Una historia con ángel muy
brillante de García Márquez es lo que puedes leer a continuación. El
cuento narra la aparición de un hombre viejo (“Un señor muy viejo con unas alas
enormes”) que aparece tirado en el fondo del patio de una casa asolada por los
cangrejos. Poco a poco, todos tienden a pensar que se trata de un ángel…
García Márquez demuestra en este
cuento, una vez más, su destreza con los diálogos.
En su obra los diálogos son siempre
escasos pero certeros. Tanto es así, que solo hay un pie de diálogo en toda la
narración, si bien va a constituirse desde las primeras líneas en el motor
de la historia: la creencia de que el viejo del que nada saben y que no se
comunica con nadie es un ángel.
—Es un ángel –les dijo—. Seguro que
venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Cuento: Un señor muy viejo con unas alas enormes
Gabriel García
Márquez
Al tercer día de lluvia habían matado
tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio
anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia.
El mundo estaba triste desde el martes. El
cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en
marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo
y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver
qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse
mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en
el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se
lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo
corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño
enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un
callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su
lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban
encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta
atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y
acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les
contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue
así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy
buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por
el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera una vecina que sabía todas
las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
—Es un ángel –les dijo—. Seguro que
venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía
que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el
criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido
corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la
cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A
media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer.
Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar.
Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y
echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una
criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las
siete alarmado por la desproporción de la noticia.
A esa hora ya habían acudido curiosos menos
frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el
porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del
mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de
cinco estrellas para que ganara todas las guerras.
Algunos visionarios esperaban que fuera
conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo.
Pero el padre Gonzaga, antes de ser
cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su
catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de
aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las
gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas
extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían
tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre
Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco
tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de
Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca
resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de
las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por
vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la
egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve
sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó
que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval
para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento
esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho
menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir
una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo
que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones
estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al
cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que
llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de
tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de
feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos
por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la
Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando
varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus
alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud
los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba
contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas,
un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había
hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden
de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios,
y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba
hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no
participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo
en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de
aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas.
Al principio trataron de que comiera cristales
de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el
alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo
si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de
berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo en los primeros tiempos,
cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con
ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que
se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron
alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y
dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y
polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde
entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su
pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo
en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la
frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le
llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de
Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar
si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo,
si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería
simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y
venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera
puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas
otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el
espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer
a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para
ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie
pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de
un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no
era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores
de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus
padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber
bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos
mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas
caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de
tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin
proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los
mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un
cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo
a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles
en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían
entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando
la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre
Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar
tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos
caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada
que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas,
con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca
del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se
compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de
aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna
vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no
fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que
ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa
nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no
estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había
metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los
mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de
perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico
que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró
tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció
posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica
de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano,
que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía
mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel
andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban
a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina.
Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se
desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda
gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan
turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le
hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron
que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo.
Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba
a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con
los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su
peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil
muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a
principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y
duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la
decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba
muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de
navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba
cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de
alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió
al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con
las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el
cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire.
Pero logró ganar altura. Elisenda
exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por
encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso
aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la
cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver,
porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el
horizonte del mar.
El Autor.
Con afecto,
Rubén
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