Buscando al señor Green 1
Saul Below
[Cuento - Texto completo.]
Saul Bellow
Sea lo que sea lo que vas a
hacer,
hazlo con toda tu energía…
¿Un trabajo duro? No, realmente no era tan duro. George Grebe no estaba
acostumbrado a caminar ni a subir escaleras, pero las dificultades físicas de
su nuevo empleo no eran lo que más le costaba. Se dedicaba a repartir cheques
de la beneficencia en el barrio negro y, aunque era nativo de Chicago, aquella
no era una parte de la ciudad que conociera muy bien: necesitaba una depresión
para presentársela. No, realmente no era un trabajo duro, no si se medía en
metros o kilogramos, pero sin embargo estaba empezando a sentir la presión, a
darse cuenta de su dificultad característica. Era capaz de encontrar las calles
y los números, pero los clientes no estaban allí donde se suponía que tenían
que estar, y él se sentía como un cazador con poca experiencia cerca del
camuflaje de la presa. Además era un día poco propicio: otoñal y frío, un
tiempo oscuro, ventoso. Bueno, en todo caso, en los profundos bolsillos de la
trenca, en vez de conchas, lo que llevaba era la libreta de cheques, con los
agujeros para los ejes del archivador, unos agujeros que le recordaban los
agujeros de las tarjetas de los organillos. Tampoco él tenía mucho aspecto de
cazador; tenía una silueta completamente corriente, enfundada en aquel abrigo
de conspirador irlandés. Era delgado, pero no alto, con la espalda recta, y las
piernas de aspecto raído enfundadas en un par de pantalones de viejo tweed,
gastados y deshilachados en los bajos. Con esta rectitud mantenía la cabeza
hacia delante, de manera que tenía el rostro rojo por la inclemencia del
tiempo; y era un rostro más bien de interior, con ojos grises que persistían en
algún tipo de idea y sin embargo parecían evitar la definición de una
conclusión. Llevaba unas patillas que de algún modo te sorprendían por el duro
rizo del rubio pelo y el efecto de afirmación de su longitud. No era tan manso
como parecía, ni tampoco tan joven; en todo caso, no se esforzaba por parecer
lo que no era. Era un hombre educado; era soltero; de alguna manera era
sencillo; sin llegar a emborracharse, le gustaba tomar una copa; y no había
tenido buena suerte. No ocultaba nada deliberadamente.
Sintió que hoy su suerte era mejor de lo habitual. Cuando aquella mañana
se había presentado en el trabajo había esperado que lo encerraran en la
oficina de la beneficencia con un trabajo de administrativo, porque en el
centro lo habían contratado como tal, y se alegraba de tener, en vez de eso, la
libertad de las calles, por lo que recibió con alegría, al menos en un
principio, el rigor del frío e incluso el soplo del viento helado. Por otra
parte, no estaba avanzando mucho con la distribución de los cheques. Es cierto
que era un trabajo del municipio; nadie esperaba que uno pusiera demasiado
entusiasmo en un trabajo del municipio. Su supervisor, el joven señor Raynor,
prácticamente se lo había dicho así. Sin embargo, él seguía queriendo hacerlo
bien. Por una razón, cuando supiera con cuánta rapidez podía repartir un puñado
de cheques, sabría también cuánto tiempo podía reservar para sí mismo. Además,
los clientes estarían esperando el dinero. Eso no era lo más importante, aunque
desde luego a él le importaba. No, quería hacerlo bien, simplemente por hacerlo
bien, por desempeñar decentemente un trabajo, porque rara vez tenía un trabajo
que requiriese este tipo de energía. Ahora tenía demasiada energía de esta en
concreto; una vez que había empezado a llegar, fluía con demasiada fuerza. Y,
al menos por el momento, se sentía frustrado: no lograba encontrar al señor
Green.
De manera que se quedó de pie con su gran trenca y un gran sobre en la
mano y los papeles que le asomaban del bolsillo, preguntándose por qué era tan
difícil de localizar una persona que estaba demasiado débil o enferma para ir a
la oficina a cobrar su propio cheque. Pero Raynor le había dicho que al
principio no iba a ser fácil localizarlos y le había dado algunos consejos sobre
cómo hacerlo.
—Si ve al cartero, es la primera persona a la que tiene que preguntar, y
su mejor apuesta. Si no puede ponerse en contacto con él, pruebe con las
tiendas y los comerciantes del barrio. Después, el portero y los vecinos. Pero
verá que cuanto más se acerque a su hombre menos gente lo ayudará. Prefieren no
decir nada.
—Porque soy un extraño.
—Porque es usted blanco. Tendríamos que emplear a un negro para hacer
este trabajo, pero en este momento no tenemos, y además usted también tiene que
comer, y este es un empleo público. Los trabajos hay que hacerlos. Eso se me
aplica a mí también. Cuidado, no es que me esté exonerando de nada. Tengo tres
años más de experiencia que usted, eso es todo. Y un título en Derecho. De no
ser así, podría ser usted
el que estuviera al otro lado del escritorio y yo podría estar saliendo
a la calle en este día frío. Con la misma pasta nos pagan a los dos y por la
misma razón exactamente. ¿Qué tiene que ver con ello mi título de Derecho? Pero
usted tiene que entregar estos cheques, señor Grebe, y le ayudará el ser
testarudo, de modo que espero que lo sea.
—Sí, soy bastante testarudo.
Raynor apretó fuerte con una goma de borrar en la vieja suciedad de su
mesa, con la mano zurda, y dijo:
—Claro, qué otra cosa si no iba a contestar a esa pregunta. En todo
caso, el problema que se va a encontrar es que no les gusta dar información
sobre nadie. Les parece que es usted un detective de paisano o un recaudador de
impuestos o que va a entregar una citación o algo por el estilo. Hasta que no
le hayan visto por el barrio un par de veces y la gente sepa que es usted
únicamente de la beneficencia.
El tiempo era oscuro, el suelo estaba helado, se acercaba la fecha de
Acción de Gracias; el viento jugaba con el humo, dispersándolo hacia abajo, y
Grebe echaba de menos sus guantes, que se había dejado en el despacho de
Raynor. Y nadie quería reconocer que conocía a Green. Eran más de las tres de
la tarde y el cartero ya había hecho su última entrega. El tendero más cercano,
que también era negro, nunca había oído el nombre Tulliver Green, o por lo
menos eso dijo. Grebe se inclinaba a pensar que era cierto, que al final había
convencido a aquel hombre de que lo único que él quería era entregar un cheque.
Pero no estaba seguro. Necesitaba experiencia en la interpretación de miradas y
signos y, lo que es más, la voluntad de que no lo echaran para atrás ni de que
se le negara la información o incluso la fuerza para intimidar si era
necesario. Si el tendero sabía algo, se había librado de él fácilmente. Pero,
como la mayor parte de sus ventas se las hacía a gente que cobraba de la
beneficencia, ¿qué motivo podía tener para entorpecer la entrega de un cheque?
Quizá Green, o la señora Green, si es que la había, eran clientes de otro
tendero. Y ¿existía un señor Green? Una de las grandes dificultades para Grebe
era que no había mirado ninguno de los expedientes. Raynor debería haberle
dejado leer los historiales durante unas cuantas horas. Pero al parecer no lo
consideraba necesario, probablemente porque creía que el trabajo no era
importante. ¿Qué sentido tenía prepararse de manera sistemática para entregar
unos cuantos cheques? Pero ahora tenía que buscar al portero. Grebe observó el
edificio en medio del viento y la oscuridad de aquel día de finales de noviembre:
de un lado, unos carteles pisoteados y endurecidos por el hielo; del otro, una
chatarrería de automóviles y luego el infinito trabajo de los bloques de
viviendas, con aspecto de cubo, rodeados por incendios de basuras; dos bloques
con porches inclinados de ladrillo, tres plantas y una escalera de cemento que
llevaba al sótano. Empezó a bajar y entró en el paso subterráneo, donde probó
en varias puertas hasta que una se abrió y se encontró en la habitación de las
calderas. Allí alguien se levantó y fue hacia él, raspando el polvo del carbón
e inclinándose debajo de las tuberías cubiertas de lona.
—¿Es usted el portero?
—¿Qué quiere?
—Busco a un hombre que supuestamente vive aquí, Green.
—¿Qué Green?
—¡Ah, es posible que tengan más de uno! —dijo Grebe con renovada
esperanza—. Yo busco a Tulliver Green.
—Me parese que no puedo ayudarle, señó. No conosco a ninguno.
—Es un hombre tullido.
El portero se quedó parado delante de él. ¿Era posible que él mismo
estuviera tullido? ¡Ay Dios! ¿Y si lo estaba? Los grises ojos de Grebe buscaron
con dificultad y excitación para ver si lo veían mejor. Pero no, solo era muy
bajo y estaba inclinado. Tenía una cabeza que acababa de despertar de la
meditación, una barba de pelo ralo, los hombros bajos y anchos. Su camisa negra
y el saco de arpillera que llevaba como delantal despedían un intenso olor a
sudor y carbón.
—Tullido ¿cómo?
Grebe reflexionó y contestó con la voz ligera de una inocencia sin
mancha:
—No lo sé. Nunca lo he visto. —Esto le perjudicaba, pero su única opción
era mentir y no tenía ganas de hacerlo—. Estoy repartiendo cheques de la
beneficencia a los casos más desesperados. Si no estuviera tullido vendría a
cobrarlo él mismo. Por eso he dicho que está tullido. En la cama o en silla de
ruedas, ¿hay alguien así en esta casa?
Este tipo de franqueza era uno de los talentos más antiguos de Grebe,
como volver a la infancia. Pero aquí no le sirvió de nada.
—No, señó. Tengo cuatro edifisio como ete que me encargo de cuidá. No
conosco a todos los inquilinos, por no hablá de los inquilinos de los
inquilinos. Las habitaciones van de mano en mano, todo lo día hay gente que se
muda. No puedo desirle.
El portero abrió los mugrientos labios, pero Grebe no lo entendía con el
ruido de las válvulas y del chorro de aire que se transformaba en llama en el
horno. Sabía, sin embargo, lo que le había dicho.
—Bueno, gracias de todos modos. Siento haberlo molestado. Voy a volver a
dar una vuelta por arriba para ver si encuentro a alguien que lo conozca.
Una vez más salió al aire frío y a la oscuridad de la calle y volvió
desde la entrada del sótano a la puerta del edificio, encerrada en medio de los
pilares de ladrillo, para empezar a subir al tercer piso. Iba aplastando trozos
de yeso con los pies; algunas tiras de bronce de las que habían sostenido la
moqueta señalaban antiguos límites a ambos lados del pasillo, donde el frío era
más intenso que en la calle; le llegaba a los huesos. El suelo del vestíbulo
parecía un arroyo por el agua que salía a borbotones. Pensó tristemente,
mientras oía cómo el viento silbaba alrededor del edificio con un sonido
parecido al del horno, que ese era un buen ejemplo de refugio. Entonces
encendió una cerilla en la oscuridad y buscó nombres y números en medio de los
garabatos de las paredes. Vio escritas expresiones del tipo BLANCOS CABRONES e
ID AL INFIERNO, zigzags, caricaturas, garabatos sexuales y maldiciones. También
estaban decoradas las cámaras selladas de las pirámides y las cuevas del albor
humano.
La información que llevaba en la tarjeta era: Tulliver Green,
apartamento 3D. No había más nombres, sin embargo, ni más números. Con los
hombros caídos y los ojos llorando de frío, expulsando vapor al respirar,
recorrió el pasillo y se dijo que si hubiera tenido la suerte de tener
temperamento habría golpeado con estrépito una de las puertas para aullar:
«¡Tulliver Green!». Hasta que tuviera resultados. Pero no llevaba dentro armar
escándalos y siguió quemando cerillas, pasando la luz por las paredes. En la
parte de atrás, en una esquina del vestíbulo, descubrió una puerta que no había
visto antes y pensó que convenía investigar. Cuando llamó le pareció vacío,
pero le abrió una joven negra, apenas mayor que una niña. Abrió solo un poco
para no perder la calidez de la habitación.
—¿Sí, señó?
—Soy de la oficina de beneficencia del distrito, la de la avenida
Prairie. Busco a un hombre que se llama Tulliver Green para entregarle su
cheque. ¿Lo conoce?
No, no lo conocía; pero él pensó que ella no había entendido nada de lo
que le había dicho. Tenía un rostro soñador y ajeno al sueño, muy suave y
negro. Llevaba una chaqueta de hombre y se la apretaba en la garganta. Tenía el
pelo en tres direcciones, hacia los lados y en transversal, encrespado hacia el
frente en forma de bullón flojo.
—¿Hay alguien por aquí que pudiera informarme?
—Yo acabo de mudarme la semana pasá.
Él se dio cuenta de que ella temblaba, pero hasta ese temblor era como
de sonámbulo, y no había una conciencia aguda de frío en los ojos grandes y
tranquilos de su bonita cara.
—Muy bien, gracias, señorita. Gracias —volvió a decir, y se volvió para
tocar en otras puertas.
En una lo invitaron a entrar. Lo hizo agradecido, porque dentro se
estaba calentito. La habitación estaba llena de personas, y cuando él entró se
quedaron en silencio: diez personas o doce, quizá más, sentados en bancos como
en el Parlamento. No había ninguna luz propiamente dicha, sino una oscuridad
suavizada que provenía de la ventana, y todo el mundo le pareció enorme, los
hombres envueltos en pesadas ropas de trabajo y abrigos de invierno y las
mujeres, inmensas también, con jerséis, sombreros y pieles viejas. Y además,
una cama y ropa de cama, una cocina negra, un piano cubierto hasta el techo de
papeles, una mesa de comedor del viejo estilo del próspero Chicago. En medio de
esta gente, Grebe, con su color rosado acentuado por el frío y su menor
estatura, entró como un escolar. Incluso a pesar de que lo recibieron con
sonrisas y buena voluntad, él supo, antes de que se dijera ni una sola palabra,
que todas las corrientes iban en su contra y que allí no iba a conseguir nada.
Sin embargo empezó a hablar.
—¿Sabe alguien aquí cómo puedo entregarle un cheque al señor Tulliver
Green?
—¿Green? —le contestó el hombre que lo había hecho entrar. Llevaba
mangas cortas y camisa a cuadros, y tenía una cabeza extraña, más alta que
ancha, enormemente más grande de lo normal y larga como uno de esos sombreros
militares de la primera guerra; las venas entraban en ella con fuerza desde la
frente—. Nunca lo he oído nombrar. ¿Seguro que vive aquí?
—Esta es la dirección que me dieron en la oficina. Es un hombre enfermo
y necesitará su cheque. ¿Nadie sabe decirme dónde puedo encontrarlo?
Aguantó el tipo y esperó una respuesta, con la bufanda de lana carmesí
enrollada al cuello y asomando por encima de la trenca, los bolsillos llenos
con la libreta de cheques y los impresos oficiales. Debían de haberse dado
cuenta de que no era un estudiante empleado por las tardes por un cobrador de
facturas, tratando astutamente de hacerse pasar por empleado de la
beneficencia. Reconocieron quizá que era un hombre mayor que sabía por sí mismo
lo que era la necesidad, que tenía una experiencia más que mediana de lo que
era pasarlo mal. Era bastante evidente si se miraban las marcas que tenía bajo
los ojos y a los lados de la boca.
—¿Conoce alguien a este hombre enfermo?
—No, señó.
Por todos lados vio cabezas que negaban y sonrisas que le decían que no.
Nadie lo sabía. Y puede que fuera verdad, pensó, allí de pie callado en la
oscuridad humana, terrosa y con olor a almizcle de aquel lugar mientras
proseguía el murmullo. Pero no podía estar realmente seguro.
—¿Qué le ocurre a ese hombre? —dijo el de la cabeza en forma de sombrero
militar.
—Nunca lo he visto. Todo lo que puedo decir es que no puede venir en
persona a recoger su dinero. Es mi primer día en este distrito.
—¿Quisá le han dao un número que no é?
—No lo creo. Pero ¿dónde si no puedo preguntar por él? —Sintió que esta
persistencia los divertía mucho y de alguna manera él compartía esa diversión
por enfrentarse con tanta tenacidad a ellos. Aunque era más pequeño y ligero,
seguía en sus trece y no renunciaba. Los volvió a mirar con sus ojos grises,
divertido y también con una especie de valor. En el banco un hombre le habló
desde la garganta, con palabras imposibles de atrapar, y una mujer respondió
con una risa salvaje y estridente, que pronto se cortó.
—Bueno, ¿entonces nadie me lo va a decir?
—Nadie lo sabe.
—Al menos, si vive aquí, debe de pagarle una renta a alguien. ¿Quién
administra el edificio?
—La Compañía Greatham. En la calle Treinta y nueve. Grebe lo anotó en su
cuaderno. Pero, al volver a la calle, con una hoja de papel llevada por el
viento que se le pegaba a la pierna mientras él reflexionaba sobre qué iba a
hacer a continuación, le pareció una indicación muy pobre para seguirla.
Probablemente ese Green no vivía en un piso, sino en una habitación. A veces
había hasta veinte personas en el mismo apartamento; el agente inmobiliario
conocería únicamente al inquilino principal. Y la gente ni siquiera podía decir
quiénes eran los que alquilaban. En algunos lugares, las camas se utilizaban
incluso por turnos, y guardas nocturnos o conductores de autobús, o cocineros
de los tugurios nocturnos, se levantaban después de dormir durante el día y
dejaban sus camas a su hermana, su sobrino o incluso a un extraño, que acababan
de bajarse del autobús. Había muchos recién llegados en esa parte de la ciudad
tan tremenda e infestada entre Cottage Grove y Ashland, vagando de un domicilio
a otro y de una habitación a otra. Cuando uno los veía, ¿cómo podía conocerlos?
No llevaban hatillos a la espalda ni tenían aspecto pintoresco. Uno solo veía a
un hombre, un negro, que caminaba por la calle o conducía un coche, como todos
los demás, con el pulgar cerrado sobre un billete de tren o de autobús. Por lo
tanto, ¿cómo iba a saber distinguirlos? Grebe pensó que el agente de Greatham
se reiría ante semejante idea.
Pero cómo le habría simplificado el trabajo el poder decir que Green era
viejo, ciego o tuberculoso. Una hora en los archivos, tomando notas, y no
habría tenido necesidad de tener esta desventaja. Cuando Raynor le dio el
cuaderno de cheques Grebe preguntó:
—¿Cuántas cosas debo saber sobre estas personas?
Y Raynor lo había mirado como si Grebe se estuviera preparando para
acusarlo de tratar de hacer que el trabajo pareciese más importante de lo que
era. Grebe sonrió, porque para entonces ya se llevaban muy bien, pero sin
embargo había estado dispuesto a decir algo parecido cuando empezó en la
oficina el lío de Staika y sus hijos.
Grebe había esperado mucho para obtener este empleo. Lo consiguió
gracias a la ayuda de un antiguo compañero de colegio que tiró de algunos hilos
en la oficina del Consejo Municipal. Se trataba de alguien que nunca había sido
amigo íntimo suyo, pero que de pronto se mostró compasivo e interesado: más
aún, encantado de mostrarle lo lejos que había llegado él, y lo bien que le iba
incluso en esta época tan difícil. Bien, estaba saliendo del paso con fuerza,
igual que la propia administración demócrata. Grebe había ido a visitarlo al
ayuntamiento y habían almorzado en la barra de un bar o habían tomado cerveza
juntos al menos una vez al mes durante un año, y al final había logrado
conseguir un empleo. No le importaba que le asignaran el grado más bajo en la
escala administrativa, ni siquiera ser mensajero, aunque a Raynor le pareciera
que sí.
Este Raynor era un tipo original y Grebe se había aficionado a él
inmediatamente. Como era lo adecuado en el primer día, Grebe llegó temprano,
pero esperó bastante, porque Raynor llegó tarde. Al final apareció súbitamente
en su oficina en forma de cubículo como si acabara de saltar de uno de esos
tranvías rojos y enormes de la avenida Indian que pasaban volando. Su rostro
delgado y curtido por el viento sonreía y decía algo sin aliento para sí mismo.
Con su sombrero, un pequeño sombrero de fieltro, y su abrigo, con el cuello de
terciopelo bien pegado a su propio cuello, y con la bufanda de seda que hacía
destacar el tic nervioso de su barbilla, se balanceaba y se daba la vuelta en
la silla giratoria, con los pies en alto, de manera que seguía brincando un
poquito así sentado. Mientras tanto midió a Grebe con los ojos, unos ojos
inusualmente alargados y ligeramente sardónicos. De manera que ambos hombres se
quedaron sentados un rato, sin decir nada, mientras el supervisor se quitaba el
sombrero de la cabeza y se lo colocaba en el regazo. Sus manos, unas manos
oscurecidas por el frío, no estaban limpias. Por aquella pequeña habitación
improvisada pasaba una viga de acero de la que habían colgado una vez correas
de máquinas. El edificio era una vieja fábrica.
—Soy más joven que usted; espero que no le moleste recibir órdenes de mí
—dijo Raynor—. Pero yo tampoco me divierto. ¿Qué edad tiene usted?
—Treinta y cinco.
—Y seguramente creyó que estaría en el interior con el papeleo. Pero da
la casualidad de que tengo que enviarle fuera.
—No me importa.
—Y es una mayoría de negros la que tenemos en este distrito.
—Eso me pareció.
—Estupendo. Le irá bien. C‘est un bon boulot. ¿Sabe usted francés?
—Un poco.
—Me pareció que habría ido a la universidad.
—¿Ha estado usted en Francia? —preguntó Grebe.
—No, es el francés de la escuela Berlitz. Llevo en Berlitz más de un
año, como mucha otra gente, en todo el mundo: los administrativos en China y
los valientes en Tanganica. De hecho, lo sé muy bien. Así de grande es el
atractivo de la civilización. Lo valoran más de la cuenta. Pero ¿qué quiere?
Que voulez-vous? Leo Le Rire y todos los periódicos descarados, exactamente
como hacen en Tanganica. Debe de ser muy raro estar ahí fuera. Pero mis motivos
son que pretendo entrar en el cuerpo diplomático. Tengo un primo mensajero, y
tal y como él lo describe suena enormemente atractivo. Viaja en wagons lits y
lee libros. Mientras que nosotros… ¿A qué se dedicaba usted antes?
—A las ventas.
—¿Dónde?
—Vendía carne enlatada en Stop and Shop. En el sótano.
—¿Y antes de eso?
—Persianas, en Goldblatts’s.
—¿Un trabajo fijo?
—No. Los jueves y sábados. También vendí zapatos.
—De modo que ha sido también zapatero. Bien. ¿Y antes de eso? Aquí está
en el expediente. —Abrió el archivo—. Instituto de Saint Olaf, profesor de
lenguas clásicas. Profesor asociado, universidad de Chicago, 1926-1927. Yo
también he estudiado latín. Digamos algunas citas: Dum spero spero.
—De dextram misero.
—Alea jacta est.
—Excelsior.
Raynor soltó una carcajada, y otros empleados se acercaron a mirarlo por
encima del tabique falso. Grebe también se rió, sintiéndose complacido y
cómodo. El lujo de divertirse en una mañana de nervios.
Cuando habían acabado y no había nadie mirando ni escuchando, Raynor le
dijo bastante serio:
—¿Y para qué estudiaste latín, para empezar? ¿Querías ser cura?
—No.
—¿Solo por gusto? ¿Por la cultura? ¡Ay, las cosas que cree la gente que
puede sacar de eso! —De pronto hizo que todo fuera gracioso y trágico al mismo
tiempo—. Yo casi pierdo el clo por estudiar Derecho, y al final lo conseguí,
¿para qué? Ahora gano doce dólares a la semana más que tú como premio por haber
visto la vida cruda y en su conjunto. Te voy a decir, como hombre culto, que
incluso a pesar de que nada parece real, y de que todo parece algo distinto, y
una cosa por la otra, y aquella por otra cosa todavía más lejana, la diferencia
entre veinticinco y treinta y ocho dólares a la semana, independientemente de
la realidad última, no es gran cosa. ¿No crees que eso ya lo tenían claro los
griegos? Eran gente considerada, pero no se desprendían de sus esclavos.
Esto era mucho más de lo que Grebe había esperado para su primera
entrevista con su supervisor. Era demasiado tímido como para mostrar toda la
sorpresa que sentía. Se rió un poco, curioso, y se sacudió el rayo de sol que
le cubría la cabeza con su mota de polvo correspondiente.
—¿Crees que cometí un error tan grande?
—Desde luego que fue grande, y te das cuenta ahora de que el látigo de
los tiempos difíciles te ha lacerado la espalda. Deberías haberte preparado
para tener problemas. Tu familia debía de estar bien de dinero cuando te envió
a la universidad. Párame si hablo demasiado. ¿Te mimó tu madre? ¿Cedió tu padre
ante tus caprichos? ¿Te criaron tiernamente, con permiso para ir y averiguar
cuáles eran las últimas cosas que ocupaban el lugar de todas las demás mientras
el resto de la gente trabajaba en el mundo inmundo de las apariencias?
—Bueno, no, no fue exactamente así —sonrió Grebe. ¡«El mundo inmundo de
las apariencias»! Nada menos. Pero ahora le tocaba a él darle una sorpresa al
otro—. No, no éramos ricos. Mi padre fue el último mayordomo inglés auténtico
de Chicago…
—¿Estás de broma?
—¿Por qué habría de estarlo?
—¿Con librea y todo?
—Con librea y todo. Arriba, en la Costa Dorada.
—¿Y quería que fueras educado como un caballero?
—No, claro que no quería. Me envió al instituto Armor para que estudiara
ingeniería química. Pero cuando murió yo cambié de escuela.
Se calló, y pensó en la rapidez con que lo había calado Raynor. Le
faltaba tiempo para echar tu maleta encima de la mesa y desempaquetar todas tus
cosas. Y después, en la calle, siguió reflexionando sobre hasta dónde podría
haber llegado, y cuánto lo habría inducido a contar Raynor si no los hubiera
interrumpido el gran estruendo causado por la señora Staika. Pero justo en ese
momento una joven, una de las empleadas de Raynor, entró corriendo en el
cubículo exclamando:
—¿No oyes el escándalo?
—No hemos oído nada.
—Es Staika, armando todo el escándalo que puede. Ya están llegando los
reporteros. Ha dicho que telefoneó a los periódicos, y estamos seguros de que
lo ha hecho.
—Pero ¿qué pasa? —dijo Raynor.
—Se ha traído la colada y la está planchando aquí, con nuestra corriente
eléctrica, porque la beneficencia no le paga la cuenta de la electricidad. Ha
extendido la tabla de planchar junto al mostrador de misiones y se ha traído a
sus hijos, a los seis. Nunca van a la escuela más de una vez por semana.
Siempre los está arrastrando por ahí con ella para mantener su reputación.
—No quiero perderme nada de esto —dijo Raynor, dando un salto.
Grebe, mientras lo seguía con la secretaria, preguntó:
—¿Quién es esa Staika?
—La llaman la «madre de sangre de la calle Federal». Es donante
profesional en los hospitales. Me parece que pagan diez dólares por cada medio
litro. Desde luego, no es ninguna broma, pero ella organiza un escándalo por
ello y los niños siempre están saliendo en los periódicos.
Un pequeño grupo de gente, personal y clientes divididos por una barrera
de contrachapado, se agolpaba en el estrecho espacio de la entrada, mientras
Staika gritaba con una voz bronca y masculina, al tiempo que golpeaba la tabla
con la plancha y la dejaba caer sobre el soporte de metal.
—Mi padre y mi madre vinieron en tercera, y yo nací
en nuestra casa, en Robey, junto al Hudson. No soy ninguna sucia inmigrante.
Soy ciudadana de Estados Unidos. Mi marido es un veterano de guerra al que
hirieron en Francia. Tiene los pulmones más débiles que un papel, apenas puede
ir solo al baño. Y a estos seis hijos míos tengo que comprarles los zapatos con
mi propia sangre. Incluso una miserable pajarita blanca para la comunión
significa para mí un par de gotas de sangre; un trocito de velo de mosquitera
para que mi Vadja no se sienta avergonzada en la iglesia junto a las demás
niñas; en la clínica de al lado de Goldblatt me sacan la sangre a cambio de
dinero.
Nota:Cotinua segunda parte final,
Con afecto,
Ruben
No hay comentarios:
Publicar un comentario