martes, 2 de julio de 2024

Cuento Iván Fiódorovich Shponka y su tía 2

 

Iván Fiódorovich Shponka y su tía 2

[Cuento - Texto completo.]

 

Nicolai Gogol




IV. EL ALMUERZO

 

 

 

A la hora del almuerzo Iván Fiódorovich entró en la aldea de Jórtische y se aproximó, un poco intimidado, a la casa señorial. Era una construcción larga y no tenía la techumbre de cañas, como la mayoría de las casas señoriales de los alrededores, sino de madera. En el patio había dos graneros también con techo de madera; la cancela era de roble. Iván Fiódorovich se sentía como un petimetre que asiste a un baile y comprueba que todas las personas que le rodean visten con mayor elegancia que él. Por respeto, detuvo su carricoche junto a un granero y se dirigió a pie a la escalera principal.

 

—¡Ah, Iván Fiódorovich! —gritó el gordo Grigori Grigórievich, que paseaba por el patio vestido con levita, aunque sin corbata, chaleco ni tirantes. No obstante, incluso ese atuendo debía de pesar a su ancha y obesa figura, pues el sudor le caía a chorros—. Me dijo usted que vendría en cuanto viera a su tía, pero hasta el día de hoy no se ha dignado pasar por aquí —y a continuación los labios de Iván Fiódorovich se encontraron con los almohadones ya conocidos.

 

—Estoy muy ocupado con la hacienda… Solo me quedaré un minuto; en realidad, vengo a hablarle de un asunto…

 

—¿Un minuto? De ninguna manera. ¡Eh, mozo! —gritó el grueso propietario, y aquel mismo muchacho de la casaca salió corriendo de la cocina—. Dile a Kasián que cierre inmediatamente la cancela. ¿Me oyes? ¡Que la cierre con llave! ¡Y que desenganche ahora mismo el caballo de este señor! Haga el favor de entrar en la casa; aquí hace tanto calor que tengo toda la camisa empapada.

 

Una vez en el interior de la vivienda, Iván tiódorovich, a pesar de su timidez, decidió no perder el tiempo y abordar el asunto con decisión.

 

—Mi tía ha tenido el honor… Me ha comentado que la escritura de donación del difunto Stepán Kuzmich…

 

No es fácil describir el gesto de desagrado que se dibujó en el ancho rostro de Grigori Grigórievich al escuchar esas palabras.

 

—¡Le juro que no oigo nada! —respondió—. Debo decirle que en una ocasión se me metió en la oreja izquierda una cucaracha. Esos malditos katsaps tienen las isbas llenas de cucarachas. No hay pluma que pueda describir ese tormento. Era un hormigueo, una especie de hormigueo. Al final me curó una vieja con un procedimiento de lo más sencillo…

 

—Quería decirle… —se atrevió a interrumpirle Iván Fiódorovich, viendo que Grigori Grigórievich trataba deliberadamente de cambiar de tema— que en el testamento del difunto Stepán Kuzmich se menciona, digámoslo así, una escritura de donación… según la cual me corresponde…

 

—Ya veo que a su tía le ha faltado tiempo para contarle todas esas historias. ¡Es mentira! ¡Le juro que es mentira! Mi tío no preparó ninguna escritura de donación, aunque es cierto que en el testamento se hace alusión a cierto legado. Pero ¿dónde está ese documento? Nadie lo ha presentado. Si le digo todo esto es por su propio bien. ¡Le juro que es mentira!

 

Iván Fiódorovich guardó silencio, pensando que tal vez su tía se había equivocado.

 

—¡Ahí vienen mi madre y mis hermanas! —exclamó Grigori Grigórievich—. Eso quiere decir que el almuerzo está listo. ¡Vamos! —y a continuación tomó a Iván Fiódorovich por el brazo y lo llevó hasta una habitación en la que, sobre una mesa, había dispuestas unas fuentes con entremeses y unas botellas de vodka.

 

En ese mismo momento entraban en la estancia una viejecita de baja estatura, una verdadera cafetera con cofia, y dos señoritas, una rubia y otra morena. Iván Fiódorovich, como caballero bien educado, besó primero la mano de la viejecita y a continuación las de las dos señoritas.

 

—¡Es nuestro vecino Iván Fiódorovich Shponka, madre! —dijo Grigori Grigórievich.

 

La viejecita miró atentamente a Iván Fiódorovich, o al menos así lo pareció. Por lo demás, era la bondad en persona. Se diría que quería informarse de cuántos pepinillos salaba en invierno Iván Fiódorovich.

 

—¿Ha tomado usted vodka? —preguntó la anciana.

 

—Seguramente ha dormido usted mal, madre —dijo Grigori Grigórievich—. ¿A quién se le ocurre preguntarle a un invitado si ha tomado vodka? Ofrézcaselo, que si ha bebido o no es asunto suyo. Iván Fiódorovich, haga el favor, ¿prefiere aguardiente de centaura o vodka Trojimov? Pero ¿qué haces ahí parado, Iván Ivánovich? —preguntó Grigori Grigórievich, volviéndose; en ese momento Iván Fiódorovich vio cómo Iván Ivánovich se aproximaba a la mesa; iba vestido con una levita de largos faldones y un gran cuello almidonado que le cubría toda la nuca, de modo que la cabeza parecía aposentarse sobre el cuello como sobre un coche.

 

Iván Ivánovich se acercó al vodka, se frotó las manos, examinó con atención la copa, la llenó, la acercó a la luz y se metió en la boca de una vez todo el contenido; pero no lo tragó, sino que se enjuagó varias veces con él, y solo entonces lo ingirió, acompañándolo de una rebanada de pan con setas saladas. A continuación se dirigió a Iván Fiódorovich.

 

—¿Es con el señor Iván Fiódorovich Shponka con quien tengo el honor de hablar?

 

—Así es —respondió Iván Fiódorovich.

 

—Ha cambiado usted mucho desde la primera vez que lo vi. Le he conocido así de pequeño —y al pronunciar esas palabras señaló con la palma de la mano una altura de una vara—. Su difunto padre, que en gloria esté, era un hombre singular. Melones y sandías como los que él tenía ya no se encuentran en ningún sitio. Aquí también servirán melones —añadió, llevándoselo aparte—. Pero ¿qué clase de melones? ¡Da pena verlos! Créame, estimado señor: tenía unas sandías así de grandes —exclamó con aire misterioso, separando los brazos como si quisiera abrazar un tronco muy grueso—. ¡Así de grandes, se lo juro!

 

—¡A la mesa! —dijo Grigori Grigórievich, cogiendo por el brazo a Iván Fiódorovich.

 

Pasaron todos al comedor. Grigori Grigórievich se sentó en su sitio habitual, en el extremo de la mesa, se anudó al cuello una enorme servilleta, que le daba el aspecto de esos héroes dibujados en los letreros de los barberos. Iván Fiódorovich, ruborizándose, se sentó en el lugar que le indicaban, frente a las dos señoritas; Iván Ivánovich se apresuró a sentarse a su lado, muy contento de tener alguien a quien comunicar sus observaciones.

 

—No debía haberse servido la rabadilla, Iván Fiódorovich. ¡Es pavo! —dijo la viejecita, volviéndose hacia él, mientras un aldeano vestido con un frac gris remendado de negro, que hacía las veces de camarero, le presentaba la fuente—. ¡Coja pechuga!

 

—¡Mamá, nadie le ha preguntado nada! —exclamó Grigori Grigórievich—. ¡No le quepa duda de que el invitado sabe lo que debe servirse! ¡Iván Fiódorovich, coja un ala, no, la otra, ésa con el estómago! Pero ¿por qué se sirve tan poco? ¡Coja un muslo! Y tú, ¿qué haces ahí parado con la fuente? ¡Implora! ¡Ponte de rodillas, canalla! Di ahora mismo: “¡Iván Fiódorovich, coja usted un muslo!”.

 

—¡Iván Fiódorovich, coja usted un muslo! —bramó el camarero, poniéndose de rodillas con la bandeja.

 

—Hum… ¡Vaya un pavo! —dijo en voz baja y con aire despectivo Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino—. ¡No es así como se los imagina uno! ¡Si viera los que tengo yo! Le aseguro que uno solo tiene más grasa que diez de éstos. Créame, señor mío, que hasta da asco mirarlos cuando se pasean por el patio: tanta grasa tienen.

 

—¡Mientes, Iván Ivánovich! —exclamó Grigori Grigórievich, que había escuchado sus palabras.

 

—Le digo que el año pasado —continuó en el mismo tono Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino y fingiendo no haber oído el comentario de Grigori Grigórievich—, cuando los envié a Gadiach, me los pagaban a cincuenta kopeks la pieza, y aún así no quise venderlos.

 

—¡Iván Ivánovich, te digo que mientes! —exclamó Grigori Grigórievich, levantando la voz y separando mucho las sílabas, para que se le entendiera mejor.

 

Pero Iván Ivánovich, como si la cosa no fuera con él, siguió hablando del mismo modo, aunque en voz más baja. —Como le iba diciendo, mi querido señor, no los quise vender. No hay en Gadiach un solo propietario…

 

—¡Iván Ivánovich! ¡Eres tonto y nada más! —dijo Grigori Grigórievich con voz tronante—. Iván Fiódorovich sabe todo eso mejor que tú y no cree una palabra de lo que dices.

 

Esta vez Iván Ivánovich se ofendió de veras, se calló y se dedicó a engullir su pavo, a pesar de que no era tan grasiento como aquéllos a los que daba asco mirar.

 

El tintineo de los cuchillos, de las cucharas y de los platos sustituyó durante un tiempo el rumor de la conversación; pero por encima de todo se oía el ruido que hacía Grigori Grigórievich al chupar el tuétano de un hueso de cordero.

 

—¿Han leído ustedes —preguntó Iván Ivánovich después de unos instantes de silencio, sacando la cabeza de su carruaje y volviéndola hacia Iván Fiódorovich— el Viaje de Korobénikov a los Santos Lugares? ¡Es un verdadero placer para el alma y el corazón! Ya no se imprimen libros así. Es una pena que no me haya fijado en el año de publicación.

 

Cuando Iván Fiódorovich escuchó que se hablaba de libros, comenzó a servirse salsa con determinación.

 

—Causa verdadero asombro, mi querido señor, que un simple comerciante recorriera todos esos lugares. ¡Más de tres mil kilómetros, señor mío! ¡Más de tres mil kilómetros! Es evidente que Dios mismo lo juzgó digno de visitar Palestina y Jerusalén.

 

—¿Dice usted que estuvo incluso en Jerusalén? —exclamó Iván Fiódorovich, que había oído hablar mucho de esa ciudad a su ordenanza.

 

—¿De qué habla usted, Iván Fiódorovich? —preguntó Grigori Grigórievich desde el otro extremo de la mesa.

 

—He aprovechado la ocasión para comentar que hay en el mundo países muy lejanos —dijo Iván Fiódorovich, muy satisfecho de haber pronunciado una frase tan larga y complicada.

 

—¡No le crea, Iván Fiódorovich! —apuntó Grigori Grigórievich, que no le había oído bien—. ¡No dice más que mentiras!

 

Al poco rato el almuerzo llegó a su fin. Grigori Grigórievich se dirigió a su habitación, según su costumbre, para echar una cabezada; los invitados siguieron a la anciana dueña de la casa y a las señoritas al salón, donde la mesa, que habían dejado llena de botellas de vodka cuando se fueron a comer, se había cubierto, como por arte de magia, de platitos con mermelada de diferentes clases y fuentes con sandías, cerezas y melones.

 

La ausencia de Grigori Grigórievich era percibida por todos. La dueña de la casa se volvió más locuaz y desveló, sin hacerse de rogar, muchos secretos sobre la manera de preparar el dulce de fruta y de secar las peras. Incluso las señoritas introdujeron algún comentario, aunque la rubia, que parecía unos seis años más joven que su hermana —a juzgar por su aspecto tendría veinticinco—, se mostraba más callada.

 

Pero el que más hablaba y se movía era Iván Ivánovich. Convencido de que nadie le molestaría ni le interrumpiría, hablaba de los pepinillos y de la manera de sembrar las patatas, se refería a la cantidad de gente sensata que había en el pasado – ¡nada que ver con la época actual! —y comentaba que, a medida que pasaba el tiempo, las gentes se volvían más listas e inventaban cosas más ingeniosas. En una palabra, era una de esas personas que se deleitan con los placeres de la conversación y os hablan de cualquier tema. Si la conversación se ocupaba de asuntos importantes o piadosos, Iván Ivánovich suspiraba después de cada palabra, inclinando levemente la cabeza; si se abordaban cuestiones domésticas, sacaba la cabeza de su carruaje y hacía tales gestos que ellos solos bastaban para explicar cómo se preparaba el levas de pera, cuál era el tamaño de los melones de los que hablaba y qué grasientos eran los pavos que correteaban por su patio.

 

Finalmente, al precio de grandes esfuerzos, Iván Fiódorovich consiguió despedirse al atardecer. A pesar de su carácter conciliador y de que le solicitaban encarecidamente que pasara allí la noche, se mantuvo firme en su decisión de marcharse y se marchó.

 

 


 

IV. UN NUEVO PLAN DE LA TÍA

 

 

 

—¿Y bien? ¿Has conseguido sacarle a ese viejo truhán la escritura de donación?

 

Con esa pregunta recibió la tía a Iván Fiódorovich; llevaba esperándole varias horas con impaciencia en el porche y al final, sin poder contenerse, había atravesado la cancela y se había dirigido a su encuentro.

 

—¡No, tía! —dijo Iván Fiódorovich, bajando del coche—. Grigori Grigórievich no tiene ninguna escritura de donación.

 

—¡Y tú te lo has creído! ¡Miente, el maldito! Si un día me encuentro con él te aseguro que le daré una tunda con mis propias manos. ¡Le haré perder un poco de grasa! No obstante, antes hay que hablar con el secretario del tribunal para ver si hay algún medio de llevarlo a juicio… Pero no se trata ahora de eso. Dime, ¿el almuerzo fue bueno?

 

—Bueno… muy bueno, tía.

 

—Vamos, cuéntame qué platos había. Sé que la vieja tiene mucha maña para la cocina.

 

—Había pasteles de requesón, con nata agria, tía. Pichones en salsa rellenos de…

 

—¿Sirvieron pavo con ciruelas? —preguntó la tía, pues ella misma era una verdadera experta en preparar ese plato.

 

—¡También había pavo!… Son muy guapas esas señoritas, las hermanas de Grigori Grigórievich; sobre todo la rubia.

 

—¡Ah! —exclamó la tía, mirando con atención a Iván Fiódorovich, que se azoró y bajó los ojos. Una nueva idea le pasó por la cabeza—. Bueno, ¿qué? —preguntó con viveza y curiosidad—. ¿Cómo tiene las cejas?

 

No está de más señalar que la tía consideraba las cejas de las mujeres el principal distintivo de su belleza.

 

—Sus cejas, tía, son exactamente iguales a las que, según sus palabras, tenía usted de joven. Y todo su rostro está cubierto de pequeñas pecas.

 

—¡Ah! —exclamó la tía, satisfecha de la observación de Iván Fiódorovich, al que ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacerle un cumplido—. ¿Y qué vestido llevaba? Aunque probablemente no es fácil encontrar ahora tejidos tan sólidos como, por ejemplo, el de esta bata mía. Pero no se trata de eso. Dime, ¿hablaste de algo con ella?

 

—¿Qué quiere decir?… Yo, tía… Tal vez piense usted…

 

—¿Y qué tiene eso de extraño? ¡Si Dios lo quiere! Quizás esté escrito que hayáis de formar una buena pareja.

 

—No sé, tía, cómo puede hablarme usted así. Eso demuestra que no me conoce usted nada…

 

—¡Vaya, ya te has ofendido! —dijo la tía. “Todavía es muy joven”, se dijo. “No sabe nada. Es necesario que se traten, que se conozcan”.

 

A continuación la tía se separó de Iván Fiódorovich y fue a echar una ojeada a la cocina. A partir de ese día solo pensó en una cosa: ver casado cuanto antes a su sobrino y tener pequeños nietos a los que cuidar. Los diferentes preparativos de la boda ocupaban toda su imaginación y, aunque se advertía que se afanaba en sus quehaceres más que antes, los asuntos iban peor que mejor. A menudo, mientras preparaba algún dulce, cuya elaboración no solía confiar a la cocinera, se olvidaba de todo y se imaginaba que a su lado había un nieto que le pedía un trozo de pastel; extendía distraídamente la mano con la mejor porción y un perro guardián, aprovechando la oportunidad, atrapaba el apetitoso bocado y lo masticaba con estrépito, sacando a la tía de su ensoñación y ganándose una buena tunda con el atizador. Incluso había renunciado a sus actividades favoritas y ya ni siquiera iba de caza, sobre todo desde el día en que, pensando que se trataba de una perdiz, abatió a un cuervo, algo que no le había sucedido nunca.

 

Finalmente, al cabo de unos cuatro días, todos vieron cómo sacaban el carruaje de la cochera y lo llevaban al patio. El cochero Omelka, que también desempeñaba funciones de hortelano y guardián, estuvo trabajando con el martillo desde el amanecer, sujetando el cuero y espantando una y otra vez a los perros, que venían a lamer las ruedas. Considero mi deber advertir al lector que esa calesa era la misma utilizada en su día por Adán; así pues, si alguien pretendiera que algún otro carruaje perteneció a Adán, la aseveración sería una sucia mentira y la calesa una falsificación. Se ignora por completo cómo pudo salvarse del diluvio. Hay que pensar que en el arca de Noé había una cochera especial para ella. Es una pena que no pueda ofrecer al lector una descripción viva de su figura. Baste decir que Vasilisa Káshporovna estaba muy satisfecha de su arquitectura y no dejaba de lamentarse de que los carruajes antiguos ya no estuvieran de moda. La misma estructura del carruaje, un poco vencida de un lado, de modo que la parte derecha quedaba bastante más alta que la izquierda, le gustaba mucho, pues decía que las personas pequeñas podían ir a un lado y las grandes al otro. Por lo demás, en el interior del carruaje había espacio para cinco hombres pequeños y tres del tamaño de la tía.

 

A eso del mediodía Omelka, que había terminado de adecentar la calesa, sacó de la cuadra tres caballos apenas más jóvenes que el carruaje y empezó a atarlos por medio de una cuerda al majestuoso coche. Iván Fiódorovich y su tía, uno por el lado izquierdo y la otra por el derecho, subieron a la calesa y se pusieron en camino. Los campesinos con los que se cruzaban, al ver un carruaje tan rico (la tía rara vez viajaba en él) se detenían con aire respetuoso, se quitaban la gorra y hacían profundas reverencias. Al cabo de unas dos horas el coche se detuvo ante la entrada… No creo necesario decir que se trataba de la entrada de la mansión de Storchenko. Grigori Grigórievich no estaba en casa. La anciana y las señoritas recibieron a los huéspedes en el comedor. La tía se aproximó con paso majestuoso, avanzó un pie con mucha desenvoltura y dijo con voz sonora:

 

—Estoy muy contenta, señora mía, de tener el honor de presentarle personalmente mis respetos. Además, permítame expresarle mi agradecimiento por la acogida dispensada a mi sobrino Iván Fiódorovich, que tanto me ha ponderado. ¡Tiene un alforfón estupendo, señora! Lo he visto cuando nos acercábamos a la aldea. Permítame que le pregunte: ¿cuántas gavillas obtiene por cada hectárea?

 

A continuación, todos se besaron. Una vez que unos y otros estuvieron instalados en el salón, la vieja ama de la casa exclamó:

 

—En lo que respecta al alforfón, no puedo decirle: eso es asunto de Grigori Grigórievich. Hace ya mucho tiempo que no me ocupo de esas cosas; soy demasiado vieja para ello. En el pasado, aún me acuerdo, teníamos un alforfón que llegaba hasta la cintura. ¡Hoy es otra cosa! Aunque, según dicen, todo marcha ahora mejor —en ese momento la anciana suspiró. Cualquier observador habría percibido en ese suspiro un estertor del viejo siglo XVIII.

 

—He oído decir, señora, que sus criadas tejen unos tapices excelentes —dijo Vasilisa Káshporovna, tocando de ese modo la fibra más sensible de la anciana que, al oír esas palabras, pareció animarse y empezó a hablar profusamente del modo de teñir las madejas y de la manera de preparar el hilo para ese efecto. De los tapices, la conversación pasó a ocuparse de los pepinillos salados y de las peras secas. En una palabra, antes de que transcurriera una hora, las dos damas conversaban como si se conocieran desde hacía un siglo. Vasilisa Káshporovna se había puesto a hablar en voz tan baja que Iván Fiódorovich no conseguía oír nada.

 

—Si quiere usted verlo —preguntó la vieja dueña, poniéndose en pie.

 

Las señoritas y Vasilisa Káshporovna también se levantaron y todos se dirigieron a la habitación de las criadas. No obstante, la tía le hizo una señal a su sobrino para que se quedara y murmuró algunas palabras a la viejecita.

 

—¡Máshenka! —dijo la anciana, dirigiéndose a la señorita rubia—. Quédate con el invitado y habla con él para que no se aburra.

 

La señorita rubia se quedó y se acomodó en el sofá. Iván Fiódorovich se sentó en su silla como sobre alfileres, ruborizado y con los ojos bajos; pero la señorita no parecía advertir su turbación: seguía sentada en el sofá con aire indiferente, examinando con atención las ventanas y las paredes o siguiendo con la vista al gato, que se deslizaba temeroso bajo las sillas.

 

Iván Fiódorovich se animó un poco y trató de iniciar una conversación; pero parecía como si hubiera perdido todas las palabras por el camino. Ni un solo pensamiento le venía a la cabeza.

 

El silencio se prolongó durante casi un cuarto de hora. La señorita seguía sentada en la misma postura.

 

Finalmente Iván Fiódorovich se armó de valor:

 

—¡En verano hay muchas moscas, señorita! —exclamó con un ligero temblor en la voz.

 

—¡Muchísimas! —respondió la señorita—. Mi hermano ha fabricado un cazamoscas con un viejo zapato de mamá, pero aun así hay muchas.

 

En este punto la conversación se interrumpió e Iván Fiódorovich ya no encontró ningún otro tema del que hablar.

 

Finalmente la dueña, la tía y la señorita morena regresaron. Después de charlar durante un rato, Vasilisa Káshporovna se despidió de la anciana y de las señoritas, sin atender sus insistentes demandas para que se quedaran a pasar la noche. La anciana y las señoritas acompañaron a los invitados hasta la entrada y estuvieron largo rato saludando a la tía y al sobrino, asomados a la calesa.

 

—¡Bueno, Iván Fiódorovich! ¿De qué hablaste con la señorita cuando os quedasteis solos? —le preguntó la tía por el camino.

 

—¡María Grigórievna es una muchacha muy modesta y formal! —dijo el sobrino.

 

—¡Escucha, Iván Fiódorovich! ¡Quiero hablar contigo seriamente! Gracias a Dios, tienes ya treinta y siete años. Has alcanzado una graduación elevada. ¡Es hora de que pienses en tener hijos! Necesitas imperiosamente una esposa…

 

—¡Pero tía! —gritó asustado Iván Fiódorovich—. ¡Una esposa! ¡Pero cómo! No, tía, hágame el favor… Me hace usted sentir una vergüenza espantosa… No he estado nunca casado… ¡No sé lo que hay que hacer!

 

—Ya lo sabrás, Iván Fiódorovich, ya lo sabrás —dijo sonriendo la tía, al tiempo que pensaba: “Es aún muy joven. No sabe nada”—. ¡Sí, Iván Fiódorovich! —prosiguió en voz alta—. En ninguna parte encontrarás una esposa mejor que María Grigórievna. Además, te ha gustado mucho. Ya he hablado con la viejecita del asunto y ha comentado que se alegraría mucho de tenerte como yerno; es verdad que aún no sabemos lo que dirá ese pecador de Grigórievich. Pero no vamos a preocuparnos de él. Como se atreva a no darle dote, iremos a los tribunales…

 

En ese momento la calesa entró en el patio y los viejos jamelgos se animaron al presentir la proximidad de la cuadra.

 

—¡Escucha, Omelka! Antes de dar de beber a los caballos, déjalos que descansen un rato. Son unas bestias muy impetuosas. Bueno, Iván Fiódorovich —continuó la tía, mientras bajaba del carruaje—, te aconsejo que lo pienses bien. Yo tengo que entrar un momento en la cocina; he olvidado dar las órdenes para la cena y seguro que la inepta de Soloja no ha preparado nada.

 

Pero Iván Fiódorovich seguía inmóvil, como si le hubiera caído un rayo. Cierto que María Grigórievna era una señorita nada fea, ¡pero de ahí a casarse!… Esa idea le parecía tan extraña, tan peregrina, que no podía pensar en ella sin sentir una especie de terror. ¡Vivir con una esposa!… ¡Qué cosa más incomprensible! No estaría solo en su habitación. ¡Tendrían que estar siempre juntos!… Su cara fue cubriéndose de sudor a medida que profundizaba en sus elucubraciones.

 

Se fue a la cama más pronto de lo habitual, pero a pesar de sus esfuerzos no pudo quedarse dormido. Finalmente, el anhelado sueño, ese consuelo universal, le visitó; pero ¡qué sueño! Nunca había tenido unas visiones tan incoherentes. Al principio soñó que a su alrededor todo giraba y rugía, mientras él corría con todas sus fuerzas. Estaba a punto de caer extenuado cuando alguien le cogía por una oreja. “¡Ay! ¿Quién es?”. “¡Soy yo, tu mujer!”, le decía una poderosa voz. Y él entonces se despertaba. Luego se imaginó que estaba ya casado; todo en la casa se le antojaba raro, sorprendente; en su habitación, en lugar de una cama sencilla, había otra doble. Su mujer estaba sentada en una silla. Una sensación de extrañeza se apoderó de él. No sabía cómo acercarse a ella ni qué decirle; de pronto advirtió que tenía cara de ganso. Casualmente volvió la cabeza y vio a otra esposa, también con cara de ganso. Volvió a girarse y vio a una tercera esposa. Se dio la vuelta y apareció otra más. Presa de la angustia, salió corriendo al jardín, pero allí hacía mucho calor. Se quitó el sombrero y vio que en su interior estaba la esposa. Su rostro se cubrió de sudor. Quiso sacar un pañuelo del bolsillo, pero allí encontró a la esposa; sacó de su oreja un trozo de algodón y en él iba la esposa… De pronto se puso a saltar a la pata coja, y su tía, al verlo, le dijo con aire grave: “Sí, tienes que saltar porque ahora eres un hombre casado”. Trató de acercarse a ella, pero la tía se convirtió en un campanario. Sintió que alguien lo arrastraba hacía allí, tirando de él con una cuerda. “¿Quién me arrastra?”, preguntó Iván Fiódorovich con voz plañidera. “Soy yo, tu mujer; te arrastro porque eres una campana”. “No, no soy una campana; soy Iván Fiódorovich”, gritó. “Sí, eres una campana”, dijo el coronel del regimiento de infantería de P***, pasando junto a él. De pronto empezó a soñar que su esposa no era un ser humano, sino una especie de paño de lana. Estaba en Moguiliov y entraba en una tienda. “¿Qué tela desea?”, decía el comerciante. “Llévese una esposa, está de moda y es un género muy bueno. Es el que eligen todos para hacerse las levitas”. El comerciante midió y cortó una esposa. Iván Fiódorovich se la puso debajo del brazo y se dirigió a la tienda de un sastre judío. “No”, le dijo éste. “¡Es una tela muy mala! Nadie la usa para hacerse las levitas…”.

 

Iván Fiódorovich se despertó atemorizado y muy alterado. Estaba bañado en un sudor frío.

 

En cuanto se levantó por la mañana, consultó su libro de adivinaciones, en cuyo final un librero virtuoso, con una bondad y un desinterés desusados, había añadido una guía de sueños abreviada. Pero allí no encontró nada que guardara siquiera una leve semejanza con su deshilvanado sueño.

 

Mientras tanto, la tía había concebido un plan completamente nuevo, del que se informará en el próximo capítulo.



FIN

Con afecto,

Ruben

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