El viejo sistema 2
[Cuento largo - Texto
completo.]
Saul Bellow
Las ideas del primo Isaac: una red de cómputos, fachadas, elevaciones, hipotecas, dinero de ida y vuelta. Y como, además, cuando era joven había sido fuerte y atrevido, y esto nunca lo había abandonado del todo —permanecía únicamente en forma de comentario ingenioso—, de hecho su piedad parecía fingida. Añadida. Aquello de recitar los salmos en las obras. «Cuando examino los cielos, el trabajo de Tus dedos… ¿qué es el hombre para que Tú te preocupes por él?» Pero estaba claro que lo decía de buena fe. Se tomaba libre la tarde entera antes de las fiestas importantes. Mientras su rubia mujer, acalorada por la cocina, tomaba nota con el aire ligeramente
bíblico que se esperaba de ella, él estaba en el piso de arriba bañándose y cambiándose de ropa. Había visitado las tumbas de sus padres y anunciaba a su regreso:
—He ido al cementerio.
—Ah —decía ella con simpatía, y el ojo bonito lleno de candor. El otro
seguía despidiendo un diminuto destello de astucia.
Los padres, ahogados en arcilla. Dos cajas, una al lado de la otra. Una
hierba de un verde fortísimo se extendía sobre ellas, e Isaac repetía una
oración al Dios de la misericordia. Además, en hebreo con acento báltico, cosa
de la que se burlaban los israelíes modernos. Los árboles de septiembre, amarillentos
después de una o dos noches de helada, ahora que el cielo estaba azul y cálido,
daban luz en vez de sombra. Isaac estaba preocupado por sus padres. Allí abajo,
¿cómo estaban? Le preocupaba la humedad, el frío, y sobre todo los gusanos.
Cuando había helada, se le encogía el corazón al pensar en la tía Rose y el tío
Braun, aunque como constructor supiera que estaban por debajo de la línea del
hielo. Pero había una fuerza humana, su amor, que afectaba a su criterio, tan
práctico para otras cosas. Desaparecía. Quizá, como constructor y experto en
viviendas —y miembro de dos, no una, de las comisiones del gobernador— sentía
especialmente que esos muertos no estaban bien protegidos. Pero Tina —al fin y
al cabo también eran sus muertos— consideraba que él seguía explotando a papá y
mamá y que la habría explotado a ella también si se hubiera dejado.
Durante varios años, en la misma estación, se producía una escena entre
ellos. Lo piadoso antes del día de expiación consistía en visitar a los muertos
y perdonar a los vivos: perdonar y pedir perdón. Por consiguiente, Isaac iba
una vez al año a la vieja casa. Aparcaba su Cadillac. Llamaba al timbre, con el
corazón latiendo fuerte. Esperaba al pie de la larga y encerrada escalera. El
pequeño edificio de ladrillo, que ya era viejo en 1915 cuando lo compró el tío
Braun, fue heredado por Tina, quien intentó modernizarlo. Había sacado las
ideas de la revista House Beautiful. El papel con el que empapeló los
inclinados muros de la escalera era inadecuado. No importaba. Tina, desde
arriba, abría la puerta, veía la figura masculina y la cara llena de señales de
su hermano y decía:
—¿Qué quieres?
—¡Tina! Por Dios santo, he venido a hacer las paces.
—¿Qué paces? Nos privaste a todos de una fortuna.
—Los otros no están de acuerdo. Venga, Tina, somos hermanos. Acuérdate
de papá y mamá. Recuerda…
Ella le gritaba desde arriba:
—¡Hijo de puta! ¡Claro que me acuerdo! Ahora lárgate. Dando un portazo,
ella marcaba el número de su hermano Aaron, mientras encendía uno de sus
cigarrillos.
—Ha vuelto a venir —le decía—. ¡Vaya mierda! No va a practicar su
maldita religión conmigo.
Ella decía que odiaba su actitud ortodoxa rastrera. A ella no la
engañaba. En un trato o en una estafa.-Pero no soportaba aquel sentimentalismo.
En cuanto a ella, es posible que tuviera un cuerpo de mujer, pero
actuaba como un hombre. Y con un vestido puesto, mientras llegaba una música
tierna de la radio, se fumaba un cigarrillo después de que Isaac se hubiera
marchado, tronando por dentro con grandes sacudidas de sentimiento. Para las
cuales, de otro modo, no había ocasión. Es posible que maldijera a su hermano,
pensaba el doctor Braun, pero le debía mucho. La tía Rose, que había sido una
defensora tan dura del dinero, le había dejado a su hija necesidades, ¡vaya necesidades!
La decencia tranquila de la vida doméstica de una mujer de mediana edad
—marido, hija, cosas de casa— no hacía nada para calmar unas necesidades como
las suyas.
De manera que, cuando Isaac Braun le dijo a su mujer que había visitado
las tumbas de la familia, ella supo que había vuelto a ir a ver a Tina. Se
había repetido la escena. Isaac, con una voz y unos gestos que pertenecían a la
historia y que no tenían lugar ni paralelo en el Nueva York industrial del
norte, apeló a su hermana ante los ojos de Dios y, en nombre de los que ya no
estaban, le rogó que acabase con su rabia. Pero ella le gritó desde lo alto de
las escaleras: «¡Nunca! Hijo de puta, ¡nunca!», y él se marchó.
Isaac se iba a casa a buscar consuelo y más tarde caminaba hasta la sinagoga
con el corazón dolido. Era un líder de la congregación, lastrado por la pena.
Se golpeaba el pecho con el puño en un gesto anticuado de penitencia. El modo
moderno era el del comedimiento. La moderación anglosajona. El rabino, con sus
aires de relaciones públicas de la avenida Madison, no aprobaba aquellas
lágrimas europeas y dramáticas acompañadas de golpes de pecho. Hacía que el
solista bajara el tono. Pero Isaac Braun, cubierto por el chal de oraciones de
su padre, con sus rayas negras y sus flecos, apretaba los dientes y se iba a
llorar cerca del arca.
Estas visitas anuales a Tina continuaron hasta que ella se puso enferma.
Cuando la hospitalizaron, Isaac telefoneó al doctor Braun y le pidió que
averiguara cómo iban realmente las cosas.
—Pero yo no soy médico.
—Eres científico. Tú lo comprenderás mejor.
Cualquiera lo podía haber comprendido. Se estaba muriendo de cáncer de
hígado. Habían probado con la radiación de cobalto. La quimioterapia. Ambas la
pusieron más enferma todavía. El doctor Braun le dijo a Isaac:
—No hay esperanzas.
—Lo sé.
—¿La has visto?
—No. Me lo ha dicho Mutt.
Isaac le envió con Mutt el recado de que quería visitarla en el
hospital. Tina se negó a verlo.
Y Mutt, con su cara larga y oscura, feo pero amable, con ojos de perro,
la apremió dulcemente:
—Deberías verlo, Tina. Pero Tina dijo:
—No. ¿Por qué? Lo que él quiere es ver un lecho de muerte judío. No.
—Venga, Tina.
—No —dijo ella, aún con más firmeza. Entonces añadió—: Lo odio —como si
le explicara que Mutt no debía esperar que ella renunciase a ese sentimiento. Y
un poco más tarde añadió, en voz más baja, como si hablase en general—: Yo no
puedo ayudarlo.
Pero Isaac llamaba por teléfono a Mutt todos los días, y le decía:
—Tengo que ver a mi hermana.
—No consigo que acepte.
—Tienes que explicárselo. Ella no sabe lo que está bien. Isaac llegó
incluso a telefonear a Fenster, aunque, como todo el mundo sabía, tenía una
opinión muy pobre sobre la inteligencia de este último. Y Fenster le contestó:
—Ella dice que nos hiciste una jugarreta.
—¿Yo? Ella se asustó y se retiró. Yo tuve que hacerlo todo solo.
—Te sacudiste de encima a toda la familia.
De manera bastante simple, con la franqueza del tonto de la Biblia (así
es como lo veía Isaac, y Fenster lo sabía), le dijo:
—Tú lo querías todo para ti, Isaac.
Era demasiado esperar, le dijo Isaac al doctor Braun, que lo dejasen
disfrutar su gran fortuna sin protestar. Y admitió que era muy rico. No le dijo
cuánto dinero tenía. Esto era un misterio para la familia. Los viejos decían:
«Ni él mismo lo sabe».
Isaac le confesó a su primo, el doctor Braun: «Nunca la he comprendido».
Incluso así, le afectó mucho más al año siguiente.
La prima Tina había descubierto que no era necesario obligarse con las
viejas reglas. Que, como se le negaba a Isaac el doloroso deseo de ver el
rostro de su hermana, todo se colocaba en una esfera distinta de conocimiento
superior, doloroso pero más verdadero que el antiguo. Parecía como si ella,
desde su lecho, estuviese dirigiendo esta investigación.
—Deberías dejarlo que viniera —le decía Mutt.
—¿Porque me estoy muriendo?
Mutt, simple y oscuro, la miró, sus negros ojos momentáneamente vacíos
mientras buscaba una respuesta:
—La gente se recupera —le dijo.
Pero ella le dijo, con una rara indiferencia con respecto al hecho:
—Esta vez no.
Ya se le había puesto la cara demacrada y el vientre hinchado. Se le
estaban hinchando también las piernas. Ella había visto esos signos en otros y
los comprendía.
—Llama todos los días —le dijo Mutt.
Ella pidió que le hicieran las uñas. De un color rojo oscuro, casi
marrón. Era una de esas rarezas de la necesidad o del deseo. El anillo que le
había quitado a su madre lo tenía ahora suelto en el dedo. E, incorporándose en
la cama levantada, como si hubiera encontrado un momento de paz, cruzó los
brazos y dijo, apretando el encaje de la sábana con las puntas de los dedos:
—Entonces transmítele a Isaac mi mensaje, Mutt: lo recibiré, pero le
costará dinero.
—¿Dinero?
—Me tendrá que pagar veinte mil dólares.
—Tina, eso no está bien.
—¿Por qué no? Son para mi hija. Los va a necesitar.
—No, no necesita ese tipo de dinero. —Él sabía lo que había dejado la
tía Rose—. Hay suficiente y tú lo sabes.
—Si quiere venir, ese es el precio de entrada —dijo ella—.
Es solo una parte de lo que nos quitó.
Mutt dijo sencillamente:
—A mí nunca me quitó nada.
Curiosamente, tenía en el rostro la astucia de los Braun, pero nunca la
practicaba. Esto no se debía a que hubiese resultado herido en el Pacífico.
Siempre había sido así. Le envió a Isaac el mensaje de Tina en un papel
comercial, ELECTRODOMÉSTICOS BRAUN, 4 2 CLINTON, como si fuera una oferta de
contrato. Ni un comentario, ni siquiera una firma.
«Tina acepta por veinte de los grandes en efectivo. Si no, no»
En opinión del doctor Braun, su prima Tina se había aprovechado de la
fuerza de la muerte para crear una situación dramática, que al mismo tiempo era
cómica. Mientras se decía esto a sí mismo, le llegó una reacción de burla. La
muerte, esa novia horrible, esperaba con una consumación que nunca había
ofrecido la vida. Devaluaba, por tanto, la vida, llenando el espacio vacío que
quedaba (que debería haber estado reservado para la belleza, lo milagroso, la
nobleza), con una monstruosidad obesa, rencor, fracaso y tortura autoinfligida.
Isaac, el día que recibió las condiciones de Tina, tenía previsto salir
al río con la comisión anticontaminación del gobernador. El Departamento de
Caza y Pesca había enviado un barco para llevar a los cuatro miembros de la
comisión al Hudson. Iban a ir hacia el sur, hasta Germantown, donde parecía ser
que el río, con las montañas al este, medía más de un kilómetro de ancho. Y de
vuelta a Albany, Isaac había querido cancelar esta inspección, tenía muchas
cosas en que pensar, su cabeza estaba llena. «Abarrotado» era el término que le
gustaba utilizar a Braun para hablar de ello, el que mejor le parecía que
expresaba el estado mental de Isaac. Pero Isaac no pudo liberarse de esta
visita oficial. Su mujer le hizo ponerse el sombrero de paja y un traje fresco.
Se inclinó a un costado del barco, con las manos fuertemente agarradas a la
barandilla de color rojo oscuro con ensambladuras de bronce. Respiró entre
dientes. Por detrás de las piernas y en el cuello, el pulso le latía con
fuerza; y en la cabeza una arteria hinchada le hacía tomar conciencia, a él
solo, del aire que pasaba por su lado y del agua tan hermosa. Dos jóvenes
profesores de Rengelaer les dieron una charla sobre la geología y la fauna del
alto Hudson y sobre los problemas industriales y comunitarios de la región. Las
ciudades estaban arrojando aguas residuales sin tratar al Mohawk y al Hudson.
Se veía salir el flujo de unas tuberías de tamaño gigante. Cloacas, dijo el
profesor de la barba roja y los dientes estropeados. Tenía mucho metal oscuro
dentro de la boca, encías de peltre en vez de hueso. Y una tubería con la que
señalaba los trozos de basura que volvían el río amarillento. Las ciudades
esparcían sus desperdicios. ¿Cómo podían eliminar aquello? Se habló de algunos
métodos: plantas de tratamiento; energía nuclear. Por último el profesor
presentó un ingenioso proyecto de ingeniería para enviar todos los desperdicios
al interior de la Tierra, muy por debajo de la corteza, a miles de metros, en
las capas más profundas. Pero incluso aunque un día se pusiera freno a la
contaminación, se tardarían cincuenta años en hacer que el río volviese a ser
lo que era. Los peces habían sobrevivido mucho tiempo pero al final abandonaron
los viejos lugares de desove. Solo quedaba una anguila salvaje y carroñera
dominando las aguas. Aquel río seguía siendo grande a pesar de las lagunas de
desechos y de lo retorcido de las anguilas. Uno de los miembros de la comisión
tenía un rostro vagamente familiar, largo y estrecho, la boca como un pestillo,
las mejillas hundidas, el hueso de la nariz deformado, y el pelo que empezaba a
escasear. Amable. Delgado. Como estaba pensando en Tina, Isaac no se había
enterado de cómo se llamaba. Pero al mirar las páginas impresas que les había
preparado el personal, vio que se trataba de Ilkington junior. Ese hombre
tranquilo y agradable que te miraba de manera tan profunda con aquella cabeza
blanca, los largos pantalones retorcidos por la brisa mientras agarraba la
barandilla de metal detrás de él.
Era evidente que sabía lo de los cien mil dólares.
—Me parece que yo conocí a su padre —le dijo Isaac, en voz muy baja.
—Desde luego que sí —dijo Ilkington. Era delgado para su altura; tenía
la piel tirante, que le brillaba en las sienes, y un liquen rojizo de sangre se
extendía por sus mejillas. Los capilares.
—El viejo está bien.
—Me alegro.
—Sí. Está bien. Muy débil, sin embargo. Lo pasó mal, ¿sabe?
—No sabía.
—Oh, sí. Invirtió en la construcción de un hotel en Nassau y perdió su
dinero.
—¿Todo? —dijo Isaac.
—Todo el legítimo.
—Lo siento mucho.
—Es una suerte que tuviera alguna cosita en la que apoyarse.
—Ah, ¿sí?
—Desde luego.
—Ya veo. Eso fue una suerte.
—Le durará.
Isaac se alegró de saberlo y apreció la amabilidad de Ilkington al
decírselo. También sabía lo que el club de campo de Robbstown había
representado para él, pero no se lo echó en cara, sino que se comportó
cortésmente. Por lo que a Isaac, lleno de gratitud, le habría gustado mostrar
su agradecimiento. Pero con esa gente lo que uno mostraba lo mostraba en
silencio. De esto le parecía a Isaac que estaba empezando a apreciar el valor.
La sabiduría nativa y diferente de los gentiles, que tenían mucho que decir
pero se contenían. ¿A qué se dedicaba este Ilkington junior? Volvió a mirar los
papeles y encontró un párrafo con su biografía. Especialista en seguros. Diversas
comisiones del gobierno. Probablemente Isaac podría haber hablado de Tina con
ese hombre. Sí, en el cielo. En la tierra nunca iban a hablar de una cosa así.
Tendrían que conformarse con impresiones silenciosas. Variaciones
incomunicadas, un contacto amable pero callado. Parecía que la gente, cuantas
más cosas tenía en la cabeza, menos sabía cómo comunicarlas.
—Cuando le escriba a su padre, dele recuerdos de mi parte. Mientras
tanto, el profesor seguía diciendo que las comunidades que vivían a la orilla
del río no iban a pagar ningún tipo de planta de tratamiento de aguas
residuales. Tendría que costearlas el gobierno federal. Eso era lo justo, pensó
Isaac, ya que el Departamento de Hacienda se llevaba a Washington miles de
millones en impuestos y no dejaba mucho localmente. De manera que ellos echaban
los excrementos en los ríos. Isaac, que había construido muchas casas a lo
largo del Mohawk, siempre había dado esto por sentado. Había construido
edificios sórdidos de los que estaba tan orgulloso… Había estado orgulloso.
Saltó a la orilla cuando amarraron el barco. El comisionado del Estado
había cogido una anguila del agua para mostrársela al grupo de inspección. La
anguila se escapó retorciéndose hacia el río formando círculos rápidos y
enérgicos, rascándose la piel en las planchas, con la cresta en pie. ¡Plop!
Negra y viscosa, con la boca abierta para perecer.
La brisa había cesado y el agua apestaba. Isaac se fue a casa en su
Cadillac, con el aire acondicionado puesto. Su mujer le dijo:
—¿Qué tal ha estado?
Él no tenía respuesta que dar.
—¿Y qué vas a hacer con Tina? Una vez más, no dijo nada.
Pero, conociendo a Isaac, y viendo cómo estaba de excitado, ella previó
que iría a Nueva York para pedir consejo. Más tarde se lo dijo al doctor Braun,
y él no vio razón alguna para impedírselo. Las esposas inteligentes tienen el
don de predecir las cosas. A los maridos afortunados se les perdona su
previsibilidad.
Isaac tenía un rabino en Williamsburg. Era tan ortodoxo como eso. Y no
fue en avión. Tomó un compartimento en el tren Twentieth Century, que salió de
Albany justo antes del amanecer.
Únicamente había luz suficiente para ver el río. Pero no se veía la
orilla oeste. Un tanque cubierto de humo y gases dividía el agua bituminosa.
Por fin surgieron las montañas en el horizonte.
Querían jubilar el viejo tren. Las alfombras estaban sucias y los
retretes apestaban. Los camareros del coche restaurante eran desaseados. Isaac
tomó tostadas y café, rechazando los olores de jamón y tocino respirando
fuerte. Comió con el sombrero puesto. Era racialmente distinto, como sabía bien
el doctor Braun. El grupo sanguíneo era característico del mediterráneo
oriental. Incluso sus huellas digitales pertenecían a un modelo distinto. La
nariz, los ojos grandes y oscuros, la piel tostada, rajada por un médico ruso
en los viejos tiempos. Y, mirando por la ventanilla cuando pasaban a toda
velocidad por Rhinecliff, Isaac vio, con la familiaridad de cientos de viajes,
aquella enorme superficie de agua, la espesa masa de árboles, el espacio
iluminado. Dentro del compartimento, en una cautividad ociosa, encerrado con
aquella tapicería horrible y la puerta que traqueteaba. El viejo arsenal, la
isla de Bannerman, el juguetón castillo, con los sauces de color verde
amarillento retozando a su alrededor, y el agua brillante, tan verde como él la
recordaba de 1910, cuando era uno de los cuarenta millones de extranjeros que
llegaban a América. Recordó las vías, tal y como eran entonces, las corrientes
retorciéndose y la montaña con su cima redondeada, y la pared de roca
descendiendo curvada hacia el río.
Desde la estación Grand Central, llevando un maletín con todo lo
necesario en su interior, Isaac tomó el metro para ir al lugar de su cita.
Esperó en la antesala, donde los barbudos seguidores del rabino salían y
entraban con sus largas chaquetas. Isaac iba vestido con traje de negocios,
pero eso no hacía que pareciera menos arcaico que el resto. El suelo estaba
desnudo. Los asientos eran de madera y las paredes blancas y punteadas. Pero
las ventanas estaban sucias, como si el exterior no importara. De estas
personas, muchas eran supervivientes del Holocausto alemán. El propio rabino lo
había padecido de niño. Después de la guerra, había vivido en Holanda y Bélgica
y había estudiado ciencias en Francia. En Montpellier. Bioquímica. Pero había
sentido la llamada a estos deberes espirituales en Nueva York; Isaac no estaba
seguro de cómo había sucedido esto. Y ahora llevaba la barba completa. En su
despacho, sentado ante una pequeña mesa con un cuaderno de notas verde y un
bolígrafo, la conversación se desarrolló en la jerga, en yídish.
—Rabino, mi nombre es Isaac Braun.
—De Albany. Sí, lo recuerdo.
—Soy el mayor de cuatro hermanos. Mi hermana, la más joven, la muzinka,
se está muriendo.
—¿Estás seguro de esto?
—De un cáncer del hígado, con muchos dolores.
—Entonces es cierto. Sí, se está muriendo.
En aquel rostro tan blanco y redondo, la barba del rabino crecía larga y
espesa en rizos ensortijados. Era un hombre fuerte y joven, con el grueso
cuerpo abotonado apretadamente en el hábito negro y brillante.
—Hay cierta cosa que se produjo poco después de la guerra. La
oportunidad de comprar un terreno valioso para la construcción. Yo invité a mis
hermanos y a mi hermana a invertir conmigo, rabino, pero el día…
El rabino escuchó, con el blanco rostro levantado hacia una esquina del
techo, pero totalmente atento, con las manos apretadas contra las costillas,
por encima de la cintura.
—Comprendo. Trataste de ponerte en contacto con ellos aquel día y te
sentiste abandonado.
—Me abandonaron, rabino.
—Pero aquello también fue una suerte para ti. Ellos te volvieron la
espalda, y eso te hizo rico. No tuviste que compartir.
Isaac admitió esto pero añadió:
—Si no hubiera sido en un trato, habría sido en otro.
—¿Crees que estabas destinado a ser rico?
—Yo estaba seguro de que así sería. Y había muchas oportunidades.
—Tu hermana, la pobre, es muy dura. Se equivoca. No tiene motivos de
queja contra ti.
—Me alegra oír eso —dijo Isaac. No obstante, «me alegra» era solo una
expresión, porque en realidad estaba sufriendo.
—Tu hermana no es pobre, ¿verdad?
—No, heredó algunos bienes. Y a su marido le va bastante bien. Aunque
supongo que una enfermedad tan larga cuesta dinero.
—Sí, es una enfermedad agotadora. Pero los vivos solo pueden desear
vivir. Yo hablo de los judíos. Quisieron aniquilarnos. Consentir habría sido
dar la espalda a Dios. Pero volviendo a tu problema: ¿has pensado en tu hermano
Aaron? Él aconsejó a los demás que no se arriesgaran.
—Lo sé.
—A él le interesaba que ella se enfadara contigo y no con él.
—Comprendo.
—Él es el culpable. Está pecando contra ti. Tu otro hermano es un buen
hombre.
—¿Mutt? Sí, lo sé, es un hombre decente. Casi no sobrevivió a la guerra.
Le dispararon en la cabeza.
—¿No ha perdido la cabeza?
—Eso creo.
—A veces es necesario algo como eso, una bala en la cabeza.
El rabino hizo una pausa y volvió la redonda cara, con la negra barba
inclinada sobre los pliegues del brillante hábito. Y entonces, mientras Isaac
le contaba cómo siempre iba a ver a Tina antes de las grandes fiestas, empezó a
ponerse impaciente, moviendo la cabeza hacia delante, pero con los ojos vueltos
de lado.
—Sí. Sí. —Estaba seguro de que Isaac había hecho lo correcto—. Sí. Tú
tienes el dinero. Ella te guarda rencor. Eso no es razonable. Pero así es como
ella lo ve. Tú eres un hombre. Ella es solo una mujer. Tú eres un hombre rico.
—Pero, rabino —dijo Isaac—, ahora está en su lecho de muerte, y yo he
querido verla.
—Sí. ¿Y bien?
—Quiere que pague por ello.
—¿Ah? ¿De verdad? ¿Dinero?
—Veinte mil dólares. Para que me dejen entrar en la habitación.
El corpulento rabino se quedó parado, con los blancos dedos en los
reposabrazos de la silla de madera.
—Supongo que ella sabe que se está muriendo, ¿verdad? —dijo.
—Sí.
—Sí. A todos los judíos les encantan las bromas en el momento de la
muerte. Yo conozco muchas. Bien. América no lo ha cambiado todo, ¿verdad? La
gente cree que Dios tiene sentido del humor. Esas bromas que gastan los
moribundos muestran que tienen un alma fuerte y valiente, pero escéptica. ¿Qué
tipo de mujer es tu hermana?
—Fuerte. Grande.
—Ya veo. Una mujer gorda. Un trozo de carne con ojos, como se suele
decir. Y mira a las que tienen más suerte, como un animal en una jaula, quizá.
Aislada. Por el deseo y la desesperación. Una niña gorda así: a veces la gente
se comporta como si estuvieran solos cuando hay presente un niño así. De manera
que esas pequeñas almas monstruosas tienen un destino extraño. Ven a la gente
como es cuando nadie está mirando. Tienen una visión muy triste de la
humanidad.
Isaac respetaba al rabino. Lo reverenciaba, según el doctor. Pero quizá
no era lo suficientemente anticuado para él, a pesar del sombrero, la barba y
la gabardina. Tenía el tono antiguo, las maneras, el corte corpulento, el
juicio tranquilo universal del genio moral judío. Suficiente para satisfacer a
cualquiera. Pero había también en él algo extraño, es decir, contemporáneo. De
vez en cuando, mostraba un signo del estudiante de ciencias, el bioquímico del
sur de Francia, de Montpellier. Probablemente hablaba inglés con acento
francés, mientras que el primo Isaac hablaba como todos los demás en el norte
del estado. En yídish tenía el mismo dialecto: ruso blanco, de la región de
Minsk. Los pantanos de Pripet, pensó el doctor Braun. Y entonces volvió a
observar el halcón encima del sicomoro blanco a orillas del Mohawk. Sí, quizá.
Entre estos pájaros recientes, pinzones, zorzales, estaba el primo Isaac con
más escamas que plumas en sus alas. Él era un tipo más a la antigua. El ojo
castaño y rojizo, los fuertes músculos del mentón que no dejaban de trabajar
bajo la piel. Hasta la herida era preciosa para él. A Braun le parecía que lo
conocía, o más bien, tenía el deseo de haberlo conocido. Porque todas aquellas
personas estaban muertas. Era un amor inútil.
—¿Puede usted permitirse pagar ese dinero? —preguntó el rabino. Y,
cuando Isaac dudo, le dijo—: No le estoy preguntando a qué cifra se eleva su
fortuna. Eso no es asunto mío. Pero ¿podría usted pagarle los veinte mil?
Isaac, con un aspecto muy cansado, le dijo:
—Si tuviera que hacerlo.
—¿Sería eso un gran golpe para su fortuna?
—No.
—En ese caso, ¿por qué no lo paga?
—¿Cree usted que debería?
—No soy yo quien tiene que decirle que entregue tanto dinero. Pero usted
ya dio, apostó y confió en aquel otro hombre, el goy.
—¿Ilkington? Aquello era un riesgo de negocios. Pero ¿y Tina? ¿Cree
usted que debo pagar?
—Ceda. Yo diría, juzgando a la hermana por el hermano, que no hay otra
solución.
Entonces Isaac le dio las gracias por su tiempo y su opinión. Salió a la
plena luz de la calle, que olía a estiércol. El aburrido cemento de los
edificios, desalineados, los bloques torcidos, la mugre encima de más mugre
como si estuvieran hechos de zapatos viejos y no de ladrillos. Allí era el
contratista el que miraba. El aroma de azúcar y café tostado era fuerte, pero
el aire veraniego se movía deprisa en medio de la humedad y debajo del enorme
puente pisoteado por las máquinas. Andaba buscando la entrada del metro, pero
vio en su lugar un taxi amarillo con la luz encendida en el techo. Primero le
dijo al chófer: «Grand Central», pero en la primera esquina cambió de opinión y
dijo: «Lléveme al aeropuerto de West Side». No había ningún tren rápido para
Albany hasta el final de la tarde. No podía esperar en la calle Cuarenta y dos.
Hoy no. Debía haber sabido todo el tiempo que tendría que pagar el dinero. Solo
había venido a confirmar su opinión consultando con el rabino. Para tener la
ley y la sabiduría de su parte. Pero Tina, desde su lecho de muerte, había
hecho un movimiento demasiado fuerte. Si él se negaba a pagar, nadie se lo iba
a echar en cara. Pero él se sentiría muy dañado. ¿Cómo iba a soportarse a sí
mismo? Porque él ahora ganaba fácilmente esas cantidades. Si el precio hubiera
sido de cincuenta mil dólares, Tina habría estado diciendo que no quería verlo
más, pero veinte mil, esa cifra era una elección astuta. Y la ortodoxia no le
ofrecía otra solución. Ahora todo dependía de él.
Habiendo decidido capitular, sentía una especie de temeridad mortal.
Nunca había volado antes. Pero quizá ya iba siendo hora. Todos habían vivido
bastante. Y en todo caso, mientras el taxi reptaba por entre la muchedumbre de
la hora de la comida en la calle Veintitrés, le pareció que de todas formas ya
había bastante gente en el mundo.
En el autobús del aeropuerto abrió el ejemplar de los salmos que había
heredado de su padre. Las negras letras en hebreo únicamente lo miraban como
bocas abiertas con la lengua fuera, señalando hacia arriba, como llamas
estúpidas. Lo intentó, intentó obligarse a hacerlo. No le sirvió de nada. El
túnel, los humanos, los esqueletos de automóviles, las entrañas de las
máquinas, los basureros, las gaviotas, todo ello le pintaba una imagen de una
Newark temblorosa en medio del verano, concentrando su atención en el detalle.
Como si él no fuera Isaac Braun sino un hombre que tomaba fotografías. Después,
cuando el avión empezó a correr con furia concentrada para despegar, con toda
la fuerza que necesitaba para despegarse del magnetismo de la tierra, y más, cuando
vio que la tierra se quedaba detrás y la máquina se elevaba, desde la pista, se
dijo a sí mismo en su interior con claridad: Shema Yisroel. «Óyeme, Israel,
¡solo Dios es Dios!» A su derecha se extendía Nueva York como un gigante hacia
el mar, y el avión, con un salto de las ruedas retráctiles, se volvió hacia el
río, el Hudson, verde por las mareas y por el viento. Isaac exhaló el aliento
que había estado conteniendo, pero no se quitó el cinturón. Por encima de los
maravillosos puentes, de las nubes, cuando navega por la atmósfera, uno se da
cuenta mejor que nunca de que no es ningún ángel.
El vuelo fue corto. Desde el aeropuerto de Albany, Isaac telefoneó a su
banco. Le dijo a Spinwall, que era con quien hacía los negocios, que necesitaba
veinte mil dólares en efectivo.
—No hay ningún problema —le dijo Spinwall—. Los enemos.
Isaac le explicó al doctor Braun:
—Tengo varias libretas de ahorro en el depósito del banco.
Probablemente tenía varias cuentas individuales de diez mil dólares,
protegidas por el seguro federal de depósitos. Debía de tener muchas.
Entró en la cámara acorazada por la redonda puerta, la puerta delicada,
circular y enorme, como la luna que se acerca tal y como la ven los navegantes
del espacio. Un taxi lo esperaba en la puerta cuando sacó el dinero y los llevó
a él y a los dólares de su maletín al hospital. Llegaron al hospital, con sus
llagas purulentas y el olor a carne sin esperanza y a drogas, las ostentosas
flores y los vestidos arrugados. En el gran ascensor en forma de jaula en el
que podían meterse camas enteras, motores y máquinas de laboratorio, los ojos
se le iban a la hermosa y silenciosa negra que controlaba los mandos mientras
se movían lentamente desde la entrada al entresuelo, del entresuelo al primero.
Estaban los dos solos, y, como no iban a ir más rápido, se encontró observando
las hermosas y fuertes piernas de ella, su busto, el brillo y el metal dorado
de sus gafas, y la hinchazón sensual de su garganta, justo debajo de la
barbilla. A pesar de sí mismo, todo esto lo impresionó mientras se dirigía
despacio al lecho de muerte de su hermana.
En la puerta del ascensor, mientras se abría, lo esperaba su hermano
Mutt.
—¡Isaac!
—¿Cómo está?
—Muy mal.
—Bien, pues aquí estoy. Con el dinero.
Confundido, Mutt no sabía cómo mirarlo. Parecía asustado. El control que
Tina ejercía sobre Mutt siempre había sido grande. Aunque era tres o cuatro
años mayor que ella. Isaac entendía de algún modo sus motivos y le dijo:
—Está bien, Mutt. Si tengo que pagar, estoy dispuesto.
Lo que ella diga.
—Puede que ni siquiera se dé cuenta.
—Llévaselo. Dile que estoy aquí. Quiero ver a mi hermana, Mutt.
Incapaz de mirarlo a la cara, Mutt cogió el maletín y entró en la
habitación de Tina. Isaac se retiró de la puerta sin mirar por la rendija. Como
no podía estarse quieto, se paseó por el pasillo, con las manos a la espalda.
Pasó por la fila de sillas de ruedas vacías. Le repelían estas cosas fabricadas
para la debilidad. Odiaba esos objetos, odiaba el olor de los hospitales. Tenía
sesenta años. Sabía el camino que él también tendría que tomar, y pronto. Pero
solo lo sabía, aún no lo sentía. Para él la muerte todavía estaba lejos. En
cuanto a la entrega del dinero, por la que Mutt estaba avergonzado,
participando sin querer en algo injusto y grotesco (sí, era algo exagerado,
como las cosas que se les ocurría pedir a las mujeres durante el embarazo, que
querían comer melocotones, o tomar cerveza, o comer yeso de las paredes). Pero
él, tan pronto como entregó el dinero, no se preocupó más por él. Aquello no
era nada. Se alegraba de soltarlo. Apenas podía entender esto de sí mismo. Una
vez entregó el dinero, cesó el tormento. Nada de nada. Aquello lo habían hecho
para castigarlo, para aislarlo, para condenarlo por algo, para meterlo en una
categoría. Pero el efecto fue exactamente el contrario. ¿Qué categoría? ¿Dónde
estaba? Si ella creía que lo hacía sufrir, no lo hacía. Si ella creía que
comprendía el alma de él mejor que nadie (su pobre hermana moribunda), no, no
la comprendía.
Y el doctor Braun, sintiendo junto a él esta labor de diseño y
desesperación, este último intento de intercambiar los sentidos, se levantó, se
quedó de pie mirando los trozos de hielo, los jirones de vapor en el cielo azul
invernal.
Entonces la enfermera privada de Tina abrió la puerta e indicó a Isaac
que entrara. Él se apresuró a hacerlo y se quedó parado con una mirada ahogada.
La parte de arriba del cuerpo de su hermana estaba demacrada y amarilla. Tenía
el estómago hinchado y las piernas y tobillos de un grosor grotesco. Los deformes
pies se habían liberado de la colcha. Tenía las plantas como tierra. La piel de
las sienes estaba tirante. El pelo, blanco. Tenía una aguja intravenosa pegada
al brazo y otros tubos iban de su cuerpo a unos recipientes de excrementos que
había debajo de la cama. Mutt le había colocado el maletín delante. No lo había
abierto. Descarnada, con el pelo ralo y los negros ojos imposibles de
descifrar, ella lo miraba fijamente.
—¡Tina!
—Me preguntaba qué harías —dijo ella.
—Está todo aquí.
Pero ella apartó el maletín de un manotazo y dijo, con voz ahogada:
—No, quédatelo.
Él se inclinó para besarla. Ella levantó el brazo que tenía libre y
trató de abrazarlo. Estaba demasiado débil, demasiado medicada. Él sintió los
huesos de su obesa hermana. La muerte. El final. La tumba. Se echaron a llorar.
Y Mutt también, colocándose al pie de la cama, con la boca retorcida y las
lágrimas rodándole por las mejillas. Las lágrimas de Tina eran más gruesas y
lentas.
El anillo que Tina le había quitado a la tía Rose estaba atado a aquel
dedo consumido con hilo dental. Ella levantó una mano hacia la enfermera. Todo
estaba preparado. La enfermera cortó el hilo. Tina le dijo a Isaac:
—El dinero no. No lo quiero. Toma tú el anillo de mamá. Y el doctor
Braun, profundamente conmovido, trató de entender qué era la emoción. ¿Para qué
servía? ¿Cuál era su finalidad? Y ahora nadie la quería. Quizá era mejor
mantenerse frío. En la vida y en la muerte. Pero, una vez más, esa frialdad
sería proporcional al grado de calor que uno llevara dentro. No obstante, una
vez que la humanidad hubiese comprendido su propio sentido, que era humano
pasar por esas pasiones, empezaría a explotar, jugar, molestar para excitarse,
hacer ruido y formar un circo con los sentimientos. De manera que los Braun lloraron
por la muerte de Tina. Isaac sostuvo el anillo de su madre en la mano. También
el doctor Braun tenía lágrimas en los ojos. Estos judíos, ¡estos judíos! ¡Sus
sentimientos, sus corazones! A menudo el doctor Braun solo quería frenar todo
esto. Porque, ¿para qué servía? Uno detrás de otro se iban yendo los
moribundos. Así se fueron, uno por uno. Uno mismo se iba. La infancia, la
familia, la amistad y el amor se ahogaban en la tumba. ¡Y esas lágrimas! Cuando
uno lloraba con el corazón, le parecía que justificaba algo o que comprendía
algo. Pero ¿qué es lo que comprendía? Una vez más, ¡nada! Era solo un
sentimiento de comprensión. La promesa de que la humanidad podía —podía, y digo
bien— al final, gracias a este don que podía —podía, ¡otra vez!— ser un don divino,
comprender el sentido de la vida. De la vida y de la muerte.
Y una vez más, ¿por qué adoptaron estas formas en concreto Isaac y Tina?
Cuando el doctor Braun cerró los ojos, vio, rojo sobre negro, algo parecido a
los procesos moleculares, la única heráldica auténtica del ser. Igual que, más
tarde, en la oscuridad del día que acababa, se dirigió hacia la oscura ventana
de la cocina para echar una mirada a las estrellas. Esas cosas despedidas por
una gran sacudida engendradora hace miles de millones de años.
*FIN*
Con afecto,
Ruben