domingo, 13 de octubre de 2024

Cuento: Ángel De Ocongate

 

Ángel De Ocongate



Cuento

Edgardo Rivera



Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004. Digitalizado por www.enprosayenverso.com

EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

ÁNGEL DE OCONGATE

© Edgardo Rivera Martínez

Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004.

Digitalizado por www.enprosayenverso.com

Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en

medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después

todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado

imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más

extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y reflexiona-.

Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo,

espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y

blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan absurdo. ¿Cómo no

habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban

a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de

sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá

danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te

llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y notaban el raro fulgor

de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por

considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás

por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y

comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra

donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las ancianas se

santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso

es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insania, y de mi

apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi

presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía

toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un

respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de

ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un

monosílabo se concluyó que también había perdido el uso de la palabra.

Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un

discurso que no se traduce ni en el más leve movimiento de los labios.

Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna

me impide toda forma de comunicación con los demás, y con mayor

razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen

de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en

beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs

que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien

esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a

mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales,

por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi

demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al

respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y

si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y olvidé

todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia?

Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi

rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí

mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba, y se afirmaba en

mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco

fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos

vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender

la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este

atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la

vista del lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era en vano así

mismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar

que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a

la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un

punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido

ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya, y ajeno a

juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un

principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos,

sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto

siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un

anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo

moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y

escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris,

y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy

lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de

Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás

una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.

Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el

azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al cabo de ese andar

sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo

que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un

quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria.

Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz,

en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de

su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en

marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario

abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al

atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados.

Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en

relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de

plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que

aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el

último fue donde golpeó la centella, y solo queda su silueta, e impresas

unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración

de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan?

¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de

alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me

detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo

una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no

sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin

término la soledad, el crepúsculo, el exilio…


(1982)



Con afecto,

Ruben

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++era Martínez

 

EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

ÁNGEL DE OCONGATE

© Edgardo Rivera Martínez

Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004.

Digitalizado por www.enprosayenverso.com

Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en

medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después

todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado

imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más

extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y reflexiona-.

Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo,

espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y

blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan absurdo. ¿Cómo no

habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban

a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de

sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá

danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te

llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y notaban el raro fulgor

de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por

considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás

por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y

comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra

donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las ancianas se

santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso

es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insania, y de mi

apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi

presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía

toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un

respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de

ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un

monosílabo se concluyó que también había perdido el uso de la palabra.

Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un

discurso que no se traduce ni en el más leve movimiento de los labios.

Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna

me impide toda forma de comunicación con los demás, y con mayor

razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen

de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en

beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs

que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien

esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a

mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales,

por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi

demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al

respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y

si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y olvidé

todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia?

Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi

rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí

mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba, y se afirmaba en

mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco

fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos

vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender

la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este

atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la

vista del lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era en vano así

mismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar

que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a

la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un

punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido

ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya, y ajeno a

juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un

principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos,

sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto

siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un

anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo

moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y

escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris,

y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy

lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de

Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás

una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.

Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el

azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al cabo de ese andar

sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo

que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un

quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria.

Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz,

en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de

su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en

marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario

abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al

atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados.

Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en

relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de

plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que

aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el

último fue donde golpeó la centella, y solo queda su silueta, e impresas

unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración

de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan?

¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de

alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me

detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo

una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no

sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin

término la soledad, el crepúsculo, el exilio…

(1982)

Con afecto,

Ruben

 

miércoles, 9 de octubre de 2024

Cuento : Mniobra subversiva

Mniobra subversiva



Cuento

Fernando Ampuero

 



Fuente: Revista Literaria Universidad Guadalajara Méjico

 

Es tanta la gente que cuenta historias y son tan pocas las personas que las escuchan, que lo lógico es que mu- chas acaben en el olvido. Los casuales oyentes, quizá por indiferencia o por menosprecio al cotorreo, suponen que les endilgan cualquier tontería. Y, bueno, probablemente no les falta razón. Sin embargo, algo sucede en la memoria de uno que otro oyente —de un oyente impresionable como yo, quiero decir—, donde el recuerdo de un detalle determina que las historias mantengan su inexplicable frescura. No me refiero a todas, desde luego; no soy Funes, el memorioso. Hablo sólo de esa clase de extrañas historias que, en definitiva, perduran como una inquietud.

 

Voy a referir ahora un cuento de mi amigo Enrique. De él suelo decir que es un hombre sencillo y campechano, sin afanes de hacerse el interesante o de querer perturbar a nadie; detesta llamar la atención. Pero esto último, para Enrique, no resulta fácil: el mundo ordinario en el que se mueve se declara a veces en rebeldía ante la normalidad. A mí, digamos, siempre me cuenta cosas raras y locas; o, por decir lo menos, curiosas. De cualquier modo, lo suyo no aporta grandes tragedias o catástrofes; nada de eso. Son más bien pequeñeces, cosas irrelevantes. Como, por ejemplo, la historia de aquel pasajero de una destartalada combi de provincia —uno de sus más antiguos cuentos—, a quien conoció un día mientras viajaba de Trujillo a Lima.

 

Enrique subió a esa combi porque el vehículo que conducía, su vieja ranchera pickup, empezó a humear y se plantó por una avería en el radiador. Decidió entonces empujarla hacia el carril auxiliar de la carretera y estacionarla; luego, en pos de un taller mecánico, trepó a la combi que lo llevaría a Casma, cerca de Huarmey.

 

El trayecto, según le informó el chofer, tomaba unos cincuenta minutos. La combi iba llena, pero encontró un sitio libre en la tercera fila, junto a un sujeto de barba y expresión pacífica. Se sentó en el lado del pasillo y estuvo veinte minutos en silencio, como la mayoría de pasajeros, dedicados a dormitar o contemplar el desierto.

 

Enrique, por contraste, lucía bastante despierto e inquieto. Fue en ese ánimo cuando su vecino de asiento se volvió hacia él y le habló con un tono de voz apagado.

 

—Tengo una pregunta que hacer —dijo—. ¿Cuánto tiempo cree usted que vive un pez fuera del agua? Mi amigo se sorprendió, pero supo moderar su reacción con una amable sonrisa.

 

—¡Qué pregunta!

 

—Es una pregunta simple —dijo el sujeto—. Todos los niños la formulan.

 

—No lo dudo —comentó Enrique—. Los niños siempre están haciendo ese tipo de preguntas.

 

—¡Y otras más interesantes! Yo sospecho que la mayoría de filósofos de la Antigüedad escuchaban con fervor las preguntas de los niños y, estimulados por éstas, mientras las contestaban, fueron forjando sus ideas filosóficas. Los niños son filósofos naturales… Pero, en fin, me gustaría que me responda…

 

—¿Qué?

 

—La pregunta que le hice… ¿Cuánto tiempo cree usted que vive un pez fuera del agua? Enrique soltó esta vez una risita.

 

—No lo sé —replicó—. Me imagino que el mismo tiempo que podría resistir un hombre dentro del agua…

 

Tres minutos, cuatro minutos… Desconozco el récord humano bajo el agua.

 

—¿Ésa es su respuesta?

 

—Sí —titubeó Enrique.

 

—Mire, le hago una apuesta… ¡Cinco soles! No es mucha plata, pero le pone emoción al asunto. Si usted gana, se acordará de esto para siempre; y si pierde, también se acordará. ¿Qué le parece?

 

Meneando la cabeza, Enrique se animó:

 

—La acepto —dijo—. Aunque no me imagino cómo podría probarlo en este momento.

 

—Podré probarlo ahora mismo.

 

—¿Ah, sí? A ver, diga: ¿cuánto tiempo vive un pez fuera del agua?

 

—Una hora, más o menos.

 

—¡Imposible! —gruñó Enrique sacudiendo la cabeza—. No le creo… Pero me intriga qué prueba va a presentar…

 

—La más convincente de las pruebas —enfatizó el sujeto—. Míreme bien.

 

—Lo estoy viendo.

 

Con estudiada parsimonia, el sujeto introdujo una mano en el bolsillo interior de su casaca y la volvió a sacar aferrando un pez.

 

—Este pez es la prueba… ¡Tóquelo!… ¡Sienta cómo se mueve!

 

Atónito, observando al escamoso pez de ojos enormes que se movía en la mano de aquel sujeto, Enrique no sabía qué pensar, pero balbuceó:

 

—¿Qué es eso?

 

—¡Un pez! ¡Un tramboyo! ¡Y está vivo!… ¡Vamos, tóquelo!

 

Mi amigo lo tocó y, en efecto, sintió vida en ese contacto resbaladizo.

 

—¿Cuánto tiempo llevamos de viaje? —acometió el sujeto—. ¡Casi media hora! No han sido diez minutos o menos. Y cuando en la próxima media hora lleguemos al pueblo, lo aseguro, este pez seguirá moviéndose.

 

Enrique le pidió bruscamente al sujeto que se abriera la casaca y le mostrara el bolsillo de donde había sacado al pez.

 

—¿Tiene un frasco con agua en ese bolsillo?

 

—¡Claro que no! Revise usted.

 

Tras revisar el bolsillo, no encontró el pequeño depósito de agua que había imaginado. Ni siquiera perci- bió algo húmedo.

 

—¿Satisfecho? —se ufanó el sujeto. Enrique asintió—. Bueno, me debe cinco soles. Nos tomaremos una cerveza en la próxima parada. Usted paga.

 

Mi amigo nunca descubrió cuál era el truco.

 

Y luego, sentándose a la mesa de un quiosco, se tomó una cerveza grande con el sujeto. Mientras tanto, sobre la mesa, junto a la botella, el pez movía la cola.

 

Maniobra subversiva

 

Después de haber recibido una feroz paliza y quedar con las caras magulladas y el cuero con múltiples heridas y hematomas, los tres hombres entraron al calabozo. Dos de ellos lucían muy jóvenes —eran chicos de apenas veinte años—, y el tercero, que cojeaba de la pierna derecha, aparentaba haber alcanzado los cincuenta. El re- cinto, oscuro y pequeño, olía intensamente a orines y no tenía catres ni bancos. Tiritando por el frío, adoloridos, los hombres se sentaron en el suelo. Se sentaron juntos, como para darse calor, y juntos también para reflexionar sobre la gravedad de su común situación, que no les dejaba entrever la menor esperanza.

 

Sabían que pronto se reanudarían los interrogatorios y los golpes. Y que, por eso mismo, sus captores, a fin de ablandarlos —«Vamos a derrumbarlos, a reventarles la moral», susurró un sujeto igualmente joven—, les habían mostrado picanas eléctricas y filosos instrumentos quirúrgicos. Eso era lo que se les venía.

 

Los tres hombres, por medida de seguridad, no habían informado a nadie de su paradero —los alrededores de un fortificado cuartel en la pampa— y ninguna persona, ningún campesino, ningún alma en pena, iba a poder atestiguar que habían sido detenidos, y menos aún que los hubieran encontrado con pruebas incriminatorias:

 

planos del cuartel y explosivos. De modo que podía sucederles lo que ocurría todo el tiempo desde los inicios del conflicto: desaparecer. Sin rastros, sin noticia alguna.

 

Ante esa perspectiva, el hombre cojo llamó a gritos a los carceleros.

 

Se aproximaron unos tipos con expresión de fastidio, a quienes les dijo que quería hablar en privado con el teniente al mando.

 

Lo sacaron del calabozo y lo condujeron a un ventilado despacho.

 

—¿Qué quiere decirme? —indagó el teniente.

 

—Voy a hablar —dijo el hombre cojo—. Pero con dos condiciones: primero, pido que me den un trato de colaborador, y segundo, que maten a mis dos compañeros.

 

—Acepto su colaboración —fue la tranquila respuesta que oyó—. Sin embargo, no entiendo su otro pedido… ¿Quiere que matemos a su gente? ¿Por qué?

 

—Ellos no pueden quedar vivos, porque en la prisión o en cualquier otro lugar donde terminen, me van acusar: dirán que soy un delator.

 

—Comprendo —sacudió la cabeza el teniente—. No quiere que se sepa la verdad.

 

—¿La verdad?… No sé qué es la verdad. Hay muchas verdades. Cada persona tiene la suya.

 

El teniente escrutó los ojos cansados del hombre cojo y quedó pensativo. Luego estiró ambos brazos, como desperezándose. Eran las cuatro de la madrugada.

 

—Hecho —dijo—. Los mataremos —y ordenándoles a unos soldados armados que lo tuvieran vigilado, agregó—: Espere aquí…

 

El teniente salió del despacho y diez minutos más tarde se oyeron dos detonaciones.

 

—Ya están muertos —dijo poco después.

 

—¿Bien muertos?

 

—Tiros de gracia.

 

—Quiero ver sus cadáveres.

 

El teniente volvió a mirarlo a los ojos, pero esta vez se concentró en la profundidad de sus ojeras y en las pequeñas arrugas en torno a las órbitas.

 

—Vamos al patio —dijo. Y todos salieron en grupo, el teniente por delante y luego el hombre cojo, que caminó flanqueado por los soldados.

 

Llegaron a tiempo para ver que otros chicos de uniforme subían los cuerpos inánimes en una carretilla, de camino a una fosa común o quizá a un hueco en la tierra.

 

El hombre cojo se detuvo a mirarlos: ambos tenían balazos en la frente. Con gesto imperturbable, se dirigió entonces al teniente.

 

—Tengo que decirle una última cosa —dijo—. Estos compañeros que usted ha asesinado fueron mis más cercanos allegados. Uno era mi hijo menor y el otro mi sobrino. Le solicité que los matara porque no iban a resistir el dolor y podían contar mucho. Ya no tendrá usted esa oportunidad… Ahora, teniente, sólo le quedo yo, y no pienso hablar. Podrán hacer conmigo lo que quieran, pero le aseguro que no voy a hablar <

Con afecto,

Ruben