Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Min Cuentos
cortos de Ciro Alegría
El barco
fantasma
Por
los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con
la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente
iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está
extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas
que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus
tripulantes son bufeos¹ vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también
delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de
reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en
ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como
plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a
un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de
Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las
hermosas. Diose el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por
su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el
pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su
condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes
de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y
vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las
aguas, recobrando su forma de peces.
El
barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio
a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos.
Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba
cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río
distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente
navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra
de los plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El
barco era chato, el shipibo limitose a alcanzar los racimos y ni sospechó qué
clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que
del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la
armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las
aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se
confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los
tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento.
Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma.
El
indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue
derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado
billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento.
Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de
pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los
billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo
pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero
mágico procedente del barco fantasma.
Sale
el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual
hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de
tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche,
aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas,
como voces, como gritos, como campanas…
FIN
El puma de
sombra
Fue
que nuestro padre Adán estaba en el Paraíso, llevando, como es sabido, la
regalada vida. Toda fruta había: ya sea mangos, chirimoyas, naranjas, paltas¹ o
guayabas y cuanta fruta se ve por el mundo. Toda laya de animales también había
y todos se llevaban bien entre ellos y también con nuestro padre. Y así que él
no necesitaba más que estirar la mano para tener lo que quería. Pero la
condición de todo cristiano es descontentarse. Y ahí está que nuestro padre
Adán le reclamó al Señor. No es cierto que le pidiera mujer primero. Primero le
pidió que quitara la noche.
—Señor
—le dijo—, quita la sombra: no hagas noche; que todo sea solamente día.
Y
el Señor le dijo:
—¿Para
qué?.
Y
nuestro padre le dijo:
—Porque
tengo miedo. No veo ni puedo caminar y tengo miedo.
Y
entonces le contestó el Señor:
—La
noche para dormir se ha hecho.
Y
nuestro padre Adán dijo:
—Si
estoy quieto, me parece que un animal me atacará aprovechando la oscuridad.
—¡Ah!
—dijo el Señor— eso me hace ver que tienes malos pensamientos. Ni un animal se
ha hecho para que ataque a otro.
—Así
es, Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz solo día, que todito brille con
la luz —le rogó nuestro padre.
Y
entonces contestó el Señor:
—Lo
hecho está hecho, porque el Señor no deshace lo que ya hizo.
Y
después le dijo a nuestro padre:
—Mira
—señalando para un lado.
Y
nuestro padre vio un puma grandenque, más grande que toditos, que se puso a
venirse bramando con una voz muy fea. Y parecía que quería comerse a nuestro
padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nuestro padre estaba asustado
viendo cómo venía contra él el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero
lo ve que se va deshaciendo, que pasa por encima sin dañarlo nada y después se
pierde en el aire. Era, pues, un puma de sombra. Y el Señor le dijo:
—Ya
ves, era pura sombra. Así es la noche. No tengas miedo. El miedo hace cosas de
sombra.
Y
se fue sin hacerle caso a nuestro padre.
Pero
como nuestro padre también no sabía hacer caso, aunque indebidamente, siguió
asustándose por la noche, y después le pegó su maña a los animales. Y es así
como se ven diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda
laya de fealdades entre la noche. Y las más de las veces son meramente sombra,
como el puma que le enseñó a nuestro padre el Señor.
Pero
no acaba todavía la historia. Fue que nuestro padre Adán, por no saber hacer
caso, siempre tenía miedo, como ya les he dicho, y le pidió compañía al Señor.
Pero entonces le dijo, para que se la diera:
—Señor,
a toditos le diste compañera, menos a mí.
Y
el Señor, como era cierto que toditos tenían, menos él, tuvo que darle. Y así
fue como la mujer lo perdió, porque vino con el miedo y la noche…
FIN
De cómo
repartió el diablo los males por el mundo
Voy
a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien
presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a
nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe
trasmitiéndose, y nunca se pierda.
Esto
ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El
hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males.
Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la
tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había
hecho polvo. Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban
la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también
es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí
que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con
polvito blanco, que era el desaliento…
Y
así es que la gente iba para comprarle y todita compraba enfermedad, miseria,
avaricia y los que pensaban más compraban opulencia y también ambición… Y todo
era para hacerse mal entre los mismos cristianos.
El
Diablo les vendía cobrándoles buen precio, pero a aquel paquetito con polvito
blanco lo miraban, mas nadie le hacía caso…
“¿Qué
es, pues, eso?”, preguntaban por mera curiosidad. Y el Diablo se enojaba, pues
la gente le parecía demasiado cerrada de ideas. Y cuando de casualidad o por
mero capricho alguno lo quería comprar, preguntaba: “¿Cuánto?”, y el Diablo
respondía: “Tanto”. Y era pues un precio muy caro, más precio que el de toditos
los paquetes, y he aquí que la gente se reía diciendo que por ese paquetito tan
chico y que no era tan gran mal no estaba bien que cobrara tanto, insultando
también al Diablo diciéndole que era muy Diablo por quererlos engañar así… Y el
Diablo tenía cólera y también se reía viendo como no pensaba la gente…
Y
es así que vendió todos los males, pero nadie le quiso comprar aquel paquetito,
porque era chiquitito y el desaliento no era gran mal. Y el Diablo decía: “Con
este, todos; sin este, ni uno”. Y la gente más se reía, pensando que el Diablo
se había vuelto zonzo. Y he aquí que solo quedó aquel paquetito, por el que no
daban ni un cobre… Entonces el Diablo, con más cólera todavía y riéndose con la
misma risa de un Diablo, dijo: “Esta es la mía”, y echó al viento aquel polvo
para que se fuera por todo el mundo.
Desde
entonces, todos los males fueron peores, por ese mal que voló por los aires y
enfermó a todos los hombres. Solo, pues, hay que reparar, nada más, para darse
cuenta… Si es afortunado y poderoso, pero cae desalentado por la vida, nada le
vale y el vicio lo empuña… Si es humilde y pobre, entonces el desaliento lo
pierde más rápido todavía… Así fue como el Diablo hizo mal a toda la tierra,
pues sin el desaliento ningún mal podría pescar a un hombre…
Es
así como está en el mundo, donde algunos más, donde otros menos; siempre nos
llega y nadie puede ser bueno de verdad, pues no puede resistir, como es
debido, la lucha fuerte del alma y el cuerpo que es la vida…
Niños
del mundo: que el desaliento no empuñe nunca vuestro corazón.
FIN
La sirena del
bosque
El
árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva
amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que
creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal
privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del
bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo,
está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La
lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo,
produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no
cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de
bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o
abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza,
sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver.
Para
los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es
una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella
sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar
por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de
los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa,
llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la
escuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para
oírla.
Los
viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la
escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca.
Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los
convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que
siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.
Es
aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede
hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto
próximo y distante.
FIN
Muerte del cabo
Cheo López
Perdóneme,
don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo
podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy
pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas
viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?
Yo
estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha
muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro
con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre,
y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo
López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López.
Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también
porque necesitaba beber.
¡Ese
olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de
los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Solo que
como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los
recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo
López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué
no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía
que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico…
Todos lo mismo…
Y
yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o
cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo,
sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí
en la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no
he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando.
Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe.
Luego
vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a
explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana
será.
Ahora
que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era
capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a
hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…
¿Quién
se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía…
Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho…
Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…
Yo
fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban
aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me
acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba
adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco
le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre
nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo
López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló
allá lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos
avanzando… Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos
se quejaban… Otros estaban ya callados…
Habíamos
peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor
del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.
Allá
en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo
respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó,
como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o
en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y
cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el
aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López.
Pero
ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será
que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?…
Vamos,
don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos,
capitán… Hágale siquiera un saludo…
FIN
Navidad en los
Andes
Marcabal
Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de
los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles
profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas
propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es
soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros
cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa
hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una
falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y
un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo
de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas
un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos
de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de
la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a
golpe de roquedales.
Cuando
era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones.
Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara
desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme.
Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao.
Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos.
Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india
dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio
que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía
invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos¹. Recuerdo
todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel.
Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de
caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo
más notable porque una súbita crecida llevose un puente y por poco nos arrastra
el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
-¿Cómo
dices que bien?
-Si
hemos llegao bien, todo ha estao bien -fue su apreciación.
El
hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de
características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos,
milenarias.
Mi
padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa
de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un
carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la
oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era,
porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después,
mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros
los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices,
torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte
traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en
los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de
la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas.
Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse
pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia
habitación olía a bosque recién cortado.
Las
figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el
centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y
el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el
puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una
síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y
toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que
oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
En
medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo
tierno y jubiloso:
-José,
pero si tú eres ateo…
-Déjame,
déjame, Herminia -replicaba mi padre con buen humor- no me recuerdes eso ahora
y… a los chicos les gusta la Navidad…
Un
ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que
hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano
por las obras y cotidianamente.
Por
esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a
nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien
quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos
gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas
consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines,
machetes, cuchillas, sal, azúcar… Cierta vez, un indio regalome un venado de
meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.
Por
esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”,
banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones
cuyo papel diré luego.
El
día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los
sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía
la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía
refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis
tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas
botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la
despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse
rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente,
en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las
cosas adquirían un aire de fiesta.
Servíase
la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada
por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de
cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto
a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por
la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas.
Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas,
se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
Después
de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se
arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz,
sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de
cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado
alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
De
pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un
coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras”
entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía.
Recuerdo algunos versos:
En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que está en la cuna.
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que está en la cuna.
Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar…
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar…
Súbitamente
las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a
la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.
Cuantas
muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones
como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían
trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues
precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos
adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas
calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”.
Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto
de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y
canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las
muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De
cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los
pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros
peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la
igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa
noche.
La
banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la
puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía
entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
-Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.
La
muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos
manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las
enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las
“pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas,
dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota
puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:
A mi niño Manuelito
todas le trae un don.
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
todas le trae un don.
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
La
chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba
quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón
para ofrendarlo.
Las
“pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido
entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros
en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.
Como
habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y
bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la
costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los
juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas.
Conversábase entre tanto. Frecuentemente pedíase a las “pastoras” de mejor voz
que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para
escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a
modo de alta y plácida plegaria.
La
reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me
acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me
gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían
dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con
mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía
que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el
pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.
FIN
Panki y el
guerrero
de
aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto
bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y
sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando
aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.
Claro
que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los
blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente.
Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan
carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres,
hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la
piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes
envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos
más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.
Pero
en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que
tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi
llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto
erguido, hasta lograr que asomara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la
manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si
cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta,
se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran
distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque,
era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y
la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.
Al
principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con
curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel
reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango,
esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas
espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita
panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los
animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos
fijos de la panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible.
Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días,
sin que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa
laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.
Habiendo
asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea
aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del
bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las
armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza
de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El
guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple
manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del
cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla
había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor.
Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido,
disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna.
Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota
acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría
de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad,
porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estirose hasta Yacuma y
abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez
devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón
de la serpiente. Entonces, quitose las ollas de greda y ceniza, desnudó su
cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y
sonoro como un maguaré.
Mientras
tanto, la panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos
coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre
y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el
corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las
pankis mueren lentamente y más esa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un
boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la
orilla a nado.
No
pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las
carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y
el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.
Todo
esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes
para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni
la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.
Cuando
algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira
arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta
por el guerrero Yacuma no ha surgido más.
FIN
Con afecto,
Rubén