Iván Fiódorovich Shponka y su tía 2
[Cuento - Texto completo.]
Nicolai Gogol
IV. EL ALMUERZO
A la hora del almuerzo
Iván Fiódorovich entró en la aldea de Jórtische y se aproximó, un poco
intimidado, a la casa señorial. Era una construcción larga y no tenía la techumbre
de cañas, como la mayoría de las casas señoriales de los alrededores, sino de
madera. En el patio había dos graneros también con techo de madera; la cancela
era de roble. Iván Fiódorovich se sentía como un petimetre que asiste a un
baile y comprueba que todas las personas que le rodean visten con mayor
elegancia que él. Por respeto, detuvo su carricoche junto a un granero y se
dirigió a pie a la escalera principal.
—¡Ah, Iván Fiódorovich!
—gritó el gordo Grigori Grigórievich, que paseaba por el patio vestido con
levita, aunque sin corbata, chaleco ni tirantes. No obstante, incluso ese
atuendo debía de pesar a su ancha y obesa figura, pues el sudor le caía a
chorros—. Me dijo usted que vendría en cuanto viera a su tía, pero hasta el día
de hoy no se ha dignado pasar por aquí —y a continuación los labios de Iván
Fiódorovich se encontraron con los almohadones ya conocidos.
—Estoy muy ocupado con la
hacienda… Solo me quedaré un minuto; en realidad, vengo a hablarle de un
asunto…
—¿Un minuto? De ninguna
manera. ¡Eh, mozo! —gritó el grueso propietario, y aquel mismo muchacho de la
casaca salió corriendo de la cocina—. Dile a Kasián que cierre inmediatamente
la cancela. ¿Me oyes? ¡Que la cierre con llave! ¡Y que desenganche ahora mismo
el caballo de este señor! Haga el favor de entrar en la casa; aquí hace tanto
calor que tengo toda la camisa empapada.
Una vez en el interior de
la vivienda, Iván tiódorovich, a pesar de su timidez, decidió no perder el
tiempo y abordar el asunto con decisión.
—Mi tía ha tenido el
honor… Me ha comentado que la escritura de donación del difunto Stepán Kuzmich…
No es fácil describir el
gesto de desagrado que se dibujó en el ancho rostro de Grigori Grigórievich al
escuchar esas palabras.
—¡Le juro que no oigo
nada! —respondió—. Debo decirle que en una ocasión se me metió en la oreja
izquierda una cucaracha. Esos malditos katsaps tienen las isbas llenas de
cucarachas. No hay pluma que pueda describir ese tormento. Era un hormigueo,
una especie de hormigueo. Al final me curó una vieja con un procedimiento de lo
más sencillo…
—Quería decirle… —se
atrevió a interrumpirle Iván Fiódorovich, viendo que Grigori Grigórievich
trataba deliberadamente de cambiar de tema— que en el testamento del difunto
Stepán Kuzmich se menciona, digámoslo así, una escritura de donación… según la
cual me corresponde…
—Ya veo que a su tía le ha
faltado tiempo para contarle todas esas historias. ¡Es mentira! ¡Le juro que es
mentira! Mi tío no preparó ninguna escritura de donación, aunque es cierto que
en el testamento se hace alusión a cierto legado. Pero ¿dónde está ese
documento? Nadie lo ha presentado. Si le digo todo esto es por su propio bien.
¡Le juro que es mentira!
Iván Fiódorovich guardó
silencio, pensando que tal vez su tía se había equivocado.
—¡Ahí vienen mi madre y
mis hermanas! —exclamó Grigori Grigórievich—. Eso quiere decir que el almuerzo
está listo. ¡Vamos! —y a continuación tomó a Iván Fiódorovich por el brazo y lo
llevó hasta una habitación en la que, sobre una mesa, había dispuestas unas fuentes
con entremeses y unas botellas de vodka.
En ese mismo momento
entraban en la estancia una viejecita de baja estatura, una verdadera cafetera
con cofia, y dos señoritas, una rubia y otra morena. Iván Fiódorovich, como
caballero bien educado, besó primero la mano de la viejecita y a continuación
las de las dos señoritas.
—¡Es nuestro vecino Iván
Fiódorovich Shponka, madre! —dijo Grigori Grigórievich.
La viejecita miró
atentamente a Iván Fiódorovich, o al menos así lo pareció. Por lo demás, era la
bondad en persona. Se diría que quería informarse de cuántos pepinillos salaba
en invierno Iván Fiódorovich.
—¿Ha tomado usted vodka?
—preguntó la anciana.
—Seguramente ha dormido
usted mal, madre —dijo Grigori Grigórievich—. ¿A quién se le ocurre preguntarle
a un invitado si ha tomado vodka? Ofrézcaselo, que si ha bebido o no es asunto
suyo. Iván Fiódorovich, haga el favor, ¿prefiere aguardiente de centaura o
vodka Trojimov? Pero ¿qué haces ahí parado, Iván Ivánovich? —preguntó Grigori
Grigórievich, volviéndose; en ese momento Iván Fiódorovich vio cómo Iván
Ivánovich se aproximaba a la mesa; iba vestido con una levita de largos
faldones y un gran cuello almidonado que le cubría toda la nuca, de modo que la
cabeza parecía aposentarse sobre el cuello como sobre un coche.
Iván Ivánovich se acercó
al vodka, se frotó las manos, examinó con atención la copa, la llenó, la acercó
a la luz y se metió en la boca de una vez todo el contenido; pero no lo tragó,
sino que se enjuagó varias veces con él, y solo entonces lo ingirió,
acompañándolo de una rebanada de pan con setas saladas. A continuación se
dirigió a Iván Fiódorovich.
—¿Es con el señor Iván
Fiódorovich Shponka con quien tengo el honor de hablar?
—Así es —respondió Iván
Fiódorovich.
—Ha cambiado usted mucho
desde la primera vez que lo vi. Le he conocido así de pequeño —y al pronunciar
esas palabras señaló con la palma de la mano una altura de una vara—. Su
difunto padre, que en gloria esté, era un hombre singular. Melones y sandías
como los que él tenía ya no se encuentran en ningún sitio. Aquí también
servirán melones —añadió, llevándoselo aparte—. Pero ¿qué clase de melones? ¡Da
pena verlos! Créame, estimado señor: tenía unas sandías así de grandes —exclamó
con aire misterioso, separando los brazos como si quisiera abrazar un tronco
muy grueso—. ¡Así de grandes, se lo juro!
—¡A la mesa! —dijo Grigori
Grigórievich, cogiendo por el brazo a Iván Fiódorovich.
Pasaron todos al comedor.
Grigori Grigórievich se sentó en su sitio habitual, en el extremo de la mesa,
se anudó al cuello una enorme servilleta, que le daba el aspecto de esos héroes
dibujados en los letreros de los barberos. Iván Fiódorovich, ruborizándose, se
sentó en el lugar que le indicaban, frente a las dos señoritas; Iván Ivánovich
se apresuró a sentarse a su lado, muy contento de tener alguien a quien
comunicar sus observaciones.
—No debía haberse servido
la rabadilla, Iván Fiódorovich. ¡Es pavo! —dijo la viejecita, volviéndose hacia
él, mientras un aldeano vestido con un frac gris remendado de negro, que hacía
las veces de camarero, le presentaba la fuente—. ¡Coja pechuga!
—¡Mamá, nadie le ha
preguntado nada! —exclamó Grigori Grigórievich—. ¡No le quepa duda de que el
invitado sabe lo que debe servirse! ¡Iván Fiódorovich, coja un ala, no, la otra,
ésa con el estómago! Pero ¿por qué se sirve tan poco? ¡Coja un muslo! Y tú,
¿qué haces ahí parado con la fuente? ¡Implora! ¡Ponte de rodillas, canalla! Di
ahora mismo: “¡Iván Fiódorovich, coja usted un muslo!”.
—¡Iván Fiódorovich, coja
usted un muslo! —bramó el camarero, poniéndose de rodillas con la bandeja.
—Hum… ¡Vaya un pavo! —dijo
en voz baja y con aire despectivo Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino—.
¡No es así como se los imagina uno! ¡Si viera los que tengo yo! Le aseguro que
uno solo tiene más grasa que diez de éstos. Créame, señor mío, que hasta da
asco mirarlos cuando se pasean por el patio: tanta grasa tienen.
—¡Mientes, Iván Ivánovich!
—exclamó Grigori Grigórievich, que había escuchado sus palabras.
—Le digo que el año pasado
—continuó en el mismo tono Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino y fingiendo
no haber oído el comentario de Grigori Grigórievich—, cuando los envié a
Gadiach, me los pagaban a cincuenta kopeks la pieza, y aún así no quise
venderlos.
—¡Iván Ivánovich, te digo
que mientes! —exclamó Grigori Grigórievich, levantando la voz y separando mucho
las sílabas, para que se le entendiera mejor.
Pero Iván Ivánovich, como
si la cosa no fuera con él, siguió hablando del mismo modo, aunque en voz más
baja. —Como le iba diciendo, mi querido señor, no los quise vender. No hay en
Gadiach un solo propietario…
—¡Iván Ivánovich! ¡Eres
tonto y nada más! —dijo Grigori Grigórievich con voz tronante—. Iván
Fiódorovich sabe todo eso mejor que tú y no cree una palabra de lo que dices.
Esta vez Iván Ivánovich se
ofendió de veras, se calló y se dedicó a engullir su pavo, a pesar de que no
era tan grasiento como aquéllos a los que daba asco mirar.
El tintineo de los
cuchillos, de las cucharas y de los platos sustituyó durante un tiempo el rumor
de la conversación; pero por encima de todo se oía el ruido que hacía Grigori
Grigórievich al chupar el tuétano de un hueso de cordero.
—¿Han leído ustedes
—preguntó Iván Ivánovich después de unos instantes de silencio, sacando la
cabeza de su carruaje y volviéndola hacia Iván Fiódorovich— el Viaje de
Korobénikov a los Santos Lugares? ¡Es un verdadero placer para el alma y el
corazón! Ya no se imprimen libros así. Es una pena que no me haya fijado en el
año de publicación.
Cuando Iván Fiódorovich
escuchó que se hablaba de libros, comenzó a servirse salsa con determinación.
—Causa verdadero asombro,
mi querido señor, que un simple comerciante recorriera todos esos lugares. ¡Más
de tres mil kilómetros, señor mío! ¡Más de tres mil kilómetros! Es evidente que
Dios mismo lo juzgó digno de visitar Palestina y Jerusalén.
—¿Dice usted que estuvo
incluso en Jerusalén? —exclamó Iván Fiódorovich, que había oído hablar mucho de
esa ciudad a su ordenanza.
—¿De qué habla usted, Iván
Fiódorovich? —preguntó Grigori Grigórievich desde el otro extremo de la mesa.
—He aprovechado la ocasión
para comentar que hay en el mundo países muy lejanos —dijo Iván Fiódorovich,
muy satisfecho de haber pronunciado una frase tan larga y complicada.
—¡No le crea, Iván Fiódorovich!
—apuntó Grigori Grigórievich, que no le había oído bien—. ¡No dice más que
mentiras!
Al poco rato el almuerzo
llegó a su fin. Grigori Grigórievich se dirigió a su habitación, según su
costumbre, para echar una cabezada; los invitados siguieron a la anciana dueña
de la casa y a las señoritas al salón, donde la mesa, que habían dejado llena
de botellas de vodka cuando se fueron a comer, se había cubierto, como por arte
de magia, de platitos con mermelada de diferentes clases y fuentes con sandías,
cerezas y melones.
La ausencia de Grigori
Grigórievich era percibida por todos. La dueña de la casa se volvió más locuaz
y desveló, sin hacerse de rogar, muchos secretos sobre la manera de preparar el
dulce de fruta y de secar las peras. Incluso las señoritas introdujeron algún
comentario, aunque la rubia, que parecía unos seis años más joven que su
hermana —a juzgar por su aspecto tendría veinticinco—, se mostraba más callada.
Pero el que más hablaba y
se movía era Iván Ivánovich. Convencido de que nadie le molestaría ni le
interrumpiría, hablaba de los pepinillos y de la manera de sembrar las patatas,
se refería a la cantidad de gente sensata que había en el pasado – ¡nada que
ver con la época actual! —y comentaba que, a medida que pasaba el tiempo, las gentes
se volvían más listas e inventaban cosas más ingeniosas. En una palabra, era
una de esas personas que se deleitan con los placeres de la conversación y os
hablan de cualquier tema. Si la conversación se ocupaba de asuntos importantes
o piadosos, Iván Ivánovich suspiraba después de cada palabra, inclinando
levemente la cabeza; si se abordaban cuestiones domésticas, sacaba la cabeza de
su carruaje y hacía tales gestos que ellos solos bastaban para explicar cómo se
preparaba el levas de pera, cuál era el tamaño de los melones de los que
hablaba y qué grasientos eran los pavos que correteaban por su patio.
Finalmente, al precio de
grandes esfuerzos, Iván Fiódorovich consiguió despedirse al atardecer. A pesar
de su carácter conciliador y de que le solicitaban encarecidamente que pasara
allí la noche, se mantuvo firme en su decisión de marcharse y se marchó.
IV. UN NUEVO PLAN DE LA
TÍA
—¿Y bien? ¿Has conseguido
sacarle a ese viejo truhán la escritura de donación?
Con esa pregunta recibió
la tía a Iván Fiódorovich; llevaba esperándole varias horas con impaciencia en
el porche y al final, sin poder contenerse, había atravesado la cancela y se
había dirigido a su encuentro.
—¡No, tía! —dijo Iván
Fiódorovich, bajando del coche—. Grigori Grigórievich no tiene ninguna
escritura de donación.
—¡Y tú te lo has creído!
¡Miente, el maldito! Si un día me encuentro con él te aseguro que le daré una
tunda con mis propias manos. ¡Le haré perder un poco de grasa! No obstante,
antes hay que hablar con el secretario del tribunal para ver si hay algún medio
de llevarlo a juicio… Pero no se trata ahora de eso. Dime, ¿el almuerzo fue
bueno?
—Bueno… muy bueno, tía.
—Vamos, cuéntame qué
platos había. Sé que la vieja tiene mucha maña para la cocina.
—Había pasteles de requesón,
con nata agria, tía. Pichones en salsa rellenos de…
—¿Sirvieron pavo con
ciruelas? —preguntó la tía, pues ella misma era una verdadera experta en
preparar ese plato.
—¡También había pavo!… Son
muy guapas esas señoritas, las hermanas de Grigori Grigórievich; sobre todo la
rubia.
—¡Ah! —exclamó la tía,
mirando con atención a Iván Fiódorovich, que se azoró y bajó los ojos. Una
nueva idea le pasó por la cabeza—. Bueno, ¿qué? —preguntó con viveza y
curiosidad—. ¿Cómo tiene las cejas?
No está de más señalar que
la tía consideraba las cejas de las mujeres el principal distintivo de su
belleza.
—Sus cejas, tía, son
exactamente iguales a las que, según sus palabras, tenía usted de joven. Y todo
su rostro está cubierto de pequeñas pecas.
—¡Ah! —exclamó la tía,
satisfecha de la observación de Iván Fiódorovich, al que ni siquiera se le
había pasado por la cabeza hacerle un cumplido—. ¿Y qué vestido llevaba? Aunque
probablemente no es fácil encontrar ahora tejidos tan sólidos como, por
ejemplo, el de esta bata mía. Pero no se trata de eso. Dime, ¿hablaste de algo
con ella?
—¿Qué quiere decir?… Yo,
tía… Tal vez piense usted…
—¿Y qué tiene eso de
extraño? ¡Si Dios lo quiere! Quizás esté escrito que hayáis de formar una buena
pareja.
—No sé, tía, cómo puede hablarme
usted así. Eso demuestra que no me conoce usted nada…
—¡Vaya, ya te has
ofendido! —dijo la tía. “Todavía es muy joven”, se dijo. “No sabe nada. Es
necesario que se traten, que se conozcan”.
A continuación la tía se
separó de Iván Fiódorovich y fue a echar una ojeada a la cocina. A partir de
ese día solo pensó en una cosa: ver casado cuanto antes a su sobrino y tener
pequeños nietos a los que cuidar. Los diferentes preparativos de la boda ocupaban
toda su imaginación y, aunque se advertía que se afanaba en sus quehaceres más
que antes, los asuntos iban peor que mejor. A menudo, mientras preparaba algún
dulce, cuya elaboración no solía confiar a la cocinera, se olvidaba de todo y
se imaginaba que a su lado había un nieto que le pedía un trozo de pastel;
extendía distraídamente la mano con la mejor porción y un perro guardián,
aprovechando la oportunidad, atrapaba el apetitoso bocado y lo masticaba con
estrépito, sacando a la tía de su ensoñación y ganándose una buena tunda con el
atizador. Incluso había renunciado a sus actividades favoritas y ya ni siquiera
iba de caza, sobre todo desde el día en que, pensando que se trataba de una
perdiz, abatió a un cuervo, algo que no le había sucedido nunca.
Finalmente, al cabo de
unos cuatro días, todos vieron cómo sacaban el carruaje de la cochera y lo
llevaban al patio. El cochero Omelka, que también desempeñaba funciones de
hortelano y guardián, estuvo trabajando con el martillo desde el amanecer,
sujetando el cuero y espantando una y otra vez a los perros, que venían a lamer
las ruedas. Considero mi deber advertir al lector que esa calesa era la misma
utilizada en su día por Adán; así pues, si alguien pretendiera que algún otro
carruaje perteneció a Adán, la aseveración sería una sucia mentira y la calesa
una falsificación. Se ignora por completo cómo pudo salvarse del diluvio. Hay
que pensar que en el arca de Noé había una cochera especial para ella. Es una
pena que no pueda ofrecer al lector una descripción viva de su figura. Baste
decir que Vasilisa Káshporovna estaba muy satisfecha de su arquitectura y no
dejaba de lamentarse de que los carruajes antiguos ya no estuvieran de moda. La
misma estructura del carruaje, un poco vencida de un lado, de modo que la parte
derecha quedaba bastante más alta que la izquierda, le gustaba mucho, pues
decía que las personas pequeñas podían ir a un lado y las grandes al otro. Por
lo demás, en el interior del carruaje había espacio para cinco hombres pequeños
y tres del tamaño de la tía.
A eso del mediodía Omelka,
que había terminado de adecentar la calesa, sacó de la cuadra tres caballos
apenas más jóvenes que el carruaje y empezó a atarlos por medio de una cuerda
al majestuoso coche. Iván Fiódorovich y su tía, uno por el lado izquierdo y la
otra por el derecho, subieron a la calesa y se pusieron en camino. Los
campesinos con los que se cruzaban, al ver un carruaje tan rico (la tía rara
vez viajaba en él) se detenían con aire respetuoso, se quitaban la gorra y
hacían profundas reverencias. Al cabo de unas dos horas el coche se detuvo ante
la entrada… No creo necesario decir que se trataba de la entrada de la mansión
de Storchenko. Grigori Grigórievich no estaba en casa. La anciana y las
señoritas recibieron a los huéspedes en el comedor. La tía se aproximó con paso
majestuoso, avanzó un pie con mucha desenvoltura y dijo con voz sonora:
—Estoy muy contenta,
señora mía, de tener el honor de presentarle personalmente mis respetos.
Además, permítame expresarle mi agradecimiento por la acogida dispensada a mi
sobrino Iván Fiódorovich, que tanto me ha ponderado. ¡Tiene un alforfón
estupendo, señora! Lo he visto cuando nos acercábamos a la aldea. Permítame que
le pregunte: ¿cuántas gavillas obtiene por cada hectárea?
A continuación, todos se
besaron. Una vez que unos y otros estuvieron instalados en el salón, la vieja
ama de la casa exclamó:
—En lo que respecta al
alforfón, no puedo decirle: eso es asunto de Grigori Grigórievich. Hace ya
mucho tiempo que no me ocupo de esas cosas; soy demasiado vieja para ello. En
el pasado, aún me acuerdo, teníamos un alforfón que llegaba hasta la cintura.
¡Hoy es otra cosa! Aunque, según dicen, todo marcha ahora mejor —en ese momento
la anciana suspiró. Cualquier observador habría percibido en ese suspiro un
estertor del viejo siglo XVIII.
—He oído decir, señora,
que sus criadas tejen unos tapices excelentes —dijo Vasilisa Káshporovna,
tocando de ese modo la fibra más sensible de la anciana que, al oír esas
palabras, pareció animarse y empezó a hablar profusamente del modo de teñir las
madejas y de la manera de preparar el hilo para ese efecto. De los tapices, la
conversación pasó a ocuparse de los pepinillos salados y de las peras secas. En
una palabra, antes de que transcurriera una hora, las dos damas conversaban
como si se conocieran desde hacía un siglo. Vasilisa Káshporovna se había
puesto a hablar en voz tan baja que Iván Fiódorovich no conseguía oír nada.
—Si quiere usted verlo
—preguntó la vieja dueña, poniéndose en pie.
Las señoritas y Vasilisa
Káshporovna también se levantaron y todos se dirigieron a la habitación de las
criadas. No obstante, la tía le hizo una señal a su sobrino para que se quedara
y murmuró algunas palabras a la viejecita.
—¡Máshenka! —dijo la
anciana, dirigiéndose a la señorita rubia—. Quédate con el invitado y habla con
él para que no se aburra.
La señorita rubia se quedó
y se acomodó en el sofá. Iván Fiódorovich se sentó en su silla como sobre
alfileres, ruborizado y con los ojos bajos; pero la señorita no parecía
advertir su turbación: seguía sentada en el sofá con aire indiferente,
examinando con atención las ventanas y las paredes o siguiendo con la vista al
gato, que se deslizaba temeroso bajo las sillas.
Iván Fiódorovich se animó
un poco y trató de iniciar una conversación; pero parecía como si hubiera
perdido todas las palabras por el camino. Ni un solo pensamiento le venía a la
cabeza.
El silencio se prolongó
durante casi un cuarto de hora. La señorita seguía sentada en la misma postura.
Finalmente Iván
Fiódorovich se armó de valor:
—¡En verano hay muchas
moscas, señorita! —exclamó con un ligero temblor en la voz.
—¡Muchísimas! —respondió
la señorita—. Mi hermano ha fabricado un cazamoscas con un viejo zapato de
mamá, pero aun así hay muchas.
En este punto la
conversación se interrumpió e Iván Fiódorovich ya no encontró ningún otro tema
del que hablar.
Finalmente la dueña, la
tía y la señorita morena regresaron. Después de charlar durante un rato,
Vasilisa Káshporovna se despidió de la anciana y de las señoritas, sin atender
sus insistentes demandas para que se quedaran a pasar la noche. La anciana y
las señoritas acompañaron a los invitados hasta la entrada y estuvieron largo
rato saludando a la tía y al sobrino, asomados a la calesa.
—¡Bueno, Iván Fiódorovich!
¿De qué hablaste con la señorita cuando os quedasteis solos? —le preguntó la
tía por el camino.
—¡María Grigórievna es una
muchacha muy modesta y formal! —dijo el sobrino.
—¡Escucha, Iván
Fiódorovich! ¡Quiero hablar contigo seriamente! Gracias a Dios, tienes ya
treinta y siete años. Has alcanzado una graduación elevada. ¡Es hora de que
pienses en tener hijos! Necesitas imperiosamente una esposa…
—¡Pero tía! —gritó
asustado Iván Fiódorovich—. ¡Una esposa! ¡Pero cómo! No, tía, hágame el favor…
Me hace usted sentir una vergüenza espantosa… No he estado nunca casado… ¡No sé
lo que hay que hacer!
—Ya lo sabrás, Iván
Fiódorovich, ya lo sabrás —dijo sonriendo la tía, al tiempo que pensaba: “Es
aún muy joven. No sabe nada”—. ¡Sí, Iván Fiódorovich! —prosiguió en voz alta—.
En ninguna parte encontrarás una esposa mejor que María Grigórievna. Además, te
ha gustado mucho. Ya he hablado con la viejecita del asunto y ha comentado que
se alegraría mucho de tenerte como yerno; es verdad que aún no sabemos lo que
dirá ese pecador de Grigórievich. Pero no vamos a preocuparnos de él. Como se
atreva a no darle dote, iremos a los tribunales…
En ese momento la calesa
entró en el patio y los viejos jamelgos se animaron al presentir la proximidad
de la cuadra.
—¡Escucha, Omelka! Antes
de dar de beber a los caballos, déjalos que descansen un rato. Son unas bestias
muy impetuosas. Bueno, Iván Fiódorovich —continuó la tía, mientras bajaba del
carruaje—, te aconsejo que lo pienses bien. Yo tengo que entrar un momento en
la cocina; he olvidado dar las órdenes para la cena y seguro que la inepta de
Soloja no ha preparado nada.
Pero Iván Fiódorovich
seguía inmóvil, como si le hubiera caído un rayo. Cierto que María Grigórievna
era una señorita nada fea, ¡pero de ahí a casarse!… Esa idea le parecía tan
extraña, tan peregrina, que no podía pensar en ella sin sentir una especie de
terror. ¡Vivir con una esposa!… ¡Qué cosa más incomprensible! No estaría solo
en su habitación. ¡Tendrían que estar siempre juntos!… Su cara fue cubriéndose
de sudor a medida que profundizaba en sus elucubraciones.
Se fue a la cama más
pronto de lo habitual, pero a pesar de sus esfuerzos no pudo quedarse dormido.
Finalmente, el anhelado sueño, ese consuelo universal, le visitó; pero ¡qué
sueño! Nunca había tenido unas visiones tan incoherentes. Al principio soñó que
a su alrededor todo giraba y rugía, mientras él corría con todas sus fuerzas.
Estaba a punto de caer extenuado cuando alguien le cogía por una oreja. “¡Ay!
¿Quién es?”. “¡Soy yo, tu mujer!”, le decía una poderosa voz. Y él entonces se
despertaba. Luego se imaginó que estaba ya casado; todo en la casa se le
antojaba raro, sorprendente; en su habitación, en lugar de una cama sencilla,
había otra doble. Su mujer estaba sentada en una silla. Una sensación de
extrañeza se apoderó de él. No sabía cómo acercarse a ella ni qué decirle; de
pronto advirtió que tenía cara de ganso. Casualmente volvió la cabeza y vio a
otra esposa, también con cara de ganso. Volvió a girarse y vio a una tercera esposa.
Se dio la vuelta y apareció otra más. Presa de la angustia, salió corriendo al
jardín, pero allí hacía mucho calor. Se quitó el sombrero y vio que en su
interior estaba la esposa. Su rostro se cubrió de sudor. Quiso sacar un pañuelo
del bolsillo, pero allí encontró a la esposa; sacó de su oreja un trozo de
algodón y en él iba la esposa… De pronto se puso a saltar a la pata coja, y su
tía, al verlo, le dijo con aire grave: “Sí, tienes que saltar porque ahora eres
un hombre casado”. Trató de acercarse a ella, pero la tía se convirtió en un
campanario. Sintió que alguien lo arrastraba hacía allí, tirando de él con una
cuerda. “¿Quién me arrastra?”, preguntó Iván Fiódorovich con voz plañidera.
“Soy yo, tu mujer; te arrastro porque eres una campana”. “No, no soy una
campana; soy Iván Fiódorovich”, gritó. “Sí, eres una campana”, dijo el coronel
del regimiento de infantería de P***, pasando junto a él. De pronto empezó a
soñar que su esposa no era un ser humano, sino una especie de paño de lana.
Estaba en Moguiliov y entraba en una tienda. “¿Qué tela desea?”, decía el
comerciante. “Llévese una esposa, está de moda y es un género muy bueno. Es el
que eligen todos para hacerse las levitas”. El comerciante midió y cortó una
esposa. Iván Fiódorovich se la puso debajo del brazo y se dirigió a la tienda
de un sastre judío. “No”, le dijo éste. “¡Es una tela muy mala! Nadie la usa
para hacerse las levitas…”.
Iván Fiódorovich se
despertó atemorizado y muy alterado. Estaba bañado en un sudor frío.
En cuanto se levantó por
la mañana, consultó su libro de adivinaciones, en cuyo final un librero
virtuoso, con una bondad y un desinterés desusados, había añadido una guía de
sueños abreviada. Pero allí no encontró nada que guardara siquiera una leve
semejanza con su deshilvanado sueño.
Mientras tanto, la tía
había concebido un plan completamente nuevo, del que se informará en el próximo
capítulo.
FIN
Con afecto,
Ruben
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