La enemiga
[Cuento - Texto completo.]
Virgilio Díaz Grullón
Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera
muñeca en una caja grande de cartón envuelta en papel de muchos colores y atada
con una cinta roja, aunque yo estaba entonces muy lejos de imaginar cuánto iba
a cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.
Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y mi
hermana Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el
verano, como, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más gruesa
de la mata de jobo, la cacería de mariposas, la organización de nuestra
colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa, sin
contar las idas al cine en las tardes de
domingo. Nuestro vecinito de enfrente se había ido ya con su familia a pasar
las vacaciones en la playa y esto me dejaba a Esther para mí solo durante todo
el verano.
Esther cumplía seis años el día en que papá llegó a
casa con el regalo. Mi hermana estaba excitadísima mientras desataba
nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima de su
hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel adefesio
ridículo vestido con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte de
las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco y
en el centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odié desde
el primer momento.
Cuando Esther sacó la muñeca de la caja vi que sus
ojos, provistos de negras y gruesas pestañas que parecían humanas, se abrían o
cerraban según se la inclinara hacia atrás o hacia adelante y que aquella
idiotez se producía al mismo tiempo que un tenue vagido que parecía salir de su
vientre invisible.
Mi hermana recibió su regalo con un entusiasmo
exagerado. Brincó de alegría al comprobar el contenido del paquete y cuando
terminó de desempacarlo tomó la muñeca en brazos y salió corriendo hacia el
patio. Yo no la seguí y pasé el resto del día deambulando por la casa sin hacer
nada en especial.
Esther comió y cenó aquel día con la muñeca en el
regazo y se fue con ella a la cama sin acordarse de que habíamos convenido en
clasificar esa noche los sellos africanos que habíamos canjeado la víspera por
los que teníamos repetidos de América del Sur.
Nada cambió durante los días siguientes. Esther se
concentró en su nuevo juguete en forma tan absorbente que apenas nos veíamos en
las horas de comida. Yo estaba realmente preocupado, y con razón, en vista de
las ilusiones que me había forjado de tenerla a mi disposición durante las
vacaciones. No podía construir el refugio sin su ayuda y me era imposible
ocuparme yo solo de la caza de mariposas y de la clasificación de los sellos,
aparte de que me aburría mortalmente tirar hacia arriba la pelota de béisbol y
apararla yo mismo.
Al cuarto día de la llegada de la muñeca ya estaba
convencido de que tenía que hacer algo para retornar las cosas a la normalidad
que su presencia había interrumpido; dos días después sabía exactamente qué.
Esa misma noche, cuando todos dormían en la casa, entre de puntillas en la
habitación de Esther y tomé la muñeca de su lado sin despertar a mi hermana a
pesar del triste vagido que produjo al moverla. Pasé sin hacer ruido al cuarto
donde papá guarda su caja de herramientas y cogí el cuchillo de monte y el más
pesado de los martillos y, todavía de puntillas, tomé una toalla del cuarto de
baño y me fui al fondo del patio, junto al pozo muerto que ya nadie usa. Puse
la toalla abierta sobre la yerba, coloqué en ella la muñeca —que cerró los ojos
como si presintiera el peligro— y de tres violentos martillazos le pulvericé la
cabeza.
Luego desarticulé con el cuchillo las cuatro
extremidades y, después de sobreponerme al susto que me dio oír el vagido por
última vez, descuarticé el torso, los brazos y las piernas convirtiéndolos en
un montón de piececitas menudas. Entonces enrollé la toalla envolviendo los
despojos y tiré el bulto completo por el negro agujero del pozo. Tan pronto
regresé a mi cama me dormí profundamente por primera vez en mucho tiempo.
Los tres días siguientes fueron de duelo para Esther.
Lloraba sin consuelo y me rehuía continuamente. Pero a
pesar de sus lágrimas y de sus reclamos insistentes no pudo convencer a mis
padres de que le habían robado la muñeca mientras dormía y ellos persistieron
en su creencia de que la había dejado por descuido en el patio la noche
anterior a su desaparición. En esos días mi hermana me miraba con un atisbo de
desconfianza en los ojos pero nunca me acusó abiertamente de nada.
Después las aguas volvieron a su nivel y Esther no
mencionó más la muñeca. El resto de las vacaciones fue transcurriendo
plácidamente y ya a mediados del verano habíamos terminado el refugio y allí
pasábamos muchas horas del día pegando nuestros sellos en el álbum y
organizando la colección de mariposas.
Fue hacia fines del verano cuando llegó la segunda
muñeca. Esta vez fue mamá quien la trajo y no vino dentro de una caja de
cartón, como la otra, sino envuelta en una frazada color de rosa. Esther y yo
presenciamos cómo mamá la colocaba con mucho cuidado en su propia cama
hablándole con voz suave, como si ella pudiese oírla. En ese momento, mirando
de reojo a Esther, descubrí en su actitud un sospechoso interés por el nuevo
juguete que me ha convencido de que debo librarme también de este otro estorbo
antes de que me arruine el final de las vacaciones. A pesar de que adivino esta
vez una secreta complicidad entre mamá y Esther para proteger la segunda
muñeca, no me siento pesimista: ambas se duermen profundamente por las noches,
la caja de herramientas de papi está en el mismo lugar y, después de todo, yo
ya tengo experiencia en la solución del problema.
FIN
Con afecto,
Ruben
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