La entrevista del joven poeta César
Vallejo a don Manuel González Prada
Al cumplirse 81 años de la muerte del vate universal
César Vallejo, lo recordamos con esta joya del periodismo histórico.
Fuente: Diario La Crónica
Viva, Lima Perú
En la edición del 9 de marzo de 1918 del diario La
Reforma de Trujillo se publicó esta maravillosa entrevista del entonces joven
poeta César Vallejo al maestro Manuel González Prada. Un extraordinario
encuentro entre dos de los más grandes exponentes de nuestras letras. Otro de
los tesoros que se encuentran en las bibliotecas:
El salón de lectura de la Biblioteca, como siempre,
concurridísimo.
Su paz abstractiva. Una que otra mano fojea
impaciente. Los pasos morosos de algún conservador, buscando en los estantes.
Óleos de peruanos ilustres en los muros se lastiman con la luz de los viejos
ventanales.
Pasamos. En la sala de la dirección. Desde una fina
actitud acogedora y sentado en el sofá ligeramente, como auscultando el momento
espiritual, el maestro deja caer palabras que nunca soñé escuchar.
Su vigoroso dinamismo sentimental que subyuga y
arrastra, la fresca expresión de eterna primavera de su continente venerable
tiene algo del mármol alado y suave en que la Hélade pagana solía encarnar el
gesto divino, la energía superhumana de sus dioses. No sé por qué ante este
hombre, una reverberación extraordinaria, un soplo de siglos, una idea de
síntesis, una como emoción de unidad se cuaja entre mis fibras. Se diría que
sus hombros vuelan el vuelo legendario de toda una raza; y que en su nevada
testa apostólica brota en haces de luz blanca, inapagable, la máxima potencia
espiritual de un hemisferio del globo.
Yo le miro sobrecogido; el corazón me late más de
prisa, y vuelan disparadas mis mayores energías mentales hacia todos los
horizontes, en mil centellas raudas, como si algún latigazo dirigente fustigara
de súbito a un millón de brazos invisibles para un trabajo milagroso, más allá
de la célula… Es que González Prada, por una virtud hipnótica que en estado
normal sólo es peculiar al genio, se impone, se adueña de nosotros, toma
posesión de nuestro espíritu y acaba por sugestionamos.
En esta visita, como en las anteriores, Prada habla de
arte. No es pródigo en palabras. Sus posturas de concepto son siempre sobrias.
Pero llamean de emoción y optimismo y ninguna solemnidad.
¡Cómo se desintoxica uno delante de esa inmensa
montaña pensadora!
-Pero los doctores dicen que no -le respondo-. Dicen
que tal literatura simbolista es un disparate.
-Los doctores… ¡Siempre los doctores!-. Sonríe
piadosamente.
Ni aun en sus sentencias gasta solemnidad pontificia.
La línea, en su silueta hidalga, vibra siempre en un fervor sediento de verdad.
No tiene la pausa de la senectud; siente la vida en pleno meridiano, en afán,
en inquietud que es renuevo. Por él no pasa el ala apacible que se abandona
horizontalmente, sino el ala en el ritmo acelerado de un vuelo que sube
eternamente. Por eso no es solemne. Porque no parece un anciano. Es una perenne
flor ecuatorial y rara de rebeldía fecunda.
Le pregunto sobre nuestra poesía nacional.
-Hay en ella la influencia del decadentismo francés
-me dice-. Y después, saboreando un pronunciado tinte de complacencia, agrega:
-Y de Maeterlinck.
Hay un ancho reposo de convicción al final de cada una
de sus frases, que después de pronunciadas parecen consolidarse, destilar su
valor sustancial en sangre, arrellanando fuertemente su melodía ideal en
nuestras venas mismas.
Luego le rezo ferviente al gran comentador de Renan:
-Como me manifestaba Valdelomar el otro día, el Perú
nunca sabrá pagar la gratitud enorme que le debe.
La tez de su rostro se aviva en una sonrisa que aletea
en silencio de lejanas cumbres olvidadas.
-Y la juventud actual -continuó como martillando
entusiasmado con los labios un aplauso caluroso- es hija de su excelsa labor de
libertad.
-Sí, pues -me contesta-, hay que ir contra la traba,
contra lo académico.
Chispea en sus ojos videntes un diamante prócer. Y me
acuerdo de aquella biblia de acero que se llama Pájinas libres. Y creo
envolverme en el incienso de un moderno retablo sin efigies.
-En literatura -prosigue- los defectos de técnica, las
incongruencias en la manera, no tienen importancia.
-Y las incorrecciones gramaticales -le pregunto-,
evidentemente. ¿Y las audacias de expresión?
Sonríe de mi ingenuidad; y labrando un ademán de
tolerancia patriarcal, me responde:
-Esas incorrecciones se pasan por alto. Y las audacias
precisamente me gustan.
Yo bajo la frente.
En la grave distinción de su porte la opaca claridad
esplinática de la sala se funde y se marchita. A sus pies se arrastra una
lengua de sol humilde que figura una delicada llama de lunas de ópalo que
llegara fugitivo y jadeante de muy lejos.
Al oír las últimas palabras del filósofo pienso en
tantas manos hostiles, distantes ya. Y pienso en que mañana habrá aurora.
Con una leve sonrisa que curva en interrogación sutil,
que sondea y estudia, González Prada conversa, alargando así los momentos de su
acogida intelectual.
Y me obsequia con un entusiasta elogio inesperado.
Me invita a visitarlo de nuevo. Y este maestro en el
continente, este orador que ha pulverizado tanto órgano deforme de nuestra vida
republicana y cuya labor no es de hojarasca, de mero buen hablar, sino de
incorruptible bronce inmortal, como la de Platón y la de Nietzsche; este
egregio capitán de generaciones, siempre flamante a quien ama y con quien
piensa y seguirá pensando la juventud; este gentil hombre, enemigo de todo
formulismo, como lo es de toda farsa, me tiende la mano amiga desde la puerta
de la Biblioteca Nacional en un rasgo personalísimo de inteligencia y cortesía.
Yo salgo vibrante. Con lo dicho por el autor de Horas
de lucha, Minúsculas y Exóticas, siento los nervios en tensión inefable, como
lanzas acabadas de afilar para el combate.
Entre los ruidos bronces de la gente que va y viene,
llora una flauta de mendigo, tañida por el débil resuello del ayuno; y al
doblar San Pedro, distingo que ese sollozo se tiende suplicante a las puertas
de la iglesia. Acaso el ciego aquél no sabe que esas puertas son las de una
iglesia; y que como nadie habita dentro no le serán abiertas esta tarde de
viernes y de pobres.
Investigación: Walter Sosa Vivanco
Con afecto,
Ruben
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