Iván Fiódorovich Shponka y su tía 1
[Cuento - Texto completo.]
Nicolai Gogol
Esta historia tiene su
propia historia: nos la contó Stepán Ivánovich Kúrochka, que había venido de
Gadiach. Debo decirles que tengo una pésima memoria: poco importa que me digan
una cosa o que no me la digan. Es lo mismo que pasar agua por un tamiz.
Conociendo ese defecto mío, le pedí que me escribiera el relato en un cuaderno.
Ese hombre siempre ha sido bueno conmigo, que Dios le dé salud, y accedió a
copiarlo. Lo guardé en la mesilla; seguro que la conoce usted: es esa que se ve
en el rincón nada más entrar… Pero he olvidado que usted no ha estado nunca en
mi casa. Mi vieja, con la que llevo viviendo treinta años, no sabe leer ni
escribir; para qué vamos a ocultar ese pecado. Un día advertí que para cocer
los pasteles usaba unas hojas de papel. Prepara unos pasteles estupendos,
estimados lectores; no los hay mejores en el mundo. En cierta ocasión miré
debajo de los pasteles y vi unas palabras escritas. Tuve un presentimiento y me
acerqué a la mesilla: ¡la mitad del cuaderno había desaparecido! Las hojas
restantes las había utilizado para preparar los pasteles. ¿Qué podía hacer? ¡No
va uno a pelearse en los tiempos de la vejez!
El año pasado tuve que
pasar por Gadiach. Antes incluso de llegar a la ciudad, había hecho un nudo en
el pañuelo para no olvidarme de pedirle la historia a Stepán Ivánovich.
Más aún: me hice la
promesa de acordarme siempre que estornudara en la ciudad. Todo fue en vano.
Atravesé la ciudad, estornudé, me soné con el pañuelo, pero no me acordé de
nada; cuando el asunto me vino de nuevo a la cabeza, estábamos ya a seis
kilómetros de la barrera. Nada podía hacerse: tuve que imprimir la historia sin
final. En cualquier caso, si alguien siente la imperiosa necesidad de saber la
continuación de este relato, solo tiene que llegarse hasta Gadiach y preguntar
por Stepán Ivánovich. Él estará encantado de contársela y, en caso de que sea
necesario, empezará por el principio. Vive muy cerca de la iglesia de piedra. Enseguida
verán allí un callejón: no hay más que internarse en él y buscar la segunda o
la tercera puerta. O mejor, hagan lo siguiente: busquen un patio con un gran
poste y una codorniz y si ven que sale a recibirles una gruesa mujer vestida
con una falda verde (no está de más saber que Stepán Ivánovich es soltero), no
duden de que han llegado. También lo pueden encontrar en el mercado, donde
suele estar todas las mañanas hasta las nueve; elige el pescado y la verdura
para su mesa y charla con el padre Antip o el arrendatario judío. Lo
reconoceréis enseguida, pues es el único que lleva pantalones de indiana
estampados y chaqueta de nanquín amarilla. Les daré otro rasgo distintivo: al
andar siempre agita los brazos. El difunto asesor del lugar, Denis Petróvich,
cuando lo veía de lejos, decía: “¡Mirad, mirad, por ahí viene el molino de
viento!”.
I. IVÁN FIÓDOROVICH
SHPONKA
Hace ya cuatro años que
Iván Fiódorovich Shponka recibió el retiro y se fue a vivir a su granja de
Vítrebenki. Cuando no era más que Vániusha estudiaba en la escuela comarcal de
Gadiach, y hay que decir que era un muchacho muy aplicado y de muy buena
conducta. El profesor de gramática rusa, Nikífor Timoféievich Deeprichastie,
decía que si todos sus alumnos fueran tan aplicados como Shponka, no llevaría a
clase su regla de madera de arce con la que, según él mismo reconocía, se
cansaba de golpear las manos de perezosos y traviesos. Su cuaderno siempre
estaba limpio, lleno de líneas trazadas con regla y sin una sola mancha. Apenas
se movía en su asiento, y mantenía las manos juntas y los ojos fijos en el
profesor; nunca colgaba un papel en la espalda del compañero que tenía delante;
no tallaba el pupitre ni jugaba a los empujones antes de la llegada del
maestro. Cuando alguien necesitaba afilar su pluma, se dirigía al momento a
Iván Fiódorovich, pues sabía que éste siempre tenía un cortaplumas; Iván
Fiódorovich, que entonces solo era Vániusha, sacaba su cortaplumas de un
pequeño estuche de cuero, atado al ojal de su chaqueta gris, y pedía solamente
que no raspasen la pluma con el filo, asegurando que para eso estaba el lado
romo. Tan buena conducta pronto atrajo la atención incluso del profesor de
latín, a quien le bastaba con toser en el zaguán, antes de aparecer en la
puerta con su capote y su rostro picado de viruelas, para que el miedo se
adueñara de toda la clase. Ese maestro terrible, que siempre tenía sobre la
cátedra dos manojos de látigos y a la mitad de su auditorio puesto de rodillas,
nombró repetidor a Iván Fiódorovich, aunque en la clase había alumnos mucho más
dotados.
Llegados a este punto no
podemos dejar de mencionar un suceso que influyó en toda su vida. Uno de los
alumnos que estaba a su cargo, tratando de ganarse la voluntad del repetidor
para que escribiera en su boletín, scit, a pesar de que no sabía ni una palabra
de la lección, llevó a la clase una torta untada de mantequilla y envuelta en
un papel. Aunque Iván Fiódorovich siempre había dado pruebas de equidad, ese
día tenía mucha hambre y no pudo resistir la tentación; cogió la torta, se
ocultó detrás de un libro y empezó a comer. Tan ocupado estaba con el dulce,
que ni siquiera advirtió que en la clase se había hecho de pronto un silencio
de muerte. Solo se recobró espantado cuando una mano terrible, emergiendo de un
capote de paño, le agarró por una oreja y lo arrastró hasta el centro de la
clase. “¡Dame esa torta! ¡Dámela te digo, canalla!”, exclamó el terrible
profesor, cogiendo con los dedos la grasienta torta y arrojándola por la
ventana, después de prohibir severamente a los escolares que correteaban por el
patio que la recogieran. A continuación golpeó con enorme fuerza las manos de
Iván Fiódorovich. Y así tenía que ser: las culpables habían sido las manos y no
ninguna otra parte del cuerpo, pues eran ellas las que habían cogido la torta.
Fuera como fuese, desde ese día su acusada timidez aumentó todavía más. Tal vez
ese suceso fuera la causa de que nunca mostrara deseos de ingresar en el
servicio civil, viendo por experiencia que no siempre se puede ocultar lo que se
hace.
Tenía casi quince años
cuando pasó a la segunda clase, donde, en lugar del catecismo abreviado y las
cuatro reglas de aritmética, empezó a ocuparse del catecismo superior, el libro
de los deberes del hombre y los quebrados. Pero al ver que cuanto más se
adentra uno en el bosque más leña encuentra y al recibir la noticia de que su
padre había pasado a mejor vida, al cabo de dos años decidió abandonar el
colegio y, con el consentimiento de su madre, ingresó en el regimiento de
infantería de P***.
El regimiento de
infantería de P*** no se parecía en nada a la mayoría de los de su clase, y a
pesar de que casi todo el tiempo estaba acantonado en pequeñas aldeas, su
régimen de vida poco tenía que envidiar al de algunos regimientos de
caballería. La mayor parte de los oficiales bebía licores helados y sabía tirar
a los judíos de las patillas tan bien como los húsares; algunos sabían incluso
bailar la mazurca, y el coronel del regimiento de P*** nunca dejaba de
señalarlo cuando hablaba con alguien en sociedad: “En mi regimiento”, solía
decir, golpeándose el estómago después de cada palabra, “muchos hombres bailan
la mazurca; muchos, muchísimos”. Para mostrar mejor al lector el grado de
instrucción que reinaba en el regimiento de infantería de P***, añadiremos que
dos oficiales eran apasionados jugadores de naipes, capaces de apostar el
uniforme, la gorra, el capote, el cinto del sable e incluso la ropa interior,
algo que no se ve todos los días, ni siquiera en la caballería.
No obstante, el trato de
semejantes camaradas no atenuó en nada la timidez de Iván Fiódorovich. Como no
bebía licores helados, prefiriendo una copita de vodka antes de la comida y de
la cena, ni bailaba la mazurca ni jugaba a los naipes, era natural que
estuviera siempre solo. Además, mientras los otros tomaban los caballos del
lugar para visitar a los pequeños hacendados, él se quedaba en casa, entregado
a las ocupaciones típicas de las almas bondadosas y dulces: o bien limpiaba sus
botones, o leía un libro de adivinaciones o colocaba trampas para ratones en
los rincones de su habitación o se quitaba el uniforme y se tumbaba en la cama.
En cambio, no había en el regimiento hombre más cumplidor que Iván Fiódorovich.
Mandaba con tanta eficacia su grupo que el capitán de la compañía lo ponía
siempre como ejemplo. De ese modo, apenas once años después de recibir el grado
de alférez, había ascendido a subteniente.
Poco tiempo después
recibió la noticia de la muerte de su madre; una hermana de ésta, y por tanto
tía suya, de la que solo recordaba que siendo niño le había llevado peras secas
y unos deliciosos panecillos que preparaba ella misma (de hecho, había seguido
enviándoselos a Gadiach, pero más tarde había discutido con su madre e Iván
Fiódorovich no había vuelto a verla), esa tía, llevada por su bondad, se había
encargado de regentar su pequeña hacienda, novedad que le había comunicado a su
debido tiempo por medio de una carta. Iván Fiódorovich, que estaba
completamente seguro del buen juicio de su tía, siguió desempeñando sus funciones
como hasta entonces. Cualquier otro en su lugar, al haber obtenido tan alta
graduación, se habría ensoberbecido; pero el orgullo era completamente ajeno a
su naturaleza. Al ascender a subteniente, siguió siendo el mismo Iván
Fiódorovich que había sido como alférez. Cuatro años más tarde de ese notable
acontecimiento, cuando se aprestaba a trasladarse con su regimiento desde la
región de Moguiliov a la de Velikorossia, recibió la siguiente carta:
Mi querido sobrino Iván
Fiódorovich:
Te mando ropa interior,
cinco pares de calcetines de hilo y cuatro camisas de lienzo fino. También
quiero hablarte de otro asunto: como has alcanzado ya una elevada graduación,
como bien sabes, y como has llegado a una edad en la que es necesario que te
ocupes de tu hacienda, no veo ninguna razón para que sigas en el servicio
activo. Yo ya soy vieja y no puedo vigilar como es debido tu propiedad; además,
tengo muchas cosas que comunicarte personalmente. ¡Ven pronto, Vániuska! En
espera de tener el placer sincero de verte, te saluda tu afectuosa tía
Vasilisa Tsuchevska.
En nuestra huerta han
crecido unos nabos tan extraordinarios, que más que nabos parecen patatas.
Una semana después de
recibir esa carta, Iván Fiódorovich escribió la siguiente respuesta:
Estimada tía Vasilisa
Káshporovna:
Le agradezco mucho la ropa
que me ha enviado, sobre todo los calcetines, pues los míos estaban ya muy
viejos; de hecho, mi ordenanza los ha zurcido cuatro veces y en consecuencia
han encogido mucho. En lo que respecta a su opinión sobre mi servicio, le diré
que estoy completamente de acuerdo con usted y que ya hace tres días que he
solicitado el retiro. En cuanto me lo concedan, alquilaré un coche. En lo que
respecta al encargo que me había encomendado previamente, referente a las
semillas de trigo de Siberia, no he podido cumplirlo: en toda la provincia de
Moguiliov me ha sido imposible encontrarlo. Aquí a los cerdos se les da de
comer cebada mezclada con cerveza pasada.
Con la mayor
consideración, estimada tía, le saluda su sobrino
Iván Shponka
Finalmente Iván
Fiódorovich recibió el retiro con el grado de teniente, contrató por cuarenta
rublos a un judío para que lo llevara de Moguiliov a Gadiach y se puso en
camino en el momento en que los árboles se revestían de hojas tiernas y aún
ralas, toda la tierra se cubría de brillante y fresca verdura y en los campos
olía a primavera.
II. EL CAMINO
En el camino no sucedió
nada extraordinario. El viaje duró algo menos de dos semanas. Quizás Iván
Fiódorovich podría haber llegado antes, pero el piadoso judío no trabajaba los
sábados y pasaba el día entero rezando bajo una manta. No obstante, como ya he
tenido ocasión de señalar, Iván Fiódorovich era una persona que no se dejaba
ganar por el aburrimiento. En esas ocasiones abría la maleta, sacaba la ropa
interior, examinaba si estaba bien lavada y bien planchada, quitaba con cuidado
una mota de polvo del uniforme nuevo, cosido ya sin charreteras, y volvía a
colocarlo todo de la mejor manera posible. Puede decirse que no era muy
aficionado a la lectura; y si a veces abría su libro de adivinaciones era solo
porque le gustaba encontrar unas palabras que, a fuerza de haberlas leído
muchas veces, le resultaban conocidas. Actuaba como el ciudadano que se dirige
todos los días al casino, no con la esperanza de escuchar algo nuevo, sino para
reunirse con unos amigos con los que está acostumbrado a charlar desde tiempos
inmemoriales; como el funcionario que lee con fruición la guía de direcciones
varias veces al día, no en virtud de ningún motivo diplomático, sino porque le
entretiene sobremanera ver una lista de nombres impresos. “¡Ah, Iván
Gavrílovich!”, repite para sí. “¡Ah! ¡Ahí estoy yo! ¡Hum!”. Y en cuanto se le
presenta una nueva oportunidad vuelve a leerla con las mismas exclamaciones.
Tras dos semanas de viaje,
Iván Fiódorovich llegó a una pequeña aldea que distaba unos cien kilómetros de
Gadiach. Era viernes. Hacía ya un buen rato que se había puesto el sol cuando
el carruaje, el judío y él entraron en el patio de la posada.
Esa posada no se
diferenciaba en nada de las que suele uno encontrar en las pequeñas ciudades.
Por lo general, en esos albergues se ofrecen al viajero con gran insistencia
heno y avena, como si fuera un caballo de postas. Pero como tenga ganas de desayunar
como las personas respetables, tendrá que guardar intacto su apetito hasta
mejor ocasión. Iván Fiódorovich, que estaba al tanto de esas sutilezas, había
tomado la precaución de llevar consigo dos paquetes con bollos de pan y
salchichón; pidió una copa de vodka, bebida que no suele faltar en ninguna
posada, se sentó en un banco delante de una mesa de roble, cuyas patas estaban
hundidas en el suelo de tierra, y empezó a cenar.
Entretanto se oyó el ruido
de un carruaje que se aproximaba. La cancela chirrió; pero pasó un buen rato
antes de que el coche penetrara en el patio. Una fuerte voz increpaba a la
vieja que regentaba la posada. “¡Voy a entrar”, oyó Iván Fiódorovich, “pero
como una sola chinche me pique en tu casa, te zurraré. Ya lo creo que lo haré,
vieja bruja, y no te daré nada por el heno!”.
Al cabo de un minuto la
puerta se abrió y entró, o mejor dicho se introdujo, un hombre grueso vestido
con una levita de color verde. Su cabeza descansaba inmóvil sobre un cuello
demasiado corto, que parecía aún más gordo a causa de la doble barbilla. A
juzgar por su aspecto, pertenecía a esa clase de personas que no se rompen la
cabeza pensando en naderías y a las que todo en la vida les ha salido rodado.
—¡Le deseo mucha salud,
señor mío! —exclamó al reparar en Iván Fiódorovich.
Iván Fiódorovich saludó en
silencio.
—¿Me permite que le
pregunte con quién tengo el honor de hablar? —añadió el grueso viajero.
—Con el teniente retirado
Iván Fiódorovich Shponka —contestó éste.
—Y ¿puedo preguntarle
adónde se dirige?
—A Vítrebenki, donde tengo
mi propia hacienda.
—¡Vítrebenki! —exclamó el
severo interrogador—. ¡Pero permítame, señor mío, permítame! —dijo,
aproximándose a Iván Fiódorovich y agitando los brazos como si alguien le
impidiera el paso o tuviera que abrirse camino a través de una multitud; una
vez a su lado, le abrazó y le besó, primero en la mejilla derecha, luego en la
izquierda y a continuación de nuevo en la derecha. A Iván Fiódorovich le
agradaron mucho esos besos, pues sus labios habían tomado las grandes mejillas
del desconocido por mullidos almohadones.
—¡Permítame, señor mío,
que me presente! —continuó el gordo—. Yo también poseo una hacienda en la
región de Gadiach y soy vecino suyo. Vivo en la aldea de Jórtische, que se
encuentra a menos de cinco kilómetros de Vítrebenki. Me llamo Grigori
Grigórievich Storchenko. Es de todo punto indispensable, indispensable, señor
mío, que venga a visitarme a la aldea de Jórtische; si no, no le saludaré más.
Ahora llevo prisa, pues tengo que ocuparme de unos asuntos… Pero ¿qué es eso?
—dijo con una voz dulce a su jockey, un joven vestido con una casaca remendada
en el codo, que acababa de entrar y con expresión sorprendida ponía sobre la
mesa unos paquetes y cajas—. ¿Qué es eso? ¿Qué es? —y la voz de Grigori
Grigórievich se fue haciendo cada vez más amenazante—. ¿Acaso te he ordenado
que trajeras esto aquí, querido? ¿Acaso te he pedido que trajeras todo esto,
canalla? ¿Es que no te he dicho que calentaras primero el pollo, bribón? ¡Fuera
de aquí! —gritó, golpeando el suelo con el pie—. ¡Espera, cara de tonto! ¿Dónde
está el cofre con las botellas? ¡Iván Fiódorovich! —continuó, mientras vertía
licor en una copa—. ¡Le pido que lo pruebe! ¡Es medicinal!
—Le aseguro que no puedo…
Ya en una ocasión… —dijo Iván Fiódorovich con temblorosa voz.
—¡No quiero ni oírlo,
señor! —exclamó el propietario, levantando la voz—. ¡No quiero ni oírlo! ¡No me
moveré de este lugar hasta que no lo pruebe!
Cuando Iván Fiódorovich
comprendió que no había manera de rechazar el licor, lo bebió no sin
satisfacción.
—Esto es un pollo, señor
mío —prosiguió el gordo Grigori Grigórievich, cortando el ave con su cuchillo
dentro de una caja de madera—. Debo decirle que mi cocinera Yavdoja a veces
gusta de tomarse un trago; por eso la comida suele quedarle un poco seca. ¡Eh,
mozo! —exclamó dirigiéndose al muchacho de la casaca, que le traía un edredón y
unos almohadones—. ¡Hazme la cama en el suelo, en medio de la habitación! ¡Que
no se te olvide poner un poco de heno bajo la almohada! ¡Y que la vieja te dé
un trozo de cáñamo de la rueca para taparme los oídos por la noche! Debe usted
saber, señor mío, que tengo la costumbre de taparme los oídos por la noche
desde el maldito día en que en una posada rusa se me metió una cucaracha en la
oreja izquierda. Solo más tarde supe que esos malditos katsaps comen hasta la
sopa con cucarachas. No soy capaz de describirle lo que sentí. Era una especie
de hormigueo en el oído, un hormigueo… ¡Como para subirse por las paredes! Ya
en nuestra tierra me curó una simple vieja. ¿Qué cree usted que hizo?
Simplemente recitar unas fórmulas mágicas. ¿Qué opina usted de los médicos,
señor mío? Yo creo que nos toman el pelo y se burlan de nosotros. Algunas
viejas saben veinte veces más que todos esos médicos.
—Efectivamente, lo que
acaba de decir usted es la pura verdad. Algunas viejas… —en ese momento se
detuvo, como si no encontrara los vocablos adecuados para continuar.
No está de más decir que,
en general, Iván Fiódorovich era bastante parco en palabras. Quizás ello se
debiera a su timidez o acaso a un deseo de expresarse con mayor elegancia.
—¡Sacúdelo bien, sacude
bien ese heno! —dijo Grigori Grigórievich a su lacayo—. El heno de aquí es tan
malo que podría haber algún trozo de madera. Permítame, señor mío, que le desee
buenas noches. Mañana no nos veremos, pues yo partiré antes del alba. Su judío
descansará, porque mañana es sábado, así que usted no tiene ninguna necesidad
de levantarse temprano. No olvide usted mi ruego: si no viene a verme a la
aldea de Jórtische, no volveré a saludarle.
Entretanto el criado le
ayudó a quitarse la levita y las botas y le puso una bata; Grigori
Grigórievich, entonces, se dejó caer en la cama, donde parecía un enorme
colchón extendido sobre otro.
—¡Eh, mozo! ¿Adónde vas,
canalla? ¡Ven a arreglarme la manta! ¡Eh, mozo! ¡Ponme bien el heno debajo de
la cabeza! ¿Y qué, le han dado ya de beber a los caballos? ¡Pon más heno!
¡Aquí, en este lado! ¡Pero arréglame bien la manta, canalla! ¡Así! ¡Uf!…
A continuación Grigori
Grigórievich suspiró un par de veces y emitió un silbido tan terrible por la
nariz que se oyó en toda la habitación; de vez en cuando roncaba con tanta
fuerza que la vieja, adormilada en su camastro, se despertaba, miraba a un lado
y a otro, y al no ver nada se tranquilizaba y volvía a quedarse dormida.
Al día siguiente, cuando
Iván Fiódorovich se despertó, el gordo propietario ya no estaba. Ése fue el
único acontecimiento notable que le sucedió durante todo el viaje. Tres días
más tarde empezó a aproximarse a su hacienda.
Cuando aparecieron las
batientes aspas del molino y, a medida que el carruaje ascendía por la colina,
se vislumbraron las hileras de sauces, Iván Fiódorovich sintió que el corazón
le latía con más fuerza. A través de las ramas se divisaba el estanque, que
despedía vivos destellos y exhalaba una fresca brisa. En ese mismo estanque se
había bañado en otros tiempos y, con el agua hasta el cuello, había buscado
cangrejos en compañía de otros muchachos. El carruaje atravesó un dique e Iván
Fiódorovich vio la misma vieja casa, con su techumbre de cañas, y aquellos
manzanos y cerezos a los que en sus días mozos había trepado a escondidas. En
cuanto entraron en el patio, perros de todas clases, marrones, negros, grises o
con manchas acudieron de todas partes. Algunos se lanzaban ladrando a las patas
de los caballos; otros, al darse cuenta de que el eje había sido engrasado con
sebo, corrían detrás del coche; uno se había quedado cerca de la cocina,
sujetaba un hueso con una pata y ladraba con todas sus fuerzas; otro ladraba en
la lejanía y corría de un lado para otro sin dejar de mover la cola, como
diciendo: “¡Mirad, buenas gentes, qué extraordinaria planta tengo!”. Algunos
muchachos, vestidos con sucias camisas, acudieron a ver el carruaje. Una cerda,
que deambulaba por el patio con sus dieciséis lechones, levantó el hocico con
aire interrogativo y gruñó con mayor fuerza que de costumbre. En el suelo del
patio había muchas lonas con montones de trigo, centeno y avena que se secaban
al sol. En el tejado también habían puesto a secar distintos tipos de hierbas:
achicoria salvaje, vellosilla y otras.
Iván Fiódorovich estaba
tan absorbido en la contemplación de ese panorama que solo volvió en sí cuando
un perro con manchas mordió en la pantorrilla al judío, que en ese momento
bajaba del pescante. La servidumbre, compuesta por una cocinera, una mujer y
dos muchachas con faldas de lana, salió corriendo al patio. Después de las
primeras exclamaciones, “¡Pero si es nuestro señorito!”, le anunciaron que su
tía estaba sembrando maíz en el huerto, en compañía de la criada Palashka y del
cochero Omelka, que a menudo desempeñaba también funciones de hortelano y de
guardián… Pero la tía, que desde la lejanía había divisado el carruaje tapizado
de tela de saco, ya estaba allí. Iván Fiódorovich se quedó estupefacto cuando
ésta estuvo a punto de levantarlo en brazos; apenas podía creer que fuera la
misma persona que en sus cartas le había hablado de su decrepitud y de sus
enfermedades.
III. LA TÍA
La tía Vasilisa Káshporovna
tenía entonces cerca de cincuenta años. Nunca se había casado y solía decir que
la vida de soltera era lo que más apreciaba en el mundo. No obstante, en lo que
yo recuerdo, nadie había pedido nunca su mano. Ello se debía a que todos los
hombres sentían en su presencia una especie de timidez y no se atrevían a
declararse. “¡Vasilisa Káshporovna tiene mucho carácter!”, decían los
pretendientes, y tenían mucha razón, porque Vasilisa Káshporovna era capaz de
bajarle los humos a cualquiera. A fuerza de tirarle del tupé con su mano viril,
y sin usar ningún otro procedimiento extraño, había conseguido que el molinero,
que hasta entonces había sido un borracho y una inutilidad, se convirtiera, no
ya en un hombre, sino en un tesoro. Tenía una talla casi gigantesca y una
fuerza y una corpulencia acordes con ella. Parecía como si la naturaleza
hubiera cometido un error imperdonable obligándola a llevar los días de diario
una bata de color marrón oscuro con delicados volantes y un chal rojo de
cachemir el domingo de Pascua y el día de su santo, cuando en realidad le
hubieran cuadrado mejor el bigote y las botas altas de un dragón. En cambio,
sus ocupaciones guardaban una perfecta consonancia con su aspecto exterior:
montaba en barca y manejaba los remos con mayor pericia que cualquier pescador;
cazaba aves; pasaba horas enteras vigilando a los segadores; sabía con
exactitud el número de melones y sandías que tenía en el huerto; cobraba una
tasa de cinco kopeks a cada carro que atravesaba su dique; trepaba a los árboles
para sacudir las peras; pegaba a los sirvientes perezosos con su temible mano y
con esa misma mano obsequiaba a los que lo merecían con una copita de vodka.
Casi al mismo tiempo que regañaba a los criados, teñía las madejas de hilo,
corría a la cocina, preparaba levas, cocía mermeladas con miel; en resumen, se
pasaba todo el día atareada y no desatendía ninguna de sus ocupaciones. La
consecuencia de toda esa actividad era que la pequeña hacienda de Iván
Fiódorovich, que contaba con dieciocho almas según el último censo, había
prosperado en el más amplio sentido de la palabra. Además, quería mucho a su
sobrino y se afanaba en reunir dinero para él.
Desde que Iván Fiódorovich
había regresado a casa, su vida había cambiado por completo y había tomado un
nuevo rumbo. Parecía como si la Naturaleza lo hubiese creado expresamente para
administrar una hacienda de dieciocho almas. Su tía advirtió que sería un buen
amo, aunque no le permitía inmiscuirse en todas las actividades de la hacienda.
“Aún es muy joven”, solía decir, aunque el sobrino frisaba ya los cuarenta
años. “¡Cómo va a saber!”.
No obstante, Iván
Fiódorovich pasaba el día en los campos con los segadores y los guadañadores,
lo que procuraba un goce inexplicable a su pacífica alma. El movimiento
acompasado de una decena o más de brillantes hoces, el ruido de la hierba al
abatirse en hileras regulares, las canciones que de vez en cuando entonaban los
segadores, ya alegres como la llegada de un invitado, ya tristes como la
separación; la tarde limpia y serena. ¡Y qué tarde! ¡Qué aire tan fresco y
ligero! ¡Cómo revive entonces todo! La estepa se vuelve roja, azul y
resplandece de flores; las codornices, las avutardas, las gaviotas, los
grillos, los millares de insectos, con sus silbidos, sus zumbidos, sus chirridos
y sus gritos se funden de pronto en un armonioso coro, sin conceder un solo
instante de silencio. Mientras tanto, el sol se pone y desaparece. ¡Ah, qué
aire más fresco y agradable! En el campo, aquí y allá, se encienden hogueras
sobre las que se disponen calderos; en torno a ellos se sientan los bigotudos
segadores; se eleva por el aire el vapor de las galushhas. El crepúsculo se
vuelve grisáceo… No es fácil describir lo que sentía Iván Fiódorovich en esos
momentos. Junto a los segadores se olvidaba de probar las galushkas, que tanto
le gustaban, y se quedaba inmóvil en su sitio, siguiendo con los ojos el vuelo
de una gaviota que se perdía en el cielo o contando las gavillas de trigo
segado, que tapizaban los campos.
No tardó en extenderse por
los contornos la fama de Iván Fiódorovich, al que se reputaba como un gran amo.
La tía estaba encantada con su sobrino y no desaprovechaba ninguna ocasión de
alabarle. Un día —esto sucedió al final de la siega, es decir, a finales de
julio— Vasilisa Káshporovna cogió a Iván Fiódorovich por el brazo con aire
misterioso y le dijo que quería hablarle de un asunto que le preocupaba desde
hacía mucho tiempo.
—Querido Iván Fiódorovich
—empezó—, sabes muy bien que tu hacienda cuenta con dieciocho almas; eso según
el censo, aunque en realidad esa cifra quizás pueda ascender a veinticuatro.
Pero no se trata de eso. Ya conoces el bosquecillo que linda con nuestras
tierras anegadizas y probablemente sabes que detrás de él se extiende una vasta
pradera de no menos de veinte hectáreas. Produce hierba en tal cantidad que
podría rentar cada año más de cien rublos, especialmente si, como dicen, se
establece en Gadiach un regimiento de caballería.
—Claro que lo conozco,
tía: esa hierba es muy buena.
—Ya sé que es muy buena.
Pero ¿a que no sabes que esa tierra en realidad es tuya? ¿Por qué me miras con
esa cara? ¡Escucha, Iván Fiódorovich! ¿Te acuerdas de Stepán Kuzmich? ¡Pero
cómo vas a acordarte! Eras entonces tan pequeño que ni siquiera podías
pronunciar su nombre. ¡Qué cosas digo! Recuerdo que llegué la víspera de San
Felipe, te cogí en brazos y casi me estropeas el vestido; por suerte, tuve
tiempo de pasarte a Matriona, tu nodriza. ¡Qué malo eras entonces!… Pero no se
trata de eso. Toda la tierra que hay detrás de nuestra hacienda y la propia
aldea de Jórtische pertenecían a Stepán Kuzmich. Debo decirte que, antes de que
tú vinieras al mundo, empezó a visitar a tu madre; cierto que en los momentos
en que tu padre no estaba en casa. No lo digo en tono de reproche, ¡que Dios la
tenga en su gloria!, aunque la difunta siempre fue injusta conmigo. Pero no se
trata de eso. Fuera como fuese, el caso es que Stepán Kuzmich hizo una
escritura de donación, a favor tuyo, de la propiedad de la que te hablo. Pero
tu difunta madre, dicho sea entre nosotros, tenía un carácter muy peculiar. Ni
el mismo diablo, que Dios me perdone esa fea palabra, habría podido
comprenderla. Solo Dios sabe dónde habrá puesto esa escritura. Yo creo,
sencillamente, que está en manos de ese viejo solterón de Grigori Grigórievich
Storchenko. Ese bribón barrigudo heredó toda la hacienda. Estoy dispuesta a
apostar lo que sea a que ha ocultado el documento.
—Permíteme que te haga una
pregunta, tía: ¿no es el mismo Storchenko con el que trabé conocimiento en la
parada de postas?
Y a continuación Iván
Fiódorovich refirió su encuentro.
—¡Quién sabe! —respondió
la tía, después de unos instantes de reflexión—. Tal vez no sea un canalla. En
verdad, solo lleva medio año entre nosotros, y en ese tiempo no es posible
conocer a una persona. He oído que la vieja, su madre, es una mujer muy juiciosa;
dicen que es toda una experta en salar pepinillos. Tiene criadas que le tejen
excelentes tapices. Ya que dices que fue muy amable, deberías visitarlo. Tal
vez el viejo pecador escuche la voz de su conciencia y te restituya lo que no
le pertenece. Podrías ir en el coche, pero esos malditos muchachos han
arrancado todos los clavos de la parte trasera. Habrá que decirle al cochero
Omelka que ajuste bien el cuero por todas partes.
—¿Para qué, tía? Cogeré el
carricoche que utiliza usted a veces para disparar a las aves.
Con esas palabras terminó
la conversación.
Nota del editor: Este cuento termina en su parte segunda.
Con afecto,
Ruben
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