El halcón decapitado
[Cuento - Texto completo.]
Segunda Parte Final
Truman Capote
(Segunda Parte)
Vincent removió el té,
haciendo tintinear en la taza la cuchara como una campana. Migajas de pan
tostado se esparcieron entre las sábanas. Pensó en el Tribune y el Times que
aguardaban fuera de la puerta, pero esta mañana no le interesaban; era mejor
estar acostado allí, en la cama tibia, junto a ella, tomando té, escuchando la
lluvia. Era extraño, si se miraba con detenimiento, realmente muy extraño. Ella
no sabía su nombre, ni él el de ella, así que dijo:
—¿Sabes que aún te debo
treinta dólares? Es culpa tuya, claro; mira que dejar una dirección tan
absurda. Y eso de D. J., ¿qué se supone que significa?
—Es mejor que no te diga
cómo me llamo —dijo ella—. No me cuesta nada inventarme un nombre: Dorothy
Jordan, Delilah Johnson, ¿lo ves? Puedo inventarme todo tipo de nombres. Si no
fuera por él, ya te lo habría dicho.
Vincent dejó la bandeja en
el suelo. Se volvió hacia ella; cuando sus ojos se encontraron, el pulso se le
aceleró.
—¿Quién es él?
Aunque su expresión era
tranquila, respondió con una voz manchada de rabia:
—Si no le conoces,
entonces ¿cómo es que estoy aquí?
Silencio. Fuera, la lluvia
pareció parar de golpe. La sirena de un barco sonó en el río. La estrechó, le
acarició el pelo, y dijo, con un enorme deseo de sonar convincente:
—Porque te quiero.
Ella cerró los ojos:
—¿Qué ha sido de ellas?
—¿De quiénes?
—Las otras a las que les
dijiste lo mismo.
La lluvia regresó:
repiqueteaba en la ventana, caía sobre las silenciosas calles del domingo.
Mientras escuchaba, Vincent recordó, recordó a su prima Lucille, la pobre,
hermosa y estúpida Lucille que se pasaba el día entero bordando flores de seda
en piezas de lino. Y Allen T. Baker…, el invierno que pasaron en La Habana, la
casa donde vivieron, cuartos con paredes de piedras rosáceas y resquebrajadas;
pobre Allen, pensó que iba a ser para siempre. Gordon también. Gordon, con su
pelo rubio ensortijado y una cabeza llena de viejas baladas isabelinas. ¿Sería
cierto que se había pegado un tiro? Y Connie Silver, la chica sorda que quería
ser actriz, ¿qué había sido de ella? ¿O de Helen, de Louise, de Laura?
—Solo hubo una —dijo, y a
sus oídos esto sonó auténtico—. Solo una, y está muerta.
Ella le tocó la mejilla,
con ternura, como si compartiera su emoción.
—Supongo que la mató él
—dijo ella. Sus ojos estaban tan cerca que pudo ver sus propias facciones
atrapadas en su verdor—. Mató a Miss Hall, ¿sabes? La mujer más adorable del
mundo, y tan hermosa que cortaba la respiración. Me daba clases de piano;
cuando decía «hola» y «adiós», era como si se me parara el corazón —Su voz
había cobrado un tono impersonal, como si estuviese hablando de asuntos de una
época que no le concernía directamente—. A finales del verano se casaron…, en
septiembre, creo. Ella se fue a Atlanta, se casaron y ya no regresó. Fue tan de
golpe —chasqueó los dedos—, así de rápido. Vi una fotografía de él en el
periódico. A veces pienso que si hubiera sabido lo mucho que yo la quería (¿por
qué a alguna gente no hay forma de decírselo?) tal vez no se habría casado; tal
vez todo hubiera sido distinto, como yo quería.
Ocultó su cara en la
almohada, y si lloró lo hizo en silencio.
El veinte de mayo cumplía
dieciocho años; parecía increíble. Vincent pensaba que era mucho mayor. Quería
hacer una fiesta sorpresa para presentársela a sus amigos, pero finalmente tuvo
que admitir que era un plan inapropiado. De entrada, aunque siempre tenía el
tema en la punta de la lengua, no les había hablado de ella ni una sola vez;
además podía visualizar con decepcionante claridad la diversión que les
proporcionaría conocer a una muchacha con la que compartía el apartamento y de
la que no sabía nada, ni siquiera el nombre. De cualquier forma, el cumpleaños
reclamaba algún tipo de festejo. Cenar e ir al teatro quedaba descartado. Ella
no tenía vestido alguno. Y no por culpa de él; los cuarenta y tantos dólares
que le dio para que se comprara ropa se los gastó en una cazadora de cuero, un
juego de cepillos, un impermeable, un encendedor. Además, la maleta que había
traído al apartamento no contenía más que jabón de hotel, las tijeras que usaba
para cortarse el pelo, dos Biblias y una horrorosa fotografía coloreada que
mostraba a una mujer de mediana edad, sonrisa bobalicona y facciones
regordetas. Y una inscripción al pie: «Buena suerte y recuerdos de Martha
Lovejoy Hall.»
Como ella no sabía cocinar
comían fuera; su sueldo y las limitaciones de vestuario los confinaban casi
siempre al Automat (el favorito de ella: ¡los macarrones estaban tan buenos!) o
a alguno de los bares-restaurantes de la Tercera. Así pues, la cena de
cumpleaños fue en el Automat. Ella se frotó tanto la cara que se le puso roja;
se lavó el pelo con champú, se peinó, y se dio laca de uñas con la resuelta
torpeza de una niña de seis años que juega a ser mayor. Llevaba la cazadora de
cuero y prendido a ella el ramito de violetas que él le había regalado; debía
de ser una mezcla explosiva, pues las dos chicas que alborotaban en la mesa de
al lado se echaron a reír a carcajadas. Vincent les dijo que si no se callaban…
—Vale, vale, ¿quién te has
creído que eres?
—Supermán. El idiota se
cree que es Supermán.
Era demasiado. Vincent
perdió el control. Se apartó de la mesa, tirando un frasco de salsa de tomate.
—Vámonos de aquí —dijo,
pero D. J. no había prestado la menor atención a la riña y seguía comiendo su
pastel de moras. Aunque estaba furioso, esperó en silencio hasta que ella
terminó. Respetaba su aire distante, pero no dejaba de preguntarse en qué
tiempo viviría. Había descubierto que era inútil preguntarle por su pasado,
pero solo de vez en cuando parecía percatarse del presente, y posiblemente el
futuro no le decía gran cosa. Su mente era como un espejo que reflejaba un
espacio azul en una habitación vacía.
—¿Qué más te gustaría
hacer? —dijo él, al salir a la calle—. Podemos ir al parque a pasear en taxi.
Se limpió los restos de
mora en las comisuras de la boca y dijo:
—Quiero ir al cine.
Películas. Otra vez. En el
último mes había visto tantas que fragmentos de diálogos de Hollywood
interrumpían sus sueños. Un sábado, porque ella insistió, compraron entradas
para tres cines distintos, locales baratos donde un olor a desinfectante de
letrina envenenaba el aire. Y cada mañana antes de salir al trabajo dejaba
cincuenta centavos sobre la chimenea: ella iba al cine, así lloviera o nevara.
Vincent era suficientemente sensible para saber por qué: también en su vida
hubo una especie de limbo en que iba al cine todos los días, y no era raro que
se quedara a ver varias veces la misma película; en cierto modo, era como la
religión: al ver las cambiantes siluetas en blanco y negro experimentaba una
liberación de la conciencia semejante a la que uno encuentra en la confesión.
—Esposas —dijo ella,
refiriéndose a una escena de Treinta y nueve escalones que habían visto en un
ciclo de Hitchcock que pasaban en el Beverly—. La rubia y el hombre esposados
juntos… Bueno, me hizo pensar en otra cosa —Se puso los pantalones del pijama
de él, prendió el ramito de violetas en el borde de la almohada y se acurrucó
en la cama—. ¡Que detengan a la gente así, que los encierren juntos!
Vincent bostezó.
—Eso —dijo, y apagó las
luces—. Otra vez: feliz cumpleaños, cariño, ¿te lo has pasado bien?
Ella dijo:
—Una vez estuve en un
sitio y había dos chicas bailando; eran tan libres…, solo estaban ellas y nadie
más, tan hermoso tomo una puesta de sol. —Guardó silencio durante largo rato;
luego, su lenta voz sureña arrastró las palabras—: Fue maravilloso que me
trajeras violetas.
—Contento… que te gusten
—musitó, medio dormido.
—Lástima que se tengan que
morir.
—Sí. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Primer plano. Oh, John, no
es solo por mí, piensa en los niños: ¡un divorcio arruinaría sus vidas! Fundido
en negro.
Tiembla la pantalla;
redoblar de tambores, irrupción de trompetas: R.K.O. PRESENTA…
Un vestíbulo sin salida,
un túnel sin final; en lo alto, el brillo de unos candelabros: velas inclinadas
flotan en medio de corrientes de aire. Frente a él está un anciano, meciéndose
en una mecedora, con el pelo teñido de rubio, mejillas empolvadas, labios de
muñeca: Vincent reconoce a Vincent. ¡Lárgate!, grita Vincent, joven y guapo,
pero Vincent, viejo y horrendo, se arrastra a cuatro patas y trepa como una
araña por su espalda. Nada, ni las amenazas ni las súplicas ni los golpes
logran que se baje. Corre con su sombra, con su jinete que se balancea de
arriba abajo. Estalla un relámpago de luz, y de repente el túnel hormiguea de
hombres con frac y corbata blanca y mujeres con trajes de brocado. Siente una
enorme vergüenza, deben tomarlo por un palurdo al presentarse a tan elegante
reunión llevando a su espalda un sórdido anciano, igual que Simbad. Los
invitados lo rodean por parejas, petrificados, sin decir palabra. Entonces se
da cuenta de que muchos están montados por los malignos semblantes de sí
mismos, manifestaciones corporales de su corrupción interior. Justo a su lado
un hombre con apariencia de lagartija monta a un negro de ojos albinos. En eso
se le acerca un individuo, es el anfitrión, un hombre de baja estatura,
exuberante, calvo; camina ligero con sus zapatos satinados; sobre un brazo
doblado e inmóvil sostiene un inmenso halcón decapitado, la sangre mana de las garras
encajadas en la muñeca.
Las alas del halcón se
despliegan mientras el amo recorre el recinto. En un pedestal hay un fonógrafo
antiguo. El anfitrión hace girar la manivela y pone un disco: un vals marchito
y tenue vibra en la bocina que tiene forma de dondiegos. Luego el anfitrión
alza un brazo y anuncia con voz de soprano: «¡Atención! El baile va a
comenzar.»
Amo y halcón dan vueltas y
vueltas, de acá para allá. Las paredes se ensanchan, el techo se hace más alto.
Una chica se desliza en los brazos de Vincent; una cruel y cascada imitación de
su voz dice: «Lucille, estás preciosa, y ese aroma exquisito: ¿es de violetas?»
Es la prima Lucille, pero a medida que recorren la sala su rostro cambia. Ahora
baila un vals con otra. «¡Pero Connie, Connie Silver! ¡Qué alegría verte!»,
chilla su voz, pues Connie está casi sorda. De repente le intercepta un hombre
con la cabeza llena de balazos: «Gordon, perdóname, yo no quería…», pero se
van. Gordon baila con Connie. Otra vez, una nueva pareja. Es D. J… También ella
tiene una figura encajada en la espalda, una encantadora niña pelirroja; a modo
de emblema de la inocencia, la niña sostiene un gatito blanco que parece una
bola de nieve. «Soy más pesada de lo que parezco», dice la niña, y la terrible
voz responde: «Pero yo soy el más pesado de todos», y apenas le toca las manos
se siente más ligero; el viejo Vincent empieza a desaparecer; sus pies se
elevan, Vincent flota, escapando al abrazo. El gramófono rechina más fuerte que
nunca, él se aleja y los rostros de allá abajo brillan como setas en un prado
oscuro.
El anfitrión libera su
ave, la manda hacia lo alto, y Vincent piensa: no pasa nada, está ciego, y los
malvados están a salvo entre los ciegos, pero el halcón revolotea encima de él
y desciende con las garras abiertas; al fin sabe que no encontrará la libertad.
Luego la penumbra del
cuarto llenó sus ojos. Un brazo caído sobre el borde de la cama, la almohada en
el suelo. Extendió el brazo instintivamente, buscando consuelo maternal en la
chica que estaba junto a él. Sábanas lisas y frías; un vacío y la desleída
fragancia de las violetas que empezaban a secarse. Se incorporó de golpe:
—¿Dónde estás?
Los postigos estaban
abiertos; el rastro ceniciento de la luna circundaba el umbral, aún no había
amanecido. En la cocina, el refrigerador ronroneaba como un gato gigante. Los
papeles crujieron en el escritorio. Vincent volvió a llamarla, esta vez
suavemente, como si no quisiera que la oyeran. Se levantó, tambaleante, las
piernas inciertas, y se asomó al patio. Allí estaba, recostada contra el árbol
pequeño, con las rodillas flexionadas.
—¿Qué? —dijo, y ella se
dio la vuelta.
No podía verla bien, era
una sombra oscura, espesa, que se aproximaba, con un dedo en los labios.
—¿Qué sucede? —murmuró él.
Ella se puso de puntillas.
—Te lo advierto. Vuelve
adentro —Sintió su aliento en el oído.
—Déjate de tonterías
—dijo, en un tono de voz normal—. Ahí fuera… descalza, vas a pillar… —Pero ella
le tapó la boca.
—Le he visto —murmuró—. Él
está aquí.
Vincent apartó la mano con
fuerza. Se tuvo que contener para no abofetearla.
—¡Él, él, él! ¿Qué te
pasa? ¿Estás… —tardó demasiado en evitar la palabra— loca?
Vaya, el reconocimiento de
algo que sabía pero impedía que cristalizara en su mente. Luego pensó: ¿y por
qué ha de importar eso? Uno no puede ser cuestionado por aquellos que ama.
Falso. Ahí estaban la desquiciada de Lucille cosiendo prendas de seda, bordando
el nombre de Vincent en una bufanda; Connie y su atenuado mundo de sordera,
aguardando sus pasos, el sonido que sí escucharía; Allen T. Baker acariciando
su foto, todavía necesitado de amor pero ya viejo y desvalido… Todos habían
sido engañados, y Vincent también se había engañado a sí mismo pensando que
tenía aptitudes inexplotadas, posponiendo viajes, renunciando a sus promesas.
Nunca se había sentido abandonado por los demás, pero ¿por qué tenía que ver en
sus amantes la resquebrajada imagen de sí mismo?
Miró a la muchacha en la
aurora y sintió el frío del amor muerto.
Ella se apartó de él y fue
hacia el árbol:
—Déjame aquí —Sus ojos
examinaron las ventanas de los otros inquilinos—. Solo un momento.
Vincent esperó, esperó.
Las ventanas en derredor parecían puertas a los sueños. Cuatro pisos más arriba
colgaba la ropa de una familia. La luna del alba era semejante a la temprana
luna del crepúsculo, una moneda vaporosa en un cielo que clareaba, encalado de
gris. El viento del amanecer agitó las hojas del árbol; a la pálida luz el
patio adquirió forma y los objetos definieron su lugar; de los tejados llegó el
diurno sonido gutural de las palomas. Se encendió una luz. Otra más.
Y finalmente ella inclinó
la cabeza; aquello que buscaba, fuera lo que fuese, no estaba allí. O tal vez,
pensó Vincent, mientras ella se volvía con los labios torcidos, tal vez sí.
—Vaya, regresa temprano a
casa, ¿verdad, Mr. Waters? —Era Mrs. Brennan, la portera, una mujer de piernas
arqueadas—. Hace buen tiempo, ¿verdad que sí? Usted y yo tenemos que hablar de
un asunto.
—Mrs. Brennan… —Cuan
difícil era respirar, hablar; las palabras le exacerbaban la irritación de
garganta, y sonaron fuertes como el estampido de un trueno—: Estoy enfermo, si
no le molesta… —Y trató de seguir hacia su apartamento.
—Vaya, lo siento. La
ptomaína, debe ser la ptomaína. Sí, señor, ya digo yo que uno no se puede pasar
de precavido. Los judíos, ¿sabe? Son los que controlan todos esos
supermercados. Eso es, a mí que no me den comida judía. —Le impidió el acceso y
alzó un dedo admonitorio—: A usted lo que le pasa, Mr. Waters, es que no lleva
una vida normal.
Tenía un nudo de dolor en
el centro de su cabeza, engastado como una joya maligna que a cada movimiento
hacía estallar enjoyadas puntas de alfileres de colores. La portera continuó
sus habladurías. Por suerte hubo tiempos muertos en que no oyó nada. Era como
una radio, a veces sin volumen, a veces a todo volumen.
—Ya sé que es una dama,
una buena cristiana, Mr. Waters, si no, ¿por qué iba a estar con ella un
caballero como usted?, ¿eh? Pero a lo que iba: Mr. Cooper no dice mentiras,
además es un hombre muy tranquilo. Se encarga de los contadores del gas en este
barrio desde hace no sé cuánto —Un camión pasó por la calle rociando agua, y la
voz de la portera se sumergió en el estruendo, para volver a subir luego como
un tiburón—. Mr. Cooper tiene razones para creer que ella quiso matarlo… Bueno,
ya se la imagina allí, con las tijeras, gritando. Le dijo un nombre italiano. Y
basta ver a Mr. Cooper para saber que no es italiano. Ya lo ve, Mr. Waters, sus
relaciones hacen que este edificio tenga mala…
La irritante luz del sol
le sacó lágrimas de los ojos. La portera seguía agitando el dedo; le pareció
que se fraccionaba: una nariz, una barbilla, un iris rojo, rojo.
—Mr. Destronelli —dijo
él—. Con permiso, Mrs. Brennan, ¡con permiso! («Cree que estoy borracho, y
estoy enfermo, ¿no puede darse cuenta de que estoy enfermo?») Mi invitada se
marcha. Hoy mismo, para siempre.
—¡No me diga! —Mrs.
Brennan chasqueó la lengua—. Parece que necesita un descanso, pobrecilla. Tan
pálida. Claro que yo tampoco quiero tener que ver con italianos, pero es que
nadie diría que Mr. Cooper es italiano. Es blanco como usted y yo —Le dio una
palmadita en el hombro, cómplice—. Lamento que se encuentre tan mal, Mr. Waters;
ptomaína, se lo digo yo, nunca se cuida uno demasiado…
El vestíbulo olía a guiso
y ceniza del incinerador de basura. Había una escalera que no usaba nunca, pues
su apartamento estaba en el primer piso. Se oyó el rumor de una cerilla.
Vincent siguió su camino y vio a un niño, no mayor de cuatro años, en cuclillas
bajo la escalera; jugaba con una caja grande de cerillas de cocina, indiferente
a la presencia de Vincent. Encendió otra cerilla. Fue incapaz de lograr que su
cabeza funcionara lo bastante bien para pronunciar una reprimenda, y mientras
esperaba allí, con la lengua trabada, una puerta, su puerta, se abrió.
Esconderse. Si ella lo
veía sabría que algo andaba mal, sospecharía algo. Si hablaban, si sus ojos se
encontraban, no iba a ser capaz de hacerlo. Se metió en el rincón oscuro donde
estaba el niño. Dijo el niño: «¿Qué’stá’ciendo, señor?» Ella se aproximó (sus
sandalias que se arrastraban, el verde rumor del impermeable).
«¿Qué’stá’ciendo, señor?» Vincent se agachó deprisa, el corazón retumbando en
su pecho, estrechó al niño y le tapó la boca con la mano. No la vio pasar. Solo
al oír el clic de la puerta principal supo que se había ido. Soltó al niño.
«¿Qué’stá’ciendo, señor?»
Cuatro aspirinas, una tras
otra, y regresó al cuarto; no habían hecho la cama en toda la semana, en el
suelo había un cenicero volcado, prendas sueltas en sitios absurdos (pantallas
de lámparas y lugares así). Al día siguiente, si se encontraba mejor, haría una
limpieza general; tal vez mandaría pintar las paredes o arreglaría el patio.
Mañana: de nuevo los amigos, las invitaciones, la diversión. Sin embargo,
saboreados de antemano, estos planes carecían de sabor: toda su vida anterior
le parecía estéril, espuria. Pasos en el vestíbulo; ¿podía ser ella, tan temprano?,
¿había terminado la película?, ¿anochecía? La fiebre puede hacer que el tiempo
transcurra de manera muy extraña. Por un instante sintió que sus huesos
flotaban sueltos dentro de él. Clopclop, el descuidado zapateo de un niño, los
pasos siguieron rumbo a la escalera, y Vincent se movió, flotó hacia el espejo
del armario. Quería apresurarse, tenía que hacerlo, pero el aire era denso como
una sustancia gomosa. Sacó su maleta del armario, la puso en la cama, una
maleta triste y barata con las cerraduras oxidadas y el cuero abombado. La miró
con culpa. ¿Adonde iría ella? ¿De qué iba a vivir? Cuando rompió con Connie,
Gordon y el resto había habido al menos cierta dignidad en el asunto. Pero ya
se lo había pensado y repensado y no quedaba otra salida, de modo que recogió
las pertenencias de la muchacha. Miss Martha Lovejoy Hall emergió bajo la
cazadora de cuero, la maestra de música le dirigía una oblicua sonrisa de
reproche. Vincent la puso boca abajo y colocó en el marco un sobre con veinte
dólares. Eso alcanzaba para un billete a Glass Hill o al que fuera su pueblo de
procedencia. Trató de cerrar la maleta y se desplomó sobre la cama, debilitado
por la fiebre.
Unas inquietas alas
amarillas brillaron en la ventana. Una mariposa. Jamás había visto una mariposa
en esa ciudad, era como una flotante flor misteriosa, una especie de signo; la
miró valsear en el aire, con una suerte de espanto. Fuera, de algún sitio,
surgió un sonido que giraba como un tiovivo: el organillo de un mendigo tocaba
La marsellesa. La mariposa iluminaba el cuadro, pasó por los ojos de cristal y
se detuvo sobre la cabeza cortada con las alas extendidas como un lazo.
Buscó en la maleta hasta
que encontró las tijeras. Su intención era cortarle las alas, pero la mariposa
voló en espiral hacia el techo y se posó allí como una estrella. Las tijeras
acuchillaron el corazón del halcón, mordieron el lienzo como una encarnizada
boca de metal; el suelo quedó salpicado de jirones de pintura que parecían
mechones de pelo tieso. Vincent se arrodilló, amontonó los jirones, los guardó
en la maleta y cerró la tapa de un golpe. Estaba llorando. A través de las
lágrimas la mariposa se agrandó en el techo, magnífica como un ave, y siguió
creciendo: una bandada de amarillo vibrante que murmuraba con la desolación del
oleaje que barre una costa.
El viento que producían
sus alas se apoderó de la habitación. Él avanzó, la maleta contra su pierna, y
abrió la puerta de un empellón. El resplandor de una cerilla. El niño dijo:
«¿Qué’stá’ciendo, señor?» Vincent dejó la maleta en el suelo y esbozó una
sonrisa tímida. Cerró la puerta como un ladrón; pasó el pestillo, atrancó una
silla contra el picaporte. La quietud del cuarto solo la alteraba el suave
deslizamiento de la luz solar y el vuelo de la mariposa (descendió, como una
imitación de papel para dibujar, y aterrizó en una vela). A veces ni siquiera
es un hombre -le había dicho ella, acurrucada en la cama, hablando deprisa en
los minutos que precedían al amanecer—, a veces es algo muy diferente: un
halcón, un niño, una mariposa -y luego añadió—: en el sitio al que me llevaron
había cientos de ancianas. Y hombres jóvenes. Uno de los chicos decía que era
un pirata y una de las viejas (tenía casi noventa años) me pedía que le tocara
el vientre. «¿Lo notas?», decía, «¿notas las patadas que da?» Ella también iba
a clases de pintura, y sus cuadros parecían edredones alucinantes. Claro que él
estaba allí, Mr. Destronelli. Pero se hacía llamar Gum. El doctor Gum. Bah, a
mí no me engañaba, aunque usase peluca gris y aparentara ser muy viejo, yo le
conocía. Y un buen día me fui, me escapé, me escondí en un arbusto de lilas y
un hombre que pasaba en un pequeño coche rojo me encontró; tenía un bigotito de
ratón y ojos crueles. Pero era él. Cuando se lo dije me hizo bajar del coche. Y
luego otro hombre, esto fue en Filadelfia, me recogió en un café y me llevó a
un callejón. Hablaba italiano y tenía tatuajes por todas partes. Pero era él.
El siguiente era el que se pintaba las uñas de los pies; se sentó a mi lado en
un cine porque me tomó por un muchacho; cuando supo que no lo era no se enfadó,
y me invitó a vivir en su casa y cocinaba cosas ricas. Pero llevaba un medallón
de plata y un día lo abrí y descubrí a Miss Hall. Así supe que era él y
entonces tuve la sensación de que ella estaba muerta y que él me iba a
asesinar. Y lo va a hacer. Lo va a hacer. La penumbra, la oscuridad, las fibras
del sonido llamado silencio tejían una máscara azul resplandeciente. Despertó,
escuchó el frenético pulso de su reloj y una llave en la cerradura; con los
ojos entrecerrados atisbo la habitación. En algún lugar de esa oscuridad, un
asesino se separaba de la sombra y, soga en mano, seguía por un camino fatal el
resplandor de unas piernas de seda. Y el soñador aquí, contemplando a través de
su máscara sueños engañosos.
No necesita indagar para
saber que la maleta ya no está ahí, que ella ha llegado y se ha ido; ¿por qué,
entonces, siente tan poco placer de estar a salvo?, ¿por qué se siente tan
engañado, tan poca cosa…, pequeño como la noche en que buscó la luna con el
telescopio de un anciano?
3
Las palomitas de maíz
yacían dispersas y aplastadas como pedazos de una vieja carta, y D. J.,
reclinada en actitud vigilante, las recorrió con la mirada como si tratara de
descifrar una palabra, una respuesta. Luego sus ojos se desviaron discretamente
hacia el hombre que subía las escaleras: Vincent, con el hábito fresco de una
ducha, un afeitado, agua de colonia; sin embargo, sus ojos tenían un cerco azul
melancólico, y se había puesto un jersey de lino hecho para alguien más
corpulento (después de un mes largo de neumonía y muchas noches ardientes de
insomnio había adelgazado más de cuatro kilos). Cada mañana y cada noche la
encontraba en su puerta o cerca de la galería o fuera del restaurante donde almorzaba,
siempre causando el mismo desorden inefable, la misma parálisis de tiempo e
identidad. La muda pantomima de aquella persecución le oprimía el alma, y había
días en que se sentía en estado de coma y ella le parecía no una sino múltiples
personas y su sombra se convertía en cualquier sombra de la calle, la del
perseguidor y la del perseguido.
Una vez se la encontró en
un ascensor; no había nadie más, y él gritó: «¡No soy él! ¡Solo yo, solo yo!»
Ella sonrió como sonreía al hablar del hombre que se pintaba las uñas de los
pies: a fin de cuentas, ella sabía.
Horas de cenar. No sabía
adonde ir; se detuvo bajo un farol que se encendió de repente, arrojando una
compleja luz sobre las piedras. Mientras aguardaba escuchó un trueno seco.
Todos los rostros de la calle, salvo el suyo y el de la chica, se volvieron
hacia arriba. Una bocanada de brisa del río sacudió las risas de los niños, que
con los brazos unidos giraban en cabriolas como caballitos de tiovivo, y trajo
la voz de la madre que se asomó a una ventana para gritar: «Que llueve…,
Rachel…, que llueve…, ¡va’llover, va’llover!» El vendedor de flores corrió a
refugiarse, desviando un ojo hacia el cielo, y empujó bruscamente el carrito
lleno de enredaderas y gladiolos; una maceta con geranios se vino abajo; las
niñas recogieron las flores y se las colocaron en las orejas. El combinado
repicar de gotas y pisadas veloces salpicó el xilófono de las aceras. Un batir
de puertas, un bajar de ventanas; luego, nada. Finalmente, con pasos lentos,
rasposos, ella se acercó a la farola y se detuvo junto a él. Entonces, como si
el cielo fuera un espejo roto por un rayo, la lluvia cayó entre ellos como una
cortina de cristales astillados.
*FIN*
Con
afecto,
Ruben
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