Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
La molicie
[Cuento -
Texto completo.]
Julio Ramón Ribeyro
Mi compañero y yo luchábamos sistemáticamente
contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba
fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en
las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas
de los boleros aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre
nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la
emanación de un pebetero.
Había, pues, que estar en guardia contra sus
asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra
habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos
atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente
despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado
las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre
alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba
espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel
transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma
indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos
de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna
fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de
ballet.
A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos
enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas
(¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los
tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la
persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas;
dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos
recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros
lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya
agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar
la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras
pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo
entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las
calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo,
sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de
nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por
la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes que los
ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente
sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el
café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie
hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía
el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba
desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en
los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada,
la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos
torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la
cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.
A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad
presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta
la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena,
hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo.
Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos
capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de
glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de
mantener nuestra inteligencia alerta.
A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la
ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la
intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el
patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los
departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres
desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con
periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio
y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse
como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía
lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía
su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en
nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como
el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo
como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los
desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con
dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia
-aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta-
habían perecido estrepitosamente.
La poca gente que disponía de recursos -nosotros no
estábamos en esa situación- se libraban de la molicie abandonando la ciudad.
Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia
las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no
podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro,
esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas
secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se
retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros
estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.
Las siete de la noche era la hora más benigna.
Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la
ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este
se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular
había cesado y en el cielo brlllaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta
hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los
adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas
para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de
vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las
sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los
cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos
para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si
se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las
películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche.
Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente
una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente
por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o
cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras
circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes,
estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos
con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel
necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios,
aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el
alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la
molicie se declaraba vencida en aquella jornada.
Al promediar la estación la lucha se hizo
insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre
nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo
detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y
yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya
los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban
contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que
atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades
abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La
residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta
inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fue la primera en suspender
la lucha. Las materias corruptibles que guardaba -pilas de carbón vegetal,
víveres malolientes- fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo,
inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera
cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada
resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo
los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las
habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y
de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero
pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo
quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas,
oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra
capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario
repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañeria?), la cuenta de los
días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de
somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola
palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Éramos fardos de materia
viva, desposeídos de toda humanidad.
¿Cuanto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no
podría decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de
nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad.
Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta.
Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de
par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La
atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de
tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía
copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y
que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la
tierra. A este contacto -un dedo en llaga gigantesca- la tierra despertó con un
estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo
sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos
abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro
las húmedas gotas del otoño.
FIN
Cuentos de circunstancias, 1958
Con afecto,
Ruben
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