CUENTOS DE LA CIUDAD
La Coima
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Desvencijado automóvil – de color marchito y de un modelo ya
indefinido – se había pasado la luz roja. No había discusión en ello y, por eso, cuando Mengano oyó el sonido enérgico de un silbato que le indicaba alto desde algún lugar del jirón Camaná, simplemente masculló una maldición, buscó al policía por el espejo retrovisor y se pegó a la derecha para detenerse: «ya perdí».
Luego de respirar hondo y de buscar sus
documentos en la guantera, salió de su automóvil resignado a un encuentro inevitable
con su destino.
Mengano no tenía más de cuarenta años, de
mediana estatura; su rostro trigueño lucía curtido por la resolana de los días
de verano y, seguramente, por los vientos sucios de todo el año. Caminaba como
caminan los que pasan demasiadas horas conduciendo un automóvil. «Habrá que
soltar un billete», pensó, «pero primero habrá que palabrear un poco”, se
recomendó. «Claro, para saber de cuánto iba a ser la jugada».
Mengano recordó que no era su primera vez en
eso de arreglar con la autoridad. Entonces su semblante como
que fue recuperando de tranquilidad. Total, el arreglo era cosa de
todos los días. La coima. Caray. ¡Quién no coimeaba en este país! Así era la
vida. Respiró confiado. Solo era cuestión de negociar bien para no soltar mucho
billete. En fin, el dinero va y viene. Mengano calculó que el asunto no iba a
demorar mucho. Luego, en una vuelta más por Lima, recuperaría el billete que
ahora iba a perder.
Bajo la sombra raída de un toldo pendido de
un antiguo edificio (con su viejo balcón y su balaustrada carcomida), un
sudoroso policía lo esperaba abanicándose con la misma tablilla en la que tenía
sujetos los formularios para las infracciones. Aun cuando la tarde ya se
acababa, el calor del verano todavía se apelmazaba en el ambiente vespertino.
El policía, además de la fatiga por la canícula, evidenciaba también un talante
aburrido, como el de alguien que se sabe de memoria el libreto de la siguiente
rutina. Unos cuantos árboles mustios vigilaban la calle. A unos metros, en la
esquina entre el jirón Quilca y Camaná, algunos parroquianos entraban y salían
del bar Queirolo sin darle mayor importancia ni al Policía, ni a Mengano que se
acercaba pausadamente. Lima languidecía bajo el sopor pegajoso del verano.
A unos metros de ellos, apoyado contra un
poste de luz, un hombre en harapos y con toda la facha de ser un indigente algo
trastornado, es decir, un loquito de esos que
vagabundean por la ciudad, observaba el encuentro que se iba a dar entre el
policía y Mengano. Lo hacía mientras iba metiendo trastes indescifrables en un
costal que cargaba sobre el hombro. Era un loco común: sucio, estrafalario,
lánguido, encallecido. Había en su rostro una sonrisa rígida, como esculpida a
la fuerza.
– Jefe, buenas tardes – dijo Mengano.
El policía apenas si masculló un saludo y
estiró la mano. Fulano se sintió confuso. Sabía que el asunto de la coima
estaba cada día más simplificado, pero aun así, le pareció que el asunto estaba
saliendo como demasiado directo.
– Documentos – aclaró inmediatamente la autoridad.
Mengano entonces le alcanzó los documentos.
El policía colocó la tarjeta de propiedad y la licencia en la parte superior de
su tablilla y habilitó rápidamente un formulario para la papeleta: todo,
inicialmente, con gran destreza. Sin embargo, luego, cuando comenzó a rellenar
el formulario, su escritura avanzaba con una inequívoca lentitud.
De pronto, el loquito, sin perder la
sonrisa rígida, y sin soltar el mugroso costal, cruzó también la calzada con
dirección maliciosa. Su paso era lento por los trastos que cargaba, pero
determinante: se acercaba hacia ellos.
– ¿Sabía usted que con tres papeletas
sobrepasa su puntaje mínimo y se le retira la licencia?
Mengano entendió claramente que esa era la
clave para el inicio de la negociación y que ahora le correspondía a él la
siguiente parte del texto:
– Caray, Jefe, es que a veces uno anda tan
preocupado con sus problemas que se distrae. ¿No
habrá una manera de que me ayude?
El loquito finalmente
los alcanzó. Mengano ya lo había visto acercarse por su lado derecho, pero no
le había prestado aún atención. Cuando ya lo tuvo cerca recién reparó
completamente en él: tenía una barba compactada por una mugre de años y miraba
con ojos de niño travieso. El policía también lo vio, pero fingió no darle
importancia.
– Sabía usted que con tres papeletas se le
retira la licencia – repitió el policía e, inmediatamente, se dio cuenta de que
ya había paporreteado esa parte del libreto.
Mengano se volvió a desubicar. Un
presentimiento, de esos que lo ayudaban a sobrevivir en las calles de una
ciudad como Lima, le previno que algo iba a suceder en esa tarde calurosa de
febrero. El loquito, como si ya fuera parte de ellos, los comenzó a
auscultar curiosamente; se fijó en los documentos sujetos en la tablilla;
volvió a mirar a los negociadores; y algo debió entender, una luz tuvo que
haber iluminado su insólito mundo porque – con la agitación de quien algo ha
descubierto – comenzó a señalarlos con el dedo índice.
El policía y Mengano palidecieron. Ambos ya
se habían dado cuenta de que todo eso podía terminar en un inesperado
espectáculo y en la prueba innegable de un acto que – aunque todos ya sabían de
qué se trataba – solía ser medianamente discreto.
El calor se transformó entonces en bochorno.
Los dos sintieron que el sudor comenzaba a mojar sus camisas.
– Vamos, circule – dijo el policía.
– Es… es… están coimeando.
– Sigue tu camino – insistió el policía con
una voz más enérgica.
– Policía malo… chofer malo…
– Quítate, loco, ¡carajo! – gruñó el policía
y llevó su mano instintivamente al garrote que colgaba de su cinturón; pero el
loquito no se inmutó; es más, ahora parecía eufórico, descontrolado y repetía
las mismas palabras con una mayor vehemencia: policía malo, chofer malo…
– Por favor, señor – alcanzó a murmurar
Mengano y se ruborizó por lo ridículo de sus palabras para con un demente.
La gente, que hasta allí había circulado
indiferente al asunto, comenzó a fijarse en ellos. Algunos se fueron
congregando en las inmediaciones y, por allí, ya comenzaban a oírse las
primeras risotadas. Desde la puerta del Queirolo, algunos parroquianos llamaban
a otros para observar al loquito, al chofer y al
policía que discutían por una coima en una añosa calle de Lima. En un momento
dado, ya era un número respetable el gentío que apoyaba las reconvenciones
del loquito.
No se pudo hacer más. El asunto se había
desbordado. El policía detuvo apurado un automóvil que pasaba y antes de
escapar a cualquier sitio, le dijo al infractor que recogiera sus documentos en
la Estación de Policía de la avenida Alfonso Ugarte. Mengano se aferró a la
puerta del automóvil y lo miró suplicante. El policía, ya vencido, le devolvió
los documentos. La muchedumbre, burlona, aprobó el gesto. Ambos – chofer y
policía – se odiaron respetuosamente antes de que el automóvil se marchara
veloz.
Eso fue todo. Mengano regresó a su carro. El
gentío se fue disolviendo rápidamente, el tumulto se disolvió y cada quien
regresó a lo suyo.
Poco después, las calles recuperaron su rutina; los
edificios se hicieron más grises con la llegaba del crepúsculo; las veredas se
veían más viejas y más quebradas en la penumbra. A esa hora sólo quedaba
el loquito que iba y venía por las mismas viejas calles,
como un desvencijado rey que deambula entre los escombros de su carcomido
reino.
Con
afecto,
Ruben
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