por favor —dijo él—. ¿Tomamos una copa juntos? Podríamos ir al Benny’s. El Benny’s nos gustaba, ¿recuerdas?

 

Ella negó con la cabeza:

 

—Tengo una cita, se me hace tarde.

 

—Oh.

 

—Sí…, bueno, se me hace tarde —Ella echó a correr. La vio correr calle abajo; el lazo centelleaba en la incipiente oscuridad del verano. Luego, desapareció.

 

En un edificio sin ascensor, cercano al parque Gramercy, estaba su apartamento de una habitación; le hacía falta ventilación y limpieza, pero después de servirse un trago dijo: «Al carajo», y se tendió en el sofá. ¿De qué servía? Hagas lo que hagas, al final todo se reduce a cero. Cada día en cada lugar a cada instante engañan a alguien, ¿de quién es la culpa? De cualquier forma era extraño. Ahí tendido, tomando sorbos de whisky en la penumbra grisácea del cuarto, todo le pareció en calma, sabía Dios cuánto tiempo llevaba sin experimentar algo así, como cuando le suspendieron en álgebra y se sintió aliviado, libre: el fracaso era definitivo, cierto, y siempre hay paz en la certeza. Se iría de Nueva York, tomaría unas vacaciones, tenía unos cuantos cientos de dólares, lo suficiente para ir tirando hasta el otoño.

 

Se preguntó adonde ir y de repente fue como si una película empezara a correr en su cabeza: gorras de seda, de color cereza y amarillo limón, y unos hombres bajitos, con apariencia de sabios y exquisitas camisas de lunares. Cerró los ojos; tenía cinco años, era delicioso recordar la algarabía, las salchichas, los enormes prismáticos de su padre. ¡Saratoga! Las sombras enmascararon su rostro a medida que la luz se disipaba. Encendió una lámpara, se preparó otro trago, puso un disco de rumba y empezó a bailar; las suelas de sus zapatos susurraban en la alfombra: un poco de entrenamiento y hubiera sido un profesional, siempre lo había creído.

 

Justo al terminar la música sonó el teléfono. Se quedó inmóvil, algo, un temor incierto, le impedía contestar; la lámpara, los muebles, todo parecía inerte; creyó que al fin había dejado de sonar cuando empezó de nuevo, más fuerte, más insistente. Tropezó con un escabel, descolgó el auricular, lo dejó caer, lo volvió a tomar, dijo:

 

—¿Sí?

 

Larga distancia: una llamada desde un pueblo de Pennsylvania cuyo nombre no pudo captar. Después de una serie de espasmódicas interferencias, una voz se abrió paso, seca y asexuada, completamente distinta de cualquiera que hubiese oído antes:

 

—Hola, Walter.

 

—¿Quién habla?

 

No hubo respuesta al otro lado, solo el jadeo de una respiración acompasada. La conexión era excelente, quienquiera que fuese parecía estar a su lado, hablándole al oído.

 

—No me gustan las bromas, ¿quién habla?

 

—Oh, tú me conoces, Walter, me conoces desde hace mucho, mucho.

 

Un clic y nada más.

 

 

 

 

 

5

 

 

 

El tren llegó a Saratoga en medio de una noche lluviosa. Había dormido la mayor parte del trayecto, sudando en el húmedo calor del vagón. Soñó con un castillo antiguo, solo habitado por pavos viejos; también tuvo un sueño en el que aparecían su padre, Kurt Kuhnhardt, alguien sin rostro, Margaret y Rosa, Anna Stimson y una gorda extraña con ojos como diamantes. Estaba en una calle ancha, vacía, y a no ser por una procesión que se aproximaba —coches lentos, negros, de aspecto fúnebre—, no había más señales de vida. Sin embargo, sabía que ojos furtivos contemplaban su desnudez desde todas las ventanas. Detuvo con ansiedad la primera de las limusinas y su padre le abrió la puerta, invitándolo a subir. Papá, gritó, acercándose deprisa. La puerta se cerró, aplastándole los dedos, su padre se asomó por la ventana, rió desde el fondo de su estómago y arrojó una enorme corona de rosas. En el segundo coche estaba Margaret, en el tercero la dama con los ojos como diamantes (¿no era Miss Casey, su antigua maestra de álgebra?); en el cuarto Kuhnhardt y su nuevo protege, la criatura sin rostro. Cada una de las puertas se abrió y cada una de ellas se cerró, todos rieron, todos lanzaron rosas. La procesión siguió mansamente por la calle silenciosa. Walter cayó sobre la montaña de rosas y lanzó un grito pavoroso, herido por las espinas. De repente empezó a llover, un diluvio plomizo que oscureció las flores y lavó la pálida sangre que manaba sobre las hojas.

 

La mirada fija de la señora sentada frente a él le hizo saber que había gritado en el sueño. Sonrió con timidez y ella desvió la mirada; supuso que se sentía avergonzada. Era inválida; llevaba un zapato gigante en el pie izquierdo. Más tarde, en la estación de Saratoga, la ayudó con su equipaje y compartieron un taxi; no conversaron: cada cual se quedó en su rincón, contemplando la lluvia, las luces empañadas. Unas horas antes, en Nueva York, había sacado sus ahorros del banco y había cerrado la puerta de su apartamento sin dejar mensaje alguno. En ese pueblo no lo conocía ni un alma; una sensación agradable.

 

El hotel estaba lleno: hay una convención de médicos, y además están los aficionados a las carreras, le explicó el recepcionista. No, lo lamento, no sé dónde puede encontrar alojamiento. Tal vez mañana.

 

Buscó el bar; si iba a pasar la noche en vela, bien podía hacerlo borracho. En el bar, muy grande, caliente y ruidoso, todo brillaba con las grotescas figuras de la temporada de verano: fláccidas damas de zorras plateadas, jockeys diminutos, hombres de rostros pálidos y recias voces ataviados con trajes de cuadros tan estrafalarios como baratos. Pero después de un par de tragos el ruido pareció alejarse. Paseó la mirada en derredor y vio a la inválida. Estaba sola en una mesa, sorbiendo decorosamente su creme de menthe. Intercambiaron una sonrisa. Walter se le acercó.

 

—No somos desconocidos, que digamos —dijo, mientras él se sentaba—. Supongo que ha venido por las carreras.

 

—No —dijo—, solo a descansar. ¿Y usted?

 

Ella frunció los labios.

 

—Seguramente ha notado que tengo un pie deforme. Sí, hombre, no se haga el sorprendido, todo el mundo lo hace. Pues bien —y dobló la pajilla en su vaso—, mi médico va a dar una conferencia en la convención, sobre mí y mi pie, pues soy un caso bastante especial. Caray, estoy asustadísima; es que tendré que enseñar el pie.

 

Walter dijo que lo lamentaba y ella dijo, oh, no, no había nada que lamentar. Después de todo, ¿acaso no le brindaba eso unas breves vacaciones?

 

—No he salido de la ciudad en seis años, desde que pasé una semana en el Hotel Bear Mountain.

 

Sus mejillas eran sonrosadas y pecosas; sus ojos, quizás demasiado juntos, tenían un intenso color azul claro, como si no parpadearan nunca. Llevaba una alianza en el anular, puro teatro, seguro, ¿quién se lo iba a creer?

 

—Soy sirvienta —dijo, respondiendo a una pregunta—. Y no hay nada malo en ello. Es un trabajo honesto y me gusta. Los señores con los que trabajo tienen el niño más hermoso que he visto, Ronnie. Soy más buena con él que su madre, y me quiere más. Me lo ha dicho. La otra se pasa el día borracha.

 

Aunque lo deprimía escucharla, sintió un repentino miedo a estar solo. Se quedó y bebió y habló tal como alguna vez había hablado con Anna Stimson. ¡Shhh!, le dijo ella en determinado momento, pues había alzado la voz y muchas personas los miraban. Que se vayan a la mierda, dijo Walter. No le importaba, era como si su cerebro estuviese hecho de vidrio y el whisky ingerido se convirtiera en un martillo; sentía cómo tintineaban en su cabeza los pedazos destrozados, nublándole la vista, confundiendo los contornos; la inválida, por ejemplo, no parecía una persona sino muchas: Irving, su madre, un hombre llamado Bonaparte, Margaret, todos ellos y otros más. Se dio cuenta, con creciente exactitud, de que la experiencia es un círculo en el que ningún momento puede ser aislado ni olvidado.

 

 

 

 

 

1

 

 

 

El bar estaba cerrando. Pagó cada uno su consumición. Esperaron el cambio, sin decir palabra; ella lo miraba con sus inmóviles ojos azules, aparentemente tranquila; pero él advirtió que algo sucedía, una sutil agitación interior. Cuando el camarero regresó, se repartieron el cambio y ella dijo:

 

—Si quiere puede venir a mi habitación —y un rubor de imprudencia le cubrió el rostro—, es que… como comentó que no tenía dónde dormir…

 

Walter la tomó de la mano: su sonrisa fue conmovedoramente tímida.

 

Ella salió del baño oliendo a un perfume baratísimo, vestida solo con un raído quimono de color carne y el monstruoso zapato negro. Entonces supo que no lo iba a soportar. Jamás había tenido tanta lástima de sí mismo, ni Anna Stimson se lo habría perdonado.

 

—No mires —dijo ella con voz temblorosa—, soy muy quisquillosa con lo de mi pie.

 

Él se volvió hacia la ventana: las ramas de un olmo agobiadas por la lluvia; un relámpago, demasiado distante para hacer ruido, lanzó un resplandor blancuzco.

 

—Ya —dijo ella.

 

Walter no se movió.

 

—Ya —repitió, inquieta—. ¿Apago la luz? Tal vez te gusta… arreglarte a oscuras.

 

Se acercó al borde de la cama, se inclinó y la besó en la mejilla.

 

—Creo que eres adorable, pero…

 

Los interrumpió el teléfono. Ella le miró, estúpidamente.

 

—Dios mío —dijo, y cubrió el auricular con la mano—, ¡es una conferencia! ¡Seguro que le pasa algo a Ronnie! A que está enfermo…, ¿hola?…, ¿qué? ¿Ranney? No, se equivoca…

 

—Espera —dijo Walter, tomando el teléfono—. Soy yo, Walter Ranney.

 

—Hola, Walter.

 

La voz, opaca, asexuada, distante, fue directa a la boca del estómago. Sintió que la habitación se balanceaba y se torcía. Su labio superior se cubrió con un bigote de sudor.

 

—¿Quién habla? —dijo, tan despacio que las palabras salieron inconexas.

 

—Oh, tú me conoces, Walter. Me conoces desde hace mucho.

 

Luego un silencio: quienquiera que fuese, había colgado.

 

—Caray —dijo la mujer—, ¿cómo crees que han sabido que estabas aquí? Quiero decir, ¿eran malas noticias? Estás un poco…

 

Walter cayó sobre ella, la estrechó, presionó su mejilla húmeda contra la suya.

 

—Abrázame —dijo, descubriendo que aún podía llorar—. Abrázame, por favor.

 

—Pobre niño —dijo ella, dándole palmaditas en la espalda—. Mi niño, estamos muy solos en este mundo, ¿verdad? —Y finalmente se durmió en sus brazos.

 

No había vuelto a dormir desde entonces, y ni siquiera ahora podía hacerlo, bajo el lento arrullo del ventilador. Ese girar le traía ruedas de tren: de Saratoga a Nueva York y de Nueva York a Nueva Orleáns. Había escogido Nueva Orleáns por nada en especial, excepto que era una ciudad muy lejana, llena de desconocidos. Cuatro aspas que giraban: ruedas y voces, una y otra vez; después de todo —ahora se daba cuenta—, la red de maldad no acababa nunca: jamás.

 

Un chorro de agua en las tuberías, pasos sobre su cabeza, llaves tintineando en el vestíbulo, el locutor de un noticiario hablando con voz grave en algún sitio, en la puerta de al lado una niñita que decía: ¿por qué?, ¿por que? ¿POR QUÉ? Pero su cuarto parecía sumido en un total silencio. En la luz que se colaba por las persianas sus pies brillaban como piedra amputada: las uñas bruñidas eran diez pequeños espejos, todos con un reflejo verdoso. Se sentó, se secó el sudor con una toalla; ahora, más que nunca, el calor lo asustó; le hizo saber, de un modo tangible, lo inerme que era. Arrojó la toalla al otro extremo del cuarto: aterrizó sobre la pantalla de una lámpara; se balanceó a un lado, al otro. En eso sonó el teléfono. Y siguió sonando. Sonaba tan fuerte que el hotel entero debía escucharlo. Todo un ejército debía estar aporreando su puerta. Entonces metió la cabeza en la almohada, se tapó los oídos con las manos y pensó: No pienses en nada, piensa en el viento.

 

*FIN

Con afecto,

Ruben

 

 

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