La apuesta
Cuento
Fernando Ampuero
Fuente: Revista Literaria Universidad Guadalajara Méjico
Es tanta la gente que cuenta historias y son tan pocas
las personas que las escuchan, que lo lógico es que mu- chas acaben en el
olvido. Los casuales oyentes, quizá por indiferencia o por menosprecio al
cotorreo, suponen que les endilgan cualquier tontería. Y, bueno, probablemente
no les falta razón. Sin embargo, algo sucede en la memoria de uno que otro
oyente —de un oyente impresionable como yo, quiero decir—, donde el recuerdo de
un detalle determina que las historias mantengan su inexplicable frescura. No
me refiero a todas, desde luego; no soy Funes, el memorioso. Hablo sólo de esa
clase de extrañas historias que, en definitiva, perduran como una inquietud.
Voy a referir ahora un cuento de mi amigo Enrique. De
él suelo decir que es un hombre sencillo y campechano, sin afanes de hacerse el
interesante o de querer perturbar a nadie; detesta llamar la atención. Pero
esto último, para Enrique, no resulta fácil: el mundo ordinario en el que se
mueve se declara a veces en rebeldía ante la normalidad. A mí, digamos, siempre
me cuenta cosas raras y locas; o, por decir lo menos, curiosas. De cualquier
modo, lo suyo no aporta grandes tragedias o catástrofes; nada de eso. Son más
bien pequeñeces, cosas irrelevantes. Como, por ejemplo, la historia de aquel
pasajero de una destartalada combi de provincia —uno de sus más antiguos
cuentos—, a quien conoció un día mientras viajaba de Trujillo a Lima.
Enrique subió a esa combi porque el vehículo que
conducía, su vieja ranchera pickup, empezó a humear y se plantó por una avería
en el radiador. Decidió entonces empujarla hacia el carril auxiliar de la
carretera y estacionarla; luego, en pos de un taller mecánico, trepó a la combi
que lo llevaría a Casma, cerca de Huarmey.
El trayecto, según le informó el chofer, tomaba unos
cincuenta minutos. La combi iba llena, pero encontró un sitio libre en la
tercera fila, junto a un sujeto de barba y expresión pacífica. Se sentó en el
lado del pasillo y estuvo veinte minutos en silencio, como la mayoría de
pasajeros, dedicados a dormitar o contemplar el desierto.
Enrique, por contraste, lucía bastante despierto e
inquieto. Fue en ese ánimo cuando su vecino de asiento se volvió hacia él y le
habló con un tono de voz apagado.
—Tengo una pregunta que hacer —dijo—. ¿Cuánto tiempo
cree usted que vive un pez fuera del agua? Mi amigo se sorprendió, pero supo
moderar su reacción con una amable sonrisa.
—¡Qué pregunta!
—Es una pregunta simple —dijo el sujeto—. Todos los
niños la formulan.
—No lo dudo —comentó Enrique—. Los niños siempre están
haciendo ese tipo de preguntas.
—¡Y otras más interesantes! Yo sospecho que la mayoría
de filósofos de la Antigüedad escuchaban con fervor las preguntas de los niños
y, estimulados por éstas, mientras las contestaban, fueron forjando sus ideas
filosóficas. Los niños son filósofos naturales… Pero, en fin, me gustaría que
me responda…
—¿Qué?
—La pregunta que le hice… ¿Cuánto tiempo cree usted
que vive un pez fuera del agua? Enrique soltó esta vez una risita.
—No lo sé —replicó—. Me imagino que el mismo tiempo
que podría resistir un hombre dentro del agua…
Tres minutos, cuatro minutos… Desconozco el récord
humano bajo el agua.
—¿Ésa es su respuesta?
—Sí —titubeó Enrique.
—Mire, le hago una apuesta… ¡Cinco soles! No es mucha
plata, pero le pone emoción al asunto. Si usted gana, se acordará de esto para
siempre; y si pierde, también se acordará. ¿Qué le parece?
Meneando la cabeza, Enrique se animó:
—La acepto —dijo—. Aunque no me imagino cómo podría
probarlo en este momento.
—Podré probarlo ahora mismo.
—¿Ah, sí? A ver, diga: ¿cuánto tiempo vive un pez
fuera del agua?
—Una hora, más o menos.
—¡Imposible! —gruñó Enrique sacudiendo la cabeza—. No
le creo… Pero me intriga qué prueba va a presentar…
—La más convincente de las pruebas —enfatizó el
sujeto—. Míreme bien.
—Lo estoy viendo.
Con estudiada parsimonia, el sujeto introdujo una mano
en el bolsillo interior de su casaca y la volvió a sacar aferrando un pez.
—Este pez es la prueba… ¡Tóquelo!… ¡Sienta cómo se
mueve!
Atónito, observando al escamoso pez de ojos enormes
que se movía en la mano de aquel sujeto, Enrique no sabía qué pensar, pero
balbuceó:
—¿Qué es eso?
—¡Un pez! ¡Un tramboyo! ¡Y está vivo!… ¡Vamos,
tóquelo!
Mi amigo lo tocó y, en efecto, sintió vida en ese
contacto resbaladizo.
—¿Cuánto tiempo llevamos de viaje? —acometió el
sujeto—. ¡Casi media hora! No han sido diez minutos o menos. Y cuando en la
próxima media hora lleguemos al pueblo, lo aseguro, este pez seguirá
moviéndose.
Enrique le pidió bruscamente al sujeto que se abriera
la casaca y le mostrara el bolsillo de donde había sacado al pez.
—¿Tiene un frasco con agua en ese bolsillo?
—¡Claro que no! Revise usted.
Tras revisar el bolsillo, no encontró el pequeño
depósito de agua que había imaginado. Ni siquiera perci- bió algo húmedo.
—¿Satisfecho? —se ufanó el sujeto. Enrique asintió—.
Bueno, me debe cinco soles. Nos tomaremos una cerveza en la próxima parada.
Usted paga.
Mi amigo nunca descubrió cuál era el truco.
Y luego, sentándose a la mesa de un quiosco, se tomó
una cerveza grande con el sujeto. Mientras tanto, sobre la mesa, junto a la
botella, el pez movía la cola.
Maniobra subversiva
Después de haber recibido una feroz paliza y quedar
con las caras magulladas y el cuero con múltiples heridas y hematomas, los tres
hombres entraron al calabozo. Dos de ellos lucían muy jóvenes —eran chicos de
apenas veinte años—, y el tercero, que cojeaba de la pierna derecha, aparentaba
haber alcanzado los cincuenta. El re- cinto, oscuro y pequeño, olía
intensamente a orines y no tenía catres ni bancos. Tiritando por el frío,
adoloridos, los hombres se sentaron en el suelo. Se sentaron juntos, como para
darse calor, y juntos también para reflexionar sobre la gravedad de su común
situación, que no les dejaba entrever la menor esperanza.
Sabían que pronto se reanudarían los interrogatorios y
los golpes. Y que, por eso mismo, sus captores, a fin de ablandarlos —«Vamos a
derrumbarlos, a reventarles la moral», susurró un sujeto igualmente joven—, les
habían mostrado picanas eléctricas y filosos instrumentos quirúrgicos. Eso era
lo que se les venía.
Los tres hombres, por medida de seguridad, no habían
informado a nadie de su paradero —los alrededores de un fortificado cuartel en
la pampa— y ninguna persona, ningún campesino, ningún alma en pena, iba a poder
atestiguar que habían sido detenidos, y menos aún que los hubieran encontrado
con pruebas incriminatorias:
planos del cuartel y explosivos. De modo que podía
sucederles lo que ocurría todo el tiempo desde los inicios del conflicto:
desaparecer. Sin rastros, sin noticia alguna.
Ante esa perspectiva, el hombre cojo llamó a gritos a
los carceleros.
Se aproximaron unos tipos con expresión de fastidio, a
quienes les dijo que quería hablar en privado con el teniente al mando.
Lo sacaron del calabozo y lo condujeron a un ventilado
despacho.
—¿Qué quiere decirme? —indagó el teniente.
—Voy a hablar —dijo el hombre cojo—. Pero con dos
condiciones: primero, pido que me den un trato de colaborador, y segundo, que
maten a mis dos compañeros.
—Acepto su colaboración —fue la tranquila respuesta
que oyó—. Sin embargo, no entiendo su otro pedido… ¿Quiere que matemos a su
gente? ¿Por qué?
—Ellos no pueden quedar vivos, porque en la prisión o
en cualquier otro lugar donde terminen, me van acusar: dirán que soy un
delator.
—Comprendo —sacudió la cabeza el teniente—. No quiere
que se sepa la verdad.
—¿La verdad?… No sé qué es la verdad. Hay muchas
verdades. Cada persona tiene la suya.
El teniente escrutó los ojos cansados del hombre cojo
y quedó pensativo. Luego estiró ambos brazos, como desperezándose. Eran las
cuatro de la madrugada.
—Hecho —dijo—. Los mataremos —y ordenándoles a unos
soldados armados que lo tuvieran vigilado, agregó—: Espere aquí…
El teniente salió del despacho y diez minutos más
tarde se oyeron dos detonaciones.
—Ya están muertos —dijo poco después.
—¿Bien muertos?
—Tiros de gracia.
—Quiero ver sus cadáveres.
El teniente volvió a mirarlo a los ojos, pero esta vez
se concentró en la profundidad de sus ojeras y en las pequeñas arrugas en torno
a las órbitas.
—Vamos al patio —dijo. Y todos salieron en grupo, el
teniente por delante y luego el hombre cojo, que caminó flanqueado por los
soldados.
Llegaron a tiempo para ver que otros chicos de
uniforme subían los cuerpos inánimes en una carretilla, de camino a una fosa
común o quizá a un hueco en la tierra.
El hombre cojo se detuvo a mirarlos: ambos tenían
balazos en la frente. Con gesto imperturbable, se dirigió entonces al
teniente.
—Tengo que decirle una última cosa —dijo—. Estos
compañeros que usted ha asesinado fueron mis más cercanos allegados. Uno era mi
hijo menor y el otro mi sobrino. Le solicité que los matara porque no iban a
resistir el dolor y podían contar mucho. Ya no tendrá usted esa oportunidad…
Ahora, teniente, sólo le quedo yo, y no pienso hablar. Podrán hacer conmigo lo
que quieran, pero le aseguro que no voy a hablar <
Con afecto,
Ruben
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