A través del muro
[Minicuento - Texto completo.]
Virgilio Díaz Grullón
Está tirado en el suelo, aplastado contra la negruzca
tierra ardiente. Apoya la barbilla en el vértice que forma su brazo izquierdo
doblado en ángulo. Con la mano derecha empuña, firmemente aún, el fusil que
descansa a su lado. Hace mucho tiempo que está allí, inmóvil, tenso, con los
ojos fijos en la estrecha abertura que forman más abajo dos rocas gemelas,
enormes y peladas. Sabe que si ellos vienen pasarían forzosamente a través de
aquella especie de pórtico natural que él está dispuesto a convertir en trampa
mortífera. Aunque le parece que ha transcurrido ya una eternidad desde el
último disparo, se aferra a esta posibilidad y esperará todavía algún tiempo
antes de abandonar este perfecto lugar de observación. Siente la boca ardida y
seca y la lengua, enorme, pesada y torpe, se revuelca contra las paredes del
paladar como un perro hidrófobo moribundo. (Tibia evocación de suaves aguas en
remanso y un niño —el mismo— zambullendo desnudo hasta el fondo cenagoso de una
laguna). La lengua se estruja ahora, dolorosamente, contra los dientes en busca
de un poco de saliva. La imagen del agua lo obsesiona. Piensa fijamente en un
sorbo de agua. Un sorbo tan solo. Mantenerlo avariciosamente en la boca y
moverlo de uno a otro lado del paladar y dejarlo descender después, sin
precipitación ninguna, y sentir su frescor y su dulzura bañarle la garganta.
(El filtro de loza blanca arrinconado en un lugar familiar del comedor hogareño.
La añorada cursilería de sus florecitas azules danzando acompasadamente frente
a sus ojos afiebrados). ¿Cuánto tiempo puede permanecer un hombre sin tomar
agua? ¿Dos, tres días? No recuerda bien. En la escuela aprendió algo de eso,
pero aquellos tiempos estaban tan lejanos… Además, no puede uno fiarse: también
le enseñaron que podía permanecerse durante tres minutos sin respirar y el
jamás soportó bajo el agua más de un minuto… Aunque tal vez ahora podría estar
mucho más. Sumergido en un río fresco, de suave corriente… Sentarse sobre las
piedras pulidas y sentir la caricia del agua rozarle amorosamente el costado…
Extender los brazos y dejarlos flotar desfallecidamente… O, con los dedos
juntos, agitar dentro del agua las manos y sentir la resistencia de la masa
líquida y vencerla lentamente.
La sensación de la realidad circundante le sacude
bruscamente, como un escalofrío: Ahora no estoy en el agua sino en la tierra.
Mi tierra. La que he venido a liberar… «Tenemos que limpiar nuestra tierra»,
había dicho el instructor en el lejano campo de adiestramiento, siguiendo su
costumbre de mezclar frases altisonantes con la instrucción militar. «Hay que
ir allá y limpiarle la cara sucia»… Bueno, aquí estoy yo tratando de hacerlo.
Sólo que ahora no puedo verlo de la misma manera que desde allá… No, no es lo
mismo. No se trata ahora de un paseo triunfal, ni de «la jornada gloriosa de
los héroes de la libertad», ni de cantar himnos ni discutir de política… Esto
es sentirse uno barrido, llevado y traído en el viento. Sin poder utilizar el
propio timón… Sin tener tiempo siquiera para pensar que debía haber un timón en
alguna parte. «Hay que limpiar la tierra», pero la única tierra de que ha
podido tener conciencia es el trozo minúsculo sobre el que se aplasta su propio
cuerpo con un salvaje anhelo de no ser visto. Y lo único que podría limpiar de
ella es la yerba rala que crece bajo sus miembros… Además, este no es el
momento de pensar en limpiar nada ni de arrancar la mala yerba. Este es el
momento de pensar en salvar la vida y escapar de esta trampa… ¡Dios mío, un
poco de agua! No debo pensar en el agua. El agua es lo de menos. La sed es un
estado mental. La sed es un estado mental. La sed es… El filtro de loza blanca
tenía una llavecita pequeña y el agua salía de ella tan lentamente que era
preciso inclinar el aparato para apresurar su caída. Una vez se le cayó el
filtro al suelo durante aquella maniobra. Se dio un susto tremendo pero no se
rompió y nadie se enteró siquiera… Tengo la boca seca. Tan seca que siento la
lengua agrietada y la garganta me duele al tragar… ¿Tragar qué? Tal vez aire,
porque lo que es saliva ya no tengo …Debería aliviarme tragar aire porque el
aire es fresco y eso es precisamente lo que necesito: refrescarme por dentro…
Debo tener fiebre. Siento el cuerpo ardiente. Si me pusiera el termómetro
marcaría 39 grados por lo menos… Pero, ¿quién piensa ahora en termómetros? Este
no es un problema a resolver con termómetros. Es algo mucho más serio este lío
en que me he metido… ¡Maldita sed! ¿Cuánto tiempo más podré resistir? ¿Cuánto
más?
La mujer, alta y huesuda, erguida frente al pilón de
madera, maja los granos de café recién tostados con movimientos rítmicos de los
brazos secos y fuertes. Manejado con destreza, el pesado mazo sube y cae
acompasadamente, golpeando sin cesar los granos oscuros apretujados en el fondo
del pilón. Por encima del ruido sordo, la mirada sin brillo de la mujer se
pierde en la llanura lejana, pasando a través de la puerta abierta del rancho,
anchándose cuando llega al campo raso y a la falda pelada de la loma donde se
quiebran los últimos rayos del sol de la tarde… Hace ya mucho tiempo que
machaca los granos. Un poco más y acabaría… Cuando vinieron los guardias, hace
ya más de dos horas, la encontraron en plena labor y, durante el registro, no
la suspendió ni un solo momento. Ni cuando le preguntaron si había visto pasar
unos hombres huyendo. Ni siquiera cuando el que más hablaba y parecía el jefe
se paró delante de ella, empuñando el mazo y deteniendo en seco sus
movimientos, le gritó: «Oiga, vieja del diantre, si usted esconde alguno de
esos bandidos la voy a cortar en dos con esta bayoneta». No le respondió ni una
palabra. Zafó la mano con un movimiento brusco y continuó su trabajo sin mirar
siquiera al hombre… Y Toño, como siempre, no estaba allí. Cada vez que pasaba
algo, Toño estaba afuera. Era como si adivinara cuando iba a haber líos. Así
fue con las calenturas del niño, que se le murió en los brazos mientras ella,
parada frente al rancho, miraba hacia el camino en espera de su hombre… Y
cuando el río subió, dos años atrás, y tuvo ella sola que sacar todos los
trastos del rancho y subirlos a la loma y pasar allá toda la noche porque el
agua cubrió por completo el llano, y Toño no se dejó ver sino cuando el agua ya
había vuelto al río… Siempre era ella quien tenía que resolver las cosas.
Suerte que no perdía nunca la cabeza. Lo que había que hacer lo hacía. Sin
pensarlo: solo dejando que algo que tenía adentro saliese afuera y obrase por
ella… Y ahora todo este nuevo lío. Primero los tiros detrás de la loma, y
después la guardia metiéndose en el rancho, revolviéndolo todo y preguntándole
por su marido… Y los ojos colorados del oficial amenazándola… No, Toño no
volvería ahora. Era inútil esperarlo. Algo debía haberse olido ya. Desde hacía
un tiempo vivía como espantado. Estaba metido en algo de lo que no hablaba.
Ella no le preguntaba nada, pero sospechaba de sus salidas por las noches y sus
reuniones con gente extraña de las que volvía hosco y callado, con un brillo
raro en los ojos… No, Toño no volvería por ahora. Llegaría al día siguiente,
cuando todo hubiera pasado. Traería cara de perro y vendría hablando pestes del
gobierno. Y era ella quien tendría que resolver los problemas, como siempre…
Se afinca sobre los codos, se arrastra un poco hacia
delante y, levantando con precaución el torso, recorre con la mirada las rocas
peladas que se extienden allá abajo, examinando atentamente los escasos
matorrales, asegurándose de que no hay peligro alguno. Es entonces cuando nota
por vez primera el rancho de tablas de palma, techado de yaguas, que se levanta
a la izquierda del claro. Clava fijamente los ojos en la destartalada
estructura y contiene la respiración. En algún lugar tras aquellas rústicas
paredes, sobre cualquier tosco soporte, despreciada tal vez, disminuida sin
duda su importancia suprema, una rojiza tinaja de agua fresca aguarda
indiferente con su gordo vientre henchido como un Buda… La prudencia le
abandona de repente. Se incorpora de un todo y corre velozmente hacia abajo, desprendiendo
a su paso las piedras del camino. A medias erguido, a medias rodando y
deslizándose, con el fusil maquinalmente empuñado, alcanza la llanura abierta y
se lanza a toda carrera hacia el rancho que se ofrece, impasible y gris, a su
muda desesperación.
Lo ha visto mientras se acerca corriendo a través del
claro, pero no interrumpe su labor. Todavía deja caer el mazo dos veces más
sobre el grano ya pulverizado después de oír las palabras entrecortadas del
hombre que se apoya desfallecidamente en el umbral: «Agua, doña… Por favor, un
poco de agua»… Sin que un solo músculo de su cara se mueva, habiendo apenas
posado un instante los ojos sobre la figura implorante, la mujer cruza
lentamente la estancia y, tomando el jarro de lata que pende de la pared
opuesta, lo llena en la tinaja y se lo ofrece al hombre, sin mirarlo aún
mientras este bebe con desesperada ansiedad. El mismo vuelve a llenar el jarro
y apura de nuevo su contenido de un tirón, hasta que se siente casi reventar
par dentro. Se seca, luego, la boca húmeda con el dorso de la mano y observa
entonces a la mujer, que ha vuelto junto al pilón y machaca de nuevo los
granos, indiferente por completo a su presencia. Vuelve ya a sentirse el mismo.
Es como si sólo ahora, luego de haber saciado su sed, adquiriese conciencia de
quién es y qué hace allí. Mira el fusil y se asombra de haberlo conservado. Le
parece que ha sido otro, no él, quien ha corrido como un loco por el llano
descubierto exponiéndose a los tiros… «Gracias, doña», dice con voz entrecortada.
Se siente absurdo, incongruente, allí parado, con el arma en la mano, frente a
aquella callada mujer que golpea sin cesar con el pesado mazo el fondo oculto
del pilón … «¿Puedo descansar aquí un momento…? Me estaré solo un rato, junto a
la puerta». No hay respuesta y se deja caer, deslizándose, por la áspera pared
hasta quedar sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda
recostada al fin contra algo sólido, seguro. El fusil, momentáneamente
olvidado, reposa a su lado. Quiere hablar, pero no encuentra las palabras. Sabe
que existen y que son términos sencillos, claros y precisos, pero no puede dar
con ellos. Sabe que ha de explicarle a aquella mujer quién es y a qué viene. Es
la primera persona que ha encontrado después del azaroso desembarco, porque a
los soldados ni siquiera los vio: sólo oyó sus voces en la noche,
entremezcladas con los disparos… Sí, debe hablarle, pero no puede hallar la
fórmula para pasar a través del muro que siente crecer entre ambos. Es absurdo,
piensa. Estoy a dos escasos metros de un campesino. «El noble fruto de la
tierra», habría dicho el instructor. Me ha dado agua. Me ha ofrecido un lugar
para descansar. Y, sin embargo, ella no sabe quién soy. Qué busco. Por qué
estoy aquí. ¿Podría yo explicárselo? ¿Podría decirle todo lo que llevo dentro
en una forma que entienda? ¿Para que me mire con otros ojos, más compasivos,
más humanos…? No, no podría. Nunca podré… Y siempre fue así. Jamás logré poner
en palabras inteligibles todo lo que, desde niño, se estremeció dentro de mí.
Esta rebeldía y este amor que me ha arrastrado siempre junto a los débiles, los
pobres, los de abajo quienes quiera que fuesen… Todo iba muy bien mientras
permanecía en el terreno de la elucubración general, de la teoría política más
o menos abstracta. ¡Qué difícil, en cambio, expresarla y dirigirla hacia un
objeto concreto! ¡Qué imposible me ha resultado siempre transmitir ese calor,
ese fuego interno, directamente a un ser humano! Y he aquí de nuevo la misma
historia: aquí está ella, al alcance de la mano, aguardando mansamente mis
palabras, con una resignación callada, inmersa en su infinito desamparo, en
espera inconsciente de una salvación oscuramente presentida. Y no soy capaz ni
siquiera de explicarle lo que represento. Por qué he vuelto a mi tierra.
Decirle todo lo que voy a hacer por ella y por todos los que son como ella…
¡Dios mío!, ¿dónde está el mal? ¿Es ella o soy yo el culpable de este muro
infranqueable? ¿He sido yo quien lo he levantado con estas mismas manos con que
pretendo curar las heridas del pueblo? ¿Es porque en realidad no sé nada de
ella por lo que se frustra todo intento de reciproca comunicación? Ignorancia
de sus verdaderos problemas. No de los que representa como símbolo, como mera
abstracción, sino de los que ella vive y padece cada día. Los que durante
siglos han ido absorbiéndole la sangre y los jugos del cuerpo… ¿Por qué me
siento tan y tan lejos de ti, hermana mía…?
Poco a poco sus ideas van tornándose más vagas: Este
maldito mazo golpeando sin cesar sobre el pilón eternamente, como el tic tac de
un reloj que no se detiene nunca… Y este cansancio infinito que se me va
metiendo en el cuerpo… No debo dormir ahora: sería una estúpida imprudencia…
¡Pero hace tanto tiempo que no duermo!… ¿Treintiséis horas? ¿Cuarenta y ocho…?
¿Qué será de los compañeros? ¿Habrán escapado algunos de la emboscada…?
«Reunirse bajo el puente», fue la consigna… Pero el puente estaba tan lejano…
Todo está tan lejano … Y el aire es aquí tan fresco… Y ese maldito mazo cayendo
y cayendo.
La gorra se desliza suavemente de su cabeza al
apoyarla, ya vencido por el sueño, en el quicio de la puerta. La mujer golpea
aún un poco más. Luego, sin abandonar el mazo, camina lentamente hasta el
cuerpo tendido. Se inclina sobre él y recoge la gorra de tela verde mientras
mira la frente que se ofrece rendida a sus pies. Al contemplarla tan
serenamente abandonada murmura quedamente para sí misma: «Pero si es un niño»…
Entonces, un impulso terrible, con raíces perdidas en la profundidad del
tiempo, le desorbita los ojos, le pone tensos los secos brazos nervudos, le
cierra ferozmente las manos de venas hinchadas en torno a la tosca madera del
mazo. Después, todo el horrendo conjunto se alza sobre la dulce frente
abandonada y luego desciende con furia increíble en el mismo instante en que,
súbita, cruel, ensordecedora y brutal, como si surgiese de todas partes al
unísono, de las paredes, de las ventanas, de la puerta, del piso, del techo, la
ráfaga atruena el rancho con su rugido infernal. El cuerpo inerte ha saltado cien
veces sobre si mismo y las suaves facciones, un momento antes distendidas por
el sueño, se transforman bajo sus ojos en un amasijo trágico de carne y sangre
y huesos triturados …
Un silencio profundo lo invade todo. De todas partes
han surgido guardias, como un enjambre de avispas amarillas, que se mueven en
todas direcciones y hablan entre si sin que ella las oiga. Dejando atrás todo,
sale lentamente del rancho y se para en el claro, con los brazos cruzados en el
pecho, impasible, en espera de su hombre, que nunca estaba en casa cuando había
que resolver un problema.
FIN
Crónicas
de Altocerro, 1966
Agradecemos a José Alcántara Almánzar su aportación de
este texto a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
Con afecto,
Ruben
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