Cuento:
Góndolas
Cees Nooteboom
Las
góndolas son atávicas. No recordaba dónde lo había leído ni le apetecía pensar
en ello por temor a que se desvaneciera la emoción del instante. Un sol bajo,
la forma de ave negra de una góndola en la neblina de la laguna, los bolardos
negros perdiéndose en la lejanía, en la otra orilla invisible del agua, como
una solitaria falange de soldados en misión de muerte, y él aquí en la Riva
degli Schiavoni, con una foto amarillenta, medio rasgada, en la mano. Si eso no
es emoción… Fue en ese lugar aproximadamente donde amarró la góndola y fue en
esos escalones o en los de más allá, cerca de la estatua de la partisana
fusilada medio sumergida en el agua, donde desembarcaron.
El
tiempo era similar al de ahora, según se deducía de la fotografía. Se sentaron
en los escalones, y al poco apareció un joven oficial para decirles, mientras
señalaba un rótulo, que los escalones estaban reservados para la Policía de
Aguas y que debían desocuparlos. Así que debía buscar aquel rótulo, seguro que
no era muy difícil encontrarlo.
Y
si lo encuentro, se preguntó, ¿entonces qué? Pues me hallaré en el lugar exacto
donde estuve hace cuarenta años. ¿Y? Se encogió de hombros como si fuera otra
persona quien hubiera formulado la pregunta. Pues nada, se dijo, nada, esa era
precisamente la cuestión.
Había
aceptado el encargo de escribir algo sobre una exposición en el Palazzo Grassi
con la intención de realizar este peculiar peregrinaje. Un peregrinaje en busca
de un espectro. No, más que un espectro, una ausencia. No tardó en encontrar los
escalones. Las ciudades eternas tienden a la inmutabilidad. La Policía de Aguas
seguía amarrando en los mismos escalones. El rótulo estaba en el mismo sitio,
fijado en los ladrillos del muro lateral. Lo habían pintado de nuevo, eso sí.
Se sentó en el escalón superior y pensó que el joven oficial que se había
acercado a ellos aquel día lejano llevaría ya tiempo jubilado, y, en el
supuesto de que siguiera siendo joven después de esos cuarenta años, no habría
reconocido a ese anciano sentado en la escalera. La fotografía la había hecho
un desconocido que se encontraba un poco más allá, en el borde del muelle, de
espaldas a la laguna. Fue tomada con un ángulo de treinta grados, lo que
permitía distinguir al fondo el Palacio Ducal. Observó la fotografía, y, como
siempre, se sintió asombrado de su falsedad. Las fotografías no sólo eran
capaces de retratar a los muertos, sino que además te confrontaban con una
versión desfasada de ti mismo, un joven melenudo, irreconocible, cuya
apariencia estaba tan asociada al espíritu de una época que la imagen despedía
el rancio aroma de un tiempo ya para siempre superado.
El
milagro es que uno conserve el mismo cuerpo. Aunque en realidad no es el mismo,
claro. El poseedor del cuerpo conserva el mismo nombre, eso es todo.
En
realidad, lo que quería decir esa fotografía, pensó, más como una constatación
que por autocompasión o por sentimentalismo trágico, es que a él también le
había llegado la hora. Aquel día él estaba sentado a la izquierda de ella. Ella
alzó sonriente la cabeza hacia el fotógrafo desconocido, se echó el cabello
rojo hacia atrás con un rápido ademán y apoyó el cuerpo contra el muro lateral
de los escalones cubriendo una parte del rótulo. Miró el agua gris que se mecía
al pie de la escalera. ¡Qué milagro que todo permaneciese igual! El agua, la
forma de cormorán de las góndolas, el escalón de mármol sobre el que se había
sentado. Somos nosotros quienes desaparecemos, pensó, quienes abandonamos la
escenografía de nuestras vidas. Pasó la mano por la granulosa superficie de
piedra que tenía a su lado, como si quisiera palpar la ausencia de la mujer de
la fotografía. Sabía que era fácil caer en formulaciones tópicas cuando uno
pensaba en ese tipo de cosas, pero era indudable que había en todo ello un
misterio que nadie había resuelto jamás. «Por realidad y perfección entiendo lo
mismo», esta vez sí se acordaba de quién era esa frase. Era dudoso que Hegel
aludiera a la situación en la que él se encontraba y sin embargo parecía
escrita a propósito. Sintió un extraño regocijo al pensar que la realidad era
la que era, que no podía modificarse mediante el pensamiento. La muerte era
algo natural aunque viniera acompañada de formas de dolor casi intolerables y
tan profundas que uno quisiera perderse en ellas para abandonarse a la realidad
perfecta del misterio.
Todo
comenzó de un modo muy simple. Una isla griega, la casa de los amigos de unos
amigos, que le dejaron porque sentían pena por él debido a su reciente
divorcio.
No estaba acostumbrado a estar solo y anhelaba
a todas horas compañía femenina.
Un paseo marítimo pavimentado por donde
caminaban o paseaban aquellas figuras femeninas a las que él deseaba abordar.
Pero no se atrevía por temor a ser tachado de imbécil. «Engatusar a las
mujeres», llamaba a eso su amigo Wintrop. La expresión era bonita, pero él
nunca fue capaz de hacerlo. ¿Cómo era aquel verso de Lucebert? Rondando barcas
femeninas en la noche. Sí, eso sí que lo hacía. Pasear de un lado a otro y
vuelta a empezar. Rondar, callejear, mirar. Hidra, barcas de pescadores,
blancas en la noche oscura, meciéndose suavemente, iluminadas por la luz de
neón de las altas farolas del muelle. Golondrinas, cipreses, ¿o acaso era todo
ello producto de su imaginación? ¿Existían en aquella época las luces de neón?
¿Por qué iba a corresponder su recuerdo con la realidad? Transfórmalas en luces
amarillas, escucha una lechuza, observa las formas oscuras de los pinos. El mar
sigue siendo el mismo y bate suavemente contra el muro del muelle. Todo lo
demás es reemplazable, el arsenal de objetos con los que se guarnece la
memoria.
Ella
no se parecía a una barca cuando pasó delante de él. O tal vez sí. Era
extremadamente ligera, como una vela pequeña flotando en el agua. Él debió de
hacer el ridículo poniéndose de repente de pie junto al muro del muelle y
haciendo el gesto de un agente que detiene el tráfico. Y eso fue lo que dijo,
¡Stop! Todavía lo recordaba con bochorno. Años después, en California, cuando
ya todo pertenecía a un pasado remoto, ella se reiría más de una vez de aquella
escena. Se quedó tan sorprendida que se detuvo en seco. Curiosamente, él no
recordaba si se fue con él aquella misma noche. Estuvieron charlando un buen
rato en un bar del puerto. Americana, de nombre italiano. Dieciséis, dieciocho
años, se lo quiso preguntar pero no se atrevió. Ya entonces reparó en los
signos que la chica tenía en las manos y en los brazos, los signos del zodíaco,
no tatuados, como suelen verse hoy en día, sino dibujados con tinta negra sobre
la piel morena. Cuando le preguntó qué era aquello, ella le contestó sin más:
«Ah, soy una bruja». También de eso se reirían más adelante. Él aún conservaba
las cartas que ella le escribió en aquella época, unas cartas llenas de
exaltadas historias sobre brujería y hechizos, fantasías que a él le parecían absurdas
y que sin embargo al principio le resultaron excitantes. Entonaban con el
espíritu de la época y más aún con el cabello rojo de su amiga, con sus ojos
color pizarra, con su voz sorprendentemente profunda y un poco ronca. Durante
los días siguientes a su encuentro, ella durmió en su gran casa blanca. En su
casa, no en su cama. Ese fue el pacto. Ella se dejaba acariciar mirando hacia
otro lado y luego se quedaba dormida de un modo sorprendentemente profundo, con
la ausencia de un animal para quien el mundo ha dejado de existir. Él se sentía
entonces un poco ridículo y desplazado, pero le conmovía la confianza que ella
le mostraba. Mejor la compañía que el amor, algo así escribió por aquel
entonces en su diario. Más tarde se deshizo de ese diario, algo que ahora
lamentaba, aunque de esa frase se acordaba todavía. Unos días después todo
cambió. Tal vez se lo estaba inventando, pero le pareció recordar que le señaló
uno de esos extraños signos que llevaba pintados en diferentes partes del
cuerpo y le dijo algo así como que había llegado el momento. Algo relacionado
con los planetas, cosas que ya entonces a él le parecían una simpleza.
En
el amor fue astuta y a la vez infantil, no había encontrado otras palabras para
describirla. Aunque la calificación de «astuta» nunca le había convencido, no
era el término apropiado. Más bien calculadora, consciente de su propósito,
pero tampoco era exactamente eso. Su premeditado comportamiento infantil
suscitó entre ellos una sensación de juego prohibido que a él le resultaba
excitante, como si ella tratara de insinuarle que dormía con una niña, algo que
él nunca había experimentado ni volvería a experimentar de esta manera.
Regresó
a la ciudad. La exposición de Piero della Francesca le había causado una
profunda impresión. En realidad no sabía por qué había visto en esa exposición
un paralelo con aquella historia tan lejana, tal vez por la sencilla razón de
que el pintor y aquel recuerdo le ocupaban la cabeza simultáneamente, tal vez
también porque había algo en las obras de Piero della Francesca que resultaba
inaccesible, una sensación similar a la que experimentó aquellas pocas semanas
en que él y la chica estuvieron juntos. No puede decirse que ella fuera una
mujer misteriosa, lo de la brujería era una sandez, pero su presencia «ausente»
le recordaba de alguna manera las figuras hieráticas de las pinturas del
artista. Cuando uno estaba frente a ellas, sentía un fuerte deseo de penetrar
en su mundo, pero este era inaccesible. No sabía aún qué escribir en su
artículo, como tampoco sabía qué hacer con su recuerdo.
Tomaron
un tren, por aquel entonces, y atravesaron Grecia para ir a Yugoslavia.
De aquel viaje no recordaba más que las
habitaciones de miserables pensiones y la corona de cabello rojo sobre la
almohada. Y una noche en Belgrado, en la terraza de una cervecería, donde unos
hombres en plena juerga les ofrecieron su slivovitz y luego arrojaron sus copas
al suelo de grava. Así llegaron a Venecia. No recordaba en qué hotel se
alojaron, pero sí el lugar donde fue tomada la foto. Se dio la vuelta y volvió
sobre sus pasos.
En
realidad era inconcebible que la gente desapareciera sin más de la vida de uno.
Deberíamos tener cientos de vidas paralelas. Despedida en la gran estación, el
aturdido vagabundeo por la Fondamenta Santa Lucia, de nuevo solo, un hombre
callejeando entre la multitud que acababa de experimentar cómo alguien se había
desvanecido súbitamente en el mundo: un brazo delgadito que asomaba por la
ventana de un tren y luego el propio tren, un artefacto cuadrado con luces,
alejándose por el Ponte della Ferrovia. Después el vacío. Cuarenta años habían
transcurrido desde entonces. Regresó a su habitación de hotel y se puso a
hojear el catálogo de la exposición. Sí, era absurdo tratar de encontrar una
conexión entre aquella historia tan lejana y Piero della Francesca.
¿Quién
había sido ella? Una hija de los tiempos del flower power y él, en su soledad,
un joven dispuesto a enamorarse y escuchar aquellas monsergas sobre planetas y
estrellas que según ella interferían en sus vidas. ¡Como si estos no tuvieran
otra cosa que hacer!
Y
sin embargo, de noche junto al mar, cuando su voz le seguía hablando de Saturno
y Plutón como si fueran seres vivos que desde el universo tejiesen los hilos
por los que discurrían las vidas de una chica de diecisiete años de Mills
Valley y de un periodista freelance de Ámsterdam, él había sentido una
fascinación difícil de describir, no por las historias que ella le contaba,
sino por el tono pizarra de sus ojos que parecía iluminarse en la oscuridad.
El
amor era necesidad de amor, eso bien lo comprendió. Que unas cuantas esferas
inertes, compuestas de gas y de hielo, rigieran nuestras vidas desde el
universo era una fábula que la gente se contaba para sentirse parte de algo en
un mundo en el que otras fábulas habían perdido credibilidad. Y si no eras
capaz de soportar esas cosas, no haber dicho «stop» a una transeúnte
cualquiera.
De
vuelta a su casa vacía de Ámsterdam, estuvo esperando sus cartas escritas con
aquella caligrafía americana poco agraciada y casi infantil, los márgenes
adornados con medio zodíaco y signos sicilianos contra el mal de ojo. Se
preguntaba ahora qué le habría contestado él. No recordaba quién de los dos fue
el primero en dejar de escribir, pero sí la excitación que sintió cuando al
cabo de más de veinte años recibió inesperadamente una carta escrita con la
misma caligrafía torpe. En ella le decía que había leído una reseña suya sobre
Jacoba van Heemskerck en un catálogo sobre arte espiritual publicado con motivo
de una exposición de la obra de esta artista en San Francisco.
Le habían sucedido muchas cosas, le decía. Se
había casado, divorciado, tenía dos hijos y pintaba cuadros que tal vez
guardasen cierta similitud con los de Jacoba van Heemskerck. En la carta había
incluido dos fotos de su obra: unas superficies nebulosas de un color que a él
le recordó el tono de sus ojos, gris con unas manchas luminosas flotantes. Arte
destinado a las paredes de un centro de meditación. Las cosas no le habían ido
bien, pero el budismo le había sido de gran ayuda. Cerca de su casa había un
monasterio que le había servido de mucho. De no ser por sus hijos, habría
ingresado en él. Se acordaba de él con frecuencia. A lo mejor se estableció una
especie de afinidad espiritual entre ellos mientras él redactaba su reseña de
la obra de Jacoba, una artista apenas conocida en Estados Unidos, pero que para
ella había sido una fuente importante de inspiración, y sobre todo un consuelo,
pues había vivido experiencias desagradables que prefería no contarle para no
aburrirle. Esperaba que le llegara la carta y sentía que su visita a esa
exposición había sido una señal.
¿No era extraño que personas que se habían
conocido se perdieran para siempre de vista en este mundo? ¿Que el uno no
supiera si el otro vivía, a pesar de haber viajado juntos, de haber compartido
experiencias? Cuando se conocieron, ella era en realidad una niña. Durante el
tiempo que estuvieron juntos había vivido como en un sueño, tanto en la vieja
casa de Hidra como en el largo viaje en tren por aquellos áridos paisajes y al
final en Venecia, adonde esperaba poder volver alguna vez. Probablemente habría
dicho muchas tonterías en aquellos días, le pedía disculpas por ello, pero con
todo él supo respetarla tal como era entonces y ahora quería agradecérselo,
porque las cosas también podrían haber ido de otra manera. No estaba segura de
si él comprendía a lo que se refería. En realidad, lo que quería decirle es que
le agradecía que él no hubiera abusado de ella. Esperaba que comprendiera que
no le estaba pidiendo nada. Y que de todos modos era un milagro que entre los
miles de millones de personas que hay en el mundo se hubieran vuelto a
encontrar. Naturalmente no era necesario que contestara a su carta, no era eso
lo que ella pretendía, aunque sí le gustaría saber si estaba bien.
No
muy bien, debería haber sido su respuesta sincera. Pero no pensaba contestarle
eso ni tampoco que su reseña sobre Jacoba van Heemskerck la había escrito por
encargo, que aunque sentía respeto por la obra de esa artista, la consideraba
un poco inconsistente, y que en su opinión el interés que actualmente esta
suscitaba formaba parte de esa afición general por lo espiritual que en los
últimos años había tomado posesión de las almas de la gente, y de la que ella,
la que escribía la carta, había sido en cierta manera una precursora. Su obra
era pródiga en color, sí, y con un dinamismo tal vez similar al de Kandinsky,
pero carecía de la historia que él buscaba.
Ese arte no había sido sino una reacción al
siglo XIX que él tanto detestaba.
En
lugar de esto, le contó que estaba preparando una tesis sobre Piero della
Francesca. ¿Conocía ella a ese pintor? Y sí, le alegraba haber recibido una
carta suya.
¿Qué
sucedería si se volvieran a ver? Él seguía conservando aquella pequeña fotografía
de ella junto al bolardo en la Riva degli Schiavoni. ¿Se la envió en su día?
No
lo recordaba. Y eso que acababa de decir del siglo XIX no era del todo cierto.
Flaubert, Stendhal, Balzac, ellos habían sido ya una reacción a aquella antigua
indolencia en la que se anegaron tantas esperanzas. Le bastaba con mirar las
primeras fotografías de aquella época, el estatismo de los largos tiempos de
exposición, para saber que no desearía haber vivido en aquella antesala del
modernismo. ¡Aquella fotografía! Una chica junto a un bolardo tan grande que
hubiera podido servir de amarre incluso de un buque. Un vestido muy ligero, con
un toque violeta, por el que asomaba el rostro efímero de una criatura humana,
pura fugacidad capaz de desvanecerse de un soplo. Una Madonna de Bellini,
aunque eso no se lo dijo. Un estudioso de la historia del arte debe desconfiar
de las comparaciones. Y con todo, incluso sin hijo, ella había sido una
Madonna. La misma sombra en la parte izquierda del rostro que no presagiaba
nada bueno, unos ojos mirando hacia dentro que habían visto ya cien veces la
futura tragedia del niño que sostenía en su regazo, y luego el propio niño, un
viejo filósofo consciente de que la mano amorosa de su madre no lograría
salvarle de la muerte.
Antes
de que acabara de leer la carta, él ya había tomado la decisión: iría a
visitarla. Y eso fue lo que hizo. Un ejercicio sin sentido, le advirtió uno de
sus amigos, pero él no lo creía así. Las historias hay que concluirlas.
Y
la consecuencia de todo ello fue un viaje a Estados Unidos y una mujer
esperándole en un aeropuerto de San Francisco, una mujer en cuyo rostro vio la
imagen envejecida de sí mismo. Las personas son extraordinarias, merecerían ser
premiadas continuamente.
Se escrutaron con una mirada fugaz que no duró
más de un segundo, una fotografía interior de extrema nitidez sobre la que de
momento no iban a hablar. Arrugas en el contorno de los ojos, el cabello
todavía con un brillo rojo pero más apagado, testimonio del paso del tiempo, y
un repentino compañerismo, tal vez ternura. Más amor que antes, lo supo
enseguida, un amor con el que no haría nada, también eso lo supo en el acto.
La vulnerabilidad había aumentado. Una casa de
madera, suburbio de un suburbio, acuarelas de la órbita de Rudolf Steiner, un
arte que a él nunca le había interesado, cosas que en otros tiempos habría
dicho y sobre las que ahora era capaz de mentir con una facilidad que a él
mismo sorprendía. Sigues viviendo en un sueño, le dijo, y ella, fiel a sí
misma, le contó algo así como que Saturno era el autor de aquellas manchas
flotantes, que había sido una semana de éxtasis absoluto, que había sentido
aquella fuerza noche tras noche mientras pintaba, y que al acabar se había
sentido más vacía que nunca, vacía pero feliz.
Poco
tiempo después ella había visto aquella exposición y había comprendido que era
una señal de que debía escribirle. Pero nunca imaginó que fuera a verla.
«Servicio
de Amor» fue el término que se le ocurrió. Había venido para concluir una
historia. Lo cual no era lo mismo que ponerle fin. Algo había permanecido
abierto.
La mayoría de las veces, la cosa no iba a más:
dos personas vivían una historia, luego se imponía la distancia, el tiempo, el
desgaste, el olvido. De cuando en cuando un pensamiento, un vago recuerdo, lo
normal, lo que solía suceder, excepto cuando uno no se conformaba con ello.
Algo tenía todavía que ocurrir, una verificación, una forma de despedida. Las
historias hay que cerrarlas, no sólo para uno mismo, sino también para el otro,
a no ser que el otro no tenga necesidad de ello. Eso era lo que él había ido a
hacer en Mills Valley. Y eso era lo que estaba haciendo de nuevo ahora, después
de la muerte de ella, en Venecia.
Con
afecto,
Rubén
¿Experiencias
desagradables? ¿No fue eso lo que ella le dijo en la carta? Sí, pero no quiso
hablar de ello.
¿Y
si salían a pasear? ¿Un paseo por la orilla del mar? Hacía buen tiempo, un poco
tormentoso, pero esa era la atmósfera apropiada. ¿O estaba él muy cansado? No,
le apetecía salir a pasear y sentir los azotes del viento. Nadar iba a ser
imposible, por la fría corriente del golfo y también por las riptides, las
aguas revueltas. El mar estaba hermoso pero era un peligro, dijo ella. Y así
era. Marin County, McClures Beach, un largo descenso, y unos campos a izquierda
y derecha donde había unos alces enormes a los que estaba prohibido acercarse.
Periodo de celo. De cuando en cuando se les oye bramar cuando se desafían con
su imponente cornamenta. Abajo golpeaba el rompiente, muros de agua que te
venían al encuentro, los correlimos correteaban delante de las olas trazando en
la arena signos de un alfabeto minúsculo. El bramido del mar era un órgano
furioso, el lugar donde se concluye una historia que empezó veinte años atrás.
Entonces te pones a gritar contra el viento.
Una
maldición, un destino que no se aviene con las tonalidades de esa tierra, ni
con los colores infantiles de la ropa que viste ahí la gente mayor, ni con las
casas ligeras de madera, ni con las imitaciones de una pintora holandesa de la
era antroposófica. Por eso te acercas a la violencia del océano y lanzas tus
palabras contra el viento, mientras la voz femenina grita contra la rompiente
cosas sobre un poeta que la abandonó, un hijo drogadicto, una enfermedad como
una bomba de relojería, «pero estoy resignada».
«Un
poco excesivo, eh», dijo ella más tarde en el coche. Esa era la frase que él se
llevó consigo a Venecia, «un poco excesivo». Se cartearon un par de veces más,
pero cuando él le preguntaba por su enfermedad, ella rehusaba contestarle y le
decía que los planetas y las estrellas la acompañaban más que nunca y que a
veces sentía como si alguien estuviera a punto de llevársela al cielo. Y
también le dijo que le había hecho un dibujo, que le enviaría cuando llegara el
momento. Y que no quería su compasión. Acababa de regresar de la playa, donde
había presenciado una puesta de sol alucinante, una extensa estela roja
dirigiéndose en línea recta a la playa en la que habían estado los dos. Podría
haber caminado sobre el agua directamente hacia el sol.
Al
cabo de una semana más o menos llegó la acuarela que él había visto en su casa
y que nunca llegó a colgar. Y con la acuarela, las cartas que él le había
escrito durante los últimos meses y las de veinte años atrás. Las arrojó al
agua sin leer. «Para eso están los cubos de basura», le conminó una voz a sus
espaldas. Él no contestó y se quedó mirando los papelitos blancos que se mecían
sobre el agua cenicienta del atardecer, hasta que pasó una góndola y los perdió
de vista.
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