Ángel De Ocongate
Cuento
Edgardo Rivera
Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú,
2004. Digitalizado por www.enprosayenverso.com
EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ
ÁNGEL DE OCONGATE
© Edgardo Rivera Martínez
Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú,
2004.
Digitalizado por www.enprosayenverso.com
Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una
capilla en ruinas, en
medio de una puna inmensa. Por instantes silba el
viento, pero después
todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie
de ese agrietado
imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi
soliloquio. Y aún más
extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y
reflexiona-.
Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan
gastada, y, sin embargo,
espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa
de lienzo y
blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan
absurdo. ¿Cómo no
habían de asombrarse los que por primera vez me veían?
¿Cómo no iban
a pensar en un danzante extraviado en la meseta?
Decían, en la lengua de
sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa?
¿Dónde habrá
danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban:
“¿Cómo te
llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y
notaban el raro fulgor
de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía,
acabaron por
considerar que había perdido el juicio a la vez que la
memoria, quizás
por el frenesí mismo de la danza en que había
participado. Y
comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su
madre, ni la tierra
donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las
ancianas se
santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban:
“Joven y hermoso
es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta
insania, y de mi
apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de
extrañeza que mi
presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por
fuerza excluía
toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que,
movidos por un
respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca
en calidad de
ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni
siquiera un
monosílabo se concluyó que también había perdido el
uso de la palabra.
Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me
dirijo, en un
discurso que no se traduce ni en el más leve
movimiento de los labios.
Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz
resistencia interna
me impide toda forma de comunicación con los demás, y
con mayor
razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como
fuere esa imagen
de forastero enajenado y mudo, que se difundió con
rapidez, redundó en
beneficio de mi libertad, porque no ha habido
gobernadores ni varayocs
que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían
más bien
esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que
experimentaban frente a
mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además,
creencias ancestrales,
por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi
sobrenatural. ¡Mi
demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el
rumor que al
respecto se expandió, pero de cuando en cuando me
asaltaba la duda. ¿Y
si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un
danzante y olvidé
todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una
familia?
Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba.
Tan cetrino mi
rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico
siempre a sí
mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba,
y se afirmaba en
mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de
que jamás tampoco
fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no
por ello menos
vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi
espíritu, ¿cómo entender
la taciturna corriente que me absorbe y me aísla?
¿Cómo explicar este
atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por
qué mi desazón a la
vista del lago? No, no podía responder a esas
preguntas, y era en vano así
mismo buscar una justificación para unas manos tan
blancas y un hablar
que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún
tratar de contestar a
la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces?
Era como si en un
punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de
la nada, vestido
ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante
ya, y ajeno a
juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin
acordarme de un
principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los
caminos y los páramos,
sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un
día. Absorto
siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a
ayudar a un
anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños,
a un pongo
moribundo en una pampa desolada. Concurría a los
pueblos en fiesta, y
escuchaba con temerosa esperanza la música de las
quenas y los sicuris,
y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo
las que venían de muy
lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de
Zepita, de
Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no
reconocí jamás
una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a
la mía.
Transcurrieron así los años y todo habría continuado
de esa manera si el
azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al
cabo de ese andar
sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un
hombre viejo
que descansaba y me miró con atención. Me habló de
pronto y dijo en un
quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante
sin memoria.
Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla
de la Santa Cruz,
en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de
su consejo y de
su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano,
me puse en
marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este
santuario
abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los
pilares. Subí al
atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo esos
arcos adosados.
Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay
cuatro figuras en
relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina,
jubón, sombrero de
plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles,
como los que
aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son
cuatro, mas el
último fue donde golpeó la centella, y solo queda su
silueta, e impresas
unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles,
sobre una floración
de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es
el que danzan?
¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de
celebración y de
alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y
terrible de este sitio, y me
detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego
los ojos. Sí, solo
una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin
memoria, que no
sabrá nunca la razón de su caída. En silencio,
siempre, siempre y sin
término la soledad, el crepúsculo, el exilio…
(1982)
Con afecto,
Ruben
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Martínez
EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ
ÁNGEL DE OCONGATE
© Edgardo Rivera Martínez
Extraído de: © Instituto Nacional de Cultura del Perú,
2004.
Digitalizado por www.enprosayenverso.com
Quien soy sino apagada sombra en el atrio de una
capilla en ruinas, en
medio de una puna inmensa. Por instantes silba el
viento, pero después
todo regresa a la quietud. Hora incierta, gris, al pie
de ese agrietado
imafronte. En ella resulta más ansioso y febril mi
soliloquio. Y aún más
extraña mi figura –ave, ave negra que inmóvil habla y
reflexiona-.
Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan
gastada, y, sin embargo,
espléndida. Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa
de lienzo y
blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos, y tan
absurdo. ¿Cómo no
habían de asombrarse los que por primera vez me veían?
¿Cómo no iban
a pensar en un danzante extraviado en la meseta?
Decían, en la lengua de
sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será esa ropa?
¿Dónde habrá
danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban:
“¿Cómo te
llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y
notaban el raro fulgor
de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía,
acabaron por
considerar que había perdido el juicio a la vez que la
memoria, quizás
por el frenesí mismo de la danza en que había
participado. Y
comentaban: “Pobre, no recuerda ya a su padre ni a su
madre, ni la tierra
donde vino al mundo. Y nadie, tal vez, lo busca…” Las
ancianas se
santiguaban al verme. Y las muchachas se lamentaban:
“Joven y hermoso
es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta
insania, y de mi
apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de
extrañeza que mi
presencia provocaba. Una sensación tan intensa que por
fuerza excluía
toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que,
movidos por un
respeto mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca
en calidad de
ofrenda. Y como nadie me escuchó hablar nunca, ni
siquiera un
monosílabo se concluyó que también había perdido el
uso de la palabra.
Pensamiento comprensible, pues solo a mí mismo me
dirijo, en un
discurso que no se traduce ni en el más leve
movimiento de los labios.
Solo a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz
resistencia interna
me impide toda forma de comunicación con los demás, y
con mayor
razón todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como
fuere esa imagen
de forastero enajenado y mudo, que se difundió con
rapidez, redundó en
beneficio de mi libertad, porque no ha habido
gobernadores ni varayocs
que me detuvieran por deambular como lo hago.
Compartían más bien
esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que
experimentaban frente a
mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además,
creencias ancestrales,
por cuya causa mi “locura” adquiría un rango casi
sobrenatural. ¡Mi
demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el
rumor que al
respecto se expandió, pero de cuando en cuando me
asaltaba la duda. ¿Y
si era verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un
danzante y olvidé
todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una
familia?
Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba.
Tan cetrino mi
rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico
siempre a sí
mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me observaba,
y se afirmaba en
mí la seguridad de que jamás había desvariado, y de
que jamás tampoco
fui bailante. Certeza intuitiva, solamente, pero no
por ello menos
vigorosa. Pero entonces, si nunca se extravió mi
espíritu, ¿cómo entender
la taciturna corriente que me absorbe y me aísla?
¿Cómo explicar este
atavío, y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por
qué mi desazón a la
vista del lago? No, no podía responder a esas
preguntas, y era en vano así
mismo buscar una justificación para unas manos tan
blancas y un hablar
que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún
tratar de contestar a
la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces?
Era como si en un
punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo de
la nada, vestido
ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante
ya, y ajeno a
juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin
acordarme de un
principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los
caminos y los páramos,
sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un
día. Absorto
siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a
ayudar a un
anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños,
a un pongo
moribundo en una pampa desolada. Concurría a los
pueblos en fiesta, y
escuchaba con temerosa esperanza la música de las
quenas y los sicuris,
y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo
las que venían de muy
lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de
Zepita, de
Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no
reconocí jamás
una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a
la mía.
Transcurrieron así los años y todo habría continuado
de esa manera si el
azar -¿el azar, en verdad?– no me hubiera llevado, al
cabo de ese andar
sin rumbo, al tambo de Raurac. No había nadie sino un
hombre viejo
que descansaba y me miró con atención. Me habló de
pronto y dijo en un
quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante
sin memoria.
Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla
de la Santa Cruz,
en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de
su consejo y de
su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano,
me puse en
marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este
santuario
abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los
pilares. Subí al
atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso, bajo
esos arcos adosados.
Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay
cuatro figuras en
relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten esclavina,
jubón, sombrero de
plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles,
como los que
aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son
cuatro, mas el
último fue donde golpeó la centella, y solo queda su
silueta, e impresas
unas líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles,
sobre una floración
de hojas, frutos y arabescos de piedra ¿Qué baile es
el que danzan?
¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de
celebración y de
alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y
terrible de este sitio, y me
detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego
los ojos. Sí, solo
una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra sin
memoria, que no
sabrá nunca la razón de su caída. En silencio,
siempre, siempre y sin
término la soledad, el crepúsculo, el exilio…
(1982)
Con afecto,
Ruben
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