El halcón decapitado (Primera
parte)
[Cuento - Texto completo.]
Truman Capote
“Forman parte de los
rebeldes a la luz: no han conocido los caminos y no se volvieron por sus
senderos.(…) En las tinieblas perforan las casas, de día se ocultan, sin
conocer la luz. Para ellos el alba es la sombra: el clarear del día les aterra.
Job 24: 13, 16, 17
1
Vincent apagó las luces de
la galería. Después de cerrar la puerta, ya afuera alisó el ala de un elegante
panamá y se encaminó a la Tercera Avenida, golpeando la acera ligeramente con
la caña de su sombrilla. Desde el amanecer una promesa de lluvia había
oscurecido el día; ahora un cielo de abultadas nubes cubría el sol de las cinco
de la tarde; pero hacía un calor tan húmedo como bruma tropical y las voces
resonaban en esa calle gris de julio de un modo extraño, embozado, que delataba
un trasfondo de inquietud. Vincent sintió como si avanzara bajo el mar. Los
autobuses que atravesaban la ciudad por la calle Cincuenta y siete parecían
peces de vientre verde, los rostros de los pasajeros se asomaban, meciéndose
como máscaras sobre una ola. Examinó a los transeúntes hasta que finalmente la
vio con su impermeable verde. Estaba en la céntrica esquina de la Cincuenta y
siete y la Tercera Avenida, fumando un cigarrillo; daba la impresión de
tararear una melodía. El impermeable era transparente. Llevaba pantalones
negros de pinzas, sandalias sin calcetines, una camisa blanca de hombre. Su
pelo era color de ante y lo llevaba cortado como un muchacho. Cuando vio que
Vincent cruzaba la calle en dirección a ella, tiró el cigarrillo y caminó
deprisa hacia la puerta de una tienda de antigüedades.
Vincent aminoró el paso.
Sacó un pañuelo y se lo llevó a la frente; ojalá pudiera escapar, ir al Cabo,
tenderse al sol. Compró un periódico de la tarde, y se le cayó parte del
cambio; las monedas rodaron por la acera hasta una alcantarilla donde
desaparecieron silenciosamente de la vista.
—Pero si solo son unos
centavos —le dijo el vendedor de periódicos, pues Vincent (en realidad
indiferente a su pérdida) parecía angustiado. En los últimos días se había
sentido así, incapaz de establecer un contacto real con las cosas, sin saber si
un paso lo llevaría atrás o adelante, arriba o abajo. Reanudó su camino, con
parsimonia, el mango del paraguas en su brazo y los ojos concentrados en los
titulares del periódico (¿pero qué diablos decía?). Una mujer morena, cargada
con la bolsa de la compra, le empujó, le miró ferozmente y refunfuñó en
italiano con ruda vehemencia: su voz áspera parecía venir a través de varias
capas de lana. Conforme se acercó a la tienda de antigüedades donde aguardaba
la muchacha del impermeable verde, caminó aún más despacio, contando uno, dos,
tres, cuatro, cinco, seis (en el seis se detuvo ante el escaparate).
El escaparate era como el
rincón de un desván, los desechos de toda una vida se amontonaban en una
pirámide de valor indefinido: marcos sin cuadros, una peluca de color azul,
góticos tarros de afeitar, lámparas con abalorios. Una máscara oriental suspendida
de una cuerda giraba lentamente con la brisa del ventilador eléctrico encendido
en la tienda. Vincent alzó la vista poco a poco hasta encontrar los ojos de la
muchacha. Ésta se había detenido en la entrada de cristal: vio su atuendo verde
distorsionado por el vidrio doble de la puerta. El elevado retumbó sobre sus
cabezas y el escaparate vibró. La imagen de la muchacha se desplegó como un
reflejo sobre la vajilla de plata; luego, lentamente, volvió a delinearse: le
estaba mirando.
Se llevó un Old Gold a los
labios, buscó una cerilla y suspiró al no encontrarla. La muchacha salió del
umbral. Le tendió un encendedor pequeño y barato. Mientras la llama palpitaba,
sus ojos, pálidos, apagados, de un verde gatuno, se clavaron en él con
alarmante intensidad; tenían una mirada perpleja, asombrada, como si se
hubieran quedado abiertos para siempre después de presenciar un hecho terrible.
Un flequillo irregular le caía sobre la frente; el corte de pelo a lo chico
resaltaba el aspecto juvenil, un tanto poético, de su cara delgada y sus
mejillas hundidas; el tipo de rostro que suelen tener los jóvenes en los
cuadros medievales.
Vincent expulsó el humo
por la nariz. Sabía que hubiera sido inútil hacerle preguntas y, como siempre,
trató de imaginar de qué y dónde estaría viviendo. Tiró el cigarrillo —la
verdad es que ni siquiera tenía ganas de fumar— y cruzó deprisa bajo el
elevado. Se acercaba a la parada cuando escuchó un chirriar de frenos. Fue como
si sus oídos se libraran de unos tapones de algodón: los ruidos de la ciudad se
hicieron presentes. Un taxista gritó: «¡Coño, quítate el plomo de los pantis!»,
pero la chica ni siquiera se molestó en volver la cara; siguió cruzando
impasible la calle, los ojos como en un trance clavados en Vincent, que la
miraba en silencio. Un muchacho de color —traje púrpura de jazzista— la tomó
del brazo. «¿Se encuentra mal, señorita?», dijo. Ella no contestó. «Está un
poco rara, señorita. Si quiere yo…» Luego advirtió adonde se dirigía su mirada
y la soltó; allí había algo que lo conminaba a guardar silencio; «Ah…, ya»,
masculló, dando un paso atrás y sonriendo con dientes llenos de sarro.
Entonces Vincent empezó a
caminar con resolución; una manzana tras otra, su paraguas producía un golpeteo
como si insinuara una clave. Su camisa estaba empapada de un sudor pegajoso y
los ruidos, ahora tan nítidos, le lastimaban la cabeza: el claxon de un coche
entonó Mi patria es tuya, cascadas azules de chispas eléctricas crepitaron en
los estruendosos rieles, carcajadas de whisky salieron como un hipo atroz por
las delgadas puertas de los bares donde las máquinas tragaperras lanzaban
música made in USA: «mis espuelas hacen ting, cling, ting…».
La miró de reojo algunas
veces: una de ellas reflejada en el escaparate de Paul’s, el Palacio del Marisco,
donde las langostas de color granate se asoleaban en una playa de escarcha.
Ella le seguía de cerca, las manos en los bolsillos del impermeable.
Parpadearon las luces cobrizas de una marquesina y recordó lo mucho que a ella
le gustaba el cine, las películas de asesinatos, de espías, de vaqueros. Dobló
por una calle lateral que conducía al East River; una calle silenciosa, con una
calma de domingo: un marino mordisqueaba tarta helada, unas gemelas rollizas
saltaban a la comba, una anciana de pelo blanco gardenia descorría sus cortinas
de encaje y miraba indiferente hacia un lugar de lluviosa oscuridad: paisaje
urbano en julio. Y tras él, el suave, insistente pisoteo de unas sandalias. En
la Segunda Avenida los semáforos estaban en rojo. En la esquina un enano con
barba, Ruby, el Hombre de las Palomitas, gritaba: «Palomitas calientes, con
mantequilla, ¿una bolsa grande?» Vincent negó con la cabeza y el enano le miró
perplejo: «¿Lo ve?», dijo después, introduciendo la pala en la jaula iluminada
donde los granos de maíz giraban como polillas enloquecidas. «Lo ve, la chica
sabe que las palomitas alimentan.» Ella compró una bolsa verde de diez centavos
que hacía juego con su impermeable y con sus ojos.
Éste es mi barrio, mi
calle: el edificio ése del pórtico es donde vivo yo. Era necesario recordarlo,
más que un sentido de la realidad, disponía de un sentido del lugar y del
tiempo. Dirigió una mirada cómplice a las señoras de rostros amargados,
borrosos, y a los hombres de humeantes pipas acuclillados en los escalones del
edificio. Nueve niñitas pálidas gritaban junto al carrito de las flores de la
esquina, pidiendo margaritas para ponerse en el pelo, pero el vendedor dijo:
«¡A callar!» y ellas se desperdigaron por la calle como las cuentas de un brazalete
roto, las más atrevidas partiéndose de risa, las más tímidas en silencio,
aparte, alzando al cielo sus caras resecas por el verano: ¿es que nunca iba a
llover?
Vincent vivía en un
apartamento del sótano. Descendió varios escalones y sacó sus llaves; cerró la
puerta y se volvió a atisbar por la mirilla. La muchacha esperaba arriba, en la
acera, apoyada contra una balaustrada de piedra. Sus brazos cayeron inertes y
las palomitas se esparcieron como copos de nieve alrededor de sus pies. Un niño
pequeño y sucio se agachó a recogerlas, cautamente, como una ardilla.
2
Para Vincent había sido un
día de fiesta. En toda la mañana nadie había ido a la galería, algo nada
extraño teniendo en cuenta el clima ártico. Estuvo en su escritorio comiendo
mandarinas y disfrutando inmensamente con un relato de Thurber en un New Yorker
atrasado. Reía tan fuerte que no oyó entrar a la muchacha ni la vio pasar por
la alfombra oscura. En realidad, solo se dio cuenta de que estaba allí cuando
sonó el teléfono. «Galería Garland; diga.» Estaba rara, aquel alevoso corte de
pelo, aquellos ojos vacíos… («Ay, Paul, comme ci, comme ça, ¿y tú?…»), vestida
de manera estrafalaria: por todo abrigo una camisa de leñador, pantalones de
pinzas azul marino y —¿era una broma?— calcetines rosas y unas sandalias. «¿Al
ballet? ¿Quién baila? Ah, ¡ella!» Bajo el brazo llevaba un paquete plano
envuelto en unas hojas de papel extrañísimo («Paul, ¿qué tal si te llamo? Estoy
con alguien…»). Colgó el auricular y se puso de pie, adoptando una sonrisa
comercial:
—¿Qué desea?
Sus labios resecos y
agrietados produjeron temblorosas palabras rotas, como si tuviera un defecto en
el habla, y sus ojos se movieron en sus cuencas como canicas sueltas. El tiempo
de timidez inquieta que se asocia con los niños.
—Tengo un cuadro —dijo—,
¿ustedes compran cuadros?
—Nosotros exponemos —La
sonrisa de Vincent se volvió un gesto fijo.
—Lo he pintado yo —Su voz,
áspera y opaca, tenía acento sureño—. Es un cuadro mío…, yo lo pinté. Una
señora me dijo que por aquí había sitios donde compraban cuadros.
—Sí, claro, pero la verdad
es… —hizo un gesto vago—, la verdad es que yo no tengo ninguna autoridad. Mr.
Garland, la galería es suya, sabe usted, está fuera de la ciudad.
Allí, sobre la elegante
alfombra, con el cuerpo ladeado por el peso del paquete, parecía una triste
muñeca de trapo.
—Tal vez —empezó a decir
él—, tal vez Henry Krueger, esquina con la Cincuenta y seis… —Pero ella no
escuchaba.
—Lo he hecho yo sola
—insistió suavemente—. Los martes y los jueves eran nuestros días de pintura,
he trabajado todo un año. Los otros solo se dedicaban a ensuciar, y Mr.
Destronelli… —De repente se interrumpió y se mordió el labio, como si cobrara
conciencia de una indiscreción. Sus ojos se entrecerraron—. Él no es amigo
suyo, ¿verdad?
—¿Quién? —dijo Vincent,
confundido.
—Mr. Destronelli.
Negó con la cabeza y se
preguntó por qué la excentricidad siempre le provocaba esa curiosa admiración.
De niño, la gente extravagante del carnaval le había despertado la misma
admiración. Y siempre se había enamorado de personas que tenían algo un tanto
equívoco, resquebrajado. De cualquier forma era extraño que la misma cualidad
que empezaba atrayéndole terminara por repugnarle.
—No tengo ninguna
autoridad —repitió, empujando hacia la papelera unas cáscaras de mandarina—,
pero si quiere puedo ver su obra.
Una pausa; luego ella se
arrodilló y se puso a romper el curioso envoltorio de papel. Vincent se dio
cuenta de que el papel provenía de un ejemplar del Times-Picayune, de Nueva
Orleáns.
—Es usted del Sur,
¿verdad? —dijo.
Ella no se volvió, pero
Vincent notó una tensión en sus hombros.
—No.
Vincent sonrió. Tras un
instante de reflexión, le pareció que sería una falta de tacto refutar una
mentira tan evidente. ¿O puede que ella le hubiera interpretado mal? Y de
pronto sintió un intenso deseo de tocarle la cabeza, de acariciar su pelo de
adolescente. Metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana: la escarcha
de febrero lo cubría todo; un transeúnte había garabateado una obscenidad en el
cristal.
—Listo —dijo ella.
Una figura decapitada,
vestida como de monje, estaba reclinada tranquilamente sobre un baúl circense
de colores chillones; la cabeza sangraba a sus pies; en una mano sostenía una
humeante vela azul, en la otra una diminuta jaula de oro. La cabeza tenía el
rostro de la muchacha, pero con el pelo largo, muy largo; un gatito blanco como
una bola de nieve y de cristalinos ojos maliciosos jugaba con las puntas del
cabello como si fueran estambres. Las alas de un halcón decapitado —pecho
escarlata y garras de cobre— servían de fondo y semejaban un cielo al
anochecer. Era un cuadro tosco. Los colores, de una recia sencillez, habían
sido trabajados con masculina brutalidad y, aunque no revelaban notables
recursos técnicos, tenían la fuerza que suele aflorar en la pintura que plasma
de manera primitiva algo que se ha sentido con gran intensidad. Vincent sintió
algo semejante a cuando una frase musical despertaba en su interior una
inesperada nota de reconocimiento, o cuando un puñado de palabras en un poema
revelaba un secreto que le concernía: un fuerte escalofrío de placer le
recorrió la espalda.
—Mr. Garland está en
Florida —dijo, cauteloso—, pero creo que debe verlo, ¿no podría dejarlo,
digamos, una semana?
—Tenía un anillo y lo
vendí —dijo ella, y él tuvo la impresión de que hablaba en trance—. Un bonito
anillo de bodas (no era mío), con un nombre escrito. También tenía abrigo —Se
retorció un botón de la camisa, tiró de él hasta que se desprendió y rodó por
la alfombra como un ojo de cristal—. No necesito mucho… Cincuenta dólares, ¿le
parece excesivo?
—Demasiado —dijo Vincent,
en un tono más brusco del que hubiera deseado. Ahora quería la pintura, no para
la galería, sino para él. Ciertas obras de arte despiertan más interés por sus
creadores que por la forma en que han sido creadas; generalmente porque en esa
clase de obras se identifica algo que hasta ese instante parecía una percepción
íntima e inexpresable, y uno se pregunta: ¿quién es ése que me conoce, y cómo?
—Le doy treinta.
Por un momento le miró con
la boca abierta, estúpidamente, y luego, tomando aliento, tendió la mano con la
palma hacia arriba. Esta franqueza, demasiado inocente para resultar ofensiva,
le pilló de sorpresa. Un tanto avergonzado, dijo:
—Me temo que le tendré que
enviar un cheque por correo. ¿Podría…?
Sonó el teléfono. Fue a
contestar y ella le siguió, con la mano extendida. Una mirada de disgusto le
afligía el rostro.
—Ah, Paul, ¿te puedo
llamar más tarde? Ah, ya. Bueno, espera un segundito —Presionó el auricular
contra su hombro y empujó una libreta y un lápiz al otro extremo del
escritorio—. Aquí tiene, escriba su nombre y su dirección.
Pero ella negó con la
cabeza; parecía cada vez más desconcertada e inquieta.
—El cheque —dijo Vincent—,
tengo que enviarle el cheque. Por favor, su nombre y dirección —E hizo una
mueca de aliento cuando ella finalmente empezó a escribir.
—Lo siento, Paul… ¿La
fiesta de quién? Vaya, la muy puta no me invitó. ¡Eh! —gritó, pues la chica
avanzaba hacia la puerta—. ¡Eh, por favor!
El aire helado enfrió la
galería y la puerta se cerró de golpe con un ruido de vidrio. Digadigadiga.
Vincent no respondió; se quedó especulando sobre la extraña información que le
había escrito en su libreta: D. J.— Y.W.C.A. [Asociación de Jóvenes Cristianas]
Digadigadiga.
El cuadro colgaba sobre la
chimenea. Las noches en que no podía dormir se servía un vaso de whisky y le
hablaba al halcón decapitado, le contaba cosas de su vida: era, decía, un poeta
que jamás había escrito poesía, un pintor que jamás había pintado, un amante
que jamás había amado (completamente)…; en suma, un ser sin rumbo decapitado.
Ah, ¡y vaya si se había esforzado! Sus comienzos siempre eran buenos, sus
finales siempre atroces. Vincent: blanco-varón-universitario-36 años, un hombre
en el mar, a setenta kilómetros de la orilla; una víctima, nacido para ser
asesinado, por otro o por sí mismo, un actor en paro. Todo eso estaba allí, en
la pintura, de un modo inconexo, oblicuo. ¿Quién era ella para saber tanto? Sus
indagaciones no condujeron a nada. Ningún otro galerista la conocía, y buscar a
una D. J. que a lo mejor vivía en un albergue de la Y.W.C.A. le pareció
absurdo. Además, se imaginó que ella volvería, pero transcurrió febrero y luego
marzo.
Una tarde, al cruzar la
plazoleta frente al Hotel Plaza, le sucedió algo extraño. Los arcaicos coches
de punto que había allí alineados tenían las lámparas encendidas, pues ya había
oscurecido, y su luz se filtraba entre las oscilantes hojas de los árboles. Una
calesa se alejó del bordillo, iniciando su recorrido en la penumbra. Solo
llevaba un ocupante, y aunque no pudo ver su rostro, distinguió a una muchacha
con el pelo muy corto, color de ante. Decidió sentarse en un banco. Mató el
tiempo hablando con un soldado, con un joven negro afeminado que citaba poemas
y con un hombre que había sacado su sabueso a pasear, personajes nocturnos que
le hicieron compañía, pero el carruaje y la persona que esperaba no regresaron.
La vio de nuevo (o eso
supuso) bajando las escaleras del metro, y esta vez la perdió en los túneles de
mosaicos con flechas indicadoras y máquinas de caramelos de menta. Era como si
aquel rostro se impusiera en su mente; librarse de él hubiera sido tan arduo
como, por ejemplo, que los intemporales ojos de un muerto se libraran de la
última imagen que habían visto. Hacia mediados de abril fue a Connecticut a
pasar el fin de semana con su hermana casada. Ella se quejó: estaba raro,
ensimismado, mordaz.
—¿Qué sucede, Vinny?… Si
necesitas dinero…
—¡Déjame en paz!
—Será el amor —bromeó su
cuñado.
—¡Vamos, Vinny!, confiesa:
¿cómo es ella?
Se molestó tanto que tomó
el siguiente tren de vuelta. Llamó para disculparse desde una cabina de la
estación Grand Central, pero un mórbido nerviosismo le removía las tripas y
colgó antes de que la telefonista hubiera logrado comunicación.
Necesitaba un trago. Pasó
cerca de una hora en el Commodore dando cuenta de cuatro daiquiris. Eran las
nueve de la noche del sábado, no había nada que hacer a no ser que lo hiciera
solo. Empezaba a darse lástima. En el parque, detrás de la biblioteca pública,
unos novios cuchicheaban bajo los árboles, y el agua de la fuente borboteaba
tan suave como sus voces; sin embargo, para Vincent, un poco borracho y
tambaleándose, esa blanca noche de abril significaba lo mismo que para los
viejos de flemosas carrasperas eternamente sentados en los bancos.
En el campo la primavera
es una época de sucesos breves y silenciosos; brotes de jacinto en un jardín,
sauces que arden con un repentino fuego escarchado de verdor, el lento fluir de
los atardeceres, la lluvia de medianoche que abre las lilas. Pero en la ciudad
hay fanfarrias de organilleros, los olores, que el viento invernal no ha
disipado, se atascan en el aire, las ventanas se abren después de haber estado
cerradas mucho tiempo, y la conversación sale sin rumbo de las habitaciones
para chocar con la tintineante campana de un mendigo. Es la estación alucinada
de los globos y los patines, de los barítonos de patio y los hombres de afanes
disparatados, como éste que ahora brincaba igual que un muñeco en una caja
sorpresa. Era viejo y tenía un telescopio con un letrero: Vea la luna por 25
centavos. ¡Vea las estrellas! ¡25 centavos! No había estrellas que traspasaran
el resplandor de una ciudad, pero Vincent vio la luna, una sombra blancuzca,
redonda, y luego un destello de focos eléctricos: Four Roses, Bing Cro…, siguió
caminando en medio de aquel aire viciado (olía a caramelo), nadando en un
océano de gente pálida como el queso, neón y oscuridad. Sobre el estruendo de
una máquina de discos, se oyó la detonación de un rifle, el plop de un pato de
cartón y un grito: «¡Bravo, Iggy!» Era un salón de tragaperras de Broadway —a
centavo la entrada—, atestado de pared a pared con los derrochadores del
sábado. Vio una película barata (Lo que sabía el limpiabotas y escuchó cómo una
bruja de cera le decía la buenaventura sonriendo maliciosa tras el cristal:
«Usted es de naturaleza afectuosa», no siguió porque un tumulto que había junto
a la máquina de discos le llamó la atención. Un puñado de chavales en torno a
dos que bailaban seguía con las palmas una música de jazz. Las bailarinas eran
dos chicas negras; se movían con destreza, suavemente, se mecían como amantes,
pisaban al ritmo, desviaban los ojos a uno y otro lado, unos ojos serios,
salvajes, sus músculos afinados con el ulular de un clarinete, con la creciente
arenga de un tambor. Vincent paseó la mirada por el público, y cuando sus ojos
se encontraron sintió un fuerte escalofrío: algo de la violencia de la danza se
reflejaba en la cara de la muchacha. Estaba junto a un chico negro, alto y feo.
Era como si ella estuviera dormida y las negras fueran su sueño.
La música languideció
hasta un final sincopado: trompeta, batería y piano acompañaron la gangosa voz
de una cantante negra. Se acabó el batir de palmas, las bailarinas se fueron.
Ahora ella estaba sola. Aunque Vincent tenía intención de irse antes de que
ella se fijara en él, se le acercó y le tocó suavemente en el hombro, como para
despertar a alguien que está durmiendo.
—Hola —dijo, con una voz
demasiado fuerte.
Ella se volvió y lo miró
con ojos vacíos —una mirada inerte, perdida—, dejó traslucir un espanto que
poco a poco se convirtió en asombro. Dio un paso atrás, pero él la tomó de la
muñeca justo cuando la máquina de discos empezaba a sonar otra vez.
—¿Se acuerda de mí? ¿De la
galería? —sugirió—, ¿su cuadro?
Ella parpadeó, dejando que
los párpados cayeran soñolientos sobre sus ojos, y Vincent notó que su brazo se
relajaba. Era más delgada de lo que recordaba, también más hermosa; su pelo,
que le había crecido mucho, le caía en desorden, un lacito navideño plateado
colgaba tristemente de un bucle solitario.
Empezó a decir:
—¿Puedo invitarle a una
copa? —Pero ella apoyó la cabeza sobre su pecho, como un niño, y él dijo—:
¿Vienes conmigo a casa?
Ella alzó la cara. La
respuesta, cuando llegó, fue un soplo, un susurro:
—Por favor —dijo.
Vincent se desvistió,
colocó su ropa con cuidado en el armario y admiró su desnudez ante una puerta
con espejo. Era guapo, aunque no tanto como suponía. Teniendo en cuenta su
moderada estatura, estaba muy bien proporcionado; tenía el pelo rubio oscuro y
su cara delicada, con una nariz más bien chata, tenía un color rubicundo. Un
borboteo de agua corriente rompió el silencio; ella se disponía a tomar un baño.
Se enfiló un holgado pijama de franela, encendió un cigarrillo y dijo:
—¿Todo bien?
El agua dejó de correr, un
largo silencio, luego:
—Sí, gracias.
En el taxi, camino de
casa, había tratado de entablar conversación, pero ella no dijo palabra, ni
siquiera cuando entraron en el apartamento (y esto sí que le ofendió, pues
tenía un orgullo más bien femenino por sus dominios, y esperaba un comentario
elogioso). Había un salón enorme, de techo muy alto; un baño, una cocina
pequeña y un jardín en la parte de atrás. Muebles modernos y antiguos estaban
combinados logrando un ambiente distinguido. La decoración de las paredes
consistía en un trío de grabados de Toulouse-Lautrec, el cartel de un circo, el
cuadro de D. J., fotografías de Rilke, Nijinsky y la Duse. Sobre una mesa, un
candelabro con delgadas velas azules arrojaba una luz engañosa que hacía que el
cuarto oscilara. Unos ventanales con postigos se abrían al jardín; no lo
utilizaba demasiado, porque no había manera de mantenerlo limpio. La luz de la
luna iluminaba los oscuros tallos de unos tulipanes marchitos, un árbol pequeño
y una silla vieja y deteriorada que el inquilino anterior había dejado allí. Se
paseó de un lado a otro sobre las frías baldosas, esperando que el aire fresco
lo librara de esa sensación de estar entre drogado y borracho. Alguien
aporreaba un piano cerca de allí, y en la ventana de arriba asomaba un rostro
infantil. Estaba acariciando una brizna de hierba cuando una sombra atravesó el
patio. Ella estaba en el umbral.
—No salgas —dijo
acercándosele—. Ha refrescado un poco.
Le pareció que había
cobrado una atractiva suavidad; de algún modo se veía menos angulosa, menos
fuera de lo común. Vincent le ofreció una copa de jerez. Le fascinó la
delicadeza con que se la llevó a los labios. Ella llevaba puesto un albornoz;
le quedaba enorme. Estaba descalza; más que sentada en el sofá, parecía
arrodillada sobre sus pies.
—Es como Glass Hill, el
candelabro —dijo ella, sonriendo—. Mi abuela vivía en Glass Hill. A veces nos
lo pasábamos muy bien, ¿sabes lo que solía decir? Decía: «Las velas son varitas
mágicas; cuando enciendes una el mundo se vuelve un libro de cuentos.»
—Debe haber sido una vieja
terrible —dijo Vincent, algo borracho—. Probablemente nos hubiéramos odiado.
—Mi abuela te hubiera
querido —dijo ella—. Le gustaban todo tipo de hombres, todos los que conoció,
incluso Mr. Destronelli.
—¿Destronelli? —Ya había
oído antes ese nombre.
Los ojos de la muchacha se
desviaron con timidez, como diciendo: entre nosotros no debe haber
subterfugios, no los necesitamos, nos entendemos bien.
—Sí, hombre —dijo ella,
con una convicción que en circunstancias más normales hubiera sido
sorprendente; sin embargo, él parecía haber perdido la capacidad de asombro—.
Todo el mundo le conoce.
Le pasó un brazo por la
espalda y la abrazó.
—Yo no —dijo, besándole la
boca, el cuello; ella no parecía muy dispuesta a responderle, y él añadió, con
una voz adolescente, tembloroso—: Nunca he visto a Mr. Comosellame.
Deslizó una mano dentro
del albornoz, separándolo de sus hombros. Tenía una mancha de nacimiento sobre
un seno, una marca pequeña, en forma de estrella. Miró hacia el espejo de la
puerta, donde una luz incierta hacía que sus reflejos se estremecieran pálidos,
incompletos. Ella sonreía.
—¿Cómo es Mr. Comosellame?
—dijo él.
La sonrisa insinuada se
disipó. Frunció el ceño, un gesto rápido que tenía algo de simiesco. Vio su
pintura sobre la chimenea, y él se dio cuenta de que era la primera vez que se
fijaba en ella. Parecía como que buscaba en el cuadro algún objeto especial.
Imposible decir si era el halcón o la cabeza.
—Bueno —dijo con calma,
arrimándose aún más—, se parece a ti, a mí, casi a cualquiera.
Llovía. A la mojada luz
del mediodía aún ardían dos trocitos de vela, y en la ventana abierta se
agitaban desoladas las cortinas grises. Vincent liberó su brazo, que lo tenía
entumecido por el peso de ella. Salió con cuidado de la cama, sin hacer ruido,
apagó las velas, fue al baño de puntillas y se echó agua fría en la cara.
Cuando iba hacia la cocina estiró los brazos, sintiendo, como no lo sentía
desde hacía mucho, un intenso placer viril por su fuerza, por esa saludable
sensación de plenitud. Hizo té, zumo de naranja, tostó bollos de pasas y lo
puso todo en una bandeja. Luego, con tal torpeza que todo lo de la bandeja se
tambaleaba, colocó el desayuno sobre una mesa junto a la cama.
Ella no se había movido.
Su cabello revuelto se extendía como un abanico sobre la almohada, y una mano
yacía en el hueco que había dejado su cabeza. Se inclinó, la besó en los labios
y sus párpados, azules de sueño, temblaron.
—Sí, sí, estoy despierta
—murmuró, y la lluvia, impulsada por el viento, se estrelló como un oleaje en
la ventana. De algún modo supo que con ella no habría los acostumbrados
artificios: nada de miradas que se esquivan, caras ruborizadas ni silencios acusatorios.
Ella se apoyó en su antebrazo y se le quedó mirando (pensó Vincent) como si
fuera su esposo. Él le tendió el zumo de naranja y sonrió agradecido.
—¿Qué día es hoy?
—Domingo —dijo él,
metiéndose bajo el edredón y colocando la bandeja sobre sus piernas.
—Pues no se oyen campanas
de iglesia —dijo ella—. Y está lloviendo.
Vincent partió una tostada
en dos.
—¿Te importa eso? ¿Sí? La
lluvia tiene un sonido tan pacífico… —Sirvió el té—. ¿Azúcar? ¿Leche?
No hizo caso:
—¿Domingo y qué más? De
qué mes, quiero decir.
—¿Dónde has estado
viviendo, en el metro? —dijo él, sonriendo, y se sintió incómodo al ver que
ella hablaba en serio—. Ah, de abril…, abril o eso dicen.
—Abril —repitió ella—.
¿Llevo mucho tiempo aquí?
—Solo desde anoche.
—Ah.
Nota del editor:
Continua la segunda parte
final.
Con afecto,
Ruben
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