Cierra la última puerta 1
Truman Capote
[Cuento - Texto completo.]
—Escucha, Walter, que le
caigas mal a todo el mundo, que todos se metan contigo no es algo arbitrario:
tú mismo lo provocas.
Anna había dicho aquello;
aunque la parte más sana de sí mismo le decía que ella actuaba de buena fe (si
Anna no era una amiga, ¿entonces quién?), la consideró despreciable y empezó a
decir por todas partes que la odiaba y que sabía qué clase de puta era. ¡No os
fiéis de esa mujer!, dijo, no la creáis a la tal Anna, su franqueza es solo una
fachada para encubrir su agresividad reprimida, es una embustera, no hay quien
se crea una palabra de lo que dice, ¡Dios mío, es un peligro! Obviamente todo
lo que decía llegaba a oídos de Anna, de modo que cuando le habló, tal y como
habían quedado, de ir juntos al estreno de una obra, ella le dijo:
—Perdona, Walter, pero no
puedo permitirme el lujo de verte más. Te entiendo perfectamente y te aprecio
bastante, pero tu agresividad es muy compulsiva; aunque no toda la culpa es
tuya, no quiero volver a verte, es un lujo que no puedo permitirme porque
tampoco yo estoy demasiado bien.
¿Por qué? ¿Qué había
hecho? Claro que había hablado mal de ella, pero no con mala intención; después
de todo, le dijo a Jimmy Bergman (ése sí que es un falso donde los haya), ¿de
qué servía tener amigos si no se podía hablar de ellos objetivamente?
Él dijo que tú dijiste que
vosotros dijisteis que nosotros decíamos. Una y otra vez lo mismo, como el
ventilador en el techo y las aspas que no dejaban de girar tratando en vano de
aligerar el aire, una vuelta y otra, un tictac que contaba los segundos del
silencio. Walter se movió unos centímetros hacia una parte más fresca de la
cama y cerró los ojos al pequeño cuarto a oscuras. Estaba en Nueva Orleáns desde
las siete de la tarde; a las siete y media se había registrado en ese hotel, un
sitio anónimo en una calle lateral.
El cielo rojo de esa noche
de agosto le había hecho pensar en hogueras encendidas, y el paisaje sureño,
aquel paisaje insólito interminablemente contemplado desde el tren y repasado
en la memoria en un intento de sublimar todo lo demás, había hecho más precisa
la sensación de haber viajado hasta el límite, el desfiladero.
Sin embargo, no hubiera
podido decir por qué estaba en un asfixiante hotel de una ciudad lejana. Había
una ventana en el cuarto, pero no parecía haber manera de abrirla; le daba
miedo llamar al botones (¡qué ojos más extraños los de aquel muchacho!) y le
daba miedo salir del hotel, ¿y si se perdía? Bastaba un instante para perderse
definitivamente. Tenía hambre, no había comido desde el desayuno. Quedaban unas
galletas con mantequilla de cacahuete del paquete que compró en Saratoga. Las
digirió con un trago de Four Roses, el último. Le sentó mal. Vomitó en el cubo
de la basura, se volvió a echar en la cama y lloró hasta mojar la almohada.
Después de un rato se limitó a estar allí, tendido en el cuarto caliente,
temblando, viendo el lento girar del ventilador; no había comienzo ni fin en
esa acción: un círculo.
Un ojo, la Tierra, los
anillos de un árbol, todo es un círculo y todos los círculos, dijo Walter,
tienen un centro. Era absurdo que Anna lo hiciera responsable. Si estaba mal se
debía a circunstancias ajenas, a su madre, por ejemplo, una fanática religiosa,
o a su padre, un agente de seguros de Hartford, o a Cecile, su hermana mayor,
casada con un hombre que le llevaba cuarenta años, «lo único que quería era
irme de casa», y a decir verdad, a Walter esta excusa le parecía bastante
sensata.
Pero no sabía por dónde empezar
a pensar en sí mismo, no sabía dónde encontrar el centro. ¿En la primera
llamada telefónica? No, solo habían pasado tres días desde entonces y, en
sentido estricto, ése había sido el fin, no el comienzo. Tal vez pudiera
empezar por Irving, por la primera persona que conoció en Nueva York.
Irving era un agradable
muchachito judío, con un notable talento para el ajedrez y pocas cosas más:
pelo lacio, mejillas de bebé sonrosado, aparentaba dieciséis años; en realidad
tenía veintitrés, como Walter. Se conocieron en un bar del Village. Walter
estaba solo y se sentía solo en Nueva York, de modo que cuando el pequeño
Irving hizo un intento de trabar amistad con él no vaciló en ser amigable (¡y
es que uno nunca sabe!). Irving conocía a muchísima gente, todo el mundo lo
apreciaba, y le presentó a todos sus amigos.
Entre ellos, a Margaret.
Margaret era más o menos la novia de Irving. No era gran cosa (ojos saltones,
los dientes siempre manchados de carmín y vestidos de niña de diez años), pero
se sintió atraído por su inquieta inteligencia. No pudo entender por qué perdía
el tiempo con Irving.
—¿Por qué? —le preguntó en
uno de los largos paseos que solían dar en Central Park.
—Irving es tierno —dijo
ella—, me quiere con gran pureza, ¿quién sabe?, tal vez hasta me case con él.
—Lo cual sería una
estupidez. Irving jamás podría ser tu esposo, es como tu hermano menor. Irving
es el hermano menor de todo el mundo.
Margaret era demasiado
inteligente para no ver la verdad que esto encerraba, y cuando Walter le
preguntó si no le importaría hacer el amor, ella dijo: No. Desde entonces
hicieron el amor con frecuencia.
Irving acabó por enterarse
y un lunes ocurrió algo desagradable, curiosamente en el bar donde se habían
conocido. Margaret y Walter venían de una fiesta en honor de Kurt Kuhnhardt de
Publicidad Kuhnhardt, el jefe de Margaret. Entraron en el bar a beber la última
copa. El sitio estaba vacío, sin contar a Irving y un par de chicas con
pantalones. Irving estaba sentado a la barra, las mejillas enrojecidas y los
ojos vidriosos; parecía un adolescente dándose aires de adulto; sus piernas
eran demasiado cortas para alcanzar el travesaño del taburete y colgaban como
las de un muñeco. Al ver a Irving, ella quiso salir del bar, pero Walter se lo
impidió porque Irving ya los había visto: dejó su whisky en la barra, sin
quitarles los ojos de encima, bajó lentamente del taburete y caminó hacia
ellos, con una especie de rudeza fingida, triste.
—Irving, querido —dijo
Margaret, y se interrumpió, pues él le dirigió una mirada fulminante.
Le temblaba la barbilla.
—Lárgate —dijo en un tono
acusatorio, como si denunciara a un verdugo de su infancia—, te odio.
Luego, casi a cámara
lenta, lanzó un puñetazo al pecho de Walter, como si le encajara un cuchillo.
Fue un golpe insignificante; Walter se limitó a sonreír y entonces Irving se
dejó caer contra la gramola, gritando:
—¡Pelea, maldito cobarde!
¡Acércate y te mato, lo juro por Dios!
Así lo dejaron.
De camino a casa, Margaret
empezó a llorar de un modo suave y cansino.
—Nunca volverá a ser
cariñoso —dijo.
—No entiendo.
—Claro que entiendes —Su
voz era un susurro—. Claro que sí; nosotros le hemos enseñado a odiar. No creo
que supiera odiar.
Para entonces Walter
llevaba ya cuatro meses en Nueva York. Su capital original de quinientos
dólares había disminuido a quince. Margaret le prestó dinero para pagar el
alquiler de enero en el Bretvoort y le preguntó por qué no se mudaba a un sitio
más barato. Bueno, le dijo, más vale tener una buena dirección. ¿Y un trabajo?
¿Cuándo se pondría a trabajar? ¿Pensaba hacerlo? Por supuesto, dijo, por
supuesto, es más: no dejaba de pensar en ello, pero no tenía la menor intención
de perder el tiempo con la primera bagatela que le saliera al paso. Quería algo
bueno, algo con futuro, algo, por poner un ejemplo, en publicidad. De acuerdo,
dijo Margaret, tal vez ella podría ayudarlo; al menos hablaría con su jefe, Mr.
Kuhnhardt.
2
Le decían la P.K.K. y era
una agencia publicitaria de tamaño mediano pero, como suele suceder en esos
casos, muy buena, la mejor. Kurt Kuhnhardt la había fundado en 1925 y era un
hombre peculiar con una reputación peculiar: un alemán delgado, exigente,
soltero, que vivía en una elegante casa negra en Sutton Place, una casa
interesantemente decorada, entre otras cosas, con tres Picassos, una soberbia
caja de música, máscaras de islas de los mares del Sur y un fornido y juvenil
mozo danés. De vez en cuando invitaba a cenar a alguien de su equipo, el
favorito de turno, pues nunca dejaba de seleccionar protegidos. El puesto de
protege era arriesgado, pues se trataba de una alianza caprichosa e incierta:
el favorito podía encontrarse examinando la sección de empleos del periódico a
la mañana siguiente de una cena de lo más agradable con su benefactor. Walter
había sido contratado como asistente de Margaret. Llevaba dos semanas en P.K.K.
cuando recibió una nota de Mr. Kuhnhardt invitándolo a almorzar, y obviamente
se entusiasmó mucho.
—¿Aguafiestas? —dijo
Margaret, ajustándole la corbata y quitando las pelusas de su solapa—. No, nada
de eso. Es solo que…, bueno, trabajar con Kuhnhardt es estupendo siempre y
cuando no tengas mucho que ver con él; de lo contrario pierdes el trabajo, así
de sencillo.
Walter sabía a qué se
refería; no lo engañó ni un instante; quiso decírselo pero se contuvo; aún no
era el momento. Sin embargo, uno de esos días —bastante pronto— se tendría que
librar de Margaret. Trabajar bajo sus órdenes ya era suficiente humillación,
además ella se acostumbraría a considerarlo su inferior. Y eso nunca, pensó,
mirando los ojos azul marino de Mr. Kuhnhardt, nadie podía menospreciar a
Walter.
—Eres un idiota —le dijo
Margaret—. Dios mío, he visto esas amistades de K. K. docenas de veces: no
significan nada. En una época se paseaba en compañía del recepcionista. Lo
único que quiere es jugar. Créeme, Walter, la vía rápida no existe, lo único
que cuenta es tu trabajo.
Él dijo:
—¿Y tienes quejas en ese
campo? Estoy cumpliendo tanto como es de esperar.
—Todo depende de lo que se
espere —dijo ella.
A los pocos días la citó
un sábado en la estación de trenes de Grand Central. Iban a ir a Hartford a
pasar la tarde con su familia y ella se había comprado un vestido, unos zapatos
y un sombrero para la ocasión. Pero él no se presentó. En cambio, acompañó a
Mr. Kuhnhardt a Long Island y fue el más celebrado de los trescientos huéspedes
del baile de presentación en sociedad de Rosa Cooper. Rosa Cooper (née
Kuppermann), heredera de Productos Lácteos Cooper, era una muchacha morena,
contundente y agradable, con un afectado inglés, producto de muchos años de
lecciones con Miss Jewett. Tiempo después, una amiga llamada Anna Stimson le
mostraría a Walter la carta que Rosa le había escrito: «He conocido al hombre
más divino. Bailé con él seis veces. Magnífico bailarín. Es un ejecutivo de
publicidad, y es superdivinamente guapo. Tenemos una cita: ¡a cenar y al
teatro!»
Margaret no mencionó el
episodio. Tampoco Walter. Fue como si nada hubiera sucedido, pero ahora solo se
veían y solo se hablaban para tratar asuntos de la oficina. Una tarde, sabiendo
que ella no estaría en casa, fue a su apartamento y abrió con el duplicado que
le diera mucho tiempo atrás. Había dejado allí algo de ropa, libros, su pipa.
Fue de un lado a otro, recogiendo sus cosas, y vio una fotografía de él marcada
con lápiz de labios: por un momento sintió que caía en un sueño. También vio el
único regalo que él le había dado: un frasco de L’Heure Bleue, aún sin abrir.
Se sentó en la cama a
fumar un cigarrillo, pasó su mano sobre la almohada fría, recordando la forma
en que la cabeza de Margaret había reposado allí y las mañanas de los domingos
en que leían en voz alta los cómics de Barney Google, Dick Tracy y Joe Palloka.
Vio la radio, una pequeña
caja verde. Siempre habían hecho el amor con música, de cualquier tipo, jazz,
sinfonías, música coral. Había sido su contraseña. Cada vez que ella lo
deseaba, decía: «¿Ponemos la radio?» Pero el caso era que habían terminado: la
odiaba, eso era lo que debía recordar. Volvió a mirar la botella de perfume y se
la guardó en el bolsillo: a Rosa le agradaría una sorpresa.
Al día siguiente en la
oficina, se encontró con Margaret cuando iba a servirse un vaso de agua. Ella
le sonrió con fijeza:
—No sabía que fueras un
ladrón.
Fue la primera muestra de
explícita hostilidad entre ellos. De pronto, Walter se dio cuenta de que no
tenía un solo aliado en la oficina. ¿Kuhnhardt? Jamás podría contar con él.
Todos los demás eran enemigos: Jackson, Einstein, Fischer, Porter, Capehart,
Ritter, Villa, Byrd, aunque obviamente todos eran lo bastante listos para no
decírselo a quemarropa, al menos no mientras durara el entusiasmo de K. K.
A fin de cuentas el
desprecio era algo positivo; lo que no toleraba eran las relaciones a medias,
tal vez porque sus propios sentimientos eran tan vagos, tan ambiguos. Por
ejemplo, no sabía si X le gustaba o no: necesitaba el amor de X, pero era
incapaz de amar; nunca podría ser sincero con él, nunca le diría más del
cincuenta por ciento de la verdad. Sin embargo, no soportaría que X tuviera el
mismo defecto, y de un modo incierto sabía que lo engañaba. Le tenía pánico a
X, pavor. En una ocasión, en el bachillerato, había plagiado un poema para
publicarlo en la revista de la escuela; jamás olvidaría el último verso: todos
nuestros actos son actos de amor. ¿Pudo haber algo más injusto que ser
descubierto por el maestro?
3
Pasó casi todos los fines
de semana de principios del verano con Rosa Cooper en Long Island. Por lo
general, la casa estaba bien abastecida de cordiales estudiantes de Yale y
Princeton, algo bastante molesto; en Hartford, ésa era justo la clase de gente
que le hacía sentir gatos en la barriga; rara vez lo aceptaban en su
territorio. En cuanto a Rosa…, era encantadora, todo el mundo lo decía, hasta
Walter.http:
Pero las chicas
encantadoras casi nunca se toman nada en serio, y Rosa no era la excepción, al
menos respecto a Walter. A él no le importó gran cosa; esos fines de semana le
sirvieron para hacer muchos contactos: Taylor Orvington, Joyce Randolph (la
estrella en ciernes), E. L. McEvoy, cerca de una docena de personas cuyas
direcciones otorgaron considerable brillo a su agenda. Una tarde fue con Anna
Stimson a ver una película protagonizada por la Randolph. Apenas se habían
sentado y todas las butacas de alrededor ya sabían que Joyce era amiga de Anna,
bebía demasiado, carecía de moral y no era tan hermosa como en la pantalla.
Anna le dijo que él era como una adolescente.
—Cariño, tú solo eres
hombre en un aspecto.
Había conocido a Anna
Stimson a través de Rosa. Editaba una revista de modas, medía más de uno
ochenta, usaba trajes negros, un afectado monóculo, bastón y varios kilos de
tintineante plata mexicana. Se había casado dos veces, una de ellas con Bock
Strong, el ídolo de las películas de vaqueros, y tenía un hijo de catorce años
confinado en una «academia correctiva», como decía ella.
—Era un chico insoportable
—le dijo—. Le gustaba disparar por la ventana con un rifle calibre 22, y
arrojar cosas y robar en los almacenes Woolworth: un canalla, igual que tú.
Sin embargo, Anna le tenía
afecto. En sus momentos menos deprimidos, menos maledicentes, lo escuchaba con
amabilidad quejarse de sus problemas, explicar por qué era como era: le habían
hecho trampa toda la vida, siempre le tocaban cartas malas. Podía atribuirle
muchos defectos a Anna, pero la estupidez no era uno de ellos; por eso la usaba
como una especie de confesora. Nada de lo que decía podía ser legítimamente
desaprobado por ella. Walter comentaba: «Le he dicho a Kuhnhardt muchas
mentiras sobre Margaret, supongo que es algo bastante ruin, pero ella haría lo
mismo; además, no propuse que la despidieran sino que la mandaran a Chicago.»
O: «Me encontré a un tipo en una librería y empezamos a charlar, era un hombre
de mediana edad, bastante agradable, muy inteligente. Cuando salí me siguió a
cierta distancia: crucé la calle, cruzó la calle; caminé deprisa, caminó
deprisa. Esto sucedió durante seis o siete calles. Cuando finalmente estuve
seguro de lo que sucedía, sentí un agradable cosquilleo y deseos de gastarle
una broma. Me detuve en la esquina y paré un taxi; entonces me volví y miré al
tipo durante largo, largo rato. Se acercó corriendo con una sonrisa de oreja a
oreja. Entonces brinqué al coche, cerré la puerta, me asomé por la ventanilla y
solté una carcajada: ¡la cara que puso!, ¡era horrenda, parecía Cristo! No
puedo olvidarla. Ahora dime, ¿por qué hago estas locuras? Es como pagar con la
misma moneda a toda la gente que alguna vez me ha perjudicado, pero también hay
algo más.» Le contaba estas cosas a Anna y luego regresaba a dormir a casa. Sus
sueños eran de un azul pálido.
El problema del amor le
preocupaba, sobre todo porque no lo consideraba un problema. Y de algo podía
estar seguro: nadie lo amaba. Esta certeza latía en su interior como un corazón
adicional. No tenía a nadie. A Anna, tal vez. ¿Lo amaba ella?
—¿Cuándo has visto algo
que sea lo que aparenta? —dijo Anna—. Ves un renacuajo y ya es un sapo, te
pones un anillo que parece de oro y te deja una marca verde en el dedo. Ahí
tienes el caso de mi segundo marido: parecía un tipo agradable y resultó un
crápula cualquiera. Mira este cuarto: la chimenea no sirve ni para encender
incienso y los espejos solo sirven para dar la impresión de espacio: mienten.
Walter, nada es jamás lo que parece. Los árboles de Navidad son de celofán y la
nieve de hojuelas de jabón. Dentro de nosotros revolotea algo llamado «alma»:
«morir no es morir, vivir no es vivir», ¿y encima deseas saber si te amo? No
seas tonto, Walter, ni siquiera somos amigos…
4
Escucha: el ventilador:
círculos de susurros que giran: él dijo que tú dijiste que vosotros dijisteis
que nosotros dijimos: una y otra vez, rápido y lento, mientras el tiempo se
recupera en un chismorreo infinito. Un viejo ventilador resquebrajado rompiendo
el silencio: tres, tres, tres de agosto.
Viernes tres de agosto.
Ahí estaba su nombre, precisamente en la sección que escribía Winchell: «El pez
gordo de la publicidad Walter Ranney y la heredera de productos lácteos Rosa
Cooper están corriendo la voz entre sus allegados de que empiecen a comprar
arroz.» El propio Walter le había dicho esto a un amigo de un amigo de
Winchell. Se lo mostró al barman del Whelan’s, donde desayunaba.
—Soy yo —dijo—. Hablan de
mí —Y la expresión del chico le facilitó la digestión.
Esa mañana llegó tarde a
la oficina, y recorrió el pasillo entre los escritorios precedido de la
gratificante conmoción de las mecanógrafas. Sin embargo, nadie dijo nada. A eso
de las once, después de una agradable hora sin hacer nada pero llena de
entusiasmo, bajó a tomar una taza de café. Jackson, Ritter y Byrd, tres de la
oficina, estaban en la cafetería. Cuando Walter entró, Jackson le dio un codazo
a Byrd, Byrd se lo dio a Ritter, y todos se volvieron.
—¿Qué cuenta el «pez gordo
de la publicidad»? —dijo Jackson, un hombre rosáceo, de calvicie prematura. Los
otros dos rieron.
Con afecto,
Ruben
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