"El alfiler"
Ventura García Calderón
La bestia
cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un
santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de
Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado don
Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.
Era burlona
la voz de sochantre del viejo tremendo:
—¿Qué te
pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas... Si no nos comemos
aquí a la gente. Habla, no más...
El
Borradito, llamado así en el valle por su rostro picado de viruelas, asió con
desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez
—la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar
en pocas horas, aunque reventara la bestia en el camino—, que enmudeció por un
minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahila:
—Pues le
diré a mi amito, que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito
agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don
Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin
duda, por mandato especial de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado,
queriendo extirparle mil detalles.
—¿Anoche?...
¿Está muerta?... ¿Grimanesa?... Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones
del Borradito, pues, sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija,
"la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor "caballo
de paso".
Momentos
después galopaba a la hacienda de su yerno Conrado Basadre, que el año último
casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el
valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de
Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias que todavía lloran
la muerte de los Incas, ocurrida en siglos remotos; pero reviviscente en la
endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime
de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la
procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de velludo carmesi
cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con
el simpàtico y arrogante Conrado Basadre terminaba así... ¡Badajo!...
Hincando
las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico.
Quería llegar en cuatro horas a Sincavüca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde
ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso sobre los cantos rodados
de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
—¿Quién
vive ?
Refrenó su
carrera el jinete próximo, y con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su
vez:
—¡Amigo!
Soy yo, ¿no me conoce? El administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura
para el entierro.
Estaba tan
turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa el llamar al
cura sí Grimanesa estaba muerta y por qué razón no se hallaba en la hacienda el
capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a
galopar con el flanco lleno de sangre.
Desde el
inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio
acongojaba. Hasta los perros, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa
colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en
forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse
las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde
sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su
yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus
manos, rugió de dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a
Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las
sábanas, entr e jazmines del Cabo y alhelíes. Sería y ceñuda por primera vez,
reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las
carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre
religiosa del valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho
colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para
trucidar rebeldes en una antigua sublevación de indios.
Al besar
don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo
advirtió, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver
como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió
un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando
a Ticabamba en la noche cerrada.
***
Durante seis
meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni
siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía clausurado en su alcoba
olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana
María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo al
padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venia
Conrado Basadre.
Pero un
domingo claro,de junio se levanto don Timoteo de buen humor y propuso a Ana
María que fueran juntos a Sincavüca, después de misa. Era tan inesperada
aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana
entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el
sombrero de jipijapa, que fué preciso fijar en las oleosas crenchas con un
largo estilete de oro. El padre la vio así, y dijo, turbado, mirando el
alfiler:
—¡Vas a
quitarte ese adefesio!...
Ana María
obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel
padre violento.
Cuando
llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza
descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y
remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María tan parecida a su
hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato embebecido.
Nadie habló
de la desgracia ocurrida ni mentó a Grimanesa; pero Conrado cortó sus
espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni
siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso
cuando la nodriza vieja vino a abrazar a "la niña" llorando:
—¡Jesús,
María y José, tan linda como mi amita! ¡Un capulí! Desde entonces, cada domingo
se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose
en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el
rostro para contemplar un nuevo corte dei caña madura. Y un lunes de fiesta,
después del domingo encendido en que se besaron por la primera vez, llegó
Conrado a Ticabamba ostentando la elegancia vistosa de los días de feria,
terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente
la crin de su caballo, que "braceaba" con escorzo elegante y clavaba
el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores.
Con la
solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no lo llamó, con
el respeto de siempre, "don Timoteo", sino murmuró, como en el tiempo
antiguo, cuando era novio de Grimanesa:
—Quiero
hablarle, mi padre.
Se
encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija
muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera
explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María.
Medió una pausa tan larga, que don Timoteo, con los ojos cerrados, parecía
dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea
constitución de hacendado peruano, fué a abrir una caja de hierro de antiguo
estilo y complicada llaveria, que era menester solicitar con mil ardides y un
"santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso,
cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las
indias y terminan en hoja de coca; pero más largo, agudísimo, y manchado de
sangre negra. Al verlo, Conrado cayó de rodillas gimoteando, como un reo
confeso.
—¡Grimanesa,
mi pobre Grimanesa!
Mas el
viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar.
Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación creciente, murmuró, en voz
tan sorda que se le comprendía apenas:
—Sí, se lo
saqué yo del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en
el corazón... ¿No es cierto?... Ella te faltó quizá...
—Sí, mi
padre.
—¿Se
arrepintió al morir?
—Sí, mi
padre.
—¿Nadie lo
sabe?
—No, mi
padre.
—¿Fue con
el administrador?
—Sí, mi
padre.
—¿Por qué
no lo mataste también?
—Huyó como
un cobarde. —¿Juras matarlo, si regresa?
—Sí, mi
padre.
El viejo
carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:
—Si ésta
también te engaña, haz lo mismo... ¡Toma!...
Entregó el
alfiler de oro solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo
caballero; y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó
al yerno que se marchara en seguida, porque no era bueno que alguien viera
sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.
VENTURA
GARCÍA CALDERÓN.
Con afecto,
Ruben
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