Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Calixto Garmendia
Ciro Alegría Bazán
Déjame contarte -le pidió un hombre llamado
Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo, levantando la cara-. Todos estos
días, anoche, esta mañana, aun esta tarde he recordado mucho... hay momentos en
que a uno se le agolpa la vida… Además, debes aprender. La vida corta o larga,
no es de uno solamente.
Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo.
La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a
ratos las manos encallecidas.
Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi
padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era
todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los
niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre
tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con
la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de
carpintería: que el cabo de una lampa o una hacha, que una mesita, en fin.
Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear
el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida
y la carpintería teníamos bastante, considerando nuestra pobreza.
A causa de tener algo y también por su carácter,
mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el
corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el Alcalde. "Buenos días,
señor", decía mi padre y se acabó. Pasaba el Subprefecto. "Buenos
días, señor, y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. "Buenos
días, Alférez", y nada más. Pasaba el Juez y lo mismo. Así, era mi padre
con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o los pidiese o
les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les
disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea
indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada
llegaban. “Don Calixto, encabécenos para hacer este reclamo”. Mi padre se
llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía
a la cabeza de la gente que daba vivas y metía harta bulla para hacer el
reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los reclamadores y
otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía
ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las
autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían
echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi
padre.Y no lo dejaban tranquilo. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le
pudiera pasar. Había hecho un sillón grande que ponía en el corredor. Ahí solía
sentarse por las tardes a conversar con los amigos. "Lo que necesitamos es
Justicia", decía. "El día que el Perú tenga justicia, será grande”.
No dudaba de que la habría Y se torcía los mostachos con satisfacción
predicando: "No podemos consentir abusos".
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el
panteón del pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían
del campo. Entonces las autoridades, echaron mano
de nuestro terrenito para panteón. Mi, padre
protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban
hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi
padre estaba ya cercado, pusieron, gendarmes y comenzó el entierro de muertos.
Quedaron, a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos
años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en
este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo, de
reclamadores. Un día, después de discutir con el Alcalde, mi viejo se puso a
afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le
veía en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada
sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se
contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si
hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su
derecho. Comenzó, escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir
que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos
soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al
final: “A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano". El caso
fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia.
Silencio. Otra al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo
Presidente de la República. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos
de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una
vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por
la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina de
despacho hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba.
“¿Carta para Calixto Garmendia?", preguntaba mi padre. El interventor, que
era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de
la G, las iba viendo y al final decía: "Nada, amigo". Mi padre salía
comentando que la próxima vez habría carta. Con los años afirmaba que al menos
los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los
periódicos creen que asuntos como ésos carecen de interés general. Esto, en el
caso de que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades callen
cuanto pueden perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y
estar yéndose por las alturas, varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte
del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron
preso los gendarmes, mandados por el Subprefecto en persona, y estuvo dos días
en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad
municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del
Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí, debiera
estar la plata: "No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate Garmendia. Con
el tiempo se te pagará”. Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron
diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en
afilar la cuchilla y el formón. "Es triste tener que hablar así -dijo una
vez-, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía". El
dinerito que mi madre había ahorrado estaba en una ollita escondida en el
terrado de la casa, se fue en cartas y papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi padre se
cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que le dolía era
el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no
tenía dinero para eso.
Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre
y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo podía
valerse? El terrenito seguía de panteón recibiendo
muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero
cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: "Algo mío han enterrado
también ahí! ¡Crea usted en la justicia!". Siempre se había ocupado de que
les hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido tener ni para
él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre
despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi
padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas me
puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario,
casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras
duraban. Mesas y sillas nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en
cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus
muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa
entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando
nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo del cajón, mi padre se
ponía contento.
Se alegraba de tener trabajo y también de ver
irse al hoyo a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así,
no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a
la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del. finado rezando unos
cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a
la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse
luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían
así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos
modos, el muerto se iba podrir lo mismo bajo tierra, pero aún para eso hay
gustos.
Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa
y en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las
otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el
mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de
música y la gente hablaba de progreso. En mi casa, hubo ropa nueva para todos.
Mi padre me dio para que la gastara en lo que quisiera, así, en lo que
quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles.
Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras
cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo
gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una
noche se dejó correr entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante
no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles fue de pobre que era.
En la carpintería las cosas siguieron como
antes. A veces hacíamos un baúl o una mesita o dos o tres sillas en un mes.
Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto
yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita Y le quedaba muy vistosa.
Después ya no le importó Y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta
que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era el plato fuerte.
Cobrábamos generalmente diez soles. Dele otra vez a alegrarse mi padre, que
solía decir: “¡se fregó otro bandido, diez soles!” y a trabajar duro él y yo, y
a rezar mi madre y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa
todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida
estuviera mezclada tanto la muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches,
a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas
piedras bastante grandes a los bolsillos, sacaba los zapatos para no hacer
bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del Alcalde. Tiraba las piedras
rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las
tejas. Luego volvía a la carrera y ya dentro de
la casa, a oscuras, pues no encendía la luz para evitar sospechas, se reía, se
reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal, A ratos era tan humana,
tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos
cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del Alcalde solían vigilar.
Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de
las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a
romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de las
casas del Juez, del Subprefecto, del Alférez de gendarmes, del Síndico de
Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si
querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en
ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se
había vuelto un artista le la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el
pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaban,
subían con tejas nuevas a reemplazar a las rotas. Si llovía, era mejor para mi
padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el Alcalde, para que el
agua la dañara o al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que
les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era
poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él
pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo.
El Alcalde murió de un momento a otro. Unos
decían que de atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le
daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que le hiciera el cajón y me
llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había
que verle la cara a mi padre contemplando el muerto. El parecía la muerte.
Cobró cincuenta soles, adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el
precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo
era y además gordo, lo cual demostraba que el Alcalde comió bien. Hicimos el
cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el
corredor cuando metían el cajón al hoyo y decía: "Come la tierra que me
quitaste, condenado; come, come". Y reía con esa su risa horrible. En
adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que
esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su
vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando
a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran
derrumbado así a mi padre. Antes que lo despojaran, su vida era amar a su mujer
y su hijo, servir a amigos y defender a quien lo necesitaba. Quería a su
patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.
Mi madre le dio esperanza con el nuevo Alcalde. Fue como si mi
padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo Alcalde le dijo también que
no había plata para pagarle. Además que abusó cobrando cincuenta soles por un
cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Como se lo quisiera tomar,
esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacia años que las gentes, sabiendo a
mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que les
defendiera. Con ese motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo Alcalde,
se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando
salió le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al Alcalde,
que le lloraran ambos Y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso
nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido
justicia!” Al poco tiempo mi padre murió.
El Autor.
Ciro Alegría
(1909-1967) Nació el 4 de noviembre de
1909 en Quilca-Humachuco.
Pasa su niñez en la hacienda de Marcabal Grande, junto al río Marañón.
Cursó estudios en el colegio nacional de San Juan de Trujillo y más tarde Filosofía y Letras en la universidad de esta ciudad.
Militante del partido Aprista, esta actividad política le supone primero la cárcel y después el destierro en Chile.
En 1941 gana el Premio de Literatura hispanoamericana convocado por una editorial de Nueva York con su novela "El mundo es ancho y ajeno". Abandona Chile y se traslada a Estados Unidos. Más tarde residirá en Puerto Rico y Cuba.
Es autor además de dos libros de cuentos: "La leyenda del nogal" (1940) y "Duelo de caballeros" (1965). Sus novelas: "La serpiente de oro" (1935), "Los perros hambrientos" (1939) y "El mundo es ancho y ajeno" (1941), su obra maestra. En 1963 se publica su última obra Duelo de caballeros. Otros relatos: "La ofrenda de piedra" (1978), "El sol de los jaguares" (1979), "Siete cuentos quirománticos" (1980). Perteneciente a la llamada corriente indigenista.
En Chile se casó con su tía segunda, Rosalía Amézquita Alegría, con la que tuvo dos hijos. Después se desposó con puertorriqueña, Ligia Marchand y finalmente con la poetisa cubana Dora Varona con la que tuvo cuatro hijos.
Ciro Alegría falleció en Chaclacayo el 13 de febrero de 1967 en Chosica a causa de un infarto cardíaco.
Pasa su niñez en la hacienda de Marcabal Grande, junto al río Marañón.
Cursó estudios en el colegio nacional de San Juan de Trujillo y más tarde Filosofía y Letras en la universidad de esta ciudad.
Militante del partido Aprista, esta actividad política le supone primero la cárcel y después el destierro en Chile.
En 1941 gana el Premio de Literatura hispanoamericana convocado por una editorial de Nueva York con su novela "El mundo es ancho y ajeno". Abandona Chile y se traslada a Estados Unidos. Más tarde residirá en Puerto Rico y Cuba.
Es autor además de dos libros de cuentos: "La leyenda del nogal" (1940) y "Duelo de caballeros" (1965). Sus novelas: "La serpiente de oro" (1935), "Los perros hambrientos" (1939) y "El mundo es ancho y ajeno" (1941), su obra maestra. En 1963 se publica su última obra Duelo de caballeros. Otros relatos: "La ofrenda de piedra" (1978), "El sol de los jaguares" (1979), "Siete cuentos quirománticos" (1980). Perteneciente a la llamada corriente indigenista.
En Chile se casó con su tía segunda, Rosalía Amézquita Alegría, con la que tuvo dos hijos. Después se desposó con puertorriqueña, Ligia Marchand y finalmente con la poetisa cubana Dora Varona con la que tuvo cuatro hijos.
Ciro Alegría falleció en Chaclacayo el 13 de febrero de 1967 en Chosica a causa de un infarto cardíaco.
Con
afecto,
Rubén
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