El
crack
[Cuento -
Texto completo.]
Augusto Roa Bastos
Goyo Luna, puntero izquierdo del Sol de América, era,
a los veinticinco años, un esmirriado depósito de perfecciones ocultas. De su
aspecto físico, mejor no hablar; sobre todo ahora cuando ya no está entre
nosotros. Hay que recordarlo vivo, sin aureola ni nada, pero con el respeto que
se debe a los que dieron su vida por el fútbol. ¡Y de qué manera ofrendó la
suya Gayo Luna, señores! Hoy, justamente, se cumplen diez años de su
desaparición, el mismo día en que metió su último gol de triunfo, el que lo
llevó a la tumba después del encontronazo con el poste fatal de la portería de
El Porvenir. Es difícil describirlo tal como era, porque lo que valía en él era
precisamente lo que no se veía, dicho sea sin humor y con tristeza: sus dotes
de buena persona, su genio de futbolista, su generosidad, su bondad, su
humildad. Nunca quiso ser más de lo que naturalmente era. Y a la verdad, poco
era lo que representaba el hombre, al menos en su aspecto exterior.
De baja estatura, 1,60, a gatas, algo patizambo y
chueco. Sobre todo del pie izquierdo que lo tenía muy torcido hacia adentro.
Esto, que podía constituir un inconveniente serio para un puntero izquierdo, a
Goyo no le molestaba en absoluto. Al contrario, ese defecto era su orgullo, el
instrumento perfecto que le había convertido en el mejor futbolista del país,
dicho sin exagerar.
El torso, de un verdadero atleta, doblaba la longitud
de las piernas. Sus brazos largos y flexibles casi tocaban el suelo con las
manos. Dobladas sobre el dorso, el cuerpo en posición fetal, esas manos grandes
y apalmetadas le servían de patines en los rushings violentos hacia el área
enemiga.
Era un microcosmo en equilibrio sobre sus dos patas de
pato y sus dos manos palmípedas que le permitían patinar, planear, volar, hacer
volteretas para evitar los encontronazos y salir de los entreveros.
Las espaldas, es cierto, las tenía un poco cargadas
como las de un viejo ujier de juzgado. De la dentadura no le quedaban sino
cuatro dientes más o menos sanos: un canino, los dos colmillos y un molar, pero
se las arreglaba para no padecer. Prefería morir de hambre que de ganas de
comer. Nunca admitió que se le hiciera una prótesis dental.
En la báscula ese exiguo esquema de huesos forrado de
piel y nervios, sin un átomo de grasa, pero incandescente, de una energía
incalculable —sobrenatural, uno estaría tentado de decir, como lo demostró al
final—, marcaba 58 kilos, siempre. Y eso que era un comedor de ley, capaz de
devorar sin apuro dos raciones juntas para gigantes glotones de 1,90 y 80 kilos
de peso. Las deglutía sin apuro, morosamente, como si sorbiera helados de exótico
sabor que le ponían en estado de trance. Sobre la lengua le habían crecido unos
pinchos córneos y filosos, como los de la escofina, que le permitían dar cuenta
del asado en tiempo normal y hasta roer limpiamente los huesos, dejándolos
mondos y lirondos.
Si algo hacía olvidar las imperfecciones de su aspecto
físico, eran los ojos. En esos ojos de un gris acerado, casi verdoso, con
estrías doradas, como los de un gato birmano, se hallaba concentrada toda la
perfección y la energía increadas de esa escuálida figura.
En los ojos se resumían y traslucían sus cualidades
invisibles. Sus miradas casi magnéticas, de gran hermosura y expresividad,
sabían ser amables y cordiales cuando la ocasión lo requería, pero se volvían
duras e inflexibles ante la injusticia o la provocación. A más de un hombrón,
agresivo y sobrador, de los que abundan en las canchas, esos ojos les habían
hecho doblar la cerviz con solo mirarlos.
En el campo, en lo más intenso del juego, parecían
taladrar el tiempo y el espacio, adivinando la trayectoria del balón en el
laberinto casi infinito de variantes posibles; el punto exacto para el toque,
el ataque, para el pase o para el gol. Allí estaba él, siempre, embalado para
la acción. En el espacio verde de la cancha, abierto al polvo matemático del
cálculo de probabilidades —del que él felizmente nada sabía, salvo por
instinto—, era donde el desgalichado depósito de perfecciones ocultas las
descubría, una a una, con una sabiduría nueva y deslumbrante cada vez, en la
ciencia infusa del fútbol, ante el fragor de veinte mil espectadores.
Su larga y lacia melena con crenchas entremezcladas de
oro y betún negro, lustroso, siempre atada con una vincha blanca, le caía sobre
los hombros y volaba al aire, tiesa, como el yelmo de Mambrino. Había en Goyo
Luna fragmentos de América india y de Europa central integrados en un mestizaje
con lo mejor de cada origen. Pronto se hizo popular en los estadios ese gaucho
casi enano que parecía entrar en trance por la alucinación del gol, por la
ansiedad febril de ganar que le hacía temblar como atacado de malaria, cada
domingo. Y es que su pueblo, encharcado por las inundaciones, era el caldo de
cultivo del mosquiterío del paludismo que hacía temblar hasta a los árboles.
Los jugadores rivales, incómodos y despreciativos,
como a una pelota desinflada lo veían. Lo veían como un muñeco de trapo, al que
había que arrojar de la cancha a puntapiés cuanto antes. Pero él sabía evitar
los fouls y las patadas asesinas, mientras mantenía girando a su alrededor el
balón con esguinces de malabarista.
Éste fue precisamente el primer apodo con el que el
público lo bautizó. A medida que iba aumentando su popularidad le fueron
poniendo otros: el Gaucho, el Gato, la Culebra, el Bochín, el Piojo, según la
inspiración y el humor del público, en el delirio hacia su ídolo. El apodo que
él más amaba era El Malabarista, porque le recordaba a su padre Peter
Schoerner, de origen alemán, de Baviera, que de chueco no tenía nada. Era un
virtuoso de los juegos malabares. Fue su primer maestro, en el circo ambulante
bajo cuya lona ambulante había nacido.
Su madre, María Luna, nombre que aparecía en los
afiches, paraguaya de origen, nacida en la gran diáspora del 47, en Paso de los
Libres, y educada en los Estados Unidos, trabajaba como trapecista. Ambos eran
los dueños del circo que durante años recorrió toda América latina, desde
México a Tierra del Fuego. La atracción del número de su madre consistía en que
trabajaba sin red. Una noche, en el salto de un trapecio a otro, perdió las
manos de su partenaire y sufrió una caída que pudo ser mortal.
María Luna se salvó de puro milagro, pero Goyo, de
quien ella se hallaba encinta, sufrió las consecuencias. Nació paralítico y
deforme. Peter Schoerner y María Luna, vendieron el circo con los elefantes y
las fieras a un parque de atracciones de la capital y se dedicaron por entero
al cuidado y rehabilitación del hijo minusválido.
Desde los dos o tres años, Peter Schoerner empezó a
enseñar su arte al hijo, con tan buena fortuna que, a los cinco de su edad,
Goyo no solo recuperó la normalidad de sus movimientos sino que ganó otros
anormales. Rivalizaba con su padre en los ejercicios más difíciles de
equilibrio y manipulación de objetos de todas formas y tamaños. El número
central de Peter era cierto ejercicio con un balón rojo al que hacía hacer
maravillas como formando parte de su cuerpo, y la lluvia de pelotas de colores
que giraban a su alrededor como satélites. “Todo el cuerpo del malabarista, le
decía su padre, debe ser como un poderoso electroimán.” Y Goyo había heredado
de sus padres una sangre electromagnética que circulaba velozmente imantando
cada molécula de su cuerpo pequeño y deforme.
Por su propia cuenta, impulsado ya sin duda por la
irresistible vocación que había nacido con él, o tal vez como reacción a su
desgracia, inventó juegos malabares con una pelota de fútbol. Él mismo se ataba
el balón a sus pies con un largo piolín. Luego se hacía amarrar los brazos al
cuerpo para no tener tentación de tocarla. Poco a poco, con la obcecación de un
alienado, logró dominar el balón con taquitos muy cortos y veloces hacia atrás,
hacia adelante… toc… toc… toc… Los rebotes, imperceptibles de tan rápidos,
entre el empeine y el tobillo de los dos pies, entre los hombros, la cintura y
la espina dorsal, hacían girar la pelota vertiginosamente a su alrededor. La
mantenía en suspensión sobre su cabeza, o pegada a sus espaldas por una suerte
de atracción de ese cuerpo deforme que parecía generar sus propias zonas de
gravitación sobre el balón.
La tenacidad de un pensamiento obsesivo llevado a sus
extremos límites acaba en locura. Goyo Luna estaba un poco loco. Pero era feliz
en su locura, en su absoluta pasión por el fútbol.
Ensayó y perfeccionó contra una pared, con creciente
precisión y potencia, todos los tiros conocidos en el balompié. Dibujó, a
distintas alturas, varios círculos del tamaño de una naranja y los ángulos en
escuadra de las porterías. Los bombardeaba sin descanso hasta que la mancha del
balón húmedo rebotando en la pared coincidiera exactamente con los círculos de
tiza y con la brecha de los ángulos superiores de la portería. Borraba todo y
volvía a empezar, chutando desde distintas posiciones y distancias, hasta que
se caía dormido de cansancio en cualquier parte. Inventó otros tiros con
efectos sorpresivos, asombrosos, como el del “balón borracho” o “balón
petardo”, que salía disparado en espiral desde el óvalo de cal del penalty
hasta la red. Calculó milímetro a milímetro los once metros de la pena máxima
desde la marca al arco, y su correspondencia, en fracciones de segundo, con la
intensidad y potencia del tiro. El Gato birmano no era un matemático puro, pero
obtuvo cocientes instintivos de rapidez, angulación y precisión muy exactos que
su cuerpo memorizaba y regían sus movimientos.
Amaba el gol de penalty casi tanto como el de media
cancha o el de atropellada. No se equivocó nunca en la ejecución de los tiros
penales. De aquí también el apodo de “El verdugo” que le hacía gracia. Fue
entonces cuando puso a punto el disparo tortuoso e imparable del zurdazo a 100
kms/h. y el tiro espiralado del “balón borracho”. Y otro, más sofisticado y
sorpresivo aún: el ralentado y suave “barrido” del tiro pluma. El balón, a
cámara lenta, daba la impresión de que iba a salir completamente desviado. A
medio camino cambiaba de dirección y se metía por donde quería hasta la red,
engañando por completo al guardameta que se tiraba hacia el otro costado y caía
abrazado al poste.
No todas las cualidades de El Malabarista eran de
naturaleza mágica. En todo caso, lo eran de magia genética, habida cuenta el
arte de sus progenitores y de los antepasados circenses de Peter Schoerner.
Los Luna y Carvajal de Madrid, Asunción, Buenos Aires
y Córdoba, del siglo XVIII, si bien no tenían linaje específicamente circense,
se distinguieron por sus condiciones de valor y coraje en la guerra contra los
indios. María del Rosario Luna y Carvajal, tatarabuela de María, era hija
“furtiva” de un cacique mbayá, prisionero de los españoles en Asunción, con la
mujer casi adolescente de un colono viejo y rico, hacia finales de la Colonia.
El esbelto aborigen, que parecía hecho de bronce, trabajaba en las plantaciones
de tabaco. La joven mujer iba a caballo, a escondidas, a ver trabajar a ese
semidiós silvestre. Nació el amor entre el ama y el esclavo, y de ese amor
nació la hija. El seductor murió estaqueado bajo el sol de fuego en castigo de
su culpa. La joven adúltera, después de tener a su hija María del Rosario, fue
separada de ella y enterrada en vida en un convento hasta el fin de sus días.
De aquel amor lejano y desdichado descendía en línea
directa María Luna, la mujer-pájaro de los trapecios.
Goyo Luna era uno de esos seres que parecen haber
surgido por generación espontánea con un destino prefijado: en su caso, la
predestinación de su pasión por el fútbol desde su más tierna infancia. Siempre
estaba en su puesto, dentro o fuera del campo. Goyo usaba el apellido de la
madre, más fácil de pronunciar que el germánico de su padre. Más romántico
también, pese a la trágica leyenda de su origen.
Le gustaba la soledad, le gustaba reflexionar, leer,
instruirse. Era un poeta nato. La concepción de su juego estaba llena de
poesía. Pero se sentía igual de bien con el grupo de los compañeros o con la
gente, cualquiera fuese su condición o nivel social. Lo que le hacía
particularmente querido y respetado por todos.
En la cancha solo pensaba en el gol y no paraba de
incubarlo mentalmente hasta ponerlo como un huevo en el nido contrario, solo o
en el bordado deslumbrante del trabajo en equipo. No era un individualista
rabioso. Odiaba el dribbling, por ejemplo, “Solo soy individualista cuando
tengo pataduras a mi lado”, se disculpaba. O bien: “Soy un individuo pero con
la multitud adentro…”
Hacía cinco temporadas que jugaba en el Sol de
América, de Manorá, el pueblo más pobre del país más futbolero de América. De
ese paisito casi desconocido habían salido los Arsenio Erico, los Diego Ayala y
otros grandes del fútbol paraguayo y suramericano. Goyo Luna le había hecho
ganar al Sol tres ligas regionales y dos campeonatos nacionales. No iba a
abandonar al Sol hasta poner al Paraguay en camino de intervenir en la copa de
América, en la de Europa y hasta en la del Mundo. Y eso también lo cumplió.
—De ahí en más, veremos… —decía reflexivo a sus
íntimos, pero jamás hizo declaraciones a la prensa. “No tengo nada que decir”,
era su cantinela.
Algunos de los jugadores del Sol habían participado ya
en los Mundiales de México, Brasil y España. Goyo Luna no quiso nunca estar en
la selección nacional para la que fue llamado varias veces.
—No es mi lugar —argumentaba simplemente—. No me gusta
dejar el pueblo. No me gusta dejar de ser el que soy. Pero no quiero que me
juzguen por lo que soy sino por lo que debí ser y no pude. En uno siempre hay
un otro que no sabemos quién es y que nos tira pa su lau… —se burlaba de sí
mismo, poniendo los labios en trompetilla.
Del mismo modo había rechazado de plano ofertas
millonarias de contratos de los principales clubes europeos, que habían enviado
observadores para ver jugar al “fenómeno” humano y deportivo surgido en ese
escondido pueblecito de un país que parecía no existir en el mapa.
—Un hombre no puede venderse por ningún dinero del
mundo —alegaba—. Soy un jugador por la libre. Y si no puedo jugar en libertad,
el fóbal no tiene sentido para mí, no me divierto, no soy feliz. Y la felicidad
no hay plata que la pague.
Todos recordaban todavía la mañana en que El
Malabarista había venido a hablar con el presidente del Sol para pedir su
incorporación a la primera división. Don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, rechoncho y
enorme, tuvo que agacharse para encuadrar en primer plano al postulante. Lo
miró de hito en hito como a una hormiga o a un extraterrestre en quien le
costaba reconocer a un ser humano normal.
Parco, digno, respetuoso, Goyo Luna le dijo con su
vocecita aflautada que le “provocaba hacer fóbal”, y que sabiendo todo lo que
sabía de “fóbal”, lo que pretendía era “enchufarse” de entrada en la división
superior.
—Pero… usted… ¿de dónde ha salido…?
—De por ahí nomás…
—¿Qué es lo que sabe de “fóbal”?
—Todo —dijo Goyo Luna con humildad y naturalidad.
—Y usted piensa que puede hacer “fóbal” con esa
carrocería que Dios le dio. ¡Si parece el proyecto de un hombre interrumpido
con bronca!
—De menos nos hizo Dios —replicó impasible y lejano
Goyo Luna—. No me puedo quejar.
—¿Y se puede saber qué es lo que usted piensa del
fútbol actual?
—Que todo anda medio regularón nomás, señor, si quiere
que le diga la verdad. El sistema no anda del todo mal. Los toques y los pases,
más o menos. Los regates y el marcaje son del tiempo de Ñaupa, una burla para
impedidos mentales. De los tiros… qué quiere que le diga. Su mayor defecto es
que no tienen efecto. Mientras un jugador no domine el balón con todo el
cuerpo, como es debido, mientras no haya un espíritu más ofensivo, mayor
coordinación y velocidad en el ataque, más ganas de ganar en buena ley, más
divertido será seguir viendo los partidos de la muchachada en los baldíos y
potreros.
—Bueno… —dijo don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, haciendo
volar los papeles de un manotazo— usted…
—Vea, señor —le interrumpió Goyo, dulcemente—. Lo que
pasa es que el fóbal está en manos de una santísima trinidad de malevos: los
grandes capitalistas del juego, el periodismo deportivo de cáscara amarga y los
árbitros de mala leche, que de fóbal no saben un pito, salvo tocarlo cuando no
se debe. Si se arruina el más popular de los deportes va a ser por culpa del
malevaje de esta santísima trinidad que no tiene un solo Dios verdadero sino
varios falsos.
Nunca el Goyo Luna había hablado tanto de un solo
golpe para nada. Le costó bajar los párpados sobre los ojos verdosos y dorados
que resplandecían mareando un poco al presidente.
Para cortar esa inútil sesión con un “débil mental”,
don Gonzalo, casi bufando, lo mandó a que viera al entrenador.
—A lo mejor, lo mete en la juvenil, aunque usted ya
está pasado de edad.
—No hay edad para ser joven, señor —retrucó otra vez
el Goyo, con la cortesía de un marqués.
—O lo pone a acarrear la basura del campo. No se hace
todo lo que uno quiere sino lo que uno puede. Adiós, y que no lo vea más por
aquí.
Goyo Luna hizo la venia y se retiró.
Antes de una hora, el entrenador con la cara
congestionada, como si estuviera al borde de una apoplejía, irrumpió en el
despacho de don Gonzalo, hundido en el hacinamiento de legajos y planillas.
—¡El tipo ése que me mandó es el fenómeno del siglo!
¡No he visto nada igual en ninguna parte! ¡Qué Pelé, ni Di Stéfano, ni
Beckenbauer, ni Cruyff, ni Maradona…! Es la suma de todos ellos. ¡Esta mierdita
mal hecha es de los grandes del fútbol! ¡Y lo mejor es que no sabe que lo es…!
¡Chueco, zurdo y ojos verde-dorados… no fallan nunca…!
—Agárrelo y hágale firmar todos los papeles. Pero
tenga preparado, por las dudas, el tacho de la basura —dijo don Gonzalo de
Mendoza y Ruiz.
Al domingo siguiente Goyo Luna se estrenó como titular
en el equipo superior, en el puesto de puntero izquierdo, en el que jugó sin
interrupción durante cinco años. En aquel enfrentamiento con su más encarnizado
rival, por la clasificación en la semifinal de la Liga, El Porvenir batía al
Sol por 0-3. El fogoso Sol de América se estaba derritiendo bajo el sol del
calor y la vergüenza. El entrenador, los directivos, los “hinchas” querían
morirse. En los veinte minutos del segundo tiempo, el marcador no se movió. El
flamante puntero izquierdo distribuía el juego como un diseñador de alta
costura, pero los delanteros del Sol parecían más preocupados por arrancar las
florecillas del campo que por plantar goles en la huerta del adversario.
Goyo Luna creyó llegado su momento. Tocó el balón y no
lo soltó más. El sinuoso cuerpo de culebra se lanzó por el callejón del ocho.
Doblado, a la mitad de su estatura, casi afeitando el césped con su filosa
quijada, planeando a la velocidad de una oscura centella, gambeteando, y saliendo
por entre las piernas de los jugadores adversarios, cubrió la mitad del campo
en menos de diez segundos.
Daba la sensación de que llevara atado el esférico al
cordón del botín o pegado a la espalda como una ventosa. Se filtró como un
golpe de viento por un claro del muro defensivo y se metió en la portería
enemiga. La pelota pegada a la espalda apenas había tenido tiempo de bajar
hasta las nalgas. El portero se arrojó sobre la sombra del hombrecillo-culebra
cuando éste ya estaba agarrado a la red.
Repitió la hazaña tres veces más ante el delirio de
los adictos y la humillación de los rivales. El último gol de penalty lo encajó
en la red de manera inaudita. Se puso de espaldas al arquero y pateó el balón
con un talonazo. Los hinchas aullaron de entusiasmo. El árbitro anuló el gol
por antirreglamentario.
A los dos minutos, córner de El Porvenir. Con una
palomita Goyo cabeceó limpiamente el balón. Gol 4-3, y el Sol, finalista. Los
hombres de El Porvenir se acantonaron sobre el área chica, cubriendo el arco
como una asamblea de vecinos con amenaza de desalojo. Estaban todos amontonados
como esperando la noche para escapar de un futuro de oprobio.
Sobre medio campo, El Malabarista, con un guitarreo en
tiempo de malambo punteaba sus pases de distribución del juego, situando a los
suyos en el clásico rombo de 4-4-2. Él se ocupó del resto de la faena. Armó el
equipo como para un ballet con el tema de la carga de la caballería ligera. En
cada carga fabricó el gol para cada uno de los lanceros de Bengala, sin cometer
un solo off-side, sin pedir permiso a los enloquecidos defensores y
medio-campistas, ni al mismo portero, que se tiraba siempre hacia un balón
inexistente, mientras el real hacía rebotar ya la red, siempre a ritmo de
malambo. El malabarista se reservó el suyo, el último, para un penalty que supo
provocar de manera indiscutible. Increíblemente, el “colegiado”, en estado de
hipnosis, se lo concedió con vagos gestos de converso o de poseso.
El público clamoreaba con resonancias de ultratumba,
como si el estadio estuviese sepultado en un acueducto romano.
Goyo Luna, con gestos de nodriza, acomodó el balón en
la lunita blanca de cal, como en una cuna de encajes, lo acarició como a un
bebé, y el pie chueco lo incrustó de un zurdazo en el ángulo superior derecho.
Empate 3-3, y el entusiasmo febril de los hombres del Sol.
En el último momento, cinco minutos antes del fin del
partido, sucedió lo terrible. El Malabarista se infiltró como de costumbre en
el amontonamiento rival. Aprovechó un pase del centro-delantero Zoraya y
conectó el balón de cabeza hacia la red. En ese mismo instante, hecho ya el
gol, “la pared” de la defensa cayó sobre él como una tromba y lo proyectó de
cabeza contra el poste. Se oyó crujir el cráneo como huevo que se quiebra para
echarlo en la sartén.
El Goyo Luna estaba caído con la cabeza bañada en
sangre sobre el 4-3 del triunfo. El pequeño cuerpo quedó arrollado sobre sí
mismo, a la mitad de su tamaño: una nadita de nada, casi fúnebre ya. Sin
pérdida de tiempo lo llevaron en helicóptero a la mejor clínica traumatológica
de la capital. Conmoción cerebral y pérdida de materia encefálica. El pobre
Goyo Luna entró en coma. Don Gonzalo de Mendoza y Ruiz, desencajado, interpeló
al jefe del servicio. “Está frito —le contestó al patrón—. No puede durar más
de dos días. Mañana le cortamos el oxígeno…”
Lo misterioso, lo sobrenatural sucedió el domingo
siguiente. Tarde fría, ventosa, neblinosa, con algo de mortaja y de sudario.
Sol y Porvenir volvían a enfrentarse por la clasificación final. Treinta mil
espectadores silenciosos. Por primera vez, desde que había memoria, el Sol
jugaba sin sol por dentro y sin sol por fuera. Un once de calambre, lamentable,
pordiosero. Un cartón rojo salido de la gastritis del réferi penó injustamente
al Sol. El once quedó reducido a un diez completamente rengo, casi paralítico,
totalmente desahuciado.
Se reprodujo exactamente el desarrollo del partido
anterior. En los veinte minutos del segundo tiempo, Sol perdía 0-3. Todo el
mundo, amigos y enemigos, buscaban, adolecidos, la diminuta silueta ausente de
El Malabarista. Muchos imaginaron ver al gato Luna desplazándose a fantástica
velocidad por su marca, como solía, sinuoso, pegado al pasto como una culebra.
Su imagen no era más que el hueco formado por el deseo, por el afecto, por la
pena de que no iban a ver jugar nunca más al mequetrefe del ídolo. Su figura,
ya en el recuerdo, planeaba grandiosa por dentro de los treinta mil
espectadores, con una melancolía infinita.
De repente lo vieron… ¡Sí, lo vieron…! ¡No en la
levedad de la fantasía sino en la espesa realidad! ¡No era el espejismo de una
alucinación! ¡Qué pucha… era él…! Corría en su punta como una exhalación. La
cabeza vendada con tanto trapo era ahora más grande, dos veces más grande que
el resto del cuerpo. Por lo que se alcanzaba a ver de la cara bajo el tolondrón
del vendaje, estaba pálido no como un muerto sino como la misma muerte. El
clamor de un solo grito de treinta mil gargantas, parecido a una lamentación,
saludó su presencia. Él estaba allí otra vez. Como siempre. Lo malo que había
sucedido no había sucedido. El Malabarista repitió su hazaña del último partido,
incluso el penalty del triunfo: 4-3. Y la clasificación del Sol. El estadio se
vino abajo.
El jefe del servicio, los médicos de guardia y las
enfermeras con caras de sorpresa y espanto verificaron que el cuerpo comatoso
estaba allí, en su cama, la N.º 7, cubierto de congeladas gotas de sudor,
olvidado de todo, aparentemente sin haberse movido.
—¡La cama estaba vacía hasta hace un rato! —explicó la
enfermera-jefe al patrón—. Durante una hora y media lo buscamos por todas
partes, hasta en la escalera de incendio. Nadie lo había visto salir, ni
entrar. No estaba en ninguna parte. Llamamos a la policía, a los bomberos. Lo
andarán buscando todavía.
El patrón se inclinó a auscultarlo con el
estetoscopio.
—¡Parece que tiene calzados unos botines de fútbol…!
—dijo la enfermera, estupefacta, levantando una punta de la cobija y señalando
con la mano temblorosa las extremidades del cuerpo yacente—. ¡Por lo menos…
otra vez está allí!
—Sí… pero muerto… —dijo el patrón, irguiéndose con
sorda irritación.
Salió de la sala a grandes zancadas, seguido por el
séquito de túnicas y birretes blancos, apiñados en un cotorreo supersticioso
sobre esos extraños botines de fútbol en los pies del muerto.
*FIN*
Con
afecto,
Ruben
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