Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
El caballero Carmelo
Abraham Valdelomar
I
Un
día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer,
desde
la
reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso,
pañuelo al
cuello
que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra, y
henchida
alforja, que picaba espuelas en
dirección a la casa. Reconocímosle.
Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos
atropelladamente gritando:
-¡Roberto!
¡Roberto!
Entró
el viajero al empedrado patio donde el Florbo y la campanilla enredábanse en
las
columnas
como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros.
¡Cómo se
regocijaba
mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado.
Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de
nosotros;
fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado
durante
su ausencia y llegó al jardín:
-¿Y
la higuerilla? - dijo: Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara
él mismo antes de partir.
Reímos
todos: -¡Bajo la Higuerilla estás! ... El árbol había crecido y se mecía
armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le
rozaban la cara y luego volvimos al comedor.
Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a u no, los objetos
que traía y los iba entregando a cada
uno de nosotros.
¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos
por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos,
nueces, maní y almendras; frijoles colados en sus redondas calabacitas, pintadas
encima con un rectángulo del propio dulce,
que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves,
esponjosos, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la
feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores
blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio,
y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para
mamá.. para Rosa.. para Jesús..para Héctor.. -¿Y para papá? -
le
interrogamos, cuando terminó:
-Nada.
-¿Cómo? ¿Nada para papá? Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-!El
"Carmelo"! A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo,
que libre, estiró sus cansados
miembros,
agitó las alas y cantó estentóreamente:
¡Cocorocóooo!...
-¡Para
papá! -dijo mi hermano.
Así
entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien
acaeciera
historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una
sombra
alada y triste: el Caballero Carmelo.
II
Amanecía,
en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor
del
alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el
comedor,
preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a
la
criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto
del gallo
que
era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del
mar, el
frescor
de la ma ma mañana la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a
nosotros,
nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de
dormir;
vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz
del
panadero.
Llegaba és te a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía
muchos
años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el
pan
calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos
"capachos" de cuero,
repletos
de toda clase de pan: hogazas, pan
francés, pan de mantecado, rosquillas...
Madre
escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto.
Marchábase
el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor,
cubierta
de hule brillante
,
íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas
de
apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde
los
animales
nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y
entre
ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo
alrededor
nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras
piernas;
piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos con su largas
orejas,
sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; Ios patitos, recién
"sacados",
amarillos como la yema de huevo, trepaba en un panto de agua, cantaba,
desde
su rincón, entrabado, el Carmelo; y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y
antipático,
hacía por deñarnos , mientras los patos,
balanceándose como dueñas gordas
hacían,
por lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante..
Aquel
día, mientras contemplábamos a los
discretos animales, escapó se del corral el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos
jóvenes de diez y siete aros, flacos y golosos.
Pero el Pelado a más de eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día,
mientras
la paz era en el corral y los otros comían el modesto grano, él, en pos de
mejores
viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de
nuestra
limitada vajilla.En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo
sus
fechorías, dijo pausadamente: -Nos lo comeremos el domingo...
Defendiólo
mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor , suplicante y lloroso. Dijo que
era
un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el
Carmelo
todos
miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que
mantenía
la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo
no matan - decía en su defensa del gallo - a los patos que no hacen más que
ensuciar
el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo
lo
enloda
y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte. ..?Se
adujo
razones.
El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto,
cuyos
cuernos
apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo.
El
puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño, y las palomas, con sus
alas
de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja,
hacían
sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus
polluelos.
El pobre Pelado estaba condenado. Mis
hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía
un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia.
Viendo
ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la
sandia
inclinó
la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, un
sollozo
se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al
muchacho,
lo besó en la frente, y le dijo: -No llores; no nos lo comeremos...
III
Quien
sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la
Estación
y
torna por la calle del Castillo que hacia el sur se alarga, encuentra, al
terminar una
plazuela,
donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las
malvas silvestres. Al lado del poniente, en
vez
de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes
al
besar
la húmeda orilla.
Termina
en ella el puerto y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y arenoso
camino,
ten
teniendo
a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora
infecunda,
pero
escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya
entrada
vigilan,
de trecho en trecho, corno centinelas, una que otra palmera desmedrada
,
alguna
higuera
nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles.
Ondea en el terreno la "hierba del alacrán", verde y
jugoda al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como la sangre de buey.
En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en
pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos
al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo
el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina,
San
Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas
entre
la
rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí las palmeras se multiplican y la
higueras dan
sombra
a los hogares tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen
Dios,
o que su maldición hubiera caducado -que
bastante castigo recibió la que sostuvo
en
sus ramas al traidor - y todas sus flores dan fruto que al madurar revientan.
En
tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil
carIa y
estera
l eve , junto a las palmeras que a la
puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme a
la puerta el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos
brazos que descansan, entre los cuales yace
con su muda y simbólica majestad el timón grácil, la cabeza que
"achica" el agua del mar afuera y las sogas retorcidas como
serpientes que duermen.
Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la
pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.
En
las horas de medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la
nave
teje
la red el pescador abuelo; sus toscos dedos anudan el lino que ha de enredar al
sorprendido
pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que las vísperas trajo la nave;
saltan
al sol, como chispas, las escamas, y el perro husmea en los despojos.
Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de
ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la
orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule el remo, la moza fresca y ágil saca agua
del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren
la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto
al bote duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa
Caliente
y por la tibia emanación de la arena, su dulce suerlo de justo, con el pantalón
corto,
las musculosas pantorillas cruzadas en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense,
como escamas, las diminutas uñas, la cara tostada por el aire y el sol, la boca
entreabierta
que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se
levanta
rítmicamente, con el ritmo de la vida, el más armonioso que Dios ha puesto
sobre
el mundo.
Por
las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz en
aquella aldea,
cuyos
habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras.
Iglesia ni cura habían, en mi tiempo, las gentes de San
Andrés. Los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos
cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas
gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa,
descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como
en la edad Feliz del inca, atravesaban
en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen
Pachacamac, con la ofrenda en la
alforja, la pregunta en la memoria y la Fe en el sencillo espíritu.
Jamás
riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido
besaron
siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires,
era
entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos.
De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos,
en cuyos miembros
la
piel hacía gruesas arrugas; aires
marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que
aprendían a lanzarse al mar ya manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas
les enserIaban a domer ar la marina na furia.
Maltones,
musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de
Pisco
unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas
centenarias del hogar paterno veían des envolverse,
impasibles,
las horas - filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos
desde
la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca - y al crepúsculo de cada
día,
lloraban,
pero, hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban
pasar
la vida llenas de experiencia, sin Fe, lamentándose siempre del perenne mal,
pero
inactivas,
inmóviles, infecundas, y solas.
IV
Esbelto,
magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo,
caballeroso,
justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color,
ojos
vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo.
La
cola hacía un arco de plumas tornasoles,
su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas
musulmanas y agudas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero
medioeval.
Una
tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia.
Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés
el 28 de julio.
No había podido evitarlo.
Le
habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no
era un
gallo
de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas y aceptó.
Dentro de un mes toparía el Carmelo con el Ajiseco de
otro aficionado, famoso gallo vencedor, como
el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y
a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un
gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él
envejecido
mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear? ...
Llegó
el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis
días
seguidos
a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de
julio,
por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó una
media
luna
de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado.
El hombre
la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre.
A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al
gallo que el hombre cargó en sus brazos como
a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.
-¡Qué
crueldad! -dijo mi madre. Lloraban mis
hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir: -Oye,
anda junto con él... Cuídalo... iPobrecito!...
Llevóse
la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de correr
unas
cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos
a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse sobre
las
casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jug ada de gallos a
la
que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos,
a cuya
entrada
había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de los cuales pendían alegres
quitasueños
de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pes cado fresco asado en
brasas
y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y
endomingado
con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de
horizontales
franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y pañuelos
anudados
al cuello.
Nos
encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera daba acceso al circo,
bajo sus
ramas
enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló.
Al frente estaba el juez ya su derecha el dueño del paladín
Ajiseco.
Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta.
Salieron
por lugares opuestos dos hombres, llevando cada
uno
un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas,
miráronse
los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó.
Colérico
respondió el otro echándose al medio circo; miráronse fijamente; alargaron los
cuellos,
erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron,
gritos
de muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos.
Su cabecita
afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
-
¡Ha
enterrado el pico, señores!
Batió
las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos
sangrando,
fueron
sacados del ruedo. La primera jornada había ter minado.
Ahora entraba el nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor de
expectación vibró en el circo:
-¡EI
Ajiseco y el Carmelo!
-¡Cien
soles de apuesta!...
Sonó
la campanilla del juez y yo empecé a temblar. En medio de la expectación
general,
salieron
los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron
a
los rivales. Nuestro Carmelo aliado del otro era un gallo viejo y achacoso;
todos
apostaban
al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir.
No faltó aficionado que anunc iara el triunfo del Carmelo,
pero la mayoría de las apuestas favorecía
al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que
en verdad no parecía un gallo fino de distinguida
sangre y a lcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como
dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos
de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos,
tocándose los picos sin perder t erreno.
El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular
batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase
él con todos los aires de un experto luchador, acostumbra do a las artes
azarosas
de
la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a
su
adversario
- que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y necio, todo quería
hacerlo
a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo:
Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo.
Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor
del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado.
En
su nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con
tal
furia
que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e
indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante... -¡Bravo!
¡Bravo
el Ajiseco! - gritaron sus parti darios, creyendo ganada la prueba.
Pero
el juez, atento a todos los detalles de
la lucha y con acuerdo de cánones dijo:
-¡Todavía
no ha enterrado el pico, señores!
En
efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a
él,
sin
ha cerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje
de los
gallos
de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido,
acometió de
frente
y definitivo sobre su rival, con un estocada que lo dejó muerto en el sitio.
Fue entonces
cuando el Carmelo que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba
ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el
triunfo, y, como esa era la jugada más interesante,
se retiraron del circo, mientras resonaba un grito de entusiasta:
-¡Viva
el Carmelo!
Yo
y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla
del
mar
el pesado camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que
desfall
ecía .
V
Dos
días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo
le
dábamos
maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni
incorporarse.
Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del
colegio,
cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos
hizo
llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el
pico rojos granos de granada.
De
pronto
el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba
entró
la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó
débilmente
las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y
cantó.
Retroced ió unos pasos, inclinó el tornasolado
cuello sobre el
pecho,
tembló, desplomóse, y estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos,
mirándonos
amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos
a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la
comida
aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta del
lamparín
todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de
las
sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así
pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra
niñez:
El
Caballero Carmelo. flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos
de
sangre
y raza, cuyo prestigio unánime fue orgullo, por muchos años, de todo el verde y
fecundo
valle de Caucato.
El
Autor.
(Ica, 1888 - Ayacucho, 1919) Narrador peruano
que encarnó el tránsito definitivo del modernismo a las vanguardias y que es
considerado, junto con los poetas José María Eguren y César Vallejo, uno
de los forjadores de la literatura peruana contemporánea.
Con afecto,
Rubén
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