Cierra la última puerta 2
[Cuento - Texto completo.]
Truman Capote
Walter entró deprisa en
una cabina telefónica, aparentando no haber oído.
—Cabrones —dijo, y fingió
que marcaba un número. Finalmente después de esperar un buen rato a que se
fueran, hizo una llamada de verdad.
—Rosa, qué tal, ¿te he
despertado?
—No.
—¿Has visto lo de
Winchell?
—Sí.
Walter rió.
—¿De dónde sacará esas
cosas?
Silencio.
—¿Qué sucede?, te noto un
poco rara.
—¿Sí?
—¿Estás molesta o algo?
—Solo decepcionada.
—¿De qué?
Silencio. Y luego:
—Fue muy vulgar por tu
parte, Walter, muy vulgar.
—¿A qué te refieres?
—Adiós, Walter.
Al salir, pagó en caja el
café que había olvidado tomar. En el mismo edificio había una barbería; pidió
que lo afeitaran, no, mejor un corte de pelo…, no, la manicura…, y luego, al
ver su rostro reflejado de golpe en el espejo, con una palidez que competía con
la pechera del barbero, supo que no sabía lo que quería. Rosa tenía razón, era
vulgar, estaba siempre dispuesto a confesar sus errores, pero una vez que los
aceptaba era como si no existieran. Volvió a subir a la oficina, se sentó en su
escritorio, sintiendo que se desangraba por dentro. Deseó angustiosamente creer
en Dios. Una paloma caminaba por el antepecho de su ventana; por un instante
vio las trémulas plumas encendidas por el sol, la serena indecisión de sus
movimientos; luego, sin darse cuenta, tomó el pisapapeles de cristal y lo lanzó
por la ventana: la paloma lo esquivó tranquilamente y el pisapapeles se desplomó
como una enorme gota de lluvia. ¿Qué tal —pensó, a la espera de un grito
lejano—, qué tal si le pega a alguien, si lo mata? Pero no hubo nada. Solo el
tabletear de las mecanógrafas, ¡y un golpe en la puerta!
—¿Ranney? K. K. quiere
verte.
—Lo lamento —dijo Mr.
Kuhnhardt, garabateando con una pluma de oro—. Ya sabes que siempre estaré
dispuesto a darte una carta de recomendación.
Y luego en el ascensor: el
enemigo. Sumergiéndose con él, aplastó a Walter entre los dos. Margaret estaba
allí, un lazo azul en el pelo y una cara diferente de la de los demás, no tan
vacía, ni impávida: allí aún había compasión. Pero ella le miraba sin verle. Es
un sueño: no podía permitirse pensar de otro modo y, sin embargo, bajo el brazo
llevaba la contradicción del sueño, un sobre manila con los objetos personales
que tenía en su escritorio. Al vaciarse el ascensor en el vestíbulo, supo que
debía hablar con Margaret, pedirle perdón, implorar protección. Ella se alejaba
deprisa hacia una salida, confundiéndose con el enemigo. Te amo, dijo, y corrió
tras ella, te amo, dijo, sin decir nada.
—¡Margaret! ¡Margaret!
Ella se volvió. El lazo
azul hacía juego con sus ojos, y al mirarle sus ojos se suavizaron, reflejando
afecto. O compasión.
—Por favor —dijo él—.
¿Tomamos una copa juntos? Podríamos ir al Benny’s. El Benny’s nos gustaba,
¿recuerdas?
Ella negó con la cabeza:
—Tengo una cita, se me
hace tarde.
—Oh.
—Sí…, bueno, se me hace
tarde —Ella echó a correr. La vio correr calle abajo; el lazo centelleaba en la
incipiente oscuridad del verano. Luego, desapareció.
En un edificio sin
ascensor, cercano al parque Gramercy, estaba su apartamento de una habitación;
le hacía falta ventilación y limpieza, pero después de servirse un trago dijo:
«Al carajo», y se tendió en el sofá. ¿De qué servía? Hagas lo que hagas, al
final todo se reduce a cero. Cada día en cada lugar a cada instante engañan a
alguien, ¿de quién es la culpa? De cualquier forma era extraño. Ahí tendido,
tomando sorbos de whisky en la penumbra grisácea del cuarto, todo le pareció en
calma, sabía Dios cuánto tiempo llevaba sin experimentar algo así, como cuando
le suspendieron en álgebra y se sintió aliviado, libre: el fracaso era
definitivo, cierto, y siempre hay paz en la certeza. Se iría de Nueva York,
tomaría unas vacaciones, tenía unos cuantos cientos de dólares, lo suficiente
para ir tirando hasta el otoño.
Se preguntó adonde ir y de
repente fue como si una película empezara a correr en su cabeza: gorras de
seda, de color cereza y amarillo limón, y unos hombres bajitos, con apariencia
de sabios y exquisitas camisas de lunares. Cerró los ojos; tenía cinco años,
era delicioso recordar la algarabía, las salchichas, los enormes prismáticos de
su padre. ¡Saratoga! Las sombras enmascararon su rostro a medida que la luz se
disipaba. Encendió una lámpara, se preparó otro trago, puso un disco de rumba y
empezó a bailar; las suelas de sus zapatos susurraban en la alfombra: un poco
de entrenamiento y hubiera sido un profesional, siempre lo había creído.
Justo al terminar la
música sonó el teléfono. Se quedó inmóvil, algo, un temor incierto, le impedía
contestar; la lámpara, los muebles, todo parecía inerte; creyó que al fin había
dejado de sonar cuando empezó de nuevo, más fuerte, más insistente. Tropezó con
un escabel, descolgó el auricular, lo dejó caer, lo volvió a tomar, dijo:
—¿Sí?
Larga distancia: una
llamada desde un pueblo de Pennsylvania cuyo nombre no pudo captar. Después de
una serie de espasmódicas interferencias, una voz se abrió paso, seca y
asexuada, completamente distinta de cualquiera que hubiese oído antes:
—Hola, Walter.
—¿Quién habla?
No hubo respuesta al otro
lado, solo el jadeo de una respiración acompasada. La conexión era excelente,
quienquiera que fuese parecía estar a su lado, hablándole al oído.
—No me gustan las bromas,
¿quién habla?
—Oh, tú me conoces,
Walter, me conoces desde hace mucho, mucho.
Un clic y nada más.
5
El tren llegó a Saratoga
en medio de una noche lluviosa. Había dormido la mayor parte del trayecto,
sudando en el húmedo calor del vagón. Soñó con un castillo antiguo, solo
habitado por pavos viejos; también tuvo un sueño en el que aparecían su padre,
Kurt Kuhnhardt, alguien sin rostro, Margaret y Rosa, Anna Stimson y una gorda
extraña con ojos como diamantes. Estaba en una calle ancha, vacía, y a no ser
por una procesión que se aproximaba —coches lentos, negros, de aspecto
fúnebre—, no había más señales de vida. Sin embargo, sabía que ojos furtivos
contemplaban su desnudez desde todas las ventanas. Detuvo con ansiedad la
primera de las limusinas y su padre le abrió la puerta, invitándolo a subir.
Papá, gritó, acercándose deprisa. La puerta se cerró, aplastándole los dedos,
su padre se asomó por la ventana, rió desde el fondo de su estómago y arrojó
una enorme corona de rosas. En el segundo coche estaba Margaret, en el tercero
la dama con los ojos como diamantes (¿no era Miss Casey, su antigua maestra de
álgebra?); en el cuarto Kuhnhardt y su nuevo protege, la criatura sin rostro.
Cada una de las puertas se abrió y cada una de ellas se cerró, todos rieron,
todos lanzaron rosas. La procesión siguió mansamente por la calle silenciosa.
Walter cayó sobre la montaña de rosas y lanzó un grito pavoroso, herido por las
espinas. De repente empezó a llover, un diluvio plomizo que oscureció las
flores y lavó la pálida sangre que manaba sobre las hojas.
La mirada fija de la
señora sentada frente a él le hizo saber que había gritado en el sueño. Sonrió
con timidez y ella desvió la mirada; supuso que se sentía avergonzada. Era
inválida; llevaba un zapato gigante en el pie izquierdo. Más tarde, en la
estación de Saratoga, la ayudó con su equipaje y compartieron un taxi; no conversaron:
cada cual se quedó en su rincón, contemplando la lluvia, las luces empañadas.
Unas horas antes, en Nueva York, había sacado sus ahorros del banco y había
cerrado la puerta de su apartamento sin dejar mensaje alguno. En ese pueblo no
lo conocía ni un alma; una sensación agradable.
El hotel estaba lleno: hay
una convención de médicos, y además están los aficionados a las carreras, le
explicó el recepcionista. No, lo lamento, no sé dónde puede encontrar
alojamiento. Tal vez mañana.
Buscó el bar; si iba a
pasar la noche en vela, bien podía hacerlo borracho. En el bar, muy grande,
caliente y ruidoso, todo brillaba con las grotescas figuras de la temporada de
verano: fláccidas damas de zorras plateadas, jockeys diminutos, hombres de
rostros pálidos y recias voces ataviados con trajes de cuadros tan
estrafalarios como baratos. Pero después de un par de tragos el ruido pareció
alejarse. Paseó la mirada en derredor y vio a la inválida. Estaba sola en una
mesa, sorbiendo decorosamente su creme de menthe. Intercambiaron una sonrisa.
Walter se le acercó.
—No somos desconocidos,
que digamos —dijo, mientras él se sentaba—. Supongo que ha venido por las
carreras.
—No —dijo—, solo a
descansar. ¿Y usted?
Ella frunció los labios.
—Seguramente ha notado que
tengo un pie deforme. Sí, hombre, no se haga el sorprendido, todo el mundo lo
hace. Pues bien —y dobló la pajilla en su vaso—, mi médico va a dar una
conferencia en la convención, sobre mí y mi pie, pues soy un caso bastante
especial. Caray, estoy asustadísima; es que tendré que enseñar el pie.
Walter dijo que lo
lamentaba y ella dijo, oh, no, no había nada que lamentar. Después de todo,
¿acaso no le brindaba eso unas breves vacaciones?
—No he salido de la ciudad
en seis años, desde que pasé una semana en el Hotel Bear Mountain.
Sus mejillas eran
sonrosadas y pecosas; sus ojos, quizás demasiado juntos, tenían un intenso
color azul claro, como si no parpadearan nunca. Llevaba una alianza en el
anular, puro teatro, seguro, ¿quién se lo iba a creer?
—Soy sirvienta —dijo,
respondiendo a una pregunta—. Y no hay nada malo en ello. Es un trabajo honesto
y me gusta. Los señores con los que trabajo tienen el niño más hermoso que he
visto, Ronnie. Soy más buena con él que su madre, y me quiere más. Me lo ha
dicho. La otra se pasa el día borracha.
Aunque lo deprimía
escucharla, sintió un repentino miedo a estar solo. Se quedó y bebió y habló
tal como alguna vez había hablado con Anna Stimson. ¡Shhh!, le dijo ella en
determinado momento, pues había alzado la voz y muchas personas los miraban.
Que se vayan a la mierda, dijo Walter. No le importaba, era como si su cerebro
estuviese hecho de vidrio y el whisky ingerido se convirtiera en un martillo;
sentía cómo tintineaban en su cabeza los pedazos destrozados, nublándole la vista,
confundiendo los contornos; la inválida, por ejemplo, no parecía una persona
sino muchas: Irving, su madre, un hombre llamado Bonaparte, Margaret, todos
ellos y otros más. Se dio cuenta, con creciente exactitud, de que la
experiencia es un círculo en el que ningún momento puede ser aislado ni
olvidado.
1
El bar estaba cerrando.
Pagó cada uno su consumición. Esperaron el cambio, sin decir palabra; ella lo
miraba con sus inmóviles ojos azules, aparentemente tranquila; pero él advirtió
que algo sucedía, una sutil agitación interior. Cuando el camarero regresó, se
repartieron el cambio y ella dijo:
—Si quiere puede venir a
mi habitación —y un rubor de imprudencia le cubrió el rostro—, es que… como
comentó que no tenía dónde dormir…
Walter la tomó de la mano:
su sonrisa fue conmovedoramente tímida.
Ella salió del baño
oliendo a un perfume baratísimo, vestida solo con un raído quimono de color
carne y el monstruoso zapato negro. Entonces supo que no lo iba a soportar.
Jamás había tenido tanta lástima de sí mismo, ni Anna Stimson se lo habría
perdonado.
—No mires —dijo ella con
voz temblorosa—, soy muy quisquillosa con lo de mi pie.
Él se volvió hacia la
ventana: las ramas de un olmo agobiadas por la lluvia; un relámpago, demasiado
distante para hacer ruido, lanzó un resplandor blancuzco.
—Ya —dijo ella.
Walter no se movió.
—Ya —repitió, inquieta—.
¿Apago la luz? Tal vez te gusta… arreglarte a oscuras.
Se acercó al borde de la
cama, se inclinó y la besó en la mejilla.
—Creo que eres adorable,
pero…
Los interrumpió el
teléfono. Ella le miró, estúpidamente.
—Dios mío —dijo, y cubrió
el auricular con la mano—, ¡es una conferencia! ¡Seguro que le pasa algo a
Ronnie! A que está enfermo…, ¿hola?…, ¿qué? ¿Ranney? No, se equivoca…
—Espera —dijo Walter,
tomando el teléfono—. Soy yo, Walter Ranney.
—Hola, Walter.
La voz, opaca, asexuada,
distante, fue directa a la boca del estómago. Sintió que la habitación se
balanceaba y se torcía. Su labio superior se cubrió con un bigote de sudor.
—¿Quién habla? —dijo, tan
despacio que las palabras salieron inconexas.
—Oh, tú me conoces,
Walter. Me conoces desde hace mucho.
Luego un silencio:
quienquiera que fuese, había colgado.
—Caray —dijo la mujer—,
¿cómo crees que han sabido que estabas aquí? Quiero decir, ¿eran malas
noticias? Estás un poco…
Walter cayó sobre ella, la
estrechó, presionó su mejilla húmeda contra la suya.
—Abrázame —dijo,
descubriendo que aún podía llorar—. Abrázame, por favor.
—Pobre niño —dijo ella,
dándole palmaditas en la espalda—. Mi niño, estamos muy solos en este mundo,
¿verdad? —Y finalmente se durmió en sus brazos.
No había vuelto a dormir
desde entonces, y ni siquiera ahora podía hacerlo, bajo el lento arrullo del
ventilador. Ese girar le traía ruedas de tren: de Saratoga a Nueva York y de
Nueva York a Nueva Orleáns. Había escogido Nueva Orleáns por nada en especial,
excepto que era una ciudad muy lejana, llena de desconocidos. Cuatro aspas que
giraban: ruedas y voces, una y otra vez; después de todo —ahora se daba
cuenta—, la red de maldad no acababa nunca: jamás.
Un chorro de agua en las
tuberías, pasos sobre su cabeza, llaves tintineando en el vestíbulo, el locutor
de un noticiario hablando con voz grave en algún sitio, en la puerta de al lado
una niñita que decía: ¿por qué?, ¿por que? ¿POR QUÉ? Pero su cuarto parecía
sumido en un total silencio. En la luz que se colaba por las persianas sus pies
brillaban como piedra amputada: las uñas bruñidas eran diez pequeños espejos,
todos con un reflejo verdoso. Se sentó, se secó el sudor con una toalla; ahora,
más que nunca, el calor lo asustó; le hizo saber, de un modo tangible, lo
inerme que era. Arrojó la toalla al otro extremo del cuarto: aterrizó sobre la
pantalla de una lámpara; se balanceó a un lado, al otro. En eso sonó el
teléfono. Y siguió sonando. Sonaba tan fuerte que el hotel entero debía
escucharlo. Todo un ejército debía estar aporreando su puerta. Entonces metió
la cabeza en la almohada, se tapó los oídos con las manos y pensó: No pienses
en nada, piensa en el viento.
*FIN
Con afecto,
Ruben
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