domingo, 13 de octubre de 2024

Cuento: Ángel De Ocongate

 

Ángel De Ocongate



Cuento

Edgardo Rivera



Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004. Digitalizado por www.enprosayenverso.com

EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

ÁNGEL DE OCONGATE

© Edgardo Rivera Martínez

Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004.

Digitalizado por www.enprosayenverso.com

Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en

medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después

todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado

imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más

extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y reflexiona-.

Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo,

espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y

blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan absurdo. ¿Cómo no

habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban

a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de

sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá

danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te

llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y notaban el raro fulgor

de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por

considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás

por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y

comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra

donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las ancianas se

santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso

es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insania, y de mi

apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi

presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía

toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un

respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de

ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un

monosílabo se concluyó que también había perdido el uso de la palabra.

Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un

discurso que no se traduce ni en el más leve movimiento de los labios.

Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna

me impide toda forma de comunicación con los demás, y con mayor

razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen

de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en

beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs

que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien

esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a

mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales,

por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi

demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al

respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y

si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y olvidé

todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia?

Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi

rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí

mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba, y se afirmaba en

mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco

fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos

vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender

la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este

atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la

vista del lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era en vano así

mismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar

que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a

la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un

punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido

ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya, y ajeno a

juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un

principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos,

sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto

siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un

anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo

moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y

escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris,

y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy

lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de

Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás

una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.

Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el

azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al cabo de ese andar

sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo

que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un

quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria.

Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz,

en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de

su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en

marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario

abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al

atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados.

Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en

relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de

plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que

aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el

último fue donde golpeó la centella, y solo queda su silueta, e impresas

unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración

de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan?

¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de

alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me

detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo

una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no

sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin

término la soledad, el crepúsculo, el exilio…


(1982)



Con afecto,

Ruben

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++era Martínez

 

EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ

ÁNGEL DE OCONGATE

© Edgardo Rivera Martínez

Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú, 2004.

Digitalizado por www.enprosayenverso.com

Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en

medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después

todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado

imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más

extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y reflexiona-.

Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo,

espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo y

blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan absurdo. ¿Cómo no

habían de asombrarse los que por primera vez me veían? ¿Cómo no iban

a pensar en un danzante extraviado en la meseta? Decían, en la lengua de

sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá

danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te

llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y notaban el raro fulgor

de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por

considerar que había perdido el juicio a la vez que la memoria, quizás

por el frenesí mismo de la danza en que había participado. Y

comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su madre, ni la tierra

donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las ancianas se

santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso

es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insania, y de mi

apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza que mi

presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por fuerza excluía

toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un

respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de

ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni siquiera un

monosílabo se concluyó que también había perdido el uso de la palabra.

Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un

discurso que no se traduce ni en el más leve movimiento de los labios.

Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia interna

me impide toda forma de comunicación con los demás, y con mayor

razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen

de forastero enajenado y mudo, que se difundió con rapidez, redundó en

beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs

que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien

esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a

mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales,

por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi sobrenatural. ¡Mi

demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al

respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y

si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y olvidé

todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una familia?

Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba. Tan cetrino mi

rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí

mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba, y se afirmaba en

mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco

fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no por ello menos

vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender

la taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar este

atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué mi desazón a la

vista del lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era en vano así

mismo buscar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar

que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a

la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un

punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido

ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya, y ajeno a

juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un

principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos,

sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto

siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un

anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo

moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y

escuchaba con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris,

y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy

lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de

Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás

una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.

Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el

azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al cabo de ese andar

sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo

que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un

quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria.

Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz,

en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de

su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en

marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario

abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al

atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados.

Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en

relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de

plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles, como los que

aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el

último fue donde golpeó la centella, y solo queda su silueta, e impresas

unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, sobre una floración

de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es el que danzan?

¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de

alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me

detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los ojos. Sí, solo

una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin memoria, que no

sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin

término la soledad, el crepúsculo, el exilio…

(1982)

Con afecto,

Ruben

 

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