Markheim
[Cuento - Texto completo.]
Robert Louis Stevenson
-Sí -dijo el anticuario-,
nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben
lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores
conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su
luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó-
recojo el beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar,
procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a
la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras
mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer
la cabeza.
El anticuario rió entre
dientes.
-Viene usted a verme el día
de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres
echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá
usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda,
puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además,
por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de
discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz
de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez
más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de
negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar,
como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión?
¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde
luego!
Y el anticuario, un
hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de
puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con
expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de
infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted
equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto:
del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque
estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a
ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad
para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la
justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por
molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta
noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted
perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe
despreciarse.
A esto siguió una pausa,
durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella
afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la
tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el
silencioso intervalo.
-De acuerdo, señor -dijo el
anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si,
como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien
le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama -continuó-; este
espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena
colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como
usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable
coleccionista.
El anticuario, mientras
seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y,
mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de
muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su
turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro
rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.
-Un espejo -dijo con voz
ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo?
¿Para Navidad? Usted bromea.
-¿Y por qué no? -exclamó el
anticuario-. ¿Por qué un espejo no?
Markheim lo contemplaba con
una expresión indefinible.
-¿Y usted me pregunta por
qué no? -dijo-. Basta con que mire aquí…, mírese en él… ¡Véase usted mismo! ¿Le
gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta… ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había
echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan
repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de
nuevo entre dientes.
-La madre naturaleza no
debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor -dijo el anticuario.
-Le pido -replicó Markheim-
un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de
pecados, de locuras… ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba
usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de
usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un
hombre muy caritativo.
El anticuario examinó
detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba
la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso
chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.
-¿A qué se refiere?
-preguntó el anticuario.
-¿No es caritativo?
-replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a
nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para
guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?
-Voy a decirle lo que es en
realidad -empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una
risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha
estado usted bebiendo a la salud de su dama.
-¡Ah! -exclamó Markheim,
con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.
-Yo -exclamó el
anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo ahora para oír
todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo?
-¿Por qué tanta prisa?
-replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan
breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni
siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo
poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada
segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de
altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última
traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros
mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias.
¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos !
-Sólo tengo una cosa que
decirle -respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!
-Es cierto, es cierto -dijo
Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme
alguna otra cosa.
El anticuario se agachó de
nuevo, esta vez para dejar el espejo en la estantería, y sus finos cabellos
rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco
más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire
los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en
su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un
extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.
-Esto, quizá, resulte
adecuado -hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó
desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de
caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con
la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un rebaño de trapos.
El tiempo hablaba por un
sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y
lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y
apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs.
Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la
acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la
conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La
vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una
corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera
se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar;
las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban
y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de
porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior
seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga
rendija de luz semejante a un índice extendido.
De aquellas aterrorizadas
ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima,
que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y,
cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro,
en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un
montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y
sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco
de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse;
no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera
dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo
encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un
grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la
persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el
enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó
grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el
tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio
y trascendental para el asesino.
Aún seguía pensando en esto
cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas -una
tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas
agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres.
El repentino desatarse de
tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un
lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en
lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo
inglés, otros de Venecia o Ámsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como
si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su
presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado,
turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los
bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de
su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una
coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más
cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor,
ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho
todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de
la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada,
para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda
esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático
desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano
del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían
como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el
arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd.
El terror a los habitantes
de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército
sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado
a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas,
adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas
solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos
del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos
de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún
con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de
ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y
tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz
de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de
Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los
tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida
transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una
fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la
calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la
tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el
sosiego de su propia casa.
Pero estaba tan dividido
entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta
y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular
alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con
rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una
horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de
ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro
de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca
de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera»
escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin
embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad
un leve ruido de pasos…, era consciente, inexplicablemente consciente de una
presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada
habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía,
sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia
cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por
la astucia y el odio.
A veces, haciendo un gran
esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder
de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el
día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el
piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y,
sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?
Repentinamente, desde la
calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la
tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían
continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim,
convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada
que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde
ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo
mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su
atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido
vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle
adelante.
Aquello era una clara
insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía
marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes
londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de
aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier
momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no
recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de
Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las
llaves.
Miró por encima del hombro
hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin
conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim
se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían
desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con
las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía
provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim
temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para
ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las
extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas
posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba
tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta
circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado
de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día
gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de
las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de
baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido
entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más
concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas,
atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con
su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y
una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera
un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la
misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba
atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día
le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de
escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las
articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.
Juzgó más prudente
enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda
fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e
importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había
expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que
aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y
ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el
relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en
vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había
encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su
realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había
poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín
encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de
contrición, nada; ni el más leve rastro.
Con esto, después de
apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia
la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua
sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las
habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los
oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se
acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los
pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía
palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a
sus músculos y abrió la puerta de par en par.
La débil y neblinosa luz
del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura
colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en
madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento.
Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de
Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros,
el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al
contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía
mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de
los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta
llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por
aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse
en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir
las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que
le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le
sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre
renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía
alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su
vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele
de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían
recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía.
Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.
En el primer piso las
puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole
estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse
suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba
estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e
invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco,
recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban,
sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con
él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e
inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía
diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la
continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la
naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que
calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la
naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de
ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido
a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el
momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas
paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas
de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus
pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes
perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía
derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa
vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban
miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano
de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se
sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero
también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre
los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia.
Después de llegar sano y
salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que
iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La
habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con
muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios
espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como
un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de
espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de
marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta
el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba
cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a
colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar
entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por
añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo
pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se
serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba
hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza
sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en
realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba
perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a
arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de
muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y
tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim
las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de
imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la
iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el
río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo
cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la
música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano,
la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al
recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez
Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.
Y mientras estaba así
sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole
ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor
insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y
finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con
pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la
cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió.
El miedo tenía a Markheim
atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados
oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo,
estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en
la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación
de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y
cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó
escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.
-¿Me llamaba? -preguntó con
gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de
nuevo la puerta.
Markheim lo contempló con
la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo,
porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de
los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía
reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento,
como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no
procedía ni de la tierra ni de Dios.
Y sin embargo aquella
criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim
sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el
dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de
extraordinario.
Markheim no contestó.
-Debo advertirle -continuó
el otro- que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no
tardará mucho en estar de vuelta. Si el señor Markheim fuera encontrado en esta
casa, no necesito describirle las consecuencias.
-¿Me conoce usted? -exclamó
el asesino.
El visitante sonrió.
-Hace mucho que es usted
uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo
y he deseado ayudarle con frecuencia.
-¿Quién es usted? -exclamó
Markheim-: ¿el Demonio?
-Lo que yo pueda ser
-replicó el otro- no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.
-¡Sí que lo afecta!
-exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por
usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no!
-Le conozco -replicó el
visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos
pensamientos.
-¡Me conoce! -exclamó
Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una
calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los
hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba
asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de
malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si
no hubieran perdido el control…, si se les pudiera ver la cara, serían
completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy
peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las
conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy.
-¿Ante mí? -preguntó el
visitante.
-Sobre todo ante usted
-replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que
resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme
por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de
gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del
vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme
por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal
me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mí con
caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí
frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan
común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo?
-Se expresa usted con mucho
sentimiento -fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones
quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por
los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la
dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las
gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca;
y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en
este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería
decirle dónde está el dinero?
-¿A qué precio? -preguntó
Markheim.
-Le ofrezco este servicio
como regalo de Navidad -contestó el otro.
Markheim no pudo evitar la
triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.
-No -dijo-; no quiero nada
que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien
acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea
excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal.
-No tengo nada en contra de
un arrepentimiento en el lecho de muerte-hizo notar el visitante.
-¡Porque no cree usted en
su eficacia! -exclamó Markheim.
-No diría yo eso -respondió
el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida
llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome,
extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales,
como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a
los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más:
arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de
los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la
prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora;
disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a
anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta
le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con
Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y
la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando
sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba
contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una
sonrisa de esperanza.
-Entonces, ¿me cree usted
una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo
aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último
instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante
idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que,
como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O
es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente
misma del bien?
-El asesinato no constituye
para mí una categoría especial-replicó el otro-. Todos los pecados son
asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de
marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las
manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo
los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la
última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa
doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un
baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He
dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se
diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas
que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual
yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es
caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos
suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se
revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si
yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado
a un anticuario, sino a que es usted Markheim.
-Voy a abrirle mi corazón
-contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el
último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es
una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por
las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y
fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas
tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante
este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión
de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme
completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este
corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba
los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba
cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba
con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he
andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi
destino.
-Va usted a usar el dinero
en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado,
¿no ha perdido usted allí anteriormente varios miles?
-Sí -dijo Markheim-; pero
esta vez se trata de una jugada segura.
-También perderá esta vez
-replicó, calmosamente, el visitante.
-¡Me guardaré la mitad!
-exclamó Markheim.
-También la perderá -dijo
el otro.
La frente de Markheim
empezó a llenarse de gotas de sudor.
-Bien; si es así, ¿qué
importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez
en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el
final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome
en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me
ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en
un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos.
Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los
compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada
bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de
ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes
carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así;
también el bien es una fuente de actos.
Pero el visitante alzó un
dedo.
-Durante los treinta y seis
años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado
muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo.
Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la
palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad
o bajeza ante la que todavía retroceda?… ¡Dentro de cinco años le sorprenderé
haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá
detenerlo.
-Es verdad -dijo Markheim
con voz ronca-que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les
sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos
delicados, acomodándose a lo que les rodea.
-Voy a hacerle una pregunta
muy simple -dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es
su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas;
posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los
demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto
particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o
cree más bien que se ha dejado ir en todo?
-¿En algún aspecto
particular? -repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No -añadió
después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo.
-Entonces -dijo el
visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que
representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.
Markheim permaneció callado
un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.
-Siendo ésa la situación
-dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?
-¿Y la gracia? -exclamó
Markheim.
-¿No lo ha intentado ya?
-replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista,
y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza?
-Es cierto -dijo Markheim-;
y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con
toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como
soy.
En aquel momento, la nota
aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante,
como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió
inmediatamente de actitud.
-¡La criada! -exclamó-. Ha
regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso
difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar,
con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su
papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro,
con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del
anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A
partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera
necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo.
Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del
peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando
en la balanza: ¡levántese y actúe!
Markheim miró fijamente a
su consejero.
-Si estoy condenado a hacer
el mal -dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad…, puedo dejar de
obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como
usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un
gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está
condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el
odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía
y valor.
Los rasgos del visitante
empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó
y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus
facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a
contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las
escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando
ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño,
tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental… el escenario de una
derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en
la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su
embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela
ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí
parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la
puerta estalló en impaciente clamor.
Markheim se enfrentó a la
criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.
-Será mejor que avise a la
policía -dijo-: he matado a su señor.
FIN
“Markheim”,
Con afecto,
Ruben
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