Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Julio Ramón Ribeyro (La palabra del mudo)
Los
merengues
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del
colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban
alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se
abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas
malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las
monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado,
que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su
lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá.
Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no
faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre
están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los
zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los
clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con
tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban
bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables.
Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su
nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le
obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue, pero intuía que en los
favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le
regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
- ¡Empara! - dijo, aventándolo por encima del
mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al
suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba
carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus
colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los
piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos
probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a
la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde
aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes
ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario, pero
no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y
el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a
codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza
apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una
expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente
dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos
lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz
de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El
dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo
desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono
imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta
perplejidad, pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? – insistió Perico excitándose-
¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la
oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el
mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
- ¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí –replicó Perico con una convicción que despertó
la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con
cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero
lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues- pero esta vez su voz había
perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a
explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente
-Despácheme antes.
- ¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a
preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano
hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a
través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió, sino que rogó con una
voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado,
pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
- ¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del
mostrador y le dio el cocacho acostumbrado, pero a Perico le pareció que esta
vez llevaba una fuerza definitiva.
- ¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas
a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el
dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los
alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto
del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir
el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a
una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas
monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y
terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las
pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.
Lima, 1952
Doblaje
En aquella época vivía en un pequeño hotel cerca de
Charing Cross y pasaba los días pintando y leyendo libros de ocultismo. En
realidad, siempre he sido aficionado a las ciencias ocultas, quizás porque mi
padre estuvo muchos años en la India y trajo de las orillas del Ganges, aparte
de un paludismo feroz, una colección completa de tratados de esoterismo. En uno
de estos libros leí una vez una frase que despertó mi curiosidad. No sé si
sería un proverbio o un aforismo, pero de todos modos era una fórmula cerrada
que no he podido olvidar: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas.
Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el
movimiento contrario”.
Si la frase me interesó fue porque siempre había vivido
atormentado por la idea del doble. Al respecto, había tenido solamente una
experiencia y fue cuando al subir a un ómnibus tuve la desgracia de sentarme
frente a un individuo extremadamente parecido a mí. Durante un rato
permanecimos mirándonos con curiosidad hasta que al fin me sentí incómodo y
tuve que bajarme varios paraderos antes de mi lugar de destino. Si bien este
encuentro no volvió a repetirse, en mi espíritu se abrió un misterioso registro
y el tema del doble se convirtió en una de mis especulaciones favoritas.
Pensaba, en efecto, que dados los millones de seres
que pueblan el globo, no sería raro que por un simple cálculo de probabilidades
algunos rasgos tuvieran que repetirse. Después de todo, con una nariz, una
boca, un par de ojos y algunos otros detalles complementarios no se puede hacer
un número infinito de combinaciones. El caso de los sosias venía, en cierta
forma, a corroborar mi teoría. En esa época, estaba de moda que los hombres de
Estado o los artistas de cine contrataran a personas parecidas a ellas para
hacerlas correr todos los riesgos de la celebridad. Este caso, sin embargo, no
me dejaba enteramente satisfecho. La idea que yo tenía de los dobles era más
ambiciosa; yo pensaba que a la identidad de los rasgos debería corresponder
identidad de temperamento y a la identidad de temperamento -¿por qué no?-
identidad de destino. Los pocos sosias que tuve la oportunidad de ver unían a
una vaga semejanza física -completada muchas veces con la ayuda del maquillaje-
una ausencia absoluta de correspondencia espiritual. Por lo general, los sosias
de los grandes financistas eran hombres humildes que siempre habían sido
aplazados en matemáticas.
Decididamente, el doble constituía para mí un
fenómeno más completo, más apasionante. La lectura del texto que vengo de citar
contribuyó no solamente a confirmar mi idea sino a enriquecer mis conjeturas. A
veces, pensaba que en otro país, en otro continente, en las antípodas, en suma,
había un ser exactamente igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos,
mis pasiones, mis sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo
que me irritaba.
Con el tiempo la idea del doble se me hizo
obsesiva. Durante muchas semanas no pude trabajar y no hacía otra cosa que
repetirme esa extraña fórmula esperando quizás que, por algún sortilegio, mi
doble fuera a surgir del seno de la tierra. Pronto me di cuenta que me
atormentaba inútilmente, que, si bien esas líneas planteaban un enigma,
proponían también la solución: viajar a las antípodas.
Al comienzo rechacé la idea del viaje. En aquella
época tenía muchos trabajos pendientes. Acababa de empezar una madona y había
recibido, además, una propuesta para decorar un teatro. No obstante, al pasar
un día por una tienda del Soho, vi un hermoso hemisferio exhibiéndose en una
vitrina. En el acto lo compré y esa misma noche lo estudié minuciosamente. Para
gran sorpresa mía, comprobé que en las antípodas de Londres estaba la ciudad
australiana de Sydney. El hecho de que esta ciudad perteneciera al Commonwealth
me pareció un magnífico augurio. Recordé, asimismo, que tenía una tía lejana en
Melbourne, a quien aprovecharía para visitar. Muchas otras razones igualmente
descabelladas fueron surgiendo -una insólita pasión por las cabras
australianas- pero lo cierto es que a los tres días, sin decirle nada a mi
hotelero para evitar sus preguntas indiscretas, tomé el avión con destino a Sídney.
No bien había aterrizado cuando me di cuenta de lo
absurda que había sido mi determinación. En el trayecto había vuelto a la
realidad, sentía la vergüenza de mis quimeras y estuve tentado de tomar el
mismo avión de regreso. Para colmo, me enteré de que mi tía de Melbourne hacía
años que había muerto. Luego de un largo debate decidí que al cabo de un viaje
tan fatigoso bien valía la pena quedarse unos días a reposar. Estuve en
realidad siete semanas.
Para empezar, diré que la ciudad era bastante
grande, mucho más de lo que había previsto, de modo que en el acto renuncié a
ponerme en la persecución de mi supuesto doble. Además, ¿cómo haría para
encontrarlo? Era en verdad ridículo detener a cada transeúnte en la calle a
preguntarle si conocía a una persona igual a mí. Me tomarían por loco. A pesar
de esto, confieso que cada vez que me enfrentaba a una multitud, fuera a la
salida de un teatro o en un parque público, no dejaba de sentir cierta
inquietud y contra mi voluntad examinaba cuidadosamente los rostros. En una
ocasión, estuve siguiendo durante una hora, presa de una angustia feroz, a un
sujeto de mi estatura y mi manera de caminar. Lo que me desesperaba era la
obstinación con que se negaba a volver el semblante. Al fin, no pude más y le
pasé la voz. Al volverse, me enseñó una fisonomía pálida, inofensiva, salpicada
de pecas que, ¿por qué no decirlo?, me devolvió la tranquilidad. Si permanecí
en Sídney el monstruoso tiempo de siete semanas no fue seguramente por llevar
adelante estas pesquisas sino por razones de otra índole: porque me enamoré.
Cosa rara en un hombre que ha pasado los treinta años, sobre todo en un inglés
que se dedica al ocultismo.
Mi enamoramiento fue fulminante. La chica se
llamaba Winnie y trabajaba en un restaurante. Sin lugar a dudas, ésta fue mi
experiencia más interesante en Sídney. Ella también pareció sentir por mí una
atracción casi instantánea, lo que me extrañó, desde que yo he tenido siempre
poca fortuna con las mujeres. Desde un comienzo aceptó mis galanterías y a los
pocos días salíamos juntos a pasear por la ciudad. Inútil describir a Winnie;
sólo diré que su carácter era un poco excéntrico. A veces me trataba con enorme
familiaridad; otras, en cambio, se desconcertaba ante algunos de mis gestos o
dé mis palabras, cosa que lejos de enojarme me encantaba. Decidido a cultivar
esta relación con mayor comodidad, resolví abandonar el hotel y, hablando por
teléfono con una agencia, conseguí una casita amoblada en las afueras de la
ciudad.
No puedo evitar un poderoso movimiento de
romanticismo al evocar esta pequeña villa. Su tranquilidad, el gusto con que
estaba decorada, me cautivaron desde el primer momento. Me sentía como en mi
propio hogar. Las paredes estaban decoradas con una maravillosa colección de
mariposas amarillas, por las que yo cobré una repentina afición. Pasaba los
días pensando en Winnie y persiguiendo por el jardín a los bellísimos
lepidópteros. Hubo un momento en que decidí instalarme allí en forma definitiva
y ya estaba dispuesto a adquirir mis materiales de pintura, cuando ocurrió un
accidente singular, quizá explicable, pero al cual yo me obstiné en darle una
significación exagerada.
Fue un sábado en que Winnie, luego de ofrecerme una
tenaz resistencia, resolvió pasar el fin de semana en mi casa. La tarde
transcurrió animadamente, con sus habituales remansos de ternura. Hacia el
anochecer, algo en la conducta de Winnie comenzó a inquietarme. Al principio yo
no supe qué era y en vano estudié su fisonomía, tratando de descubrir alguna
mudanza que explicara mi malestar. Pronto, sin embargo, me di cuenta de que lo
que me incomodaba era la familiaridad con que Winnie se desplazaba por la casa.
En varias ocasiones se había dirigido sin vacilar hacia el conmutador de la
luz. ¿Serían celos? Al principio fue una especie de cólera sombría. Yo sentía
verdadera afección por Winnie y si nunca le había preguntado por su pasado fue
porque ya me había forjado algunos planes para su porvenir. La posibilidad de
que hubiera estado con otro hombre no me lastimaba tanto como que aquello
hubiera ocurrido en mi propia casa.
Presa de angustia, decidí comprobar esta sospecha.
Yo recordaba que, curioseando un día por el desván, había descubierto una vieja
lámpara de petróleo. De inmediato pretexté un paseo por el jardín.
-Pero no tenemos con qué alumbrarnos -murmuré.
Winnie se levantó y quedó un momento indeciso en
medio de la habitación. Luego la vi dirigirse hacia la escalera y subir
resueltamente sus peldaños. Cinco minutos después apareció con la lámpara
encendida.
La escena siguiente fue tan violenta, tan penosa,
que me resulta difícil revivirla. Lo cierto es que monté en cólera, perdí mi
sangre fría y me conduje de una manera brutal. De un golpe derribé la lámpara,
con riesgo de provocar un incendio, y precipitándome sobre Winnie, traté de
arrancarle a viva fuerza una imaginaria confesión. Torciéndole las muñecas, le
pregunté con quién y cuándo había estado en otra ocasión en esa casa. Sólo
recuerdo su rostro increíblemente pálido, sus ojos desorbitados, mirándome como
a un enloquecido. Su turbación le impedía pronunciar palabra, lo que no hacía
sino redoblar mi furor. Al final, terminé insultándola y ordenándole que se
retirara del lugar. Winnie recogió su abrigo y atravesó a la carrera el umbral.
Durante toda la noche no hice otra cosa que
recriminarme mi conducta. Nunca creí que fuera tan fácilmente excitable y en
parte atribuía esto a mi poca experiencia con las mujeres. Los actos que en
Winnie me habían sublevado me parecían, a la luz de la reflexión, completamente
normales. Todas esas casas de campo se parecen unas a otras y lo más natural
era que en una casa de campo hubiera una lámpara y que esta lámpara se
encontrara en el desván. Mi explosión había sido infundada, peor aún, de mal
gusto. Buscar a Winnie y presentarle mis excusas me pareció la única solución
decente. Fue inútil; jamás pude entrevistarme con ella. Se había ausentado del
restaurante y cuando fui a buscarla a su casa se negó a recibirme. A fuerza de
insistir salió un día su madre y me dijo de mala manera que Winnie no quería
saber absolutamente nada con locos.
¿Con locos? No hay nada que aterrorice más a un
inglés que el apóstrofe de loco. Estuve tres días en la casa de campo tratando
de ordenar mis sentimientos. Luego de una paciente reflexión, comencé a darme
cuenta de que toda esa historia era trivial, ridícula, despreciable. El origen
mismo de mi viaje a Sídney era disparatado. ¿Un doble? ¡Qué insensatez! ¿Qué
hacía yo allí, perdido, angustiado, pensando en una mujer excéntrica a la que
quizá no amaba, dilapidando mi tiempo, coleccionando mariposas amarillas? ¿Cómo
podía haber abandonado mis pinceles, mi té, mi pipa, mis paseos por Hyde Park,
mi adorable bruma del Támesis? Mi cordura renació; en un abrir y cerrar de ojos
hice mi equipaje, y al día siguiente estaba retornando a Londres.
Llegué entrada la noche y del aeródromo fui
directamente a mi hotel. Estaba realmente fatigado, con unos enormes deseos de
dormir y de recuperar energías para mis trabajos pendientes. ¡Qué alegría
sentirme nuevamente en mi habitación! Por momentos me parecía que nunca me
había movido de allí. Largo rato permanecí apoltronado en mi sillón, saboreando
el placer de encontrarme nuevamente entre mis cosas. Mi mirada recorría cada
uno de mis objetos familiares y los acariciaba con gratitud. Partir es una gran
cosa, me decía, pero lo maravilloso es regresar.
¿Qué fue lo que de pronto me llamó la atención? Todo estaba en orden, tal como lo dejara. Sin embargo, comencé a sentir una viva molestia. En vano traté de indagar la causa. Levantándome, inspeccioné los cuatro rincones de mi habitación. No había nada extraño, pero se sentía, se olfateaba una presencia, un rastro a punto de desvanecerse…
¿Qué fue lo que de pronto me llamó la atención? Todo estaba en orden, tal como lo dejara. Sin embargo, comencé a sentir una viva molestia. En vano traté de indagar la causa. Levantándome, inspeccioné los cuatro rincones de mi habitación. No había nada extraño, pero se sentía, se olfateaba una presencia, un rastro a punto de desvanecerse…
Unos golpes sonaron en la puerta. Al entreabrirla,
el botones asomó la cabeza.
-Lo han llamado del Mandrake Club. Dicen que ayer
ha olvidado usted su paraguas en el bar. ¿Quiere que se lo envíen o pasará a
recogerlo?
-Que lo envíen -respondí maquinalmente.
En el acto me di cuenta de lo absurdo de mi
respuesta. El día anterior yo estaba volando probablemente sobre Singapur. Al
mirar mis pinceles sentí un estremecimiento: estaban frescos de pintura.
Precipitándome hacia el caballete, desgarré la funda: la madona que dejara en
bosquejo estaba terminada con la destreza de un maestro y su rostro, cosa
extraña, su rostro era de Winnie.
Abatido caí en mi sillón. Alrededor de la lámpara revoloteaba una mariposa amarilla.
Abatido caí en mi sillón. Alrededor de la lámpara revoloteaba una mariposa amarilla.
París, 1955
Ridder y el
pisapapeles
Para ver a Charles Ridder tuve que atravesar toda
Bélgica en tren. Teniendo en cuenta las dimensiones del país, fue como viajar
del centro de una ciudad a un suburbio más o menos lejano. Madame Ana y yo
tomamos el rápido de Amberes a las once de la mañana y poco antes de mediodía,
después de haber hecho una conexión, estábamos en el andén de Blanken, un
pueblo perdido en una planicie sin gracia, cerca de la frontera francesa.
—Ahora a caminar—dijo madame Ana.
Y nos echamos a caminar por el campo chato,
recordando la vez que en la biblioteca de madame Ana cogí al azar un libro de
Ridder y no lo abandoné hasta que terminé de leerlo.
—Y después no quiso leer otra cosa que Ridder.
Eso era verdad. Durante un mes pasé leyendo sus
obras. Intemporales, transcurrían en un país sin nombre ni fronteras, que podía
corresponder a una kermese flamenca, pero también a una verbena española o a
una fiesta bávara de cerveza. Por ellas discurrían hombres corpulentos,
charlatanes y tragones, que tumbaban a las doncellas en los prados y se
desafiaban a combates singulares, en los que predominaba la fuerza sobre la
destreza, Carecían de toda elegancia esas obras, pero eran coloreadas, violentas, impúdicas, tenían la fuerza de un puño de labriego haciendo trizas un terrón de arcilla.
destreza, Carecían de toda elegancia esas obras, pero eran coloreadas, violentas, impúdicas, tenían la fuerza de un puño de labriego haciendo trizas un terrón de arcilla.
Al ver mi entusiasmo madame Ana me reveló que
Ridder era su padrino, y es por ello que ahora, anunciada nuestra visita, nos
acercábamos a su casa de campo cortando una pradera. No lejos distinguí un
pedazo de mar plomizo y agitado que me pareció, en ese momento, una
interpolación del paisaje de mi país. Cosa extraña eran quizás las dunas, la
yerba ahogada por la arena y la tenacidad con que las olas barrían esa costa
seca.
Al doblar un sendero avistamos la casa, banal como
la de cualquier campesino del lugar, construida al fondo de un corral que
circundaba un muro de piedra. Precedidos por una embajada de perros y gallinas
llegamos a la puerta.
—Hace como diez años que no lo veo —dijo madame
Ana—. Él vive completamente retirado.
Nos recibió una vieja que podía ser una gobernanta
o una ama de llaves. Ridder estaba sentado en un sillón de su sala-escritorio,
con las piernas cubiertas con una frazada y al vernos aparecer no hizo el menor
movimiento. No obstante, por las dimensiones del sillón y el formato de sus
botas, pude apreciar que era extremadamente fornido y comprendí en el acto que
entre él y sus obras no había ninguna fisura, que ese viejo corpachón, rojo,
canoso, con un bigote amarillo por el tabaco, era el molde ya probablemente
averiado de donde habían salido en serie sus colosos.
Madame Ana le explicó que era un amigo que venía de
Sudamérica y que había querido conocerlo. Ridder me invitó a sentarme con un
ademán frente a él mientras su ahijada le daba cuenta de la familia, de lo que había
sucedido en tantos años que no se veían. Ridder la escuchaba aburrido, sin
responder una sola palabra, contemplando sus dos enormes manos curtidas y
pecosas. Tan sólo de vez en cuando levantaba un ojo para observarme a través de
sus cejas grises, mirada rápida, celeste, que sólo en ese momento parecía
cobrar una irresistible acuidad. Luego recaía en su distracción, en su torpor.
La gobernanta había traído una botella de vino con
dos vasos y una tisana para su patrón. Nuestro brindis no encontró ningún eco
en Ridder, que sin tocar su tisana jugaba ahora con su dedo pulgar. Madame Ana
seguía hablando y Ridder parecía, si no complacerse, al menos habituarse a esa
cháchara que amoblaba el silencio y lo ponía al abrigo de toda interrogación.
Aprovechando una pausa de madame Ana pude al fin
intercalar una frase.
—He leído todos sus libros, señor Ridder, y créame
que los he apreciado mucho. Pienso que es usted un gran escritor. No creo
exagerar: un gran escritor.
Lejos de agradecerme, Ridder se limitó una vez más
a clavarme sus ojos celestes, esta vez con cierto estupor, y luego, con la
mano, indicó vagamente la biblioteca de su sala, que ocupaba íntegramente un
muro, desde el suelo hasta el cielo raso. En su gesto creí comprender una
respuesta: “Cuánto se ha escrito.”
—Pero dígame, señor Ridder —insistí—, ¿en qué mundo
viven sus personajes? ¿De qué época son, de qué lugar?
—¿Época? ¿Lugar? —preguntó a su vez y volviéndose a
madame Ana la interrogó sobre un perro que seguramente les era familiar.
Madame Ana le contó la historia del perro, muerto
ya hacía años y Ridder pareció encontrar un placer especial en el relato, pues
se animó a probar su tisana y encendió un cigarrillo.
Pero ya la gobernanta entraba con una mesita
rodante anunciándonos el almuerzo, que tomaríamos allí en la sala, para que el
señor no tuviera que levantarse.
El almuerzo fue penosamente aburrido. Madame Ana,
agotado ya su repertorio de novedades, no sabía qué decir. Ridder sólo abría la
boca para engullir su comida, con una voracidad que me chocó. Yo reflexionaba
sobre la decepción, sobre la ferocidad que pone la vida en destruir las
imágenes más hermosas que nos hacemos de ella. Ridder poseía la talla de sus
personajes, pero no su voz, ni su aliento. Ridder era, ahora lo notaba, una
estatua hueca.
Sólo cuando llegamos al postre, al beber medio vaso
de vino, se animó a hablar un poco y narró una historia de caza, pero enredada,
incomprensible, pues transcurría tan pronto en Castilla la Vieja como en las
planicies de Flandes y el protagonista era alternativamente Felipe II y el
mismo Ridder. En fin, una historia completamente idiota.
Luego vino el café y el aburrimiento se espesó. Yo
miraba a madame Ana de reojo, rogándole casi que nos fuéramos ya, que
encontrara una excusa para salir de allí. Ridder, además, embotado por la
comida, cabeceaba en un sillón, ignorándonos.
Por hacer algo me puse de pie, encendí un
cigarrillo y di unos pasos por la sala escritorio. Fue sólo en ese momento
cuando lo vi: cúbico, azul, transparente, con las aristas biseladas, estaba en
la mesa de Ridder, detrás de un tintero de bronce. Era exacto al pisapapeles
que me acompañó desde la infancia hasta mis veinte años, su réplica perfecta.
Había sido de mi abuelo, que lo trajo de Europa a fines de siglo, lo legó a mi
padre y yo lo heredé junto a libros y papeles. Nunca puede encontrar en Lima
uno igual. Era pesado, pero al mismo tiempo diáfano, verdaderamente funcional.
Una noche, en Miraflores, fui despertado por un concierto de gatos que celaban
en la azotea. Salí al jardín, grité, los amenacé. Pero como seguían haciendo
ruido, regresé a mi cuarto, busqué qué cosa arrojarles y lo primero que vi fue
el pisapapeles. Cogiéndolo, salí nuevamente al jardín y lancé el artefacto
contra la buganvilla donde maullaban los gatos. Estos huyeron y pude dormir
tranquilo.
Al día siguiente, lo primero que hice al levantarme
fue subir al techo para recoger el pisapapeles. Inútil encontrarlo. Examiné la
azotea palmo a palmo, aparté una por una las ramas de la buganvilla, pero no
había rastro. Se había perdido, para siempre.
Pero ahora, lo estaba viendo otra vez, brillaba en
la penumbra de ese interior belga. Acercándome lo cogí, lo sopesé en mis manos,
observé sus aristas quiñadas, lo miré al trasluz contra la ventana, descubrí
sus minúsculos globos de aire capturados en el cristal. Cuando me volví hacia
Ridder para interrogarlo, noté que, interrumpiendo su siesta, me estaba
observando, ansiosamente.
—Es curioso —dije mostrándole el pisapapeles—. ¿De
dónde lo ha sacado usted?
Ridder acarició un momento su pulgar.
—Yo estaba en el corral, hace de eso unos diez años
—empezó—. Era de noche, había luna, una maravillosa luna de verano. Las
gallinas estaban alborotadas, pensé que era un perro vecino que merodeaba por
la casa. Cuando de pronto un objeto cruzó la cerca y cayó a mis pies. Lo
recogí, era el pisapapeles.
—Pero, ¿cómo vino a parar aquí?
Ridder sonrió esta vez:
—Usted lo arrojó.
París, 1971
Con afecto,
Ruben
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