Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por ti, sino
aquel que te hace pensar." James McCosh.
Cuentos de Julio Ramón Ribeyro
El banquete
[Cuento - Texto completo]
Julio Ramón Ribeyro
Con dos meses de anticipación, don Fernando
Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer
término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se
trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros,
agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas
las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas
personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario
estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un
terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando
se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón
hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las
lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que
estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa
estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín.
En quince días, unas cuadrillas de jardineros japoneses edificaron, en lo que
antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde
había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una
gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un
torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del
menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior,
sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se
mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano.
Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al
presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no
hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una
encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo
enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue
necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don
Fernando constató con cierta angustia que, en ese banquete, al cual asistirían
ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo
de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin
de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que
obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis
tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un
gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su
mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer
efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente
(con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por
lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para
estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad,
aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y
comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece
una magnífica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré
por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación.
Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le
dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne
mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente
(que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más
visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó.
Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande
alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al
balcón para contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa
memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus
propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se
veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración
de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos
de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su
quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con sus vagones cargados
de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la
sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el
sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su
mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron
los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina,
esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus
modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de
delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y
en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su
interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de
negocios, hombre inteligente. Un portero les abría la verja, un ujier los
anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del
vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían
arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una
fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus
edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la
etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta
simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la
terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y
epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que
les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por
el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar
ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer
inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del
Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las
copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y
sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se
prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del
coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud
que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él
hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de
haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado,
no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado
el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos
y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo
para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro
de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don
Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en
uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una
princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente).
Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo
de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se
refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses
discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y
a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego
de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc.,
en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana
quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban
ningún título y que esperaban aún el descorcha miento de alguna botella o la
ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de
la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones,
haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos
de su inmenso festín. Por último, se fueron a dormir con el convencimiento de
que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana
ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por
los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con
un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y,
sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada,
aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el
presidente había sido obligado a dimitir.
FIN
El profesor suplente
[Cuento - Texto completo.]
Julio Ramón Ribeyro
Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer
sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la
necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los
transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del
crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes
estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano,
sofocado por el cuello duro.
- ¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran
noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como
tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de
historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos,
pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo
podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros
colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo
siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu
calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que
ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en
reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el
acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay
tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime
que soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su
opinión, el doctor Valencia había llamado al colegio, había hablado con el
director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje,
sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante unos minutos, Matías quedó pensativo,
acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de
las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un
comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto
reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado
contra luz de la farola.
-Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre
de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el comedor, se
hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su
mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas
del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las
cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A las diez de la mañana, Matías abandonaba su
departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de
impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la
quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
-No te olvides de poner la tarjeta en la puerta
-recomendó Matías antes de partir-. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor
de historia.
En el camino se entretuvo repasando mentalmente los
párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un
temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el
epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso,
pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y
su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde
hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de
bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse
una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre
achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de
amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en
evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de
abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia,
al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobrepasó
en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que
llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco
elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar
delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba
la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo
y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera,
confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de
identificar. Se disponía a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las
once- cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un
hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra
cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para
disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café
había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer,
desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente
entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un
gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación, se retiró
con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara
su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en
apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no
podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una
invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para
demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar
sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima.
Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de
pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió
su marcha hasta la esquina opuesta.
Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra
no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes.
Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la
joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robes Pierre y por un
artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a
los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró
los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las
calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de
peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y
su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó:
alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían
sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el
panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar
de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido,
testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un
árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el
follaje.
Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí.
Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus
virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró
componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo
perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar
la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se
disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del
portero a un cónclave de hombres canosos y ensota nados que lo espiaban,
inquietos. Esta inesperada composición -que les recordó a los jurados de su
infancia- fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y,
virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo
seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
-Por favor -decía- ¿No es usted el señor Palomino,
el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se
volvió, rojo de ira.
-¡Yo soy cobrador! -contestó brutalmente, como si
hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió
su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la
gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar
a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si
tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio comenzaron
a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la
impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el
camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se
distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación.
Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando
llegó a la quinta y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento,
con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme
frustración. No obstante, se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a
su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
- ¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han
dicho los alumnos?
- ¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! -Balbuceó
Matías-. ¡Me aplaudieron! -pero al sentir los brazos de su mujer que lo
enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de
invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente
a llorar.
FIN
Con afecto,
Ruben
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