CUENTOS DE LA CIUDAD
La Decision de Fulano
Richard Primo Silva
Biblioteca Virtual
Fulano se dio cuenta en seguida: los dos hombres que
avanzaban por la otra vereda tenían toda la facha de un par de ladronzuelos y
drogadictos. Tanto kilometraje por las calles de Lima no era en vano. Entrevió
el peligro y de inmediato se le activaron las señales de alerta. Su instinto de
conservación echó a andar un plan de emergencia: miró a su alrededor en busca
de una ruta de escape. Solo entonces tomó conciencia de que había elegido la
peor ruta para cortar camino hacia el Rímac y, quizás, hasta la peor hora. A
las seis de la tarde de un día cualquiera de agosto, las calles de Lima ya
estaban casi cubiertas por la penumbra: Lima estaba más gris todavía. Sin
embargo, para Fulano todo se tornaba más trágico porque esa penumbra viscosa de
las seis de la tarde lo había atrapado, para su mala suerte, en una de las
estrechas y envejecidas cuadras del jirón Cañete, justo a la espalda de la
Iglesia de Santa Rosa, a unos pasos del puente Tacna, peligrosamente cerca de
dos sombras escabrosas que, de pronto, apretaban el paso para toparse con él.
Fulano miró a su alrededor con desosiego: casonas semiabandonadas, edificios
descascarados y entradas a callejones que se perdían en sobrecogedores
laberintos. La parte más abandonada del Centro de Lima, aquella que no sale en
las postales, pero que sobreabundaban subrepticiamente: fantasmales. ¿Cómo así
se había descuidado tanto para terminar, justo allí, atrapado y sin salida?
robo
Hizo un recuento de cuánto de valor llevaba encima ese
día. Palideció. Aunque no era una gran fortuna, era suyo: su reloj, su teléfono
celular, su dinero de la quincena, y no quería perderlo. No obstante, todo
indicaba que, ese viernes de julio, se lo iban a quitar, y que luego iba a ser
uno más en la estadística de los fulanos asaltados en una calle perdida de la
ciudad. Tuvo miedo no solo del robo, sino de desaparecer siendo solo una cifra
más en una fría estadística.
No obstante, dicen que hay momentos en la vida de un
hombre – aunque solo sea un Fulano más de tantos -, en los que se debe tomar
una decisión concluyente, un punto de quiebre en la vida, un nuevo modo de
enfrentar al destino. Probablemente todo eso pasó por la cabeza de Fulano
porque, de pronto, algo cambió en su rostro: se percibía que ya no era un
peatón asustado; sino un ciudadano, más bien, bizarro. Respiró muy hondo,
retuvo el aire por unos largos segundos, luego exhaló como si estuviera
expulsando todo sus miedos. Había en él una nueva determinación y un gesto de
bravura. Enderezó el cuerpo e irguió la cabeza. Si había que enfrentar al
destino, lo haría de frente y con dignidad. Hay momentos en la vida en los que
solo se tiene que hacer lo que se debe hacer. En todo caso, tampoco es que
hubiera muchas opciones para él, pero, por lo menos, esa tarde brumosa, la
dignidad era algo que no le iban a arrebatar. Se diría que Fulano se sintió, a
esa hora, épico, y echó a andar de cara a la realidad, dispuesto a enfrentar lo
que le deparara el destino.
Los dos facinerosos aún estaban algo distantes, por
eso no pudieron ver la decisión de Fulano. Solo notaron que aquel hombre
menudo, de pantalón y chompa gris, caminaba con un poco más de prisa y
directamente hacia ellos. Pero, por lo visto, no habían entendido nada de
aquella decisión; simplemente continuaron su paso hasta toparse con su víctima.
Solo cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Fulano pudo verlos a plenitud.
Eran delgados, algo sucios, los pantalones anchos, poleras sueltas, cada uno
con un gorro de lana para camuflar sus rostros. En cierto modo, a Fulano,
aquellos pandilleros le parecieron más bien dos sabuesos malnutridos. Por un
momento pensó que, en lugar de asaltarlo, iban a morderlo entre ladridos
salvajes. Volvió a confundirse y, por unos breves instantes, se quedó fascinado
con esa imagen.
Pero todo volvió a ser duramente real cuando sintió el
brazo de uno ellos cerrándose en torno de su cuello. Quiso resistirse, ser
audaz, no aceptar su destino, pero la pericia de su opresor lo inmovilizó.
Mientras más esfuerzos hacía, sentía cómo su cuerpo se volvía más blando. El otro
compinche había comenzado a hurgar entre sus ropas y supo que iba perdiendo su
billetera, su teléfono, su reloj, los papeles sueltos que a veces se pierden en
los bolsillos. Alcanzó a escuchar el rasgado en las costuras de su camisa, pero
su cuerpo estaba más fláccido y notaba que se desvanecía. Definitivamente, no
lo había previsto así cuando decidió ser más indómito y hacerle frente a los
depredadores.
El que lo había apretado por el cuello aflojó un poco
el brazo y Fulano sintió que entraba un poco más de aire a sus pulmones. Pudo
entonces escuchar los balbuceos de sus asaltantes. Más que palabras, le
parecieron ladridos. Todo estaba por acabarse. Si hubiera decidido algo menos
atrevido, podría haber saltado rápidamente hacia la calzada y después cruzar a
toda prisa hacia la otra vereda, tal vez hubiera intentado llegar a buen trote
a la avenida Tacna en donde había más gente; aunque tampoco estaba seguro de
que ese plan lo habría liberado del asalto. Todo estaba consumado. Un asalto
más en una vieja calle de la ciudad. De repente, ya no sintió las manos de sus
asaltantes ni sus palabras, más bien sentía unas patas torpes desgarrando sus
ropas, un jadeo de animales apresurados, unos ladridos que intercambiaban entre
ellos. Comprendió que no valía la pena más intentos heroicos ¿Para qué? Esperó
tristemente a que todo terminara. Luego llegaría a casa como sea. Tal vez le
contaría a alguien lo que le había pasado o quizás no. ¿Para qué?
Uno de ellos, el que ladraba más nervioso estuvo
olfateando la billetera: sacó el dinero, buscó unas tarjetas que no había y
lanzó todo lo demás al suelo. Rugió algo que Fulano no entendió. El otro lo
liberó del cogoteo. Ladraron al unísono un poco más y luego se alejaron con
trote ligero, empujándose entre ellos, ladrándole a un auto que había pasado
raudo hasta perderse en uno de las calles.
Fulano se terminó de incorporar, respiró hondo, se
llevó las manos hacia el cuello. No tenía ninguna herida, solo el dolor de
cogoteo. Levantó su billetera vacía, recogió algunos papeles que habían quedado
por el piso y echó a andar para llegar a la avenida Tacna en donde las luces
amarillentas de los faroles ya eran algo más nítidas. Volvió a respirar muy
hondo. No, claro que no, en Lima ya casi no había héroes convencionales, pero
sobrevivir en esta ciudad sin perder las ganas, ya era bastante: otra forma de
heroísmo.
Con afecto,
Ruben
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