El rastro de la
difunta
Ventura García Calderón
Se le murió tan bruscamente aquella esposa mimada y
adorada, que cuando sus indios servidores empezaron a lamentarse en coro, Luis
Avendaño, el hacendado, se enfadó resueltamente. ¡No dejaban dormir a la
"niña"!... Con infinitas precauciones de respeto, un anciano de
barbas ralas—brujo y curandero en la hacienda desde los tiempos del
abuelo—designó por la ventana de la alcoba la llama que estaban azotando unos
indios en el galpón vecino. La fustigaban para que se llevara a las cimas de
nieve las ropas de la muerta atadas al lomo con un cordón de lana morada. Sólo
así se purifican los pecados, evitándose además el mal de ojo para los
sobrevivientes.
Como si saliera bruscamente de un largo sueño, el
hacendado gritó despavorido que regresaran los indios y la llama. Era tarde ya.
La hermosa bestia trotaba por un atajo de la serranía. Entonces, Luis Avendaño
arrojó a sus servidores a latigazos y se quedó solo con la difunta, mirando
arrobado el rostro, que ya lividecía. Horas después llegaron las lloronas
habituales de la hacienda, las indias de larga cusma, trayendo admirables
chirimoyas, la flor albísima que llaman "galán de noche", y unas
mazorcas de maíz. Ellas iban a revestir a Irene con el hábito de las Trinitarias;
pero en tomo suyo dispondrían también, como en las procesiones de mejores
siglos, huacos llenos de chicha, con el fin de que "la finadita"
pudiera beber al despertarse en la otra vida. El hacendado no tuvo fuerzas para
oponerse a estas supersticiones bárbaras. ¡Quién sabe! ¡Si aceptara las hierbas
y las pócimas que le propuso a última hora el curandero, tal vez hubiera
salvado a Irene!
Las indias llevaron a cabo con agobiadora lentitud su
rito fúnebre. Habían regado con chicha el piso de la alcoba, y antes de salir
empezaron a cubrirlo con harina de maíz y ceniza suavísima.
—Pa qui veas si rigrisando mi niña—dijo la más ladina
de las servidoras, que chapurreaba el castellano.
Una triste esperanza insensata esponjó súbitamente el
alma del hacendado. ¡Si fuera verdad que las almas regresan! Todos los indios
lo aseguran, todos los viejos muy viejos os cuentan historias de aparecidos
cuyos pasos visibles quedaron estampados en la harina o en la ceniza, junto al
lecho de cada ausencia. ¿ Por qué no? Ayudó a las indias en su tarea singular,
cerró herméticamente ventanas y puertas y se retiró por el amplio corredor de
la casa colonial a la alcoba lejana, en donde pensaba pasar la noche. Era
preciso—según decían sus servidores—que el alma de la muerta no se viera
turbada en su primera excursión terrestre.
Fue una noche tremenda de soponcios y lágrimas.
Alucinaba por instantes el vuelo de una paloma insomne, o el cóndor mañanero
que arremolina el viento con sus ingentes alas pardas. A las cinco de la mañana
no pudo más. A pasos cautelosos se encaminó a la alcoba de la muerta, y al
pisar el umbral se le erizó la carne. Percibíanse huellas en el cuarto. No eran
pisadas humanas, ni siquiera el trazo ligero que los indios han advertido
alguna vez: la estrellada pata de la paloma. ¡Se dirían rastros de llama o de
vicuña!...
Agitando la campana de bronce del patio y
desgañitándose con- el rostro hinchado de sangre, Luis Avendaño llamaba a todos
sus peones. Llegaron tiritando por el frío del alba, mal despiertos,
entumecidos en los largos ponchos de vicuña. Ninguno pudo explicar lo ocurrido;
no vieron nada ni sintieron nada. Tal vez el brujo y curandero, al inclinarse a
mirar las pisadas, había ocultado apenas ese tímido y astuto sonreír que los
admirables artistas del Imperio incaico esculpieron en los vasos fúnebres.
Pero, arrodillado en la ceniza, levantó un rostro hermético para jurar al taita
que nadie conoce exactamente cómo caminan las almas. Sí, es cierto: por lo
general, dejan huellas leves de pajarito; "pero, ¡quién sabe, pues!"
Entonces, ante el mundo oscuro y enigmático de sus
servidores indios. Luís Avendaño, enajenado ya por la superstición, concibió un
proyecto singular. Con voz tranquila les ordenó que continuaran trasquilando
carneros aquella tarde, pues sólo mañana enterrarían a la "niña". Y
cuando llegó la noche, cuando hubo recorrido los galpones para estar seguro de
que dormían los peones, fue a apostarse en el amplío corredor de la casa,
detrás de un hato de viejos aperos de montar.
Le temblaban las manos y una incierta esperanza se
levantaba en su alma con la asunción de esa luna sanguínea que teñía la ceniza
del corredor. Esperó dos horas, esperó tres; esperó temblando como los enfermos
de terciana, reteniéndose las quijadas con las manos para que no se percibiera
el castañeteo de los dientes. ¡Qué suaves cosas, tristes y añoradas; qué
ternuras nunca dichas iba a murmurar al alma de Irene, si venía!
A las cinco en punto, cuando el reloj de la capilla
estaba numerando los luceros que se evaporan en la más amplia nebulosa del
alba, surgió en la sombra del corredor un lomo erizado. Sí, exactamente la
pelambre de una llama, que caminaba con agilidades de cuadrumano, se quedaba
inmóvil, avanzó hasta la puerta de la alcoba fúnebre. El hacendado se estremeció
de pies a cabeza. Sin poder tolerar su angustia, con voz imposible de retener,
gritó, o gimió:
—¡Irene!
La bestia volvió grupas, se deslizó en un santiamén
por el corredor, quiso saltar la baranda. Luis Avendaño sacó el revólver y
disparó las cinco balas.
Un vacilante y nacarado resplandor de luna muerta
iluminaba el cadáver de la bestia, que el hacendado corrió a ver de cerca,
pálido como Lázaro. Bajo el pellón, oculto el rostro en una disecada cabeza de
llama, reteniendo en las manos yertas ambas pezuñas de la bestia para borrar,
sin duda, las huellas humanas—, reposaba allí el joven propietario de la ha
cienda próxima, Jacinto Flores, el más famoso Don Juan de la comarca.
Sin lágrimas ni gemidos, como buen serrano, Luis
Avendaño arrastraba, ya penosamente, el cadáver hasta el lecho de la difunta;
salió a buscar al corredor una lata de keroseno, que vertió por todas partes,
sobre el hábito de la Trinitaria, sobre la harina y la ceniza del pavimento,
vaciando la chicha de los huacos para llenarlos con líquido inflamable. Y los
indios que no se resignaron a dormir aquella noche, los indios que, acurrucados
en la colina próxima, ensayaban en la flauta peruana su melancolía sin
remisión—evadida a los altos astros desfallecientes—, vieron de lejos, con
terror, arder la casa de la hacienda adonde habían regresado las almas.
VENTURA GARCÍA CALDERÓN.
Con afecto,
Ruben
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