lunes, 29 de abril de 2024

El halcón decapitado (Primera parte)

 

El halcón decapitado (Primera parte)





[Cuento - Texto completo.]

 

Truman Capote




“Forman parte de los rebeldes a la luz: no han conocido los caminos y no se volvieron por sus senderos.(…) En las tinieblas perforan las casas, de día se ocultan, sin conocer la luz. Para ellos el alba es la sombra: el clarear del día les aterra.

            Job 24: 13, 16, 17

 

 

 

1

 

 

 

Vincent apagó las luces de la galería. Después de cerrar la puerta, ya afuera alisó el ala de un elegante panamá y se encaminó a la Tercera Avenida, golpeando la acera ligeramente con la caña de su sombrilla. Desde el amanecer una promesa de lluvia había oscurecido el día; ahora un cielo de abultadas nubes cubría el sol de las cinco de la tarde; pero hacía un calor tan húmedo como bruma tropical y las voces resonaban en esa calle gris de julio de un modo extraño, embozado, que delataba un trasfondo de inquietud. Vincent sintió como si avanzara bajo el mar. Los autobuses que atravesaban la ciudad por la calle Cincuenta y siete parecían peces de vientre verde, los rostros de los pasajeros se asomaban, meciéndose como máscaras sobre una ola. Examinó a los transeúntes hasta que finalmente la vio con su impermeable verde. Estaba en la céntrica esquina de la Cincuenta y siete y la Tercera Avenida, fumando un cigarrillo; daba la impresión de tararear una melodía. El impermeable era transparente. Llevaba pantalones negros de pinzas, sandalias sin calcetines, una camisa blanca de hombre. Su pelo era color de ante y lo llevaba cortado como un muchacho. Cuando vio que Vincent cruzaba la calle en dirección a ella, tiró el cigarrillo y caminó deprisa hacia la puerta de una tienda de antigüedades.

 

Vincent aminoró el paso. Sacó un pañuelo y se lo llevó a la frente; ojalá pudiera escapar, ir al Cabo, tenderse al sol. Compró un periódico de la tarde, y se le cayó parte del cambio; las monedas rodaron por la acera hasta una alcantarilla donde desaparecieron silenciosamente de la vista.

 

—Pero si solo son unos centavos —le dijo el vendedor de periódicos, pues Vincent (en realidad indiferente a su pérdida) parecía angustiado. En los últimos días se había sentido así, incapaz de establecer un contacto real con las cosas, sin saber si un paso lo llevaría atrás o adelante, arriba o abajo. Reanudó su camino, con parsimonia, el mango del paraguas en su brazo y los ojos concentrados en los titulares del periódico (¿pero qué diablos decía?). Una mujer morena, cargada con la bolsa de la compra, le empujó, le miró ferozmente y refunfuñó en italiano con ruda vehemencia: su voz áspera parecía venir a través de varias capas de lana. Conforme se acercó a la tienda de antigüedades donde aguardaba la muchacha del impermeable verde, caminó aún más despacio, contando uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis (en el seis se detuvo ante el escaparate).

 

El escaparate era como el rincón de un desván, los desechos de toda una vida se amontonaban en una pirámide de valor indefinido: marcos sin cuadros, una peluca de color azul, góticos tarros de afeitar, lámparas con abalorios. Una máscara oriental suspendida de una cuerda giraba lentamente con la brisa del ventilador eléctrico encendido en la tienda. Vincent alzó la vista poco a poco hasta encontrar los ojos de la muchacha. Ésta se había detenido en la entrada de cristal: vio su atuendo verde distorsionado por el vidrio doble de la puerta. El elevado retumbó sobre sus cabezas y el escaparate vibró. La imagen de la muchacha se desplegó como un reflejo sobre la vajilla de plata; luego, lentamente, volvió a delinearse: le estaba mirando.

 

Se llevó un Old Gold a los labios, buscó una cerilla y suspiró al no encontrarla. La muchacha salió del umbral. Le tendió un encendedor pequeño y barato. Mientras la llama palpitaba, sus ojos, pálidos, apagados, de un verde gatuno, se clavaron en él con alarmante intensidad; tenían una mirada perpleja, asombrada, como si se hubieran quedado abiertos para siempre después de presenciar un hecho terrible. Un flequillo irregular le caía sobre la frente; el corte de pelo a lo chico resaltaba el aspecto juvenil, un tanto poético, de su cara delgada y sus mejillas hundidas; el tipo de rostro que suelen tener los jóvenes en los cuadros medievales.

 

Vincent expulsó el humo por la nariz. Sabía que hubiera sido inútil hacerle preguntas y, como siempre, trató de imaginar de qué y dónde estaría viviendo. Tiró el cigarrillo —la verdad es que ni siquiera tenía ganas de fumar— y cruzó deprisa bajo el elevado. Se acercaba a la parada cuando escuchó un chirriar de frenos. Fue como si sus oídos se libraran de unos tapones de algodón: los ruidos de la ciudad se hicieron presentes. Un taxista gritó: «¡Coño, quítate el plomo de los pantis!», pero la chica ni siquiera se molestó en volver la cara; siguió cruzando impasible la calle, los ojos como en un trance clavados en Vincent, que la miraba en silencio. Un muchacho de color —traje púrpura de jazzista— la tomó del brazo. «¿Se encuentra mal, señorita?», dijo. Ella no contestó. «Está un poco rara, señorita. Si quiere yo…» Luego advirtió adonde se dirigía su mirada y la soltó; allí había algo que lo conminaba a guardar silencio; «Ah…, ya», masculló, dando un paso atrás y sonriendo con dientes llenos de sarro.

 

Entonces Vincent empezó a caminar con resolución; una manzana tras otra, su paraguas producía un golpeteo como si insinuara una clave. Su camisa estaba empapada de un sudor pegajoso y los ruidos, ahora tan nítidos, le lastimaban la cabeza: el claxon de un coche entonó Mi patria es tuya, cascadas azules de chispas eléctricas crepitaron en los estruendosos rieles, carcajadas de whisky salieron como un hipo atroz por las delgadas puertas de los bares donde las máquinas tragaperras lanzaban música made in USA: «mis espuelas hacen ting, cling, ting…».

 

La miró de reojo algunas veces: una de ellas reflejada en el escaparate de Paul’s, el Palacio del Marisco, donde las langostas de color granate se asoleaban en una playa de escarcha. Ella le seguía de cerca, las manos en los bolsillos del impermeable. Parpadearon las luces cobrizas de una marquesina y recordó lo mucho que a ella le gustaba el cine, las películas de asesinatos, de espías, de vaqueros. Dobló por una calle lateral que conducía al East River; una calle silenciosa, con una calma de domingo: un marino mordisqueaba tarta helada, unas gemelas rollizas saltaban a la comba, una anciana de pelo blanco gardenia descorría sus cortinas de encaje y miraba indiferente hacia un lugar de lluviosa oscuridad: paisaje urbano en julio. Y tras él, el suave, insistente pisoteo de unas sandalias. En la Segunda Avenida los semáforos estaban en rojo. En la esquina un enano con barba, Ruby, el Hombre de las Palomitas, gritaba: «Palomitas calientes, con mantequilla, ¿una bolsa grande?» Vincent negó con la cabeza y el enano le miró perplejo: «¿Lo ve?», dijo después, introduciendo la pala en la jaula iluminada donde los granos de maíz giraban como polillas enloquecidas. «Lo ve, la chica sabe que las palomitas alimentan.» Ella compró una bolsa verde de diez centavos que hacía juego con su impermeable y con sus ojos.

 

Éste es mi barrio, mi calle: el edificio ése del pórtico es donde vivo yo. Era necesario recordarlo, más que un sentido de la realidad, disponía de un sentido del lugar y del tiempo. Dirigió una mirada cómplice a las señoras de rostros amargados, borrosos, y a los hombres de humeantes pipas acuclillados en los escalones del edificio. Nueve niñitas pálidas gritaban junto al carrito de las flores de la esquina, pidiendo margaritas para ponerse en el pelo, pero el vendedor dijo: «¡A callar!» y ellas se desperdigaron por la calle como las cuentas de un brazalete roto, las más atrevidas partiéndose de risa, las más tímidas en silencio, aparte, alzando al cielo sus caras resecas por el verano: ¿es que nunca iba a llover?

 

Vincent vivía en un apartamento del sótano. Descendió varios escalones y sacó sus llaves; cerró la puerta y se volvió a atisbar por la mirilla. La muchacha esperaba arriba, en la acera, apoyada contra una balaustrada de piedra. Sus brazos cayeron inertes y las palomitas se esparcieron como copos de nieve alrededor de sus pies. Un niño pequeño y sucio se agachó a recogerlas, cautamente, como una ardilla.

 

 

 

2

 

 

 

Para Vincent había sido un día de fiesta. En toda la mañana nadie había ido a la galería, algo nada extraño teniendo en cuenta el clima ártico. Estuvo en su escritorio comiendo mandarinas y disfrutando inmensamente con un relato de Thurber en un New Yorker atrasado. Reía tan fuerte que no oyó entrar a la muchacha ni la vio pasar por la alfombra oscura. En realidad, solo se dio cuenta de que estaba allí cuando sonó el teléfono. «Galería Garland; diga.» Estaba rara, aquel alevoso corte de pelo, aquellos ojos vacíos… («Ay, Paul, comme ci, comme ça, ¿y tú?…»), vestida de manera estrafalaria: por todo abrigo una camisa de leñador, pantalones de pinzas azul marino y —¿era una broma?— calcetines rosas y unas sandalias. «¿Al ballet? ¿Quién baila? Ah, ¡ella!» Bajo el brazo llevaba un paquete plano envuelto en unas hojas de papel extrañísimo («Paul, ¿qué tal si te llamo? Estoy con alguien…»). Colgó el auricular y se puso de pie, adoptando una sonrisa comercial:

 

—¿Qué desea?

 

Sus labios resecos y agrietados produjeron temblorosas palabras rotas, como si tuviera un defecto en el habla, y sus ojos se movieron en sus cuencas como canicas sueltas. El tiempo de timidez inquieta que se asocia con los niños.

 

—Tengo un cuadro —dijo—, ¿ustedes compran cuadros?

 

—Nosotros exponemos —La sonrisa de Vincent se volvió un gesto fijo.

 

—Lo he pintado yo —Su voz, áspera y opaca, tenía acento sureño—. Es un cuadro mío…, yo lo pinté. Una señora me dijo que por aquí había sitios donde compraban cuadros.

 

—Sí, claro, pero la verdad es… —hizo un gesto vago—, la verdad es que yo no tengo ninguna autoridad. Mr. Garland, la galería es suya, sabe usted, está fuera de la ciudad.

 

Allí, sobre la elegante alfombra, con el cuerpo ladeado por el peso del paquete, parecía una triste muñeca de trapo.

 

—Tal vez —empezó a decir él—, tal vez Henry Krueger, esquina con la Cincuenta y seis… —Pero ella no escuchaba.

 

—Lo he hecho yo sola —insistió suavemente—. Los martes y los jueves eran nuestros días de pintura, he trabajado todo un año. Los otros solo se dedicaban a ensuciar, y Mr. Destronelli… —De repente se interrumpió y se mordió el labio, como si cobrara conciencia de una indiscreción. Sus ojos se entrecerraron—. Él no es amigo suyo, ¿verdad?

 

—¿Quién? —dijo Vincent, confundido.

 

—Mr. Destronelli.

 

Negó con la cabeza y se preguntó por qué la excentricidad siempre le provocaba esa curiosa admiración. De niño, la gente extravagante del carnaval le había despertado la misma admiración. Y siempre se había enamorado de personas que tenían algo un tanto equívoco, resquebrajado. De cualquier forma era extraño que la misma cualidad que empezaba atrayéndole terminara por repugnarle.

 

—No tengo ninguna autoridad —repitió, empujando hacia la papelera unas cáscaras de mandarina—, pero si quiere puedo ver su obra.

 

Una pausa; luego ella se arrodilló y se puso a romper el curioso envoltorio de papel. Vincent se dio cuenta de que el papel provenía de un ejemplar del Times-Picayune, de Nueva Orleáns.

 

—Es usted del Sur, ¿verdad? —dijo.

 

Ella no se volvió, pero Vincent notó una tensión en sus hombros.

 

—No.

 

Vincent sonrió. Tras un instante de reflexión, le pareció que sería una falta de tacto refutar una mentira tan evidente. ¿O puede que ella le hubiera interpretado mal? Y de pronto sintió un intenso deseo de tocarle la cabeza, de acariciar su pelo de adolescente. Metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana: la escarcha de febrero lo cubría todo; un transeúnte había garabateado una obscenidad en el cristal.

 

—Listo —dijo ella.

 

Una figura decapitada, vestida como de monje, estaba reclinada tranquilamente sobre un baúl circense de colores chillones; la cabeza sangraba a sus pies; en una mano sostenía una humeante vela azul, en la otra una diminuta jaula de oro. La cabeza tenía el rostro de la muchacha, pero con el pelo largo, muy largo; un gatito blanco como una bola de nieve y de cristalinos ojos maliciosos jugaba con las puntas del cabello como si fueran estambres. Las alas de un halcón decapitado —pecho escarlata y garras de cobre— servían de fondo y semejaban un cielo al anochecer. Era un cuadro tosco. Los colores, de una recia sencillez, habían sido trabajados con masculina brutalidad y, aunque no revelaban notables recursos técnicos, tenían la fuerza que suele aflorar en la pintura que plasma de manera primitiva algo que se ha sentido con gran intensidad. Vincent sintió algo semejante a cuando una frase musical despertaba en su interior una inesperada nota de reconocimiento, o cuando un puñado de palabras en un poema revelaba un secreto que le concernía: un fuerte escalofrío de placer le recorrió la espalda.

 

—Mr. Garland está en Florida —dijo, cauteloso—, pero creo que debe verlo, ¿no podría dejarlo, digamos, una semana?

 

—Tenía un anillo y lo vendí —dijo ella, y él tuvo la impresión de que hablaba en trance—. Un bonito anillo de bodas (no era mío), con un nombre escrito. También tenía abrigo —Se retorció un botón de la camisa, tiró de él hasta que se desprendió y rodó por la alfombra como un ojo de cristal—. No necesito mucho… Cincuenta dólares, ¿le parece excesivo?

 

—Demasiado —dijo Vincent, en un tono más brusco del que hubiera deseado. Ahora quería la pintura, no para la galería, sino para él. Ciertas obras de arte despiertan más interés por sus creadores que por la forma en que han sido creadas; generalmente porque en esa clase de obras se identifica algo que hasta ese instante parecía una percepción íntima e inexpresable, y uno se pregunta: ¿quién es ése que me conoce, y cómo?

 

—Le doy treinta.

 

Por un momento le miró con la boca abierta, estúpidamente, y luego, tomando aliento, tendió la mano con la palma hacia arriba. Esta franqueza, demasiado inocente para resultar ofensiva, le pilló de sorpresa. Un tanto avergonzado, dijo:

 

—Me temo que le tendré que enviar un cheque por correo. ¿Podría…?

 

Sonó el teléfono. Fue a contestar y ella le siguió, con la mano extendida. Una mirada de disgusto le afligía el rostro.

 

—Ah, Paul, ¿te puedo llamar más tarde? Ah, ya. Bueno, espera un segundito —Presionó el auricular contra su hombro y empujó una libreta y un lápiz al otro extremo del escritorio—. Aquí tiene, escriba su nombre y su dirección.

 

Pero ella negó con la cabeza; parecía cada vez más desconcertada e inquieta.

 

—El cheque —dijo Vincent—, tengo que enviarle el cheque. Por favor, su nombre y dirección —E hizo una mueca de aliento cuando ella finalmente empezó a escribir.

 

—Lo siento, Paul… ¿La fiesta de quién? Vaya, la muy puta no me invitó. ¡Eh! —gritó, pues la chica avanzaba hacia la puerta—. ¡Eh, por favor!

 

El aire helado enfrió la galería y la puerta se cerró de golpe con un ruido de vidrio. Digadigadiga. Vincent no respondió; se quedó especulando sobre la extraña información que le había escrito en su libreta: D. J.— Y.W.C.A. [Asociación de Jóvenes Cristianas] Digadigadiga.

 

El cuadro colgaba sobre la chimenea. Las noches en que no podía dormir se servía un vaso de whisky y le hablaba al halcón decapitado, le contaba cosas de su vida: era, decía, un poeta que jamás había escrito poesía, un pintor que jamás había pintado, un amante que jamás había amado (completamente)…; en suma, un ser sin rumbo decapitado. Ah, ¡y vaya si se había esforzado! Sus comienzos siempre eran buenos, sus finales siempre atroces. Vincent: blanco-varón-universitario-36 años, un hombre en el mar, a setenta kilómetros de la orilla; una víctima, nacido para ser asesinado, por otro o por sí mismo, un actor en paro. Todo eso estaba allí, en la pintura, de un modo inconexo, oblicuo. ¿Quién era ella para saber tanto? Sus indagaciones no condujeron a nada. Ningún otro galerista la conocía, y buscar a una D. J. que a lo mejor vivía en un albergue de la Y.W.C.A. le pareció absurdo. Además, se imaginó que ella volvería, pero transcurrió febrero y luego marzo.

 

Una tarde, al cruzar la plazoleta frente al Hotel Plaza, le sucedió algo extraño. Los arcaicos coches de punto que había allí alineados tenían las lámparas encendidas, pues ya había oscurecido, y su luz se filtraba entre las oscilantes hojas de los árboles. Una calesa se alejó del bordillo, iniciando su recorrido en la penumbra. Solo llevaba un ocupante, y aunque no pudo ver su rostro, distinguió a una muchacha con el pelo muy corto, color de ante. Decidió sentarse en un banco. Mató el tiempo hablando con un soldado, con un joven negro afeminado que citaba poemas y con un hombre que había sacado su sabueso a pasear, personajes nocturnos que le hicieron compañía, pero el carruaje y la persona que esperaba no regresaron.

 

La vio de nuevo (o eso supuso) bajando las escaleras del metro, y esta vez la perdió en los túneles de mosaicos con flechas indicadoras y máquinas de caramelos de menta. Era como si aquel rostro se impusiera en su mente; librarse de él hubiera sido tan arduo como, por ejemplo, que los intemporales ojos de un muerto se libraran de la última imagen que habían visto. Hacia mediados de abril fue a Connecticut a pasar el fin de semana con su hermana casada. Ella se quejó: estaba raro, ensimismado, mordaz.

 

—¿Qué sucede, Vinny?… Si necesitas dinero…

 

—¡Déjame en paz!

 

—Será el amor —bromeó su cuñado.

 

—¡Vamos, Vinny!, confiesa: ¿cómo es ella?

 

Se molestó tanto que tomó el siguiente tren de vuelta. Llamó para disculparse desde una cabina de la estación Grand Central, pero un mórbido nerviosismo le removía las tripas y colgó antes de que la telefonista hubiera logrado comunicación.

 

Necesitaba un trago. Pasó cerca de una hora en el Commodore dando cuenta de cuatro daiquiris. Eran las nueve de la noche del sábado, no había nada que hacer a no ser que lo hiciera solo. Empezaba a darse lástima. En el parque, detrás de la biblioteca pública, unos novios cuchicheaban bajo los árboles, y el agua de la fuente borboteaba tan suave como sus voces; sin embargo, para Vincent, un poco borracho y tambaleándose, esa blanca noche de abril significaba lo mismo que para los viejos de flemosas carrasperas eternamente sentados en los bancos.

 

En el campo la primavera es una época de sucesos breves y silenciosos; brotes de jacinto en un jardín, sauces que arden con un repentino fuego escarchado de verdor, el lento fluir de los atardeceres, la lluvia de medianoche que abre las lilas. Pero en la ciudad hay fanfarrias de organilleros, los olores, que el viento invernal no ha disipado, se atascan en el aire, las ventanas se abren después de haber estado cerradas mucho tiempo, y la conversación sale sin rumbo de las habitaciones para chocar con la tintineante campana de un mendigo. Es la estación alucinada de los globos y los patines, de los barítonos de patio y los hombres de afanes disparatados, como éste que ahora brincaba igual que un muñeco en una caja sorpresa. Era viejo y tenía un telescopio con un letrero: Vea la luna por 25 centavos. ¡Vea las estrellas! ¡25 centavos! No había estrellas que traspasaran el resplandor de una ciudad, pero Vincent vio la luna, una sombra blancuzca, redonda, y luego un destello de focos eléctricos: Four Roses, Bing Cro…, siguió caminando en medio de aquel aire viciado (olía a caramelo), nadando en un océano de gente pálida como el queso, neón y oscuridad. Sobre el estruendo de una máquina de discos, se oyó la detonación de un rifle, el plop de un pato de cartón y un grito: «¡Bravo, Iggy!» Era un salón de tragaperras de Broadway —a centavo la entrada—, atestado de pared a pared con los derrochadores del sábado. Vio una película barata (Lo que sabía el limpiabotas y escuchó cómo una bruja de cera le decía la buenaventura sonriendo maliciosa tras el cristal: «Usted es de naturaleza afectuosa», no siguió porque un tumulto que había junto a la máquina de discos le llamó la atención. Un puñado de chavales en torno a dos que bailaban seguía con las palmas una música de jazz. Las bailarinas eran dos chicas negras; se movían con destreza, suavemente, se mecían como amantes, pisaban al ritmo, desviaban los ojos a uno y otro lado, unos ojos serios, salvajes, sus músculos afinados con el ulular de un clarinete, con la creciente arenga de un tambor. Vincent paseó la mirada por el público, y cuando sus ojos se encontraron sintió un fuerte escalofrío: algo de la violencia de la danza se reflejaba en la cara de la muchacha. Estaba junto a un chico negro, alto y feo. Era como si ella estuviera dormida y las negras fueran su sueño.

 

La música languideció hasta un final sincopado: trompeta, batería y piano acompañaron la gangosa voz de una cantante negra. Se acabó el batir de palmas, las bailarinas se fueron. Ahora ella estaba sola. Aunque Vincent tenía intención de irse antes de que ella se fijara en él, se le acercó y le tocó suavemente en el hombro, como para despertar a alguien que está durmiendo.

 

—Hola —dijo, con una voz demasiado fuerte.

 

Ella se volvió y lo miró con ojos vacíos —una mirada inerte, perdida—, dejó traslucir un espanto que poco a poco se convirtió en asombro. Dio un paso atrás, pero él la tomó de la muñeca justo cuando la máquina de discos empezaba a sonar otra vez.

 

—¿Se acuerda de mí? ¿De la galería? —sugirió—, ¿su cuadro?

 

Ella parpadeó, dejando que los párpados cayeran soñolientos sobre sus ojos, y Vincent notó que su brazo se relajaba. Era más delgada de lo que recordaba, también más hermosa; su pelo, que le había crecido mucho, le caía en desorden, un lacito navideño plateado colgaba tristemente de un bucle solitario.

 

Empezó a decir:

 

—¿Puedo invitarle a una copa? —Pero ella apoyó la cabeza sobre su pecho, como un niño, y él dijo—: ¿Vienes conmigo a casa?

 

Ella alzó la cara. La respuesta, cuando llegó, fue un soplo, un susurro:

 

—Por favor —dijo.

 

Vincent se desvistió, colocó su ropa con cuidado en el armario y admiró su desnudez ante una puerta con espejo. Era guapo, aunque no tanto como suponía. Teniendo en cuenta su moderada estatura, estaba muy bien proporcionado; tenía el pelo rubio oscuro y su cara delicada, con una nariz más bien chata, tenía un color rubicundo. Un borboteo de agua corriente rompió el silencio; ella se disponía a tomar un baño. Se enfiló un holgado pijama de franela, encendió un cigarrillo y dijo:

 

—¿Todo bien?

 

El agua dejó de correr, un largo silencio, luego:

 

—Sí, gracias.

 

En el taxi, camino de casa, había tratado de entablar conversación, pero ella no dijo palabra, ni siquiera cuando entraron en el apartamento (y esto sí que le ofendió, pues tenía un orgullo más bien femenino por sus dominios, y esperaba un comentario elogioso). Había un salón enorme, de techo muy alto; un baño, una cocina pequeña y un jardín en la parte de atrás. Muebles modernos y antiguos estaban combinados logrando un ambiente distinguido. La decoración de las paredes consistía en un trío de grabados de Toulouse-Lautrec, el cartel de un circo, el cuadro de D. J., fotografías de Rilke, Nijinsky y la Duse. Sobre una mesa, un candelabro con delgadas velas azules arrojaba una luz engañosa que hacía que el cuarto oscilara. Unos ventanales con postigos se abrían al jardín; no lo utilizaba demasiado, porque no había manera de mantenerlo limpio. La luz de la luna iluminaba los oscuros tallos de unos tulipanes marchitos, un árbol pequeño y una silla vieja y deteriorada que el inquilino anterior había dejado allí. Se paseó de un lado a otro sobre las frías baldosas, esperando que el aire fresco lo librara de esa sensación de estar entre drogado y borracho. Alguien aporreaba un piano cerca de allí, y en la ventana de arriba asomaba un rostro infantil. Estaba acariciando una brizna de hierba cuando una sombra atravesó el patio. Ella estaba en el umbral.

 

—No salgas —dijo acercándosele—. Ha refrescado un poco.

 

Le pareció que había cobrado una atractiva suavidad; de algún modo se veía menos angulosa, menos fuera de lo común. Vincent le ofreció una copa de jerez. Le fascinó la delicadeza con que se la llevó a los labios. Ella llevaba puesto un albornoz; le quedaba enorme. Estaba descalza; más que sentada en el sofá, parecía arrodillada sobre sus pies.

 

—Es como Glass Hill, el candelabro —dijo ella, sonriendo—. Mi abuela vivía en Glass Hill. A veces nos lo pasábamos muy bien, ¿sabes lo que solía decir? Decía: «Las velas son varitas mágicas; cuando enciendes una el mundo se vuelve un libro de cuentos.»

 

—Debe haber sido una vieja terrible —dijo Vincent, algo borracho—. Probablemente nos hubiéramos odiado.

 

—Mi abuela te hubiera querido —dijo ella—. Le gustaban todo tipo de hombres, todos los que conoció, incluso Mr. Destronelli.

 

—¿Destronelli? —Ya había oído antes ese nombre.

 

Los ojos de la muchacha se desviaron con timidez, como diciendo: entre nosotros no debe haber subterfugios, no los necesitamos, nos entendemos bien.

 

—Sí, hombre —dijo ella, con una convicción que en circunstancias más normales hubiera sido sorprendente; sin embargo, él parecía haber perdido la capacidad de asombro—. Todo el mundo le conoce.

 

Le pasó un brazo por la espalda y la abrazó.

 

—Yo no —dijo, besándole la boca, el cuello; ella no parecía muy dispuesta a responderle, y él añadió, con una voz adolescente, tembloroso—: Nunca he visto a Mr. Comosellame.

 

Deslizó una mano dentro del albornoz, separándolo de sus hombros. Tenía una mancha de nacimiento sobre un seno, una marca pequeña, en forma de estrella. Miró hacia el espejo de la puerta, donde una luz incierta hacía que sus reflejos se estremecieran pálidos, incompletos. Ella sonreía.

 

—¿Cómo es Mr. Comosellame? —dijo él.

 

La sonrisa insinuada se disipó. Frunció el ceño, un gesto rápido que tenía algo de simiesco. Vio su pintura sobre la chimenea, y él se dio cuenta de que era la primera vez que se fijaba en ella. Parecía como que buscaba en el cuadro algún objeto especial. Imposible decir si era el halcón o la cabeza.

 

—Bueno —dijo con calma, arrimándose aún más—, se parece a ti, a mí, casi a cualquiera.

 

Llovía. A la mojada luz del mediodía aún ardían dos trocitos de vela, y en la ventana abierta se agitaban desoladas las cortinas grises. Vincent liberó su brazo, que lo tenía entumecido por el peso de ella. Salió con cuidado de la cama, sin hacer ruido, apagó las velas, fue al baño de puntillas y se echó agua fría en la cara. Cuando iba hacia la cocina estiró los brazos, sintiendo, como no lo sentía desde hacía mucho, un intenso placer viril por su fuerza, por esa saludable sensación de plenitud. Hizo té, zumo de naranja, tostó bollos de pasas y lo puso todo en una bandeja. Luego, con tal torpeza que todo lo de la bandeja se tambaleaba, colocó el desayuno sobre una mesa junto a la cama.

 

Ella no se había movido. Su cabello revuelto se extendía como un abanico sobre la almohada, y una mano yacía en el hueco que había dejado su cabeza. Se inclinó, la besó en los labios y sus párpados, azules de sueño, temblaron.

 

 

—Sí, sí, estoy despierta —murmuró, y la lluvia, impulsada por el viento, se estrelló como un oleaje en la ventana. De algún modo supo que con ella no habría los acostumbrados artificios: nada de miradas que se esquivan, caras ruborizadas ni silencios acusatorios. Ella se apoyó en su antebrazo y se le quedó mirando (pensó Vincent) como si fuera su esposo. Él le tendió el zumo de naranja y sonrió agradecido.

 

—¿Qué día es hoy?

 

—Domingo —dijo él, metiéndose bajo el edredón y colocando la bandeja sobre sus piernas.

 

—Pues no se oyen campanas de iglesia —dijo ella—. Y está lloviendo.

 

Vincent partió una tostada en dos.

 

—¿Te importa eso? ¿Sí? La lluvia tiene un sonido tan pacífico… —Sirvió el té—. ¿Azúcar? ¿Leche?

 

No hizo caso:

 

—¿Domingo y qué más? De qué mes, quiero decir.

 

—¿Dónde has estado viviendo, en el metro? —dijo él, sonriendo, y se sintió incómodo al ver que ella hablaba en serio—. Ah, de abril…, abril o eso dicen.

 

—Abril —repitió ella—. ¿Llevo mucho tiempo aquí?

 

—Solo desde anoche.

 

—Ah.

Nota del editor:

Continua la segunda parte final.





 Con afecto,

Ruben

 

 

 

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