El viejo sistema 1
[Cuento largo - Texto
completo.]
Saul Bellow
Era un día de reflexión para el doctor Braun. Invierno. Sábado. Finales
de diciembre. Estaba solo en su apartamento y se despertó tarde, quedándose en
la cama hasta el mediodía, en la habitación a oscuras, dándole vueltas a una
idea… una sensación: ahora lo ves, ahora no lo ves. Ahora es un contenido,
ahora un vacío. Ahora una persona importante, una fuerza, una existencia
necesaria; de pronto nada; Un marco sin el cuadro, un espejo sin luna. La
sensación de la necesaria existencia podría ser la vitalidad agresiva e
instintiva que compartimos con un perro o con un mono. La diferencia radica en
el poder de la mente o del espíritu para declarar «yo existo». Además de la
conclusión inevitable de «yo no existo». El doctor Braun no era más feliz con
la existencia que con lo contrario. Para él parecía empezar una edad de
equilibrio. ¡Qué agradable! En todo caso, no tenía ninguna intención de ordenar
de forma racional el mundo, y sin ningún motivo especial se levantó de la cama.
Se lavó el arrugado pero no viejo rostro con agua helada del grifo, que mudó el
blanco nocturno por un color más aceptable. Se cepilló los dientes. De pie, muy
recto, se frotó los dientes como si estuviera buscando en ellos a un ídolo.
Después corrió a la gran y anticuada bañera para frotarse con la esponja,
dándole a la espalda con el grueso chorro que salía del grifo romano,
enjabonándose debajo con el mismo jabón que aplicaría más tarde en la barba.
Bajo la hinchazón de su estómago veía la punta de sus partes, en algún sitio en
medio de sus talones. Necesitaba frotarse los talones. Se secó con la camisa de
ayer, para hacer economías. De todos modos, la iba a mandar a la lavandería.
Sí, hizo todo esto con la expresión de respeto por sí mismos que los seres
humanos heredan de sus ancestros, para los cuales el baño era algo solemne. Qué
tristeza.
Pero hoy día todo hombre civilizado cultivaba un despego poco sano.
Había aprendido del arte el arte de la observación y objetividad divertidas con
respecto a sí mismo. Lo cual, como tenía que haber algo divertido que ver,
requería cierto arte en la propia conducta. La existencia solo por estas
prácticas no parecía muy provechosa. La humanidad estaba en una fase confusa,
incómoda y desagradable de la evolución de su conciencia. Al doctor Braun
(Samuel) no le gustaba. Lo entristecía sentir que la idea, el arte, la creencia
de las grandes tradiciones se malgastaran de esa manera. ¿Elevación? ¿Belleza?
Todo destrozado, hecho jirones para hacer vestidos de niñas o pisoteado como el
rabo de una cometa en una celebración. Platón y Buda en manos de los
acreedores. Las tumbas de los faraones profanadas por la chusma del desierto.
Todo eso pensaba el doctor Braun mientras se dirigía a su pequeña cocina. Le
complacía el azul y blanco de los platos holandeses, las tazas colgadas y los
platillos colocados en sus ranuras.
Abrió una lata nueva de café y aspiró el aroma que salía de la abertura.
Fue solo por un instante, pero no había que perdérselo. A continuación cortó
pan para tostarlo, sacó la mantequilla, se comió una naranja; y estaba
admirando los largos carámbanos de hielo que salían del enorme tanque rojo
circular de la lavandería del otro lado de la calle, con el cielo tan
despejado, cuando descubrió que empezaba a tener una sensación. Ocasionalmente
se decía de él que no amaba a nadie. Esto no era cierto. No amaba a nadie
permanentemente. Pero de modo no permanente sí que amaba, según creía, como
casi todo el mundo.
La sensación, mientras tomaba su café, era por dos primos que vivían en
Nueva York, en el valle de Mohawk. Estaban muertos. Isaac Braun y su hermana
Tina. La primera en morir fue Tina. Dos años después murió Isaac. Braun
descubría ahora que él y el primo Isaac se habían querido. Fuera cual fuese el
uso o el significado de este hecho dentro del peculiar sistema de luz,
movimiento, contacto y condena en el que trataba de encontrar su equilibrio.
Con respecto a Tina, los sentimientos del doctor Braun eran menos claros. En un
momento habían sido más apasionados, pero en la actualidad eran más distantes.
La mujer de Isaac, después de que muriera, le había dicho a Braun:
—Isaac estaba orgulloso de ti. Me decía: «A Sammy lo han mencionado en
Time, en todos los periódicos, por sus investigaciones. ¡Y él nunca dice nada
sobre su reputación científica!».
—Ya veo. Bueno, la verdad es que son los ordenadores los que hacen el
trabajo.
—Pero uno tiene que saber lo que mete en los ordenadores.
Esto era más o menos cierto. Pero Braun no había proseguido la
conversación. No le importaba mucho ser el primero en su terreno. En América la
gente era fanfarrona. Matthew Arnold, que no era una figura muy apetitosa,
había notado correctamente esta tendencia de Estados Unidos. El doctor Braun
consideraba que esta fanfarronería de los norteamericanos había agravado cierta
debilidad de los inmigrantes judíos. Pero una reacción proporcionada de
modestia no era digna de elogio. El doctor Braun no quería interesarse por esta
cuestión en absoluto. Sin embargo, las opiniones de su primo Isaac tenían algún
valor para él.
En Schenectady había otros dos Braun de la misma familia, vivos. ¿Los
amaba también el doctor Braun, mientras se tomaba su café esa tarde? No
suscitaban los mismos sentimientos. Entonces, ¿amaba más a Isaac porque Isaac
estaba muerto? Quizás en eso había algo de verdad.
Sin embargo, en la niñez, Isaac se había mostrado muy amable con él. Los
otros, no tanto.
Ahora Braun empezó a recordar algunas cosas. Un sicomoro junto al río.
Por aquella época, el río no podría haber sido más feo. En todo caso, era verde
y era poderoso y oscuro, con una fuerza tranquila y desapasionada: ondulada,
verde, negruzca, vidriosa. Un árbol enorme como un acontecimiento complicado,
con muchas ramas y extensiones gruesas. Es posible que dominara media hectárea
de terreno, marrón y blanco. Y bien lejos de las hojas, en una rama muerta, se
posaba un halcón gris y azul. Isaac y su primito Braun paseaban con el vagón:
tirado por el viejo y basto caballo, con la firme cabeza tapada por las
anteojeras. Braun, que por entonces tenía siete años, llevaba puesta una camisa
gris con grandes botones de hueso y el pelo muy corto para el verano. Isaac
llevaba ropas de trabajo, porque en aquella época los Braun se dedicaban al
negocio de la segunda mano: muebles, alfombras, cocinas, camas. Isaac, que le
llevaba quince años, tenía un rostro maduro marcado por el trabajo. Había
nacido para ser un hombre, en el sentido del Antiguo Testamento, igual que el
pájaro que se posaba en el sicomoro, había nacido para pescar peces. Isaac era
todavía un niño cuando llegó a América. Sin embargo, su dignidad judía era muy
firme y fuerte. Tenía la actitud de las viejas generaciones con respecto al
Nuevo Mundo: con tiendas y ganado y esposas y sirvientas y sirvientes. Isaac
era guapo, o al menos eso creía Braun: rostro oscuro, ojos negros, pelo
vigoroso y una larga cicatriz en la mejilla. Esta se debía, según le dijo a su
primo científico, a que en su tierra su madre le había dado leche de una vaca
tuberculosa. Mientras su padre hacía el servicio militar en la guerra entre
rusos y japoneses. Muy lejos. Como en la metáfora yídish, en la tapadera del
infierno. Como si el infierno fuera un caldero o una cacerola con su tapadera.
Cómo despreciaban los judíos antiguos las guerras de los goy, sus vanaglorias y
su obstinada Dummheit. Servicio militar obligatorio, llamada a filas, marchas,
ejercicios de tiro, abandono de cadáveres por todas partes. Enterrados y sin
enterrar. Un ejército contra el otro. Gog y Magog. El zar, ese hombre de
bigotes débil, arbitrario y dominado por mujeres, decretó que el tío Braun
debía ser desterrado a Sakhalin. De manera que, por un decreto irracional, como
en Las mil y una noches, el tío Braun, con su gran abrigo y sus cortas y
humilladas piernas, la pequeña barca y los grandes ojos, dejó a su mujer y a su
hijo para que comieran cerdo con gusanos. Y cuando se perdió la guerra, el tío
Braun escapó por Manchuria. Llegó a Vancouver en un barco sueco y se puso a
trabajar en las líneas de ferrocarriles. No parecía tan fuerte, tal y como lo
recordaba Braun en Schenectady. Tenía el pecho hundido y los brazos largos,
pero sus piernas parecían de trapo, demasiado flojas, como si la huida de
Sakhalin y las caminatas con dificultad por Manchuria hubieran sido demasiado
para ellas. Sin embargo, en el valle del Mohawk, convertido en el rey de las
cocinas usadas y los colchones fumigados: ¡querido tío Braun! Tenía una barba
pequeña y puntiaguda, como Jorge V y Nicolasito de Rusia. Como Lenin, si me
apuras. Pero los ojos grandes y pacientes de su marchito rostro llenaban todo
el espacio que había para ojos. Braun estaba teniendo una visión de la
humanidad mientras se tomaba su café aquella tarde de sábado. Empezando por
aquellos judíos de 1920.
Cuando Braun era un niño pequeño, lo protegía el especial afecto de su
primo Isaac, que le acariciaba la cabeza y lo llevaba de paseo al campo en el
carro, que más tarde fue el camión. Cuando la madre de Braun se puso de parto
para tenerlo, fue a Isaac al que la tía Rose envió a buscar al médico. Encontró
al médico en el bar. El viejo Jones, tambaleante y borracho, que practicaba la
medicina con los inmigrantes judíos antes de que esos inmigrantes hubieran
educado a sus propios médicos. Hizo que Isaac le diera a la manivela del viejo
Ford T y se pusieron en camino. Al llegar, Jones ató las manos de la madre
Braun a los barrotes de la cama, como era costumbre en aquella época.
El propio doctor Braun, cuando trabajaba como estudiante en los
laboratorios y perreras, había ayudado a dar a luz a perros y gatos. Él sabía
que el hombre entraba en la vida como esas otras criaturas, en una bolsa
transparente o placenta. Metido en una bolsa llena de un fluido transparente,
un agua rojiza. Un color que haría pensar al filósofo más racional: ¿quién es
esta criatura que lucha por nacer metida en su membrana y su fluido acuoso?
Como cualquier perrito en su bolsa, en el ciego terror de la salida, cualquier
ratón saliendo al mundo exterior procedente de aquella transparencia brillante,
azulada y de aspecto inocente.
El doctor Braun nació en una pequeña casa de madera. Lo lavaron y lo
cubrieron con una red contra los mosquitos. Lo acostaron al pie de la cama de
su madre. El duro del primo Isaac quería mucho a la madre de Braun. Sentía
mucha pena por ella. A ratos, cuando sus negocios judíos se lo permitían, se le
ocurrían estas reflexiones sentimentales sobre sus personas más queridas.
La tía Rose era la madrina del doctor Braun: fue ella la que lo sostuvo
para la circuncisión. El viejo Krieger, barbudo y corto de vista, con los dedos
manchados de sangre de pollo, retiró el trozo de piel.
En opinión de Braun, la tía Rose era la dura mater original: la
primitiva. No era una mujer muy grande. Tenía un amplio busto, anchas caderas y
unos muslos a la antigua con esas formas extrañas que ahora pertenecen a la
historia. Esto le impedía andar normalmente, junto a sus pobres pies, rotos por
el excesivo peso que soportaban. Tenía el rostro rojo, y el negro cabello
fuerte. La nariz recta y puntiaguda. Para cortar la piedad como si fuera un
hilo de algodón. En la luz de sus ojos, Braun reconocía el placer que le
producía su propia dureza: dureza en el juicio, dureza en las tácticas, dureza
en el trato y dureza en el habla. Se dedicaba a construir un reino con el
trabajo del tío Braun y la fuerza de sus obedientes hijos. Los Braun tenían su
negocio, poseían terrenos. Poseían una horrible sinagoga de un ladrillo rojo
tan feo que parecía crecer en el norte de Nueva York por voluntad del demonio
que se encargaba de mantener la frialdad de América en aquella época, procuraba
que una frialdad especialmente cómica influyera en el alma del hombre. En
Schenectady, en Troy, en Gloversville, en Mechanicville, incluso hasta llegar a
Buffalo. En esta sinagoga olía a humedad y a agrio. El tío Braun no solo tenía
dinero sino que también tenía sabiduría y era respetado. Pero la congregación
era pendenciera. Todas las cuestiones se disputaban. Había rivalidades y
peleas; se daban bofetadas, las familias se dejaban de hablar. Parias, pensaba
Braun, con la dignidad que adoptan los príncipes para hablarse entre ellos.
En silencio, con ojos silenciosos que cruzaban una y otra vez el rojo
tanque de agua atado por cables retorcidos y del que colgaban enormes
carámbanos de hielo y se elevaba un vapor blanco, el doctor Braun recordó un
momento, cuarenta años antes, en el que el primo Isaac le había dicho, con una
de aquellas miradas arcaicas que tenía, que los Braun descendían de la tribu de
Neftalí.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Esas cosas las saben las familias.
El doctor Braun se resistía, incluso a la edad de diez años, a creer en
esas cosas. Pero Isaac, que casi tenía edad para ser su tío, le dijo:
—Será mejor que no lo olvides.
Por lo general, Isaac era alegre con el joven Braun. Se reía para luchar
contra la tensión de la cicatriz que forzaba su sonrisa hacia un lado. Sus ojos
eran negros y amables, pero también escépticos. Su aliento tenía una fragancia
amarga que para Braun significaba la seriedad y la tristeza masculinas. Todos
los hijos de la familia tenían el mismo estilo de risa.
Los domingos se sentaban en el porche abierto, riéndose, mientras el tío
Braun les leía en voz alta los anuncios matrimoniales en yídish. «Viuda
atractiva, treinta y cinco años, con encantos ocultos, propietaria de su propio
negocio de ultramarinos en Hudson, excelente cocinera, ortodoxa, bien educada,
refinada. Toca el piano. Dos hijos inteligentes y educados, ocho y seis años.»
Todos menos Tina, la hermana obesa, participaban en estos placeres
satíricos del domingo. Ella permanecía en la cocina, detrás de la persiana.
Abajo estaba el patio, donde crecían flores rudimentarias: zinnia, lilas, viñas
de adorno cerca del gallinero.
Ahora vio Braun la casita del campo, en medio de los Adirondacks. Un
arroyo. ¡Tan hermoso! Árboles, llenos de fuerza. Fresas salvajes, pero había
que tener cuidado con la hiedra venenosa. En los diques de drenaje había
renacuajos. Braun dormía en la buhardilla con el primo Mutt. Por las mañanas,
Mutt bailaba en camiseta, sin nada debajo, y cantaba canciones obscenas:
Metí la nariz en el culo de la cabra
y solo con el olor me puse ciego.
Saltaba con los pies descalzos, y su cosa se balanceaba entre un muslo y
el otro. Esto lo había aprendido cuando iba a los bares a recoger botellas vacías.
Era una cancioncilla para pasar un buen rato. Su origen: Liverpool o la orilla
del Tyne. El arte de las clases trabajadoras en la era de las máquinas.
Un viejo molino. Una pradera cubierta de tréboles. Braun, con siete
años, trataba de hacer una corona de tréboles, tallando un agujero en los
tallos para que pasasen otros por ellos. La corona la estaba haciendo para la
gorda Tina. Para ponerla en su gruesa y limpia cabeza, en el vasto pelo negro
salpicado de blanco. Pero allí, en el prado, el pequeño Braun tropezó con un
tronco podrido. Salieron de allí unos avispones que lo persiguieron y le
picaron. Él gritó. Tenía hinchazones dolorosas y rojizas por todo el cuerpo. La
tía Rose lo metió en la cama y Tina entró con todo su tamaño de cordillera para
consolarlo. Tenía una cara gorda y enojada, los ojos negros y la nariz dilatada
que respiraba encima de él. El pequeño Braun, todo dolorido y picado. Ella se
levantó el vestido y la enagua para refrescarlo con su cuerpo. La barriga y los
muslos se inflaron ante él. Braun se sintió demasiado pequeño y frágil para
este éxtasis. Junto a la cama había una silla en la que ella se sentó. Bajo el
calor sofocante del tejado de piedra, le puso las piernas encima y las abrió
mucho, mucho. Él vio el pelo salvaje y del color del carbón. Vio lo rojo que
había dentro. Ella separó los pliegues con los dedos. Mientras lo hacía, los
agujeros de la nariz se le hincharon cada vez más, los ojos se le pusieron en
blanco. Le dijo que apretara sus genitales de niño contra los gordos muslos de
ella. Cosa que, con agonías de incapacidad y de placer al mismo tiempo, él se
apresuró a hacer. La casa estaba en silencio. El silencio del verano. El olor
sexual de ella. Las moscas y mosquitos estimulados por el calor o por el olor.
El hoyo como una masa de moscas se separaba del cristal de la ventana. Sonó
como si despegaran un adhesivo. Tina no lo besó ni lo abrazó. Tenía una
expresión amenazadora. Desafiante. Estaba tirando de él, lo llevaba a algún
sitio con ella. Pero no le prometía nada ni le decía nada.
Cuando se recuperó de las picaduras, una vez más jugando en el patio,
Braun vio a Isaac con su prometida, Clara Sternberg, paseando entre los
árboles, abrazándose dulcemente. Braun trató de ir con ellos, pero el primo
Isaac lo despidió. Cuando insistió en seguirlos, el primo Isaac lo envió con
rudeza a la casa. Entonces el pequeño Braun trató de matar a su primo. Con toda
su alma deseaba golpear a Isaac con un trozo de madera. Seguía anonadado por la
felicidad incomparable, el lujo de aquel deseo. Se echó a correr en dirección
de Isaac, quien lo agarró por el cuello, le retorció la cabeza y lo colocó bajo
la bomba de agua. Después decretó que el pequeño Sam Braun debía irse a casa, a
Albany. Era demasiado salvaje. Había que darle una lección. La prima Tina le
dijo en privado: «Mejor para ti, Sam. Yo también lo odio». Agarró a Braun con
su mano torpe y llena de hoyuelos y caminó con él por la carretera en medio del
polvo de los Adirondacks. Aquella masa envuelta en tela de cuadros. Aquellos hombros
encorvados, echados hacia delante como la tierra de la carretera. Juntos, le
dificultaban avanzar. El excesivo peso de su cuerpo era demasiado para sus
pies.
Más adelante, Tina se puso a dieta. Durante un tiempo, fue más delgada y
más civilizada. Todos eran más civilizados. El pequeño Braun se convirtió en un
niño dócil y un ratón de biblioteca. Le fue muy bien en la escuela.
¿Está todo claro? Demasiado claro para él como adulto, si tenía en
cuenta que su destino no era más que el de los otros. Ante su mirada tranquila,
los hechos se arreglaban solos: surgían, se recomponían, permanecían un tiempo
en un estado concreto y después volvían a cambiar. Aquí estábamo:> llegando
a algo.
El tío Braun murió enfadado con la tía Rose. Volvió la cara a la pared
con el último aliento para reprenderla por su dureza. Todos los hombres, sus
hijos, se echaron a llorar. Las lágrimas de las mujeres fueron distintas. Más
tarde, también, su pasión tomó otras formas. Negociaron para tener más bienes.
Y la tía Rose desafío el testamento del tío Braun. Cobraba rentas en los
barrios bajos de Albany y Schenectady de edificios que él les había dejado a
sus hijos. Se vestía a la antigua usanza, y visitaba a los inquilinos negros o
a la chusma judía de zapateros y sastres. Para ella, las antiguas palabras
judías que designaban estos oficios —«Schneider», «Schuster»— eran términos
despreciativos. Unas rentas que pertenecían sobre todo a Isaac las metía en el
banco a su propio nombre. Iba en antiguos tranvías a los barrios de las fábricas,
y no tenía que comprarse ropas de viuda. Siempre había llevado trajes de
chaqueta, y siempre habían sido negros. Tenía un sombrero de tres picos, como
el del pregonero. Se dejaba la negra trenza colgando detrás, como si estuviera
en su propia cocina. Tenía problemas con la vejiga y las arterias, pero estos
achaques no la mantenían encerrada en casa y no le servían de nada los médicos
ni las medicinas. Le echaba la culpa de la muerte del tío Braun al
Bromo-Seltzer que, según ella, le había ensanchado el corazón.
Isaac no se casó con Clara Sternberg. Aunque era fabricante, después de
una investigación resultó que su padre había empezado como cortador y su madre
como doncella. La tía Rose no habría tolerado un matrimonio así. Hizo largos
viajes para hacer sus investigaciones genealógicas.
Y vetó a todas las jóvenes, con juicios severos sin límite. «Esa es un
perro falso.» «Veneno en forma de caramelo.» «Un pozo abierto. Una
alcantarilla. ¡Una puta!»
La mujer con la que por fin se casó Isaac era agradable, suave, redonda,
respetable: la hija de un granjero judío.
La tía Rose dijo:
—Un ignorante. Un hombre corriente.
—Es honrado y trabaja duro la tierra —dijo Isaac—. Recita los salmos
incluso cuando va conduciendo. Los guarda debajo del asiento de su carro.
—No me lo creo. Un hijo de Ham así. Un vendedor de ganado. Apesta a
estiércol.
Y a la novia le dijo en yídish:
—Sé tan amable de lavar a tu padre antes de traerlo a la sinagoga.
Agarra un cubo de agua caliente, bórax del calibre veinte y amoniaco, y un
cepillo de caballo. La suciedad está incrustada. Asegúrate de que le frotas las
manos.
La rigidez insensata de los ortodoxos. Su estilo altanero, estúpido y
loco.
Tina no trajo al hombre de Nueva York que la cortejaba para que fuera
examinado por la tía Rose. De todas formas, no era ni joven ni guapo ni rico.
La tía Rose decía que era un matón de poca monta, un gorila. Ella había ido a
Caney lsland a inspeccionar a su familia: el padre vendía pretzels y castañas
en un carrito, la madre hacía comidas para banquetes. Y el novio era tan
grueso, tan calvo y tan feo, según ella, tenía las manos muy bastas y la
espalda y el pecho llenos de pelo. Era una bestia, le dijo ella al joven Sammy
Braun. Por aquel entonces, Braun estudiaba en el Politécnico Rensselaer e iba a
visitar a su tía en su vieja cocina: el gran fogón negro y metálico allí en
medio, la mesa redonda en su pedestal de roble, los cuadros azul oscuro y
blanco del hule, un bodegón de melocotones y cerezas rescatado de la tienda de
segunda mano. Y la tía Rose, más femenina con el corsé quitado y una bata de
colores charros encima de sus gruesas camisetas, camisolas y bombachos
victorianos. Tenía las medias agarradas con ligas por debajo de la rodilla y
las amplias partes de arriba, que estaban hechas para colocarlas sobre los
muslos, colgaban flojas cerca de las zapatillas.
Por aquel entonces, Tina era hermosa, aunque no bonita. En el instituto
perdió treinta y cinco kilos. Después fue al New York City y no consiguió el
diploma. ¡Qué le importaban a ella esas cosas!, dijo Rose. ¿Y cómo llegó a
Caney lsland ella sola? Porque era perversa. Tenía instinto para buscar a los
tipos raros. Y allí encontró a esa bestia. A ese asesino a sueldo, a ese
segundo Lepke de Asesinatos y Cía. En el norte, la vieja leía los melodramas de
la prensa yídish, que bordaba con sus propias ideas sobre la maldad.
Pero cuando Tina trajo a su marido a Schenectady, y lo instaló en la
tienda de segunda mano de su padre, resultó ser un hombre grandullón e
inocente. Si alguna vez había tenido malicia, la perdió con el pelo. Su
calvicie era total, como una purga. Tenía un aspecto sentimental y dependiente.
Tina lo protegía. Aquí al doctor Braun le vinieron ideas sexuales, sobre él
cuando era niño y el novio infantil de ella. Y pensó en la Tina provocativa del
ceño fruncido, en su ternura airada en los Adirondacks y cómo, cuando estaba
debajo, respiraba tan fuerte aquí en la buhardilla, y en la fuerza violenta y
en la obstinación de su pelo negro y rizado.
Nadie podía influir en Tina. Ese, pensó Braun, era probablemente el
secreto. Se había consultado a sí misma, había guardado silencio durante tanto
tiempo que no podía aceptar ninguna otra orientación. Cualquiera que escuchara
a los demás le parecía débil.
Cuando la tía Rose murió, Tina le quitó de la mano el anillo que Isaac
le había regalado hacía muchos años. Braun no recordaba la historia completa
del anillo, solo que Isaac le había prestado dinero a un inmigrante que
desapareció, dejando esta joya, que supusieron que no tenía valor pero resultó que
sí. Braun no recordaba si era un rubí o una esmeralda; tampoco la montura. Pero
era el único adorno femenino que llevaba la tía Rose. Y se suponía que lo iba a
heredar la mujer de Isaac, Silvia, que lo deseaba enormemente. Tina lo quitó
del
cadáver y se lo puso en su propio dedo.
—Tina, dame ese anillo. Dámelo —dijo Isaac.
—No. Era de ella. Ahora es mío.
—No era de mamá. Tú eso lo sabes. Devuélvemelo.
Ella lo desafió por encima del cadáver de la tía Rose. Ella sabía que él
no iba a pelear junto al lecho de muerte. Silvia estaba furiosa. Hizo lo que
pudo. Es decir, susurró:
—¡Oblígala!
Pero no sirvió de nada. Él sabía que no podía recuperarlo. Además, había
muchas más disputas por otros objetos de valor. Él tenía sus rentas depositadas
en la cuenta de ahorros de la tía Rose.
Sin embargo, solo Isaac se hizo millonario. Los otros simplemente
acapararon bienes, al viejo estilo de los inmigrantes. Él nunca se sentó a
esperar su herencia. Para el momento en que murió la tía Rose, Isaac ya tenía
mucho dinero. Se había hecho con un feo edificio de apartamentos en Albany.
Para él, eso era un logro. Salía con sus hombres al amanecer. Antes de eso
había rezado en voz alta mientras su mujer, con los rulos puestos, bonita pero
hinchada por el sueño, adormilada pero obediente, ya estaba en la cocina
preparando el desayuno. La ortodoxia de Isaac únicamente aumentó con su
riqueza. Pronto se convirtió en un pater familias judío a la antigua usanza.
Con su familia hablaba en un yídish desacostumbradamente lleno de expresiones en
antiguo eslavo y hebreo. En vez de «personas importantes, ciudadanos
ejemplares», él decía: Anshe ha-ir, «hombres de la ciudad». También tenía los
salmos a mano, como los judíos activos y mundanos habían hecho durante siglos.
Siempre había una copia en la guantera de su Cadillac. Su pesimista hermana
hablaba de ello con un mohín de la cara. Se había vuelto a poner obesa, después
que pasaron los días de los Adirondacks. Decía de él: «Lee en voz alta el
Tehillim dentro de su Cadillac de aire acondicionado cuando pasa un tren largo
por un cruce. ¡Valiente pillastre! ¡Le robaría a Dios del bolsillo!».
Uno no podía evitar pensar en la fertilidad de metáforas que había en
todos estos Braun. El doctor Braun no era ninguna excepción. Y no sabría decir
cuál podría ser la explicación, a pesar de llevar veinticinco años
especializándose en el aspecto químico de la herencia. De qué modo la molécula
de una proteína que se originaba en un fermento invisible podía llevar consigo
la inclinación a la ingenuidad, la malicia creativa y el poder negativo, o ser
capaz de imprimir un talento o un vicio en un billón de corazones. No era
extraño que Isaac Braun le rezara a su Dios mientras estaba metido en su gran
coche negro y los trenes de mercancías pasaban haciendo estruendo en medio del
brillo contaminado de este valle que una vez había sido hermoso.
«Contesta mi llamada, Dios de mi camino.»
—¿Qué es lo que piensas tú? —decía Tina—. ¿Se acuerda de sus hermanos
cuando tiene un trato a la vista? ¿Le da a su única hermana una oportunidad de
participar?
No es que hubiera una gran necesidad. El primo Mutt, después de que lo
hirieran en Iwo Jima, volvió al negocio de los electrodomésticos. El primo
Aaron era un CPA. El marido de Tina, Fenster el calvo, se dedicó a los
productos para el hogar en su tienda de segunda mano. Tina sabía todo eso, por
supuesto. No había nadie pobre. Lo que irritaba a Tina era que Isaac no
introdujera a la familia en los negocios inmobiliarios, en los que las ventajas
fiscales eran mayores. Estaban los grandes beneficios de la depreciación, que
ella entendía como chanchullos legales. Tenía su dinero en una cuenta de
ahorros a un miserable dos y medio por ciento, pagando todos los impuestos. No
se fiaba del mercado bursátil.
De hecho, Isaac había intentado meter a los Braun cuando construyó el
centro comercial de Robbstown. En un momento arriesgado lo abandonaron. Era un
momento desesperado, en que había que saltarse la ley. En una reunión familiar,
cada uno de los Braun había aceptado reunir veinticinco mil dólares, la
cantidad total que había que dar por debajo de la mesa a Ilkington. El viejo
Ilkington presidía la junta directiva del club de campo de Robbstown. Como lo
estaban rodeando las fábricas, el club se iba a mudar más para el campo. Isaac
se había enterado de esto por el viejo responsable de los caddies una vez que
lo llevó en su coche, en una mañana de niebla. Mutt Braun había llevado caddies
en Robbstown a principios de los años veinte, había llevado incluso los palos
de golf de Ilkington. Isaac también conocía a Ilkington, y tuvo una
conversación privada con él. El viejo goy, que ahora tenía setenta años, y se
iba a retirar a las Indias occidentales británicas, le había dicho a Isaac:
«Entre nosotros. Cien mil. Y no quiero tener que preocuparme por los
impuestos». Era un hombre alto y austero con la cara de mármol. Había estudiado
en Cornell alrededor de 1910. Era frío pero iba al grano. Y, en opinión de
Isaac, era justo. Si se convertía en centro comercial, con la debida
planificación, el campo de golf de Robbstown podría valer medio millón para
cada uno de los Braun. La ciudad, con el boom de la posguerra, estaba creciendo
rápido. Isaac tenía un amigo en la junta de planificación que le arreglaría
todos los papeles por cinco de los grandes. En cuanto al contrato, se ofreció a
hacerlo todo él solo. Tina insistió en que los Braun formasen una empresa
aparte para asegurarse de que los beneficios se compartían por igual. Isaac
estuvo de acuerdo con esto. Como cabeza de familia, se encargó personalmente. Iba
a tener que organizarlo todo. Solo Aaron y el CPA podían ayudarlo con los
libros. La reunión, que tuvo lugar en el despacho de Aaron, duró desde mediodía
hasta las tres de la tarde. Se examinaron todos los problemas. Eran cuatro
jugadores, especialistas en el juego duro del dinero, estudiando unas reglas.
Al final, estuvieron de acuerdo en jugar.
Pero, cuando llegó el momento, a las diez de la mañana de un viernes,
Aaron se mostró reacio. No iba a hacerlo. Y Tina y Mutt también se negaron.
Isaac le contó la historia al doctor Braun. Como estaba previsto, él fue a la
oficina de Aaron con los veinticinco mil dólares para Ilkington en un viejo
maletín. Aaron, que entonces tenía cuarenta años, un tipo silencioso, astuto y
oscuro, tenía la costumbre de escribir números pequeños en su agenda mientras
te hablaba. Sus oscuros dedos consultaban rápidamente las últimas publicaciones
sobre impuestos. Bajó la voz para hablarle a la secretaria por el interfono.
Llevaba unas camisas blanquísimas y corbatas de brocado de seda, con la firma
«Condesa Mara». De todos ellos, era el que más se parecía al tío Braun. Pero
sin la barba, sin el sombrero regio de paria, sin el reflejo dorado en su ojo
castaño. En muchos de sus aspectos externos, pensó el doctor Braun, Aaron y el tío
Braun venían del mismo origen genético. Químicamente, él era el hermano pequeño
de su padre. Era posible que las diferencias internas se debieran a la
herencia. O quizá a la influencia de la América de los negocios.
—¿Y bien? —dijo Isaac, de pie en el alfombrado despacho. El imponente
escritorio estaba maravillosamente limpio.
—¿Cómo sabes que puedes fiarte de Ilkington? —Tú crees. Pero podría
coger el dinero y decir que nunca ha oído hablar de ti en toda su vida.
—Sí, podría. Pero ya hemos hablado de eso. Hay que arriesgarse.
Probablemente por instrucciones suyas, la secretaria de Aaron lo llamó
por el interfono. Él se inclinó sobre el instrumento y con la boca de medio
lado le habló muy despacio y bajo.
—Bueno, Aaron —dijo Isaac—. ¿Quieres que garantice tu inversión? ¿Y
bien? Habla.
Hacía tiempo que Aaron había dominado su tono agudo de voz y hablaba con
el estilo bronco de un hombre seguro de sí mismo. Pero los arranques agudos,
que había dominado hacía veinticinco años, seguían ahí. Se levantó con ambos
puños encima del cristal de la mesa, tratando de controlar su voz.
Le dijo con los dientes apretados:
—¡No he dormido esta noche!
—¿Dónde está el dinero?
—No tengo tanto dinero en efectivo.
—¿No?
—Maldita sea, lo sabes muy bien. Tengo una licencia. Soy contable
oficial. No estoy en posición de…
—¿Y qué pasa con Tina? ¿Y Mutt?
—No sé nada de ellos.
—Los has convencido para que se retiren, ¿verdad? Tengo que encontrarme
con Ilkington a las doce en punto. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
Aaron no dijo nada.
Isaac marcó el número de Tina y dejó sonar el teléfono. Seguro que
estaba allí, escuchando con todo su volumen el sonido metálico y redondo del
teléfono. Lo dejó sonar, según él, alrededor de cinco minutos. No se molestó en
llamar a Mutt. Mutt iba a hacer lo mismo que hiciera Tina.
—Tengo una hora para conseguir esa pasta.
—Con mi nivel de ingresos —dijo Aaron—, los veinticinco me costarían más
de cincuenta.
—Esto me podrías haber dicho ayer. Sabías lo que significa para mí.
—¿Le vas a dar más de cien mil dólares a un hombre que no conoces? ¿Sin
recibo? ¿A ciegas? No lo hagas.
Pero Isaac estaba decidido. En nuestra generación, pensó el doctor
Braun, ha surgido una especie de playboy capitalista. No le importa comprar
alegremente piezas de mobiliario de oficinas rehechas en el Brasil, moteles en
África oriental o componentes de alta fidelidad en Tailandia. Para él cien mil
dólares no significan mucho. Viaja en jet con una chica al lado para ver el
panorama. El gobernador de una provincia está esperando en su Thunderbird para
llevar a sus invitados por autopistas construidas en la jungla por peones y
medio esclavos a pasar un fin de semana bebiendo champán en el que el
ejecutivo, de aspecto juvenil a pesar de sus cincuenta años, cierra el trato.
Pero el primo Isaac había construido su negocio centavo a centavo, a la
antigua, empezando con trapos y botellas desde niño; después continuó con los
bienes salvados de los incendios; después, coches usados; después aprendió los
oficios de la construcción. Movimiento de tierras, cimientos, hormigón,
evacuación de aguas, electricidad, construcción de tejados, sistemas de
calefacción. Ganó su dinero duramente. Y ahora se dirigió al banco y pidió
prestados setenta y cinco mil dólares, con todos los intereses. Sin ninguna garantía,
se los dio a Ilkington en el salón de su casa. Estaba amueblado al viejo estilo
goy y despedía un olor a viejo goy y a cosas aburridas, tontas y respetables.
Estaba claro que Ilkington estaba muy orgulloso de ellas. Las mesas y vitrinas
de madera de manzano, de cerezo, los sillones de orejas, las tapicerías con
olor a pasta seca, los colores de cerdo pálido de los gentiles. Ilkington no
tocó el maletín de Isaac. Era evidente que no tenía intención de contar los
billetes, ni siquiera de mirar. Le ofreció a Isaac un Martini. Isaac, que no
bebía, se tomó aquel líquido claro. A mediodía. Como si fuera algo destilado en
el espacio exterior. No tenía color. Se quedó allí sentado con aspecto enérgico
pero se sintió perdido: perdido para su gente, su familia, Dios, perdido en el
vacío de América. Ilkington con un cóctel en la mano, educado y frío, como un
bloque muy alto de algo que genéricamente era humano, pero tenía pocos rasgos
humanos que Isaac pudiera reconocer. Cuando lo acompañó a la puerta, no le dijo
que fuera a mantener su palabra. Solo le estrechó la mano y lo llevó hasta el
coche. Isaac se fue a su casa y se sentó en la puerta de su bungalow. Dos días
enteros. Por fin, el lunes, Ilkington le telefoneó para decirle que la junta
directiva del Robbstown había decidido aceptar su oferta de compra. Hubo una
pausa. Entonces Ilkington añadió que nada escrito podía sustituir a la
confianza y la decencia entre caballeros. Isaac tomó posesión del club de campo
y lo llenó con un centro comercial. Todos esos sitios son feos. El doctor Braun
no sabría decir por qué este en concreto le tocaba como especialmente brutal en
su fealdad. Quizá era porque recordaba el club de Robbstown. Era reservado, por
supuesto, pero los judíos podían mirarlo desde la carretera. Y los olmos que
había dentro eran preciosos: de un siglo o más de antigüedad. La luz era suave.
Y los sedanes de la época de Coolidge entraban allí, con cortinillas en la
ventana de atrás, y floreritos para flores artificiales. Hudsons, Auburns,
Bearcats. Aquello eran solo máquinas. Nada por lo que sentir nostalgia.
Sin embargo, a Braun le sorprendía lo que había hecho Isaac. Quizá era
una afirmación inconsciente del triunfo: en medio de la embriaguez de la
victoria. La superficie verde y reservada, es cierto, para hacer el vago
tranquilamente, para golpear una pelotita con un palo, estaba ahora llena de
espacios de aparcamiento para quinientos coches. Supermercado, pizzería,
restaurante chino, lavandería, tienda de ropa, tienda de diez centavos.
Y etso era solo el principio. Isaac se hizo millonario. Llenó el valle
del Mohawk de proyectos de vivienda. Y empezó a hablar de «mi gente»,
refiriéndose a las personas que vivían en los edificios que había construido.
Con la tierra era tacaño —es cierto que construía las casas muy cerca unas de
otras—, pero también lo es que construía con benevolencia. A las seis de la
mañana ya estaba fuera con sus equipos. Vivía de manera muy simple. Caminaba
humildemente con su Señor, como decía el rabino. Para esa época era ya un rabino
de la avenida Madison. La pequeña sinagoga había sido arrasada. Estaba tan
muerta como los pintores holandeses que habrían apreciado su penumbra y los
gremios y los vendedores ambulantes. Ahora había un templo como el pabellón de
la Feria Mundial. Isaac era el presidente, tras haber vencido al padre de un
famoso matón, que en otra época había sido verdugo para la mafia en el noreste.
El mundano rabino, con su voz modulada y sus trajes hechos a medida, como un
ministro cristiano a excepción del destello de astucia judía que aparecía en su
rostro, indicó a la parte más anticuada de la congregación que tenía que
hacerlo así por el bien de los jóvenes. Aquello era América. Vivían unos
tiempos extraordinarios. Si uno quería que las jóvenes bendijesen las velas del
Sabbath, tenía que empezar con un rabino de veinte mil dólares, y añadirle una
casa y un Jaguar.
Mientras tanto, el primo Isaac se fue volviendo más anticuado. Su coche
tenía diez años. Pero era un hombre fuerte. Seguro de sí, el pelo oscuro que
apenas clareaba en la cima de la cabeza. Las mujeres del norte decían que
despedía el tipo de energía masculina positiva que estaban empezando a echar de
menos en los hombres. Y él la tenía. Se notaba en la forma en que agarraba un
tenedor en la mesa, en cómo servía el vino. Por supuesto, el mundo había sido
para él exactamente lo que él le había pedido. Eso significaba que había hecho
la petición adecuada y en el momento adecuado. Significaba también que su
lectura de la vida era metafísicamente correcta. O que el Antiguo Testamento,
el Talmud y la ortodoxia ashkenazi polaca eran irresistibles.
Pero eso no lo explicaba todo, pensó el doctor Braun. Había algo más que
piedad. Recordó los dientes blancos y la sonrisa torcida por la cicatriz de su
primo, cuando bromeaba. «Yo luché en muchos frentes», decía el primo Isaac, y
se refería a los vientres de las mujeres. Algunas veces decía las cosas de una
manera norteamericana muy sensata. Se conocía las escaleras de atrás que en
Schenectady conducían a las sábanas, los brazos abiertos y los muslos
preparados de las mujeres obreras. El Ford T lo dejaba aparcado abajo.
Anteriormente, había sido el caballo el que lo esperaba enganchado. Le
complacían mucho sus reminiscencias masculinas. Recordó a Deborah, con el
«novata» escrito en las rodillas, la cabeza escondida entre las almohadas
mientras sacaba las nalgas, y una explosión de pelo picarón que asomaba por
entre aquellos muros de blancura, mientras ella, con su débil voz, gritaba:
Nein. Pero en realidad sí quería.
El primo Mutt no tenía anécdotas de ese estilo. En lwo Jima le habían
disparado en la cabeza, y volvió a casa después de pasar un año en el hospital
para vender electrodomésticos Zenith, Motorola y Westinghouse. Se casó con una
chica respetable y prosiguió su vida calladamente mientras a su alrededor su
lugar de nacimiento se ampliaba y transformaba de forma desconcertante. Una
tienda de ordenadores ocupó el parque de matorrales en el que un scout lo
encontró antes de la guerra. Para las cuestiones más importantes, Mutt se
dirigía a Tina. Ella le decía lo que tenía que hacer. E Isaac lo buscaba a él,
y en la medida de lo posible compraba los electrodomésticos para sus edificios
a Mutt. Pero Mutt le hablaba de sus problemas solo a Tina. Por ejemplo, su
mujer y la hermana de ella apostaban a los caballos. En cuanto tenían ocasión,
iban a Saratoga, a las carreras. Probablemente no había gran daño en esto. Dos
hermanas con lápiz de labios de color alegre y hermosos vestidos. Y riendo
siempre con sus hermosos dientes prominentes. Y echando abajo la capota del
convertible.
Tina no veía esto con ojos muy convencidos. ¿Por qué no deberían ir al
hipódromo? Su fiereza se concentraba, toda ella, en Braun el millonario.
—¡Ese rufián! —solía decir.
—Oh, no. Hace años y años que no —decía Mutt.
—Venga ya, Mutt. Yo sé a quién ha estado tirándose. Siempre echo un ojo
a las ortodoxas. Créeme, lo sé. Y ahora el gobernador le ha puesto en una
comisión. ¿Cuál es?
—Contaminación.
—Contaminación del agua, es verdad. El amigo de Rockefeller.
—No deberías decir eso, Tina. Es nuestro hermano.
—Él te quiere a ti.
—Sí que es verdad.
—Y él es multimillonario, ¿y deja que tú sigas trabajando como un
esclavo en un pequeño negocio? No tiene corazón. Es un hombre sin corazón.
—Eso no es verdad.
—¿Cómo? Nunca le ha salido una lágrima en el ojo a menos que le
molestara el viento —dijo Tina.
La hipérbole era el principal defecto de Tina. Eran todos así. Su madre
se las había inculcado.
Si no, era simplemente una mujer sombría y obesa, bastante inclinada,
con el pelo echado hacia atrás desde la frente, tirante, de manera que la línea
que formaba era una barrera. Tenía aspecto totalitario, y no solo con los
demás. También con ella misma. Estaba absorbida en la dictadura de su enorme
persona. Con un vestido blanco y con el anillo que le había quitado a su madre
muerta. Había dado un golpe de Estado en el dormitorio.
En su generación —el doctor Braun había renunciado a la tarde para
dedicarla al placer inútil de pasarla pensando con afecto en sus muertos—, en
su generación, Tina también estaba chapada a la antigua a pesar de la
palabrería moderna que utilizaba. La gente de su clase, y no solo las mujeres,
cultivaba el encanto personal. Pero Tina sistemáticamente no deseaba nada, ni
tener atractivo ni encanto. Absolutamente ninguno. Nunca trataba de agradar. Su
objetivo debía ser la majestad. ¿En qué se basaba? No tenía ideas grandiosas.
Tenía que basarse en su propia naturaleza. En una idea primordial, enormemente
hinchada. De algún modo era como su carne metida en aquel vestido de seda
blanca, como la había visto por última vez su primo Braun unos años antes,
hinchada. Era una especie de sub-suboficina de la personalidad, detrás de una
puertecita del cerebro donde aquella alma inquieta nunca dejaba de trabajar y
había ordenado a esta enorme mujer, a toda ella, que se manifestara. Con el
pelo oscuro de los antebrazos, las llamativas ventanas de la nariz en el rostro
blanco, y los ojos negros que te miraban fijamente. Tenía en los ojos una
expresión ofendida; a veces una mirada sulfúrica; una mirada inteligente,
incluso maliciosa. Sus ojos tenían todas las miradas, incluso la mirada de
amabilidad que le venía del tío Braun. La dulzura del viejo. Los que tratan de
interpretar la humanidad a través de sus ojos están destinados a encontrar
muchas cosas extrañas y a quedarse perplejos.
La pelea entre Tina e Isaac duró años. Ella lo acusaba de sacudirse a la
familia cuando se presentó la principal oportunidad. Él se había negado a que
ellos participaran. Él decía que todos ellos lo habían abandonado en el momento
preciso. Al final, los hermanos se reconciliaron. Tina no. No quería nada con
Isaac. En la primera fase de enemistad se encargó de que supiera exactamente lo
que pensaba de él. Hermanos, tías y viejos amigos le contaron lo que ya decía
de él: que era un sinvergüenza, que mamá le había prestado dinero; que él no
había pagado; por eso es por lo que ella se había quedado con aquellas rentas.
Además, Isaac había colaborado en silencio con Zaikas, el griego, el mafioso de
Troy. Iba contando por ahí que Zaikas había cubierto a Isaac, que estaba
implicado en el escándalo del hospital estatal. Zaikas lo cubrió, pero Isaac
tuvo que meter cincuenta mil dólares en el depósito que tenía Zaikas en el
banco. Es decir, el banco Stuyvesant. Tina decía que conocía incluso el número
de cuenta. Isaac decía poco ante estas calumnias, y después de un tiempo
cesaron.
Y fue cuando cesaron que Isaac empezó a sentir realmente la furia de su
hermana. Él se consideraba el cabeza de la familia, ya que era el Braun más
viejo con vida. Después de no haber visto a su hermana durante dos o tres años,
empezó a acordarse del afecto que sentía el tío Braun por Tina. La única hija.
La más joven. La hermanita. Al recordar los viejos tiempos, su corazón se
ablandó. Como había conseguido lo que quería, como le decía Tina a Mutt, podía
pintar el pasado del color que quisiera. Era un sentimental. Isaac recordaba
por ejemplo que en 1920 la tía Rose quería leche fresca, y los Braun tenían una
vaca en los pastos junto al río. Qué sitio tan hermoso. Y qué agradable era
conducir el viejo Ford T al atardecer para ir a ordeñar la vaca junto al agua
verdosa. Por el camino cantaban canciones. Tina, que entonces tenía diez años,
debía de pesar alrededor de noventa kilos, pero la forma de su boca era muy
dulce, femenina; quizá era la presión de la grasa, que aceleraba su madurez. De
algún modo, era más femenina en la niñez de lo que fue más tarde. Era verdad
que a los nueve o diez años se sentó encima de un gatito en la butaca, sin
darse cuenta, y lo aplastó. La tía Rose lo encontró muerto cuando su hija se
levantó del asiento. «Eres enorme —le dijo a su hija—, eres un animal.» Pero
incluso esto Isaac lo recordaba con una tristeza divertida. Y, como no
pertenecía a ningún club, nunca jugaba a las cartas, nunca pasaba la noche
bebiendo, nunca fue a Florida, nunca fue a Europa, nunca fue a ver el Estado de
Israel, Isaac tenía mucho tiempo para reminiscencias. Los respetables olmos que
rodeaban su casa suspiraban con él por el pasado. Las ardillas eran ortodoxas.
Cavaban y ahorraban. La señora de Isaac Braun no llevaba maquillaje. A
excepción de un toque de lápiz de labios cuando salía a la calle. Nada de
abrigos de visón. Una confortable foca del Hudson, sí. Con un gran botón de
piel en el estómago. Para mantenerla cálida, como a él le gustaba. Era rubia,
pálida, redondeada, con una mirada franca e inocente, y el pelo corto y
simétrico. Marrón claro, con destellos dorados. Uno de sus ojos grises, quizá,
expresaba o se acercaba a expresar malicia. Debía de ser puramente
involuntario. Al menos no había ni un indicio de crítica u oposición
consciente. Isaac era el amo. La cocina, los postres, el lavado, todas las
cosas de la casa, tenían que estar a la altura que él ponía. Si a él no le
gustaba cómo olía la lavandera, la despedían. Era una vida doméstica cómoda y
respetable a la antigua basada en el modelo de Europa Oriental que destruyeron
completamente en 1939 Hitler y Stalin. Aquellos dos se encargaron de acabar con
la vida antigua, se aseguraron de que ciertas ideas modernas sobre la raza se
convirtieran en realidades sociales. Quizá la ambigüedad confusa que podía
percibirse en uno de los ojos de la prima Silvia era efecto de un comentario
histórico contenido. Como mujer, en opinión del doctor Braun, ella tuvo más que
un atisbo de esta transformación moderna. Su marido era multimillonario. ¿Dónde
estaba la vida que podría haber comprado? ¿Las casas, criados, ropas y coches?
En la granja ella había manejado las máquinas. Cuando se casó, se vio obligada
a olvidar cómo se conducía. Era una mujer dócil y agradable, y se metía en la
cocina a hacer bizcochos y a cortar filetes, como había hecho la madre de
Isaac. O como debería haber hecho. Sin la cara furibunda de la madre, ni la mirada
severa, la nariz rigurosa y la tira de prensa que descansaba en su espina
dorsal. Sin las maldiciones que decía todo el tiempo la tía Rose.
En América, se enderezaron los abusos del Viejo
Mundo. Estaba destinada a ser la tierra de la reparación histórica. Sin
embargo, reflexionó el doctor Braun, nuevos alborotos llenaban el alma. Los
detalles materiales habían cobrado una gran importancia. Pero seguía siendo el
espíritu el que daba los mayores golpes. ¡Tenía que ser así! La gente que decía
esto tenía razón.
Nota Editor: Este cuento continua en su segunda
parte.
Con afecto,
Ruben
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