Buscando al señor Green 2
Saul Below
[Cuento - Texto completo.]
Así es como sobrevivo. Estaríamos bien si tuviéramos que depender de la
beneficencia. Y hay montones de gente en las listas… ¡Todos falsos! No hay nada
que no puedan conseguir, pueden ir a que les envuelvan el tocino en Swift and
Armar en cualquier momento. Los buscan junto a los muelles del puerto. Nunca se
quedan sin trabajo. Lo que pasa es que prefieren quedarse metidos en sus
piojosos catres y se comen el dinero del público.
No tenía miedo, en una oficina de mayoría negra, de gritar así contra
los negros.
Grebe y Raynor trataron de acercarse para ver más de cerca a la mujer.
Estaba encendida de rabia y de placer consigo misma, ancha y enorme, una mujer
de pelo dorado que llevaba puesta una cofia de algodón ribeteada de rosa. No
llevaba medias pero sí unas zapatillas negras de gimnasia. El delantal lo
llevaba abierto, y sus grandes pechos, no muy contenidos por una camiseta de
hombre, le impedían mover los brazos mientras trabajaba en un vestido de niña
sobre la tabla de planchar. Y los niños, silenciosos y blancos, permanecían de
pie detrás de ella. Había captado la atención de la oficina entera, y eso la
llenaba de un enorme placer. Pero sus quejas eran auténticas. Estaba diciendo
la verdad. No obstante, se comportaba como una mentirosa. Evitaba mirar de
frente con sus pequeños ojos y, aunque estaba furiosa, también parecía estar
tramando algo.
—Me envían a trabajadores sociales con estudios y pantalones de seda
para que me libren de lo que me espera. ¿Son mejores que yo? ¿Quién los ha
informado? Que los despidan. Que se vayan y se casen y así no tendrán que
cortar la electricidad del presupuesto de la gente.
El señor Ewing, supervisor jefe, no fue capaz de hacerla callar y estaba
allí de brazos cruzados al frente de sus empleados, con la cabeza pelada,
diciéndoles a los subordinados, como el ex director de escuela que era:
—Pronto se cansará y se marchará.
—No, no se cansará —le dijo Raynor a Grebe—. Conseguirá lo que quiere.
Ella sabe todavía más que Ewing de beneficencia. Lleva años en las listas, y
siempre consigue lo que quiere porque monta un espectáculo espantoso. Ewing lo
sabe. Pronto cederá. Solo está salvando la cara. Si consigue una publicidad
mala, el comisionado lo enviará a los despachos más bajos, al centro. Ella lo
tiene hasta el cuello; con el tiempo nos tendrá a todos así, y eso incluye a
las naciones y a los gobiernos.
Grebe respondió con su característica sonrisa, completamente en
desacuerdo. ¿Quién iba a obedecer las órdenes de Staika, y qué cambios iban a
suponer sus gritos?
No, lo que Grebe veía en ella, el poder que hacía que la gente la
escuchara, era que su grito expresaba la guerra entre carne y sangre, quizá un
poco alocada y desde luego fea, en ese lugar y en esas condiciones. Y al
principio, cuando él salió a la calle, el espíritu de Staika presidió de algún
modo todo el distrito para él, y le quitó color a ella; él veía su color, en
las luces desiguales de los clubes y en las fogatas de debajo del El, aquel
camino recto de oscuridad sembrada de fuego. Más tarde, también, cuando entró
en una taberna para tomar un trago de centeno, el sudor de la cerveza, la
asociación con las calles polacas del West Side, todo ello hizo que volviera a
pensar en ella.
Se limpió las comisuras de los labios con la bufanda, porque no lograba
alcanzar donde tenía el pañuelo, y volvió a salir para proseguir la
distribución de los cheques. El aire soplaba frío y duro y unos cuantos copos
de nieve se formaron cerca de él. Un tren pasó a su lado y dejó temblando las
estructuras y un erizado silbido helado sobre los raíles.
Cruzó la calle y bajó un tramo de escalones de madera para llegar a una
tienda que estaba en un sótano, con lo que empezó a sonar un pequeño timbre.
Era un almacén oscuro y alargado que te atrapaba con sus olores a carne
ahumada, jabón, melocotones secos y pescado. Había un fuego retorciéndose y
agitándose en el pequeño hornillo y detrás del mostrador estaba el propietario,
un italiano con rostro largo y hundido y bigotes testarudos. Se calentaba las
manos debajo del delantal.
No, no conocía a Green. Conocía a la gente pero no sus nombres. El mismo
hombre podía tener el mismo nombre dos veces. La policía tampoco lo sabía
porque en gran medida no le importaba. Cuando a alguien lo mataban de un balazo
o de un navajazo se llevaban el cadáver y no buscaban al asesino. Para empezar,
nadie les iba a decir nada. De manera que se inventaban un nombre para el juez
de instrucción y lo consideraban caso cerrado. Además, en segundo lugar, no les
importaba un pepino de todas formas. No podían llegar al fondo de un asunto
incluso aunque quisieran. Nadie conseguía saber ni la décima parte de lo que
sucedía entre esa gente. Acuchillaban y robaban, cometían toda clase de delitos
y abominaciones de los que se hubiera podido hablar, hombres con hombres,
mujeres con mujeres, padres con hijos, peor que animales. Vivían a su modo, los
horrores se desvanecían como el humo. Nunca hubo nada así en toda la historia
del mundo.
Era un discurso largo, con cada palabra el hombre aquel ahondaba en su
fantasía y pasión y se volvía cada vez más sin sentido y terrible: un enjambre
amasado por sugerencias e invenciones, un ruido enorme, que te envolvía
desesperado, una rueda humana de cabezas, piernas, barrigas, brazos, que daban
vueltas por la tienda.
Grebe sintió que debía interrumpirlo. Dijo bruscamente:
—¿De qué me habla? Todo lo que le he preguntado es si conocía a este
hombre.
—Esa no es la dinámica del problema. Yo llevo aquí seis años.
Probablemente usted no quiera creerlo, pero supongamos que fuera verdad.
—En todo caso —dijo Grebe—, debe de haber algún modo de encontrar a una
persona.
Los ojos demasiado juntos del italiano habían estado concentrados de un
modo extraño, como sus músculos, mientras se inclinaba por encima del mostrador
para tratar de convencer a Grebe. Ahora renunció al esfuerzo y se sentó en su
banco.
—Supongo. De vez en cuando. Pero ya le he dicho que ni siquiera los
polis lo consiguen.
—Ellos siempre persiguen a la gente. No es lo mismo.
—Bueno, pues siga intentándolo si quiere. Yo no puedo ayudarlo.
Pero no siguió intentándolo. No le quedaba tiempo para malgastarlo con
Green. Deslizó el cheque de Green hacia el final del cuaderno. El siguiente
nombre de la lista era Field, Winston.
Encontró la casita sin ningún problema; compartía patio con otra casa,
con unas columnas que las separaban. Grebe conocía este tipo de arreglo. Los
habían construido en masa en la época anterior a que se llenaran los pantanos y
se levantaran las calles, y todos eran iguales: un caminito alrededor de la
cerca, muy por debajo del nivel de la calle, tres o cuatro postes con una bola
encima para poner tendederos, una madera verdosa, unas piedras de color apagado
y un tramo largo, largo, de escaleras para llegar a la puerta de atrás.
Un niño de unos doce años lo hizo pasar a la cocina, y allí estaba el
viejo, sentado junto a la mesa en su silla de ruedas.
—Ah, es en nombre del gobierno —le dijo al niño cuando Grebe sacó los
cheques.
—Dey, tráeme la caja de los papeles. —El viejo aclaró un espacio en la
mesa.
—No tiene que tomarse tantas molestias —le dijo Grebe. Pero Field sacó
los papeles y los extendió sobre la mesa: tarjeta de la Seguridad Social,
certificado de beneficencia, cartas del hospital del Estado en Manteno y una baja
naval fechada en San Diego en 1920.
—Eso es más que suficiente —dijo Grebe—. Ahora solo tiene que firmar.
—Tiene usted que saber quién soy —le dijo el viejo—. Usted es un enviado
del gobierno. El cheque no es suyo, es del gobierno, y nadie le manda ir entregando
cheques hasta que no esté todo demostrado.
Le encantaba toda la ceremonia, y Grebe no puso más objeciones. Field
vació la caja y le acabó de enseñar todas las tarjetas y cartas.
—Aquí está todo lo que he hecho y los sitios donde he estado. Solo falta
el certificado de defunción para que puedan cerrar mi libro. —Esto lo dijo con
un cierto orgullo feliz y con magnificencia. Pero siguió sin firmar; se limitó
a sostener el pequeño bolígrafo hacia arriba encima de la pana dorada verdosa
de su pantalón. Grebe no le metió prisa. Sentía las ganas de conversar del
viejo—. Tengo que conseguir un carbón mejor —prosiguió—. Tengo que mandar a mi
nietecito a la carbonería con mi pedido y le llenan el vagón de basura. Esta
estufa no puede con eso. Se le cae la rejilla. En el papel pone que tiene que
ser carbón de tamaño de un huevo del condado de Franklin.
—Informaré sobre ello y veré lo que se puede hacer.
—No puede hacerse nada, creo. Usted lo sabe y yo también. No hay forma
de hacer que las cosas vayan mejor y lo único grande es el dinero. Eso es lo
único valioso, el dinero. Nada es negro donde él brilla y el único sitio donde
se ve negro es donde no brilla. Lo que la gente de color necesitamos es tener
nuestros propios ricos. No hay otro modo.
Grebe permaneció sentado, la enrojecida frente emparejada con su pelo
bien cortado y las mejillas metidas a los lados del cuello de la camisa. El
fuego endurecido brillaba con fuerza dentro de los marcos de cola de pescado y
de hierro, pero la habitación no era confortable. Se quedó allí sentado
escuchando al viejo mientras le contaba su plan. El plan consistía en crear una
vez al mes un millonario negro por suscripción popular. Un joven inteligente y
de buen corazón que se eligiera cada mes firmaría un contrato en el que se
comprometiese a hacer uso del dinero para iniciar un negocio en el que empleara
a negros. Esto se anunciaría mediante cartas en cadena que irían convocando a
todos los asalariados negros, los cuales contribuirían con un dólar al mes. En
cinco años habría sesenta millonarios.
—Eso nos conseguirá respeto —dijo con un sonido entrecortado que le
salió como algo dicho en extranjero—. Hay que tratar de organizar todo el
dinero que se tira en la rueda de la política y en las carreras de caballos.
Mientras te lo puedan quitar, no te van a respetar. El dinero, ¡ese es el sol
de la raza humana!
Field era un negro mestizo, quizá de cherokee o de natchez porque tenía
la piel rojiza. Y tal como hablaba de un sol dorado en esa habitación oscura, y
por su aspecto —greñudo y con la cabeza aplastada— con la sangre mezclada de su
rostro y sus gruesos labios, y con el pequeño bolígrafo aún tieso en la mano,
parecía uno de los reyes subterráneos de la mitología, el viejo juez Minos en
persona.
Ahora sí aceptó el cheque y firmó. Para no manchar el recibo, lo sujetó
con los nudillos. La mesa oscilaba y crujía, aquel centro oscuro y pagano de
los restos prehistóricos de la cocina, cubierta de pan, carne y latas y el lío
de papeles.
—¿No cree usted que mi plan funcionaría?
—Vale la pena pensarlo. Es verdad que habría que hacer algo, en eso
estoy de acuerdo.
—Funcionará si la gente lo hace. Eso es todo. Eso es lo único siempre.
Cuando todos lo entiendan así.
—Eso es cierto —dijo Grebe, levantándose. Su mirada se cruzó con la del
viejo.
—Sé que tiene que irse —le dijo—. Bien, que Dios te bendiga, muchacho.
No has sido malo conmigo. Eso se ve enseguida.
Volvió por aquel patio enterrado. En una carbonera alguien trataba de
hacer que no se apagara una vela, donde un hombre descargaba leña de un
cochecito de niño con las ruedas torcidas y dos voces mantenían una
conversación a gritos. Mientras subía por el paso cubierto oyó un gran golpe de
viento en las ramas y contra las fachadas de las casas, y entonces, al llegar a
la acera, vio el rojo del ojo de aguja de las torres de cables allí arriba en
el cielo helado, cientos de metros por encima del río y las fábricas: aquellos
puntos luminosos.
Desde allí le impedían la visión hasta la South Branch con sus orillas
de madera y las guías junto al agua. Esta parte de la ciudad, que habían
reconstruido después del Gran Incendio, cincuenta años más tarde volvió a estar
en ruinas, con las fábricas cerradas con tablas, los edificios abandonados o
derrumbados y trozos de pradera entre ellos. Pero lo que esto le hacía sentir
no era tristeza, sino más bien una falta de organización que liberaba una
energía enorme, el poder sin medida, sin ataduras y sin normas de aquel sitio
gigante y salvaje. No solo debía de sentirlo la gente sino que, o al menos eso
le parecía a Grebe, se veían obligados a estar a su altura. En sus propios
cuerpos. Él no menos que los demás, de eso se daba cuenta. Digamos que sus
padres habían sido sirvientes en su época, mientras que se suponía que él no
debía serlo. Pensó que ellos nunca habían hecho un servicio como este, que no
requería a nadie visible, y probablemente ni siquiera podía ser realizado por
alguien de carne y hueso. Como tampoco podía nadie mostrar por qué debía
realizarse; ni ver adónde podía llevar su realización. Esto no significaba que
quisiera que lo liberaran de él, pensó con rostro pensativo y grave. Todo lo
contrario. Tenía algo que hacer. La obligación de sentir esta energía y sin
embargo no tener nada que hacer… Eso era lo terrible; aquello sí que era
sufrimiento; y él sabía lo que era eso. Ahora era el momento de abandonar. Las
seis de la tarde. Podía irse a casa si quería, es decir, a su habitación, a
lavarse con agua caliente, echarse encima de la colcha, leer el periódico y
comer un poco de pasta de hígado con galletas saladas antes de salir a cenar.
Pero de hecho el pensar en esto lo ponía un poco enfermo, como si hubiera hecho
algo mal. Le quedaban seis cheques y estaba decidido a entregar al menos uno de
ellos: el cheque del señor Green. De manera que volvió a empezar. Le quedaban
por examinar cuatro o cinco bloques oscuros, pasando por patios abiertos, casas
cerradas, cimientos antiguos, escuelas clausuradas, iglesias negras, montones
de tierra, y pensó que debía de haber mucha gente viva que hubiera visto una
vez aquel barrio recién construido y nuevo. Ahora había una segunda capa de
ruinas; siglos de historia logrados gracias a la masificación humana. La
cantidad de gente le había conferido a aquel lugar la fuerza para crecer; la
misma cantidad de gente lo había destrozado. Objetos que una vez fueron tan
nuevos, tan concretos que nunca se le habría ocurrido a nadie que ocupaban el
lugar de otras cosas, se habían venido abajo. Por tanto, pensó Grebe, su
secreto estaba expuesto. El secreto consistía en que se mantenían de pie de
mutuo acuerdo y eran naturales y no antinaturales por acuerdo, y cuando las
cosas en sí se derrumbaban aquel acuerdo se hacía visible. Si no, ¿qué era lo
que hacía que las ciudades no parecieran raras? Roma, que era casi permanente, no
había suscitado ideas comunistas. ¿Y era verdaderamente tan perdurable? Pero en
Chicago, donde los ciclos se sucedieron tan rápido y lo familiar se desvanecía,
y volvía a surgir transformado, y volvía a morir a los treinta años, se veía el
acuerdo o pacto común, y se sentía uno obligado a pensar en las apariencias y
las realidades. (Se acordó de Raynor y sonrió. Raynor era un chico listo.) Una
vez que uno había entendido esto, muchísimas cosas se volvían inteligibles. Por
ejemplo, la razón por la que al señor Field se le podía ocurrir un plan así.
Por supuesto, si la gente se ponía de acuerdo para crear un millonario,
surgiría un millonario de verdad. Y si uno quería saber qué inspiró al señor
Field para que pensara esto, pues claro, tenía a la vista de la ventana de su
cocina el esquema, el mismísimo esqueleto de su plan de éxito: el E 1 con los
confetis azules y verdes de sus señales. La gente aceptaba pagar diez centavos
para subir a aquellos coches que no eran más que cajas de estruendo, y por eso
era un éxito. Pero qué absurdo parecía todo; qué poca realidad había para
empezar. Y sin embargo Yerkes, el gran financiero que lo construyó, había
sabido que podría conseguir que la gente aceptase hacerlo. Por sí mismo,
parecía el plan de entre los planes, lo más cercano a una aparición. Entonces,
¿por qué extrañarse de la idea del señor Field? Lo que había hecho era entender
un principio. Y Grebe recordó también que el señor Yerkes había creado el
Observatorio Yerkes y lo había dotado de millones. Pero ¿cómo se le habría
ocurrido en su palacio de Nueva York, que parecía un museo, o en su yate de
viaje hacia el Egeo, la idea de darles dinero a los astrónomos? ¿Le asombraba
el éxito de su extraña empresa y por tanto estaba dispuesto a gastar dinero
para averiguar en qué lugar del universo el ser y el parecer eran idénticos?
Sí, quería saber lo que era permanente; y si la carne es la hierba de la
Biblia; y ofrecía dinero para quemar en el fuego de los soles. Muy bien,
entonces, siguió pensando Grebe, estas cosas existen porque la gente acepta
existir con ellas —hasta aquí hemos llegado— y además porque existe una
realidad que no depende del consentimiento sino dentro de la cual el
consentimiento es un juego. Pero ¿qué pasa con la necesidad, la necesidad que
mantiene en su posición a tantos miles y miles? Respóndame a eso, caballerete
privado y alma decente (estas palabras las usaba contra sí mismo con
desprecio). ¿Por qué se le dará el consentimiento a la miseria? ¿Y por qué es
tan dolorosamente fea? ¿Por qué hay algo deprimente y permanentemente feo? Aquí
suspiró y abandonó la idea, y pensó que ya bastaba por el momento. Ahora él
tenía un cheque real para el señor Green, que también debía de ser real sin
ninguna duda. Ojalá sus vecinos no creyeran que tenían que esconderle. Esta vez
se paró en la segunda planta. Encendió una cerilla y encontró una puerta. Al
final un hombre respondió a su llamada y Grebe tenía el cheque preparado y lo
mostró incluso antes de empezar a hablar.
—¿Vive aquí Tulliver Green? Vengo de la beneficencia:
El hombre entrecerró la puerta y habló con alguien que tenía detrás.
—¿Vive aquí?
—Eeee… no.
—¿O en algún lugar de este edificio? Es un hombre enfermo y no puede
venir a recoger su pasta.
Enseñó el cheque a la luz, que estaba llena de humo —el aire olía a
tocino quemado— y el hombre se echó la gorra hacia atrás para estudiarlo.
—Eeee… nunca he visto este nombre.
—¿No hay nadie por aquí que use muletas?
Parecía reflexionar, pero la impresión de Grebe era que simplemente
esperaba que pasase un intervalo decente.
—No, señó. Nadie que yo vea.
—Llevo toda la tarde buscando a este hombre —de pronto Grebe habló con
súbita energía—, y me voy a tener que llevar este cheque de vuelta a la
oficina. Me parece raro no poder encontrar a una persona para darle algo cuando
lo estás buscando por un buen motivo. Supongo que si trajera malas noticias
para él lo encontraría bastante pronto.
En el rostro del otro hombre se produjo un movimiento de reacción.
—Eso es verdad, supongo.
—Casi no sirve de nada tener un nombre si no te pueden encontrar con él.
No representa nada. Para eso igual le daría no tener nombre —prosiguió,
sonriendo. Era la mayor concesión que podía hacer a su deseo de echarse a reír.
—Bueno, hay un hombresillo vieho y todo lleno de nudo al que veo de vé
en cuando. Podría ser el que está buscando usté. Abajo.
—¿Dónde? ¿A la derecha o la izquierda? ¿Cuál de las puertas?
—No lo sé. Uno pequeñín de cara flaca, jorobao y con un bahtón.
Pero nadie contestó en ninguna de las puertas de la primera planta. Fue
hasta el final del pasillo, buscando a la luz de una cerilla, y solo encontró
una salida sin escalera al patio, una caída de unos dos metros. Pero había una
cabaña cerca de la senda, una casa vieja como la del señor Field. Saltar no era
seguro. Corrió desde la puerta principal, por el pasaje subterráneo, y entró en
el patio. En aquel lugar había alguien. Se veía una luz por entre las cortinas,
en el piso de arriba. ¡Y el nombre que había en la etiqueta de debajo del roto
y deforme buzón era Green! Llamó el timbre con alegría y empujó la puerta
cerrada. El cerrojo chasqueó levemente y ante él se abrió una larga escalera.
Alguien bajaba despacio…, una mujer. En aquella luz tenue tuvo la impresión de
que la mujer se arreglaba el cabello mientras bajaba, poniéndose presentable,
porque vio que tenía los brazos levantados. Pero era en busca de apoyo por lo
que los levantaba; buscaba el camino a tientas, por la pared abajo, dando
tumbos. A continuación pensó en la presión de los pies de la mujer sobre los
escalones; no parecía que llevara zapatos. Y la escalera hasta bailaba. El
timbre la había sacado de la cama, quizá, y había olvidado ponérselos. Y
entonces vio que la mujer no solo no llevaba zapatos, sino que también estaba
desnuda; estaba completamente desnuda y mientras bajaba hablaba sola, una mujer
gruesa, desnuda y borracha. Se le echó encima dando traspiés. El contacto de
sus pechos, aunque solo le tocaron el abrigo, lo hizo retroceder hasta la
puerta con una impresión ciega. ¡Mira lo que había encontrado en su juego de
encontrar casas!
La mujer se estaba diciendo a sí misma, furiosa:
—De modo que no sé follar, ¿eh? Yo le enseñaré a ese hijoputa lo que sé
hacer.
¿Qué iba a hacer ahora?, se preguntó Grebe. Tenía que irse. Tenía que
dar la vuelta y marcharse. No podía hablar con esa mujer. No podía dejar que se
quedara allí de pie y desnuda con ese frío. Pero cuando lo intentó se encontró
incapaz de dar la vuelta.
Le dijo:
—¿Vive aquí el señor Green?
Pero ella seguía hablando consigo misma y no lo oyó.
—¿Es esta la casa del señor Green?
Ella volvió su mirada furiosa y ebria hacia él.
—¿Qué quieres?
Apartó de nuevo la mirada errante; tenía un punto de sangre en aquel
brillo rabioso. Él se preguntó por qué ella no sentía frío.
—Soy de la beneficencia.
—Muy bien, ¿y qué?
—Tengo un cheque para Tulliver Green. Esta vez lo oyó y extendió la
mano.
—No, no, para el señor Green. Tiene que firmar —le dijo él. ¿Cómo iba a
conseguir la firma de Green esa noche?
—Yo lo cogeré. Él no puede.
Grebe sacudió la cabeza con desesperación, pensando en las precauciones
que había tomado el señor Field con la identificación.
—No puedo dárselo a usted. Es para él. ¿Es usted la señora Green?
—Puede que sí, puede que no. ¿Quién lo quiere saber?
—¿Está él arriba?
—Muy bien. Súbeselo tú, idiota.
Desde luego que era idiota. Por supuesto que no podía subir porque
probablemente Green estaría desnudo y borracho también, y quizá pronto
apareciese en el descansillo. Miró ansioso hacia arriba. Bajo la luz había un
muro marrón alto y estrecho. ¡Vacío! ¡Permaneció vacío!
—Pues entonces vete al infierno —la oyó gritar. Para entregar un cheque
para comida y ropa, la estaba dejando a ella allí en medio del frío. Ella no lo
sentía, pero su rostro ardía del frío y del ridículo. Se apartó de ella.
—Volveré mañana. Dígaselo.
—Ah, vete al infierno. ¿Qué haces aquí en medio de la noche? No vuelvas
—gritó tanto que él le vio la lengua. Ella se quedó allí sentada a horcajadas
en el frío poyo de la entrada y se agarró a la barandilla y a la pared. La
propia casa tenía una forma parecida a una caja, una caja alta y torpe que
apuntaba al cielo helado con sus luces frías e invernales.
—Si es usted la señora Green, le daré a usted el cheque —dijo él,
cambiando de opinión.
—Entonces dámelo. —Ella cogió el cheque, agarró el bolígrafo que él le
tendía con la mano izquierda y trató de firmar el recibo en la pared. Él miro a
su alrededor, casi como para ver si alguien observaba su locura, y casi le
pareció creer que había alguien de pie sobre un montón de neumáticos usados en
la tienda de repuestos de coches que había al lado.
—Pero ¿es usted la señora Green? —se le ocurrió preguntar ahora
inútilmente. Ella ya estaba subiendo las escaleras con el cheque, y si había
cometido un error, si se había metido en un lío, ya era demasiado tarde para
deshacer lo que había hecho. Pero no se iba a preocupar por ello. Aunque era
posible que ella no fuera la señora Green, él estaba convencido de que el señor
Green sí que estaba arriba. Fuera quien fuera, aquella mujer representaba a Green,
al que él no iba a ver esta vez. Bueno, so tonto, se dijo a sí mismo, de modo
que crees que lo has encontrado. ¿Y qué? Es posible que de veras lo hayas
encontrado… ¿y qué? Pero era importante que hubiera un auténtico señor Green al
que no podían evitar que llegase porque les parecía que era emisario de unas
apariencias hostiles. Y aunque el ridículo que sentía desapareció muy
lentamente, y su rostro seguía enrojecido en consecuencia, sentía, a pesar de
todo, una gran alegría.
—Porque después de todo —se dijo—, ¡he logrado encontrarlo!
*FIN
Con afecto,
Ruben
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