lunes, 29 de abril de 2024

El halcón decapitado [Cuento - Segunda parte final

 

 

El halcón decapitado

[Cuento - Texto completo.]

Segunda Parte Final

 

Truman Capote





 (Segunda Parte)

 

Vincent removió el té, haciendo tintinear en la taza la cuchara como una campana. Migajas de pan tostado se esparcieron entre las sábanas. Pensó en el Tribune y el Times que aguardaban fuera de la puerta, pero esta mañana no le interesaban; era mejor estar acostado allí, en la cama tibia, junto a ella, tomando té, escuchando la lluvia. Era extraño, si se miraba con detenimiento, realmente muy extraño. Ella no sabía su nombre, ni él el de ella, así que dijo:

 

—¿Sabes que aún te debo treinta dólares? Es culpa tuya, claro; mira que dejar una dirección tan absurda. Y eso de D. J., ¿qué se supone que significa?

 

—Es mejor que no te diga cómo me llamo —dijo ella—. No me cuesta nada inventarme un nombre: Dorothy Jordan, Delilah Johnson, ¿lo ves? Puedo inventarme todo tipo de nombres. Si no fuera por él, ya te lo habría dicho.

 

Vincent dejó la bandeja en el suelo. Se volvió hacia ella; cuando sus ojos se encontraron, el pulso se le aceleró.

 

—¿Quién es él?

 

Aunque su expresión era tranquila, respondió con una voz manchada de rabia:

 

—Si no le conoces, entonces ¿cómo es que estoy aquí?

 

Silencio. Fuera, la lluvia pareció parar de golpe. La sirena de un barco sonó en el río. La estrechó, le acarició el pelo, y dijo, con un enorme deseo de sonar convincente:

 

—Porque te quiero.

 

Ella cerró los ojos:

 

—¿Qué ha sido de ellas?

 

—¿De quiénes?

 

—Las otras a las que les dijiste lo mismo.

 

La lluvia regresó: repiqueteaba en la ventana, caía sobre las silenciosas calles del domingo. Mientras escuchaba, Vincent recordó, recordó a su prima Lucille, la pobre, hermosa y estúpida Lucille que se pasaba el día entero bordando flores de seda en piezas de lino. Y Allen T. Baker…, el invierno que pasaron en La Habana, la casa donde vivieron, cuartos con paredes de piedras rosáceas y resquebrajadas; pobre Allen, pensó que iba a ser para siempre. Gordon también. Gordon, con su pelo rubio ensortijado y una cabeza llena de viejas baladas isabelinas. ¿Sería cierto que se había pegado un tiro? Y Connie Silver, la chica sorda que quería ser actriz, ¿qué había sido de ella? ¿O de Helen, de Louise, de Laura?

 

—Solo hubo una —dijo, y a sus oídos esto sonó auténtico—. Solo una, y está muerta.

 

Ella le tocó la mejilla, con ternura, como si compartiera su emoción.

 

—Supongo que la mató él —dijo ella. Sus ojos estaban tan cerca que pudo ver sus propias facciones atrapadas en su verdor—. Mató a Miss Hall, ¿sabes? La mujer más adorable del mundo, y tan hermosa que cortaba la respiración. Me daba clases de piano; cuando decía «hola» y «adiós», era como si se me parara el corazón —Su voz había cobrado un tono impersonal, como si estuviese hablando de asuntos de una época que no le concernía directamente—. A finales del verano se casaron…, en septiembre, creo. Ella se fue a Atlanta, se casaron y ya no regresó. Fue tan de golpe —chasqueó los dedos—, así de rápido. Vi una fotografía de él en el periódico. A veces pienso que si hubiera sabido lo mucho que yo la quería (¿por qué a alguna gente no hay forma de decírselo?) tal vez no se habría casado; tal vez todo hubiera sido distinto, como yo quería.

 

Ocultó su cara en la almohada, y si lloró lo hizo en silencio.

 

El veinte de mayo cumplía dieciocho años; parecía increíble. Vincent pensaba que era mucho mayor. Quería hacer una fiesta sorpresa para presentársela a sus amigos, pero finalmente tuvo que admitir que era un plan inapropiado. De entrada, aunque siempre tenía el tema en la punta de la lengua, no les había hablado de ella ni una sola vez; además podía visualizar con decepcionante claridad la diversión que les proporcionaría conocer a una muchacha con la que compartía el apartamento y de la que no sabía nada, ni siquiera el nombre. De cualquier forma, el cumpleaños reclamaba algún tipo de festejo. Cenar e ir al teatro quedaba descartado. Ella no tenía vestido alguno. Y no por culpa de él; los cuarenta y tantos dólares que le dio para que se comprara ropa se los gastó en una cazadora de cuero, un juego de cepillos, un impermeable, un encendedor. Además, la maleta que había traído al apartamento no contenía más que jabón de hotel, las tijeras que usaba para cortarse el pelo, dos Biblias y una horrorosa fotografía coloreada que mostraba a una mujer de mediana edad, sonrisa bobalicona y facciones regordetas. Y una inscripción al pie: «Buena suerte y recuerdos de Martha Lovejoy Hall.»

 

Como ella no sabía cocinar comían fuera; su sueldo y las limitaciones de vestuario los confinaban casi siempre al Automat (el favorito de ella: ¡los macarrones estaban tan buenos!) o a alguno de los bares-restaurantes de la Tercera. Así pues, la cena de cumpleaños fue en el Automat. Ella se frotó tanto la cara que se le puso roja; se lavó el pelo con champú, se peinó, y se dio laca de uñas con la resuelta torpeza de una niña de seis años que juega a ser mayor. Llevaba la cazadora de cuero y prendido a ella el ramito de violetas que él le había regalado; debía de ser una mezcla explosiva, pues las dos chicas que alborotaban en la mesa de al lado se echaron a reír a carcajadas. Vincent les dijo que si no se callaban…

 

—Vale, vale, ¿quién te has creído que eres?

 

—Supermán. El idiota se cree que es Supermán.

 

Era demasiado. Vincent perdió el control. Se apartó de la mesa, tirando un frasco de salsa de tomate.

 

—Vámonos de aquí —dijo, pero D. J. no había prestado la menor atención a la riña y seguía comiendo su pastel de moras. Aunque estaba furioso, esperó en silencio hasta que ella terminó. Respetaba su aire distante, pero no dejaba de preguntarse en qué tiempo viviría. Había descubierto que era inútil preguntarle por su pasado, pero solo de vez en cuando parecía percatarse del presente, y posiblemente el futuro no le decía gran cosa. Su mente era como un espejo que reflejaba un espacio azul en una habitación vacía.

 

—¿Qué más te gustaría hacer? —dijo él, al salir a la calle—. Podemos ir al parque a pasear en taxi.

 

Se limpió los restos de mora en las comisuras de la boca y dijo:

 

—Quiero ir al cine.

 

Películas. Otra vez. En el último mes había visto tantas que fragmentos de diálogos de Hollywood interrumpían sus sueños. Un sábado, porque ella insistió, compraron entradas para tres cines distintos, locales baratos donde un olor a desinfectante de letrina envenenaba el aire. Y cada mañana antes de salir al trabajo dejaba cincuenta centavos sobre la chimenea: ella iba al cine, así lloviera o nevara. Vincent era suficientemente sensible para saber por qué: también en su vida hubo una especie de limbo en que iba al cine todos los días, y no era raro que se quedara a ver varias veces la misma película; en cierto modo, era como la religión: al ver las cambiantes siluetas en blanco y negro experimentaba una liberación de la conciencia semejante a la que uno encuentra en la confesión.

 

—Esposas —dijo ella, refiriéndose a una escena de Treinta y nueve escalones que habían visto en un ciclo de Hitchcock que pasaban en el Beverly—. La rubia y el hombre esposados juntos… Bueno, me hizo pensar en otra cosa —Se puso los pantalones del pijama de él, prendió el ramito de violetas en el borde de la almohada y se acurrucó en la cama—. ¡Que detengan a la gente así, que los encierren juntos!

 

Vincent bostezó.

 

—Eso —dijo, y apagó las luces—. Otra vez: feliz cumpleaños, cariño, ¿te lo has pasado bien?

 

Ella dijo:

 

—Una vez estuve en un sitio y había dos chicas bailando; eran tan libres…, solo estaban ellas y nadie más, tan hermoso tomo una puesta de sol. —Guardó silencio durante largo rato; luego, su lenta voz sureña arrastró las palabras—: Fue maravilloso que me trajeras violetas.

 

—Contento… que te gusten —musitó, medio dormido.

 

—Lástima que se tengan que morir.

 

—Sí. Bueno, buenas noches.

 

—Buenas noches.

 

Primer plano. Oh, John, no es solo por mí, piensa en los niños: ¡un divorcio arruinaría sus vidas! Fundido en negro.

 

Tiembla la pantalla; redoblar de tambores, irrupción de trompetas: R.K.O. PRESENTA…

 

Un vestíbulo sin salida, un túnel sin final; en lo alto, el brillo de unos candelabros: velas inclinadas flotan en medio de corrientes de aire. Frente a él está un anciano, meciéndose en una mecedora, con el pelo teñido de rubio, mejillas empolvadas, labios de muñeca: Vincent reconoce a Vincent. ¡Lárgate!, grita Vincent, joven y guapo, pero Vincent, viejo y horrendo, se arrastra a cuatro patas y trepa como una araña por su espalda. Nada, ni las amenazas ni las súplicas ni los golpes logran que se baje. Corre con su sombra, con su jinete que se balancea de arriba abajo. Estalla un relámpago de luz, y de repente el túnel hormiguea de hombres con frac y corbata blanca y mujeres con trajes de brocado. Siente una enorme vergüenza, deben tomarlo por un palurdo al presentarse a tan elegante reunión llevando a su espalda un sórdido anciano, igual que Simbad. Los invitados lo rodean por parejas, petrificados, sin decir palabra. Entonces se da cuenta de que muchos están montados por los malignos semblantes de sí mismos, manifestaciones corporales de su corrupción interior. Justo a su lado un hombre con apariencia de lagartija monta a un negro de ojos albinos. En eso se le acerca un individuo, es el anfitrión, un hombre de baja estatura, exuberante, calvo; camina ligero con sus zapatos satinados; sobre un brazo doblado e inmóvil sostiene un inmenso halcón decapitado, la sangre mana de las garras encajadas en la muñeca.

 

Las alas del halcón se despliegan mientras el amo recorre el recinto. En un pedestal hay un fonógrafo antiguo. El anfitrión hace girar la manivela y pone un disco: un vals marchito y tenue vibra en la bocina que tiene forma de dondiegos. Luego el anfitrión alza un brazo y anuncia con voz de soprano: «¡Atención! El baile va a comenzar.»

 

Amo y halcón dan vueltas y vueltas, de acá para allá. Las paredes se ensanchan, el techo se hace más alto. Una chica se desliza en los brazos de Vincent; una cruel y cascada imitación de su voz dice: «Lucille, estás preciosa, y ese aroma exquisito: ¿es de violetas?» Es la prima Lucille, pero a medida que recorren la sala su rostro cambia. Ahora baila un vals con otra. «¡Pero Connie, Connie Silver! ¡Qué alegría verte!», chilla su voz, pues Connie está casi sorda. De repente le intercepta un hombre con la cabeza llena de balazos: «Gordon, perdóname, yo no quería…», pero se van. Gordon baila con Connie. Otra vez, una nueva pareja. Es D. J… También ella tiene una figura encajada en la espalda, una encantadora niña pelirroja; a modo de emblema de la inocencia, la niña sostiene un gatito blanco que parece una bola de nieve. «Soy más pesada de lo que parezco», dice la niña, y la terrible voz responde: «Pero yo soy el más pesado de todos», y apenas le toca las manos se siente más ligero; el viejo Vincent empieza a desaparecer; sus pies se elevan, Vincent flota, escapando al abrazo. El gramófono rechina más fuerte que nunca, él se aleja y los rostros de allá abajo brillan como setas en un prado oscuro.

 

El anfitrión libera su ave, la manda hacia lo alto, y Vincent piensa: no pasa nada, está ciego, y los malvados están a salvo entre los ciegos, pero el halcón revolotea encima de él y desciende con las garras abiertas; al fin sabe que no encontrará la libertad.

 

Luego la penumbra del cuarto llenó sus ojos. Un brazo caído sobre el borde de la cama, la almohada en el suelo. Extendió el brazo instintivamente, buscando consuelo maternal en la chica que estaba junto a él. Sábanas lisas y frías; un vacío y la desleída fragancia de las violetas que empezaban a secarse. Se incorporó de golpe:

 

—¿Dónde estás?

 

Los postigos estaban abiertos; el rastro ceniciento de la luna circundaba el umbral, aún no había amanecido. En la cocina, el refrigerador ronroneaba como un gato gigante. Los papeles crujieron en el escritorio. Vincent volvió a llamarla, esta vez suavemente, como si no quisiera que la oyeran. Se levantó, tambaleante, las piernas inciertas, y se asomó al patio. Allí estaba, recostada contra el árbol pequeño, con las rodillas flexionadas.

 

—¿Qué? —dijo, y ella se dio la vuelta.

 

No podía verla bien, era una sombra oscura, espesa, que se aproximaba, con un dedo en los labios.

 

—¿Qué sucede? —murmuró él.

 

Ella se puso de puntillas.

 

—Te lo advierto. Vuelve adentro —Sintió su aliento en el oído.

 

—Déjate de tonterías —dijo, en un tono de voz normal—. Ahí fuera… descalza, vas a pillar… —Pero ella le tapó la boca.

 

—Le he visto —murmuró—. Él está aquí.

 

Vincent apartó la mano con fuerza. Se tuvo que contener para no abofetearla.

 

—¡Él, él, él! ¿Qué te pasa? ¿Estás… —tardó demasiado en evitar la palabra— loca?

 

Vaya, el reconocimiento de algo que sabía pero impedía que cristalizara en su mente. Luego pensó: ¿y por qué ha de importar eso? Uno no puede ser cuestionado por aquellos que ama. Falso. Ahí estaban la desquiciada de Lucille cosiendo prendas de seda, bordando el nombre de Vincent en una bufanda; Connie y su atenuado mundo de sordera, aguardando sus pasos, el sonido que sí escucharía; Allen T. Baker acariciando su foto, todavía necesitado de amor pero ya viejo y desvalido… Todos habían sido engañados, y Vincent también se había engañado a sí mismo pensando que tenía aptitudes inexplotadas, posponiendo viajes, renunciando a sus promesas. Nunca se había sentido abandonado por los demás, pero ¿por qué tenía que ver en sus amantes la resquebrajada imagen de sí mismo?

 

Miró a la muchacha en la aurora y sintió el frío del amor muerto.

 

Ella se apartó de él y fue hacia el árbol:

 

—Déjame aquí —Sus ojos examinaron las ventanas de los otros inquilinos—. Solo un momento.

 

Vincent esperó, esperó. Las ventanas en derredor parecían puertas a los sueños. Cuatro pisos más arriba colgaba la ropa de una familia. La luna del alba era semejante a la temprana luna del crepúsculo, una moneda vaporosa en un cielo que clareaba, encalado de gris. El viento del amanecer agitó las hojas del árbol; a la pálida luz el patio adquirió forma y los objetos definieron su lugar; de los tejados llegó el diurno sonido gutural de las palomas. Se encendió una luz. Otra más.

 

Y finalmente ella inclinó la cabeza; aquello que buscaba, fuera lo que fuese, no estaba allí. O tal vez, pensó Vincent, mientras ella se volvía con los labios torcidos, tal vez sí.

 

—Vaya, regresa temprano a casa, ¿verdad, Mr. Waters? —Era Mrs. Brennan, la portera, una mujer de piernas arqueadas—. Hace buen tiempo, ¿verdad que sí? Usted y yo tenemos que hablar de un asunto.

 

—Mrs. Brennan… —Cuan difícil era respirar, hablar; las palabras le exacerbaban la irritación de garganta, y sonaron fuertes como el estampido de un trueno—: Estoy enfermo, si no le molesta… —Y trató de seguir hacia su apartamento.

 

—Vaya, lo siento. La ptomaína, debe ser la ptomaína. Sí, señor, ya digo yo que uno no se puede pasar de precavido. Los judíos, ¿sabe? Son los que controlan todos esos supermercados. Eso es, a mí que no me den comida judía. —Le impidió el acceso y alzó un dedo admonitorio—: A usted lo que le pasa, Mr. Waters, es que no lleva una vida normal.

 

Tenía un nudo de dolor en el centro de su cabeza, engastado como una joya maligna que a cada movimiento hacía estallar enjoyadas puntas de alfileres de colores. La portera continuó sus habladurías. Por suerte hubo tiempos muertos en que no oyó nada. Era como una radio, a veces sin volumen, a veces a todo volumen.

 

—Ya sé que es una dama, una buena cristiana, Mr. Waters, si no, ¿por qué iba a estar con ella un caballero como usted?, ¿eh? Pero a lo que iba: Mr. Cooper no dice mentiras, además es un hombre muy tranquilo. Se encarga de los contadores del gas en este barrio desde hace no sé cuánto —Un camión pasó por la calle rociando agua, y la voz de la portera se sumergió en el estruendo, para volver a subir luego como un tiburón—. Mr. Cooper tiene razones para creer que ella quiso matarlo… Bueno, ya se la imagina allí, con las tijeras, gritando. Le dijo un nombre italiano. Y basta ver a Mr. Cooper para saber que no es italiano. Ya lo ve, Mr. Waters, sus relaciones hacen que este edificio tenga mala…

 

La irritante luz del sol le sacó lágrimas de los ojos. La portera seguía agitando el dedo; le pareció que se fraccionaba: una nariz, una barbilla, un iris rojo, rojo.

 

—Mr. Destronelli —dijo él—. Con permiso, Mrs. Brennan, ¡con permiso! («Cree que estoy borracho, y estoy enfermo, ¿no puede darse cuenta de que estoy enfermo?») Mi invitada se marcha. Hoy mismo, para siempre.

 

—¡No me diga! —Mrs. Brennan chasqueó la lengua—. Parece que necesita un descanso, pobrecilla. Tan pálida. Claro que yo tampoco quiero tener que ver con italianos, pero es que nadie diría que Mr. Cooper es italiano. Es blanco como usted y yo —Le dio una palmadita en el hombro, cómplice—. Lamento que se encuentre tan mal, Mr. Waters; ptomaína, se lo digo yo, nunca se cuida uno demasiado…

 

El vestíbulo olía a guiso y ceniza del incinerador de basura. Había una escalera que no usaba nunca, pues su apartamento estaba en el primer piso. Se oyó el rumor de una cerilla. Vincent siguió su camino y vio a un niño, no mayor de cuatro años, en cuclillas bajo la escalera; jugaba con una caja grande de cerillas de cocina, indiferente a la presencia de Vincent. Encendió otra cerilla. Fue incapaz de lograr que su cabeza funcionara lo bastante bien para pronunciar una reprimenda, y mientras esperaba allí, con la lengua trabada, una puerta, su puerta, se abrió.

 

Esconderse. Si ella lo veía sabría que algo andaba mal, sospecharía algo. Si hablaban, si sus ojos se encontraban, no iba a ser capaz de hacerlo. Se metió en el rincón oscuro donde estaba el niño. Dijo el niño: «¿Qué’stá’ciendo, señor?» Ella se aproximó (sus sandalias que se arrastraban, el verde rumor del impermeable). «¿Qué’stá’ciendo, señor?» Vincent se agachó deprisa, el corazón retumbando en su pecho, estrechó al niño y le tapó la boca con la mano. No la vio pasar. Solo al oír el clic de la puerta principal supo que se había ido. Soltó al niño. «¿Qué’stá’ciendo, señor?»

 

Cuatro aspirinas, una tras otra, y regresó al cuarto; no habían hecho la cama en toda la semana, en el suelo había un cenicero volcado, prendas sueltas en sitios absurdos (pantallas de lámparas y lugares así). Al día siguiente, si se encontraba mejor, haría una limpieza general; tal vez mandaría pintar las paredes o arreglaría el patio. Mañana: de nuevo los amigos, las invitaciones, la diversión. Sin embargo, saboreados de antemano, estos planes carecían de sabor: toda su vida anterior le parecía estéril, espuria. Pasos en el vestíbulo; ¿podía ser ella, tan temprano?, ¿había terminado la película?, ¿anochecía? La fiebre puede hacer que el tiempo transcurra de manera muy extraña. Por un instante sintió que sus huesos flotaban sueltos dentro de él. Clopclop, el descuidado zapateo de un niño, los pasos siguieron rumbo a la escalera, y Vincent se movió, flotó hacia el espejo del armario. Quería apresurarse, tenía que hacerlo, pero el aire era denso como una sustancia gomosa. Sacó su maleta del armario, la puso en la cama, una maleta triste y barata con las cerraduras oxidadas y el cuero abombado. La miró con culpa. ¿Adonde iría ella? ¿De qué iba a vivir? Cuando rompió con Connie, Gordon y el resto había habido al menos cierta dignidad en el asunto. Pero ya se lo había pensado y repensado y no quedaba otra salida, de modo que recogió las pertenencias de la muchacha. Miss Martha Lovejoy Hall emergió bajo la cazadora de cuero, la maestra de música le dirigía una oblicua sonrisa de reproche. Vincent la puso boca abajo y colocó en el marco un sobre con veinte dólares. Eso alcanzaba para un billete a Glass Hill o al que fuera su pueblo de procedencia. Trató de cerrar la maleta y se desplomó sobre la cama, debilitado por la fiebre.

 

Unas inquietas alas amarillas brillaron en la ventana. Una mariposa. Jamás había visto una mariposa en esa ciudad, era como una flotante flor misteriosa, una especie de signo; la miró valsear en el aire, con una suerte de espanto. Fuera, de algún sitio, surgió un sonido que giraba como un tiovivo: el organillo de un mendigo tocaba La marsellesa. La mariposa iluminaba el cuadro, pasó por los ojos de cristal y se detuvo sobre la cabeza cortada con las alas extendidas como un lazo.

 

Buscó en la maleta hasta que encontró las tijeras. Su intención era cortarle las alas, pero la mariposa voló en espiral hacia el techo y se posó allí como una estrella. Las tijeras acuchillaron el corazón del halcón, mordieron el lienzo como una encarnizada boca de metal; el suelo quedó salpicado de jirones de pintura que parecían mechones de pelo tieso. Vincent se arrodilló, amontonó los jirones, los guardó en la maleta y cerró la tapa de un golpe. Estaba llorando. A través de las lágrimas la mariposa se agrandó en el techo, magnífica como un ave, y siguió creciendo: una bandada de amarillo vibrante que murmuraba con la desolación del oleaje que barre una costa.

 

El viento que producían sus alas se apoderó de la habitación. Él avanzó, la maleta contra su pierna, y abrió la puerta de un empellón. El resplandor de una cerilla. El niño dijo: «¿Qué’stá’ciendo, señor?» Vincent dejó la maleta en el suelo y esbozó una sonrisa tímida. Cerró la puerta como un ladrón; pasó el pestillo, atrancó una silla contra el picaporte. La quietud del cuarto solo la alteraba el suave deslizamiento de la luz solar y el vuelo de la mariposa (descendió, como una imitación de papel para dibujar, y aterrizó en una vela). A veces ni siquiera es un hombre -le había dicho ella, acurrucada en la cama, hablando deprisa en los minutos que precedían al amanecer—, a veces es algo muy diferente: un halcón, un niño, una mariposa -y luego añadió—: en el sitio al que me llevaron había cientos de ancianas. Y hombres jóvenes. Uno de los chicos decía que era un pirata y una de las viejas (tenía casi noventa años) me pedía que le tocara el vientre. «¿Lo notas?», decía, «¿notas las patadas que da?» Ella también iba a clases de pintura, y sus cuadros parecían edredones alucinantes. Claro que él estaba allí, Mr. Destronelli. Pero se hacía llamar Gum. El doctor Gum. Bah, a mí no me engañaba, aunque usase peluca gris y aparentara ser muy viejo, yo le conocía. Y un buen día me fui, me escapé, me escondí en un arbusto de lilas y un hombre que pasaba en un pequeño coche rojo me encontró; tenía un bigotito de ratón y ojos crueles. Pero era él. Cuando se lo dije me hizo bajar del coche. Y luego otro hombre, esto fue en Filadelfia, me recogió en un café y me llevó a un callejón. Hablaba italiano y tenía tatuajes por todas partes. Pero era él. El siguiente era el que se pintaba las uñas de los pies; se sentó a mi lado en un cine porque me tomó por un muchacho; cuando supo que no lo era no se enfadó, y me invitó a vivir en su casa y cocinaba cosas ricas. Pero llevaba un medallón de plata y un día lo abrí y descubrí a Miss Hall. Así supe que era él y entonces tuve la sensación de que ella estaba muerta y que él me iba a asesinar. Y lo va a hacer. Lo va a hacer. La penumbra, la oscuridad, las fibras del sonido llamado silencio tejían una máscara azul resplandeciente. Despertó, escuchó el frenético pulso de su reloj y una llave en la cerradura; con los ojos entrecerrados atisbo la habitación. En algún lugar de esa oscuridad, un asesino se separaba de la sombra y, soga en mano, seguía por un camino fatal el resplandor de unas piernas de seda. Y el soñador aquí, contemplando a través de su máscara sueños engañosos.

 

No necesita indagar para saber que la maleta ya no está ahí, que ella ha llegado y se ha ido; ¿por qué, entonces, siente tan poco placer de estar a salvo?, ¿por qué se siente tan engañado, tan poca cosa…, pequeño como la noche en que buscó la luna con el telescopio de un anciano?

 

 

 

3

 

 

 

Las palomitas de maíz yacían dispersas y aplastadas como pedazos de una vieja carta, y D. J., reclinada en actitud vigilante, las recorrió con la mirada como si tratara de descifrar una palabra, una respuesta. Luego sus ojos se desviaron discretamente hacia el hombre que subía las escaleras: Vincent, con el hábito fresco de una ducha, un afeitado, agua de colonia; sin embargo, sus ojos tenían un cerco azul melancólico, y se había puesto un jersey de lino hecho para alguien más corpulento (después de un mes largo de neumonía y muchas noches ardientes de insomnio había adelgazado más de cuatro kilos). Cada mañana y cada noche la encontraba en su puerta o cerca de la galería o fuera del restaurante donde almorzaba, siempre causando el mismo desorden inefable, la misma parálisis de tiempo e identidad. La muda pantomima de aquella persecución le oprimía el alma, y había días en que se sentía en estado de coma y ella le parecía no una sino múltiples personas y su sombra se convertía en cualquier sombra de la calle, la del perseguidor y la del perseguido.

 

Una vez se la encontró en un ascensor; no había nadie más, y él gritó: «¡No soy él! ¡Solo yo, solo yo!» Ella sonrió como sonreía al hablar del hombre que se pintaba las uñas de los pies: a fin de cuentas, ella sabía.

 

Horas de cenar. No sabía adonde ir; se detuvo bajo un farol que se encendió de repente, arrojando una compleja luz sobre las piedras. Mientras aguardaba escuchó un trueno seco. Todos los rostros de la calle, salvo el suyo y el de la chica, se volvieron hacia arriba. Una bocanada de brisa del río sacudió las risas de los niños, que con los brazos unidos giraban en cabriolas como caballitos de tiovivo, y trajo la voz de la madre que se asomó a una ventana para gritar: «Que llueve…, Rachel…, que llueve…, ¡va’llover, va’llover!» El vendedor de flores corrió a refugiarse, desviando un ojo hacia el cielo, y empujó bruscamente el carrito lleno de enredaderas y gladiolos; una maceta con geranios se vino abajo; las niñas recogieron las flores y se las colocaron en las orejas. El combinado repicar de gotas y pisadas veloces salpicó el xilófono de las aceras. Un batir de puertas, un bajar de ventanas; luego, nada. Finalmente, con pasos lentos, rasposos, ella se acercó a la farola y se detuvo junto a él. Entonces, como si el cielo fuera un espejo roto por un rayo, la lluvia cayó entre ellos como una cortina de cristales astillados.

 

*FIN*




Con afecto,

Ruben

 

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