Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
El Vuelo de los Cóndores
Abraham Valdelomar
I
Aquel día demoré en la calle y no
sabía qué decir al volver a casa.
A las cuatro
salí de la escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas.
Metido entre ellos supe que había dese mbarcado
un circo. – Ése es el barrista – decían
unos. señalando a un hombre de mediana estatura,
cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana. – Aquél es el domador.
Y señalaban a un sujeto hosco, de
cónica patilla, con gorrita, polainas foete
y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con
flotante velo lila en el
sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta. – Éste es el payaso, dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara
vivamente. – ¡Qué serio! – Asi son en la
calle.
Era éste un joven alto, de
movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos.
Pasaron luego algunos artistas
más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca,
sonriente, de rubios cabellos, lindos y
morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y
los acompañé hasta que tomaron el
cochecito, partiendo entre la curiosidad
bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos
visto. Al día siguiente contaría en la
escuela quiénes eran, cómo eran y
qué decían. Pero encaminándome a casa,
me di cuenta de que ya estaba
oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían
comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis
cavilaciones una mano posándose en mi
hombro.
– ¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio . Yo no
sabía qué responder. – Nada
– apunté con despreocupación forzada – que salimos
tarde del
colegio...– No puede ser, porque
Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto... Me perdí. Alfredito era hijo
de don Enrique, el vecino; le habían preguntado
por mí y había respondido que salimos juntos de la escuela.
No había
más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se
atrevía a decir palabra.
Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el
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beso a mamá, ésta sin darle la
importancia de o tros días, me dijo fríamente: – Cómo, jovencito, ¿éstas son
horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó: – ¡Está bien!... Metíme
en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa.
Oí un manso ruido: l
evanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente. – Oye
me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente – anda a comer...
Su gesto me alentó un poco. Era
mi buena confidenta, mi abnegada compañerita,
la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.– ¿Ya comieron
todos?, le interrogué. – Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a
bajar el farol... – Oye, le dije, ¿y qué
han dicho? – Nada; mamá no ha querido comer...
Yo no quise ir a la mesa. Mi
hermana salió y volvió al
punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas
que le habían regalado en la tarde. – Anda,
come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer. – No, no quiero. – Pero oye,
¿dónde fuiste?... Me acordé del circo -.
Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi
preocupación, empecé a contarle las maravillas
que había visto. ¡Eso era un circo!
– Cuántos volatineros hay –
Le decía – , un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe de ser muy valiente porque
estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula
de barrotes, husmeando entre las rendijas!
¡Y el payaso!...
¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con
su saquito rojo, atado a una
cadena. ¡Ah!, es un circo
espléndido!
¿Y cuándo dan función? El sábado.... E iba a continuar, cuando
apareció la criada:
– Niñita. ¡A acostarse! Salió mi hermana. Oí en la
otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en
el circo, en lo que había visto y en el
castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya.
Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me
dijo que había hecho muy mal. Me
riñó blandamente, y entonces tuve claro
concepto de mi falta.
Me acordé de que mi madre no
había comido por mí;
me dijo que no se lo diría a
papá, porque no se molestase conmigo. Que yo
la hacía sufrir, que yo no la
quería...
¡Cuán dulces eran las palabras de
mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan
pesarosa con sus bendi tas manos
cruzadas en el regazo! Dos lágrimas
cayeron juntas de sus ojos, y yo,
que hasta ese instante me había contenido, no pude más y sollozando le besé las manos.
Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah,
cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin ca stigarme me había perdonado!
Me dio después muchos consejos,
me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi
hermanita. Se había escapado de su cama descalza;
echó algo sobre la mía, y me dejo volviéndose a la carrera y de
puntitas como había entrado:– Oye,
los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...
II
Soñé con el circo. Claramente
aparecieron en mi sueño todos los
personajes. Vi desfilar a todos
los animales. El payaso, el oso, el mono, el
caballo, y, en medio de ellos, la
niña rubia, delgada, de ojos negros, que me
miraba sonriente. ¡Qué buena
debía de ser aquella criatura tan callada y
delgaducha! Todos los artistas se
agrupaban, bailaba el oso,
pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte,
en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba
borrando en mi sueño, quedando sólo la
imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.
Llegó el sábado. Durante el
almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron
del circo. Exaltaban la agilidad
del barrista, el mono era un prodigio, jamás
había llegado un payaso más
gracioso que "Confitito"; ¡qué oso tan
inteligente! y luego... todos los
jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al
circo... Papá sonreía aparentando
seriedad. Al concluir el almuerzo sacó
pausadamente un sobre. – ¡Entradas!
– cuchichearon mis hermanos. – ¡Sí,
entradas! ¡Espera!... – ¡Entradas! – insistía
el otro.
El sobre fue a poder de mi madre.
Le
vantóse papá y con él la
solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi
madre.– ¿Qué es? ¿Qué es?... –
¡Estarse quietos o... no hay
nada!
Volvimos a nuestros puestos.
Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entrada s para el circo;
venía dentro un programa. ¡Qué
programa! ¡Con letras enormes y
con los artistas pintados!
Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el
hombre de goma; el célebre domador
Míster Glandys; la bellísima
amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el
caballo matemático; el
graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y
su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El vuelo de los cóndores", ejecutado por la
pequeñísima artista Mi ss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no
podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa
niña frágil y delicada iba a
realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados
mis hermanos el circo, y yo,
pensando, me fui al jardín, después a la escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis
camaradas.
III
A las cuatro salí del colegio, y
me encaminé a casa. Dejaba los libros
cuando sentí ruido y las carreras
atropelladas de mis hermanos.
–
¡El convite! ¡El convite!...
–¡Abraham, Abraham!, gritaba mi
hermanita. ¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el
fondo de la calle venía un grupo enorme
de gente que unos cuantos músicos
precedían. Avanzaron. Vimos pasar la
banda de músicos con sus bronces
ensortijados y sonoros, el bombo iba
delante dando atronadores
compases, después, en un caballo blanco, la
artista Miss Blutner, con su
ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos
desnudos y redondos. Precioso
atavío llevaba el caballo, que un hombre con
casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la
brida; después iba Mister Kendall, en
traje de oficio, mostrando sus
musculosos brazos en otro
caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la
bellísima criatura, que sonreía
tristemente; en seguida el mono, m uy
engalanado, caballero en un asno
pequeño, y luego "Confitito", rodeado de
muchedumbre de chiquillos que
palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.
En la esquina se detuvieron y
"Confitito" entonó al son de la música esta copla: Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal
y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real...
Una algazara estruendosa coreó
las últimas palabras del payaso.
Agitó éste
su cónico sombrero, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la
plazoleta hacia los rieles del
ferrocarril para encaminarse al pueblo.
Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente,
en tanto que la caravana multicolor y
sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.
IV
Mis hermanos apenas comieron. No
veíamos la hora de llegar al circo.
Vestímonos todos, y listos, nos
despedimos de mamá. Mi padre llevaba su
"Carlos Alberto".
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y
llegamos al cochecito, que agitaba su
campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las
mulas halaron.
Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una
estrecha calle. Un grupo de
gentes se estacionaban en la puerta que
iluminaban dos grandes aparatos
de bencina de cinco luces.
A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos,
donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa y
blanca chicha de maní, la amarilla de
garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga
ocultaban la carne; los platos con cebollas
picadas en vin agre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, la "causa", sobre cuya
blanda masa reposaban graciosamente el rojo
de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los
repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vende doras...
Entramos por un estrecho
callejoncito de adobes, pasamos un espacio
pequeño donde charlaban gentes, y
al fondo, en un inmenso corralón,
levantábase la carpa. Una gran
carpa, de la que salían gritos, llamadas,
piteos, risas. Nos instalamos.
Sonó un a campanada.
–
¡Segunda! – gritaron todos,
aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La
escalonada muchedumbre formaba un gran
círculo, y delante de los bajos
escalones, separada por un zócalo de lona, la
platea, y entre ésta y los palcos
que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde
iban a realizarse las maravillas de aquella
noche.
Sonó largamente otro
campanillazo..– ¡Tercera! ¡Bravo! ¡Bravo!
La música comenzó con el
programa: Obertura por la banda.
Presentación de la compañía.
Salieron los artistas en doble fila.
Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes
con una actitud uniforme, graciosa y
peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo,
musculoso, con sus negros, espesos y
retorcidos bigotes. ¡Qué bien
peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó
un pañuelo de un bolsillo secreto
en el pecho, colgóse, giró retorcido
vertiginosamente, paróse en la
barra, pendió de corvas, de vientre;
hizo
rehiletes y, por fin, dio un gran
salto mortal y cayó en la alfombra, en el
centro del circo. Gran
aclamación. Agradeció. Después todos los números del
programa. Pasó Miss Blutner
corriendo en su caballo; contó éste con la pata
desde uno hasta diez; a una
pregunta que le hizo su ama de si dos y dos
eran cinco, contestó
negativamente con la cabeza, en convencido ademán.
Salió Míster Glandys con su oso;
bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó
el mono, se golpeó varias veces
el payaso y, por fin, el público exclamó al
terminar el segundo entreacto: – ¡El
vuelo de los cóndores!
V
Un estremecimiento recorrió todos
mis nervios. Dos hombres de casaca
roja pusieron en el circo, uno
frente a otro, unos estrados altos, altísimos,
que llegaban hasta tocar la
carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo
de ésta oscilaban. Sonó la
tercera campanada y apareció entre los artistas
Miss Orquídea, con su apacible
sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente,
col góse de una cuerda y la ascendieron
al estrado.
Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un
alero breve.
La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio,
que pendiendo del centro le acercaban
con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, a travesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba,
debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el
estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el
trapecio opuesto, y en el suyo la niña se
lanzó mientras el bombo – detenida
la música – producía un ruido siniestro y
monótono. ¡Qué miedo, qué
dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo
porque aquella niña rubia y
triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil
la contemplaba,
y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó
segura de su triunfo, el público la
aclamó con vehemencia. La aclamó mucho.
La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas
pruebas difíciles en la alfombra, se
curvó, su c uerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba como un extraño monstruo, el cabello
despeinado, el color encendido. El público
aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La
prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre
niña obedeció al hombre adusto casi
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inconscientemente. Subió. Se
dieron las voces. El público enmudeció, el
silencio se hizo en el circo y yo
hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque
saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se
lanzó...
¿Qué le pasó a la pobre niña?
Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito
profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre
la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe
fue sordo.
La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo,
perdida en brazos de esos hombres y en
medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo
y triste, oyendo los comentarios,
no sé qué cosas pensaba contra esa gente.
Por primera vez comprendí
entonces que había hombres muy malos...
VI
Pasaron algunos días. Yo
recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto,
sonriente, pálida; la veía después
caída, escupiendo sangre en el
pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía
funcionando. Mi padre no quiso
que fuéramos más. Pero ya no daban el
Vuelo de los
Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del
público haciendo palpable la
ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había
vuelto de la escuela, y jugaba en el
jardín con mi hermana, oímos
música. – ¡El convite! ¡Los
vol atineros!... Salimos en
carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?...
¡Con qué ansias vi acercarse el
desfile! Pasó el bombo sordo con sus
golpes definitivos, los músicos
con sus bronces ensortijados, los platillos
estridentes, los acróbatas, y,
después, el caballo de Miss Orquídea, solo, con
un listón negro en la cabeza...
Luego el resto de la farándula, el mono
impasible haciendo sus eternas
muecas sin sentido...
¿Dónde estaba Miss Orquídea?...
No quise ver más; entré en mi
cuarto y por primera vez, sin saber
por qué, lloré a escondidas la ausencia de la
pobrecita artista.
VII
Algunos días más tarde, al ir,
después del almuerzo, a la escuela, por la
orilla del mar, al pie de las
casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas
mojan las olas a ratos, salpicando
las terrazas de madera, sentéme a
descansar, contemplando el mar
tranquilo y el muelle, que a la izquierda
quedaba. Volví la cara al oír
unas palabras en la terraza que tenía a mi
espalda y vi algo que me
inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada,
sentada, mirando desde allí el
mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una
manta verde, inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La
niña levantó hacia mí los ojos y me
miró dulcemente. ¡Cuán enferma
debía de es tar! Seguí a la escuela y por la
tarde volví a pasar por la casa.
Allí estaba la enfermita, sola. La miré
cariñosamente desde la orilla;
esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah quién
pudiera ir a su lado a
consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así du rante
ocho días. Éramos como amigos. Yo
me acercaba a la baranda de la terraza,
pero no hablábamos. Siempre nos
sonreíamos mudos y yo estaba mucho
tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la
casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces
tuve una sospecha: había oído
decir que el circo se iba pronto.
Aquel día salía vapor. Eran las once, crucé la calle y
atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle
vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba.
Me encaminé a la punta del muelle
y espe éspere en el embarcadero.
Pronto llegaron los artistas en medio de gran
cantidad de pueblo y de granujas que rodeaban
al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo,
tosiendo, la bella criatura. Metíme e ntre
las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente
conmigo y me dijo al pasar junto a mí: –
Adiós...
– Adiós...
Mis ojos la vieron bajar en
brazos de Kendall al botecillo inestable; la
vieron alejarse de los mohosos
barrotes del muelle; y ella me miraba triste
con los ojos húmedos; sacó su
pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba
con la mano, y así se fue
esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo
como una ala rota, como una
paloma agonizante, y por fin, no se vio más
que el bote pequeño que se perdía
tras el vapor...
Volví a mi casa, y a las cinco,
cuando salí de la escuela, sentado en la
terraza de la casa vacía, en el
mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi
perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que
manchaba con su
cabellera de humo el cielo
sangriento del crepúsculo.
(Ica, 1888 - Ayacucho, 1919) Narrador peruano que encarnó el tránsito definitivo del modernismo a las vanguardias y que es considerado, junto con los poetas José María Eguren y César Vallejo, uno de los forjadores de la literatura peruana contemporánea.
Con afecto,
Rubén