Jamás en la vida
Cuento
Fernando Ampuero
Fuente: Revista Literaria Universidad Guadalajara Méjico
En la imagen con marco de plata que está en el estante de mi dormitorio,
la veo caminando por la plaza San Martín. Es una fotografía en blanco y negro,
tomada a principios de los años cuarenta. ¿Quién la tomó? Algún fotógrafo
ambulante, sin duda; había muchos de éstos por las plazas de Lima. Pero la
imagen, captada en movimiento, no está borrosa ni muestra la menor distorsión.
Es una instantánea nítida, bien contrastada y de encuadre vertical, que
registra el paso de una chica esbelta en sus dieciocho años. Una chica con
zapatos de tacones y un holgado y liviano abrigo oscuro sobre un vestido claro,
y cuyos accesorios —cartera pequeña, sombrero turbante, flor en la solapa del
abrigo, collar de perlas— combinan a la perfección. En otras palabras, me
encuentro ante una imagen que, en la segunda década del siglo xxi, resulta
glamurosa, porque el estilo de moda en los cuarenta rebosaba elegancia,
distinción. Esa chica fresca y distraída, y que yo ahora veo tan bonita, sería
en pocos años mi madre.
Mamá murió relativamente joven. Falleció de un infarto, causado por un
electroshock que le aplicaron en un psiquiátrico, a los cincuenta años. Sobre
esto escribí unas pocas líneas en una novela, dejando abierta la eventualidad
de que el lector interprete el hecho como ficticio. No lo fue.
El drama de mamá empezó en su primera regla, con un súbito charco de
sangre entre las piernas y un desorden químico. Se le declararon una diabetes y
un cuadro de melancolía aguda. «Manía depresiva», le diag- nosticaron. La
internaron tres meses y se recuperó.
Su primer psiquiatra fue Honorio Delgado, ilustre médico que se carteaba
con Sigmund Freud; el segundo, Javier Mariátegui, discípulo favorito de
Honorio, era hijo del pensador marxista José Carlos Mariátegui, fundador del
Partido Socialista Peruano. Uno y otro consiguieron aliviar las crisis de mamá
con las medicinas experimentales de la época, que no eran tan buenas como las
de hoy. A veces, si las dosis eran altas, mamá se ponía frenéticamente alegre;
correteaba por la casa, reía, tocaba al piano y era el alma de las fiestas.
Otras, se comportaba de forma normal. Yo la recuerdo a menudo en ese estado:
serena, cariñosa, comprensiva.
A mis seis años, en opinión de mis tías, fue una madre modelo. Me cuidaba
y engreía como si fuera el niño más preciado del planeta. Cada tres días
ordenaba que me cambiaran el piyama, así como las sábanas y fundas de la cama;
y, a la hora del aseo, ella misma me bañaba con agua tibia, me peinaba y
acicalaba, y tras acomodar los mullidos almohadones en la cabecera, que yo
usaba como respaldar durante mis lecturas, me perfumaba con la refrescante
colonia Drowa.
Terminada su tarea, profería gozosos comentarios:
—¡Qué guapo estás! ¡No sólo eres inteligente, sino que también te ves
como un niño muy guapo! ¡Pareces un marajá!
Mi mujer considera que mi fuerte autoestima nació ahí, en esos días. Que
la gente podrá decir cualquier barbaridad sobre mis actos o mis obras y que
permaneceré a buen resguardo, indemne.
Mamá, creo yo, me dedicaba más arrumacos que a mi hermano mayor. Se
sentía culpable. Yo me enteré pronto de aquella culpa, a los trece años, una
noche en la que, sin pedir permiso, fui a una de mis primeras fiestas con baile
y copas, y regresé a la casa a las tres de la madrugada. Alterada por la preocupación
de que me hubiera sucedido algo terrible, mamá se puso a chillar y mi abuelo no
tuvo otra opción que sedarla. Entonces el abuelo, que estaba esperándome en la
puerta de la casa, me recibió con un talante de energúmeno y dijo de golpe lo
que todos me ocultaban.
—¡Tu madre está enferma! —alzó la voz, como rara vez lo hacía—. ¡Es una
mujer muy nerviosa! ¡Ya es hora de que lo sepas!
«Muy nerviosa» significaba que rondaba la orilla de la locura. Había
estado loca, en realidad. Fuera del breve internamiento en su adolescencia, la
habían recluido por un año cuando yo tenía tres meses de nacido, debido a que
una tarde en que desperté llorando de la siesta se acercó a la cuna y quiso
ahorcarme. Sus manos apretaban mi cuello, y su dulce mirada —ella tenía unos
diáfanos ojos verdes— mostraba un pozo de tinieblas. La abuela y una empleada
de la casa la detuvieron. Ella, al darse cuenta de lo que había hecho, temía
volver a enloquecer y, según su psiquiatra, pensaba que su segundo parto, el
que me trajo al mundo, era la causa de su desequilibrio. También me enteré de
que había intentado suicidarse. Se ató al cuello el cordón del hábito del Señor
de los Milagros y se colgó de la ducha; por suerte, el grueso fierro de aquel
baño antiguo se rompió. Todo esto me lo soltó el abuelo en menos de tres
minutos. Y, refiriéndose a algunos de sus parientes, agregó que la verdadera
culpa provenía de un problema hereditario, genético, se diría ahora («nació
linda pero dañada»), y que además, para agudizar su mala suerte, se enamoró de
mi padre («un hombre irresponsable»), de quien estaba separada. El abuelo
detestaba a mi padre y no le permitía ni siquiera visitarla.
Tantas revelaciones, en apariencia, no me afectaron. En apariencia. De
cualquier modo, mi hermano mayor rugió contra el abuelo; decía que no tenía
edad para estar al corriente de cosas tan tristes y menos de esa manera. Yo
callaba, o los calmaba a todos.
Durmieron a mamá por un tiempo. Y tan pronto despertó, volvió a ser un
ángel de dulzura. ¿Recordaba lo sucedido? Vagamente, dijo el psiquiatra. Pero
algún impulso recóndito solía acercarla a mí, como si pidiera perdón o
intentara protegerme.
Pocos meses después, enfermé yo: me dio asma. Me ahogaba, sentía que me
faltaba aire y por lo tanto respira- ba con broncos resuellos. La abuela
recurrió a un remedio casero: tostadas con ajo, perejil y aceite de oliva; el
médico aconsejó que no me agitara y que, de preferencia, guardara cama. Ante
ello, el abuelo, sabiendo que era hiperactivo y que me podía aburrir, trajo libros
nuevos: cuentos y novelas maravillosas, Las mil y una noches, La isla del
tesoro, Colmillo Blanco y otros clásicos.
Sin embargo, el asma no cedía. Y una noche, mientras miraba las estrellas
por la ventana de mi cuarto, advertí que me ponía azul por falta de aire. Me
levanté y quise abrir la ventana, pero no pude, pues algo endu- recía el
seguro, así que cogí una jarrita de agua y la arrojé contra el vidrio; éste se
destrozó y entró aire fresco. Y luego, alarmada por el estrépito, mi familia en
pleno irrumpió por la puerta de mi cuarto.
Todos manifestaron su irritación, claro está, a excepción de mi madre,
que me miraba y sonreía como si se tratara de una simple travesura. ¿Era una
sonrisa sintomática? No me lo pareció. Por eso mismo, para mí, los esporádicos
raptos de locura de mamá no han constituido graves heridas indelebles; sólo
una, en todo caso, me suscita una reminiscencia, aunque reconozco que algo de
ésta dejó huella.
La huella, para ser preciso, es un hábito inconsciente o un tic nervioso,
que sería exagerado calificar de lesión psicológica. ¿Y cómo se produjo? Por
otro suceso de rutina, también nocturno. Hacia mis quince años, dormía a pierna
suelta en mi cuarto cuando repentinamente una pesadilla turbó mi descanso.
Lancé dos gritos, al parecer desaforados, y, según me contó mamá, comencé a
hablar dormido. Era la medianoche y tales gritos ella los oyó desde lejos. Mamá
estaba en la cocina, pues se había despertado hambrienta y quería prepararse un
sándwich. Corrió veloz a mi dormitorio para ver qué pasaba. Me encontró dormido
y hablando en sueños, y entonces le dio curiosidad lo que yo decía. Cargó la
silla de mi escritorio y, cuidando de no hacer ruido, la llevó hacia el borde
de mi cama; acto seguido, quieta como una esfinge, se sentó a escucharme.
No entendió mucho. A su criterio, mi sueño trataba de una pelea, ¡una
más!, y el discurso era confuso, pero fue en ese trance cuando desperté. El
tiempo que les tomó a mis ojos adaptarse a la penumbra duró dos segundos; hacía
una noche clara y las cortinas de la ventana estaban abiertas. Además, en esa
época, no sé por qué, dormía siempre volteado hacia la pared. Y así las cosas,
tan pronto juzgué que no estaba solo —pre- sentí otra respiración en el
cuarto—, di una rápida media vuelta en la cama. Verla y llevarme una sorpresa
fue- ron la misma cosa. Mamá, con expresión ausente, se hallaba despeinada y en
camisón, sentada con las rodillas juntas, pero lo que me resultó más
inquietante fue verle las manos en su regazo: sostenían un filoso cuchillo.
Aquella era una visión estereotipada; las buenas películas de terror,
desde Psicosis hasta Carrie, fueron imitadas por la televisión y eran parte
sustancial de la vida cotidiana.
—Mamá —dije—. ¿Qué haces?
—Nada —contestó, sonriendo—. Quería oír lo que hablabas, pero se me hizo
difícil. Sólo oí claramente la palabra «perro» y varias lisuras… Has tenido una
pesadilla, con gritos y todo…
—¿Una pesadilla? —no me acordaba de nada—. ¿Y ese cuchillo?
—Ah, bueno… estaba cortando pan para prepararme un sándwich cuando
empezaste a gritar. ¡Qué raro que lo haya traído!…
No hablamos más. Ella volvió enseguida a la cocina y, diez minutos más
tarde, mamá y yo, cada uno en su cuarto, procuramos conciliar otra vez el
sueño. Pero yo, de hecho, ya era una persona diferente. Por decir lo menos, mi
modo de dormir experimentó un cambio. Jamás en la vida, a partir de esa noche,
he vuelto a dormir mirando a la pared. Jamás en la vida. Dormí esa noche, y
dormiría en adelante, de cara a la puerta del cuarto. Hasta hoy no puedo dormir
si no vigilo la puerta.
Con afecto,
Ruben
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