Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
La primera nevada
[Cuento -
Texto completo.]
Julio Ramón Ribeyro
Los objetos que me dejó Torroba se fueron
incorporando fácilmente al panorama desordenado de mi habitación. Eran, en
suma, un poco de ropa sucia envuelta en una camisa y una caja de cartón
conteniendo algunos papeles. Al principio no quise recibirle estos trastos
porque Torroba tenía bien ganada una reputación de ladronzuelo de mercado y era
sabido que la policía no veía las horas de ponerlo en la frontera por
extranjero indeseable. Pero Torroba me lo pidió de tal manera, acercando mucho
al mío su rostro miope y mostachudo, que no tuve más remedio que aceptar.
– Hermano, ¡solo por esta noche! Mañana mismo vengo
por mis cosas.
Naturalmente que no vino por ellas. Sus cosas
quedaron allí varios días. Por aburrimiento observé su ropa sucia y me
entretuve revisando sus papeles. Había poemas, dibujos, páginas de diario
íntimo. En verdad, como se rumoreaba en el Barrio Latino, Torroba tenía un gran
talento, uno de esos talentos difusos y exploradores que se aplican a diversas
materias, pero sobre todo al arte de vivir. (Algunos versos suyos me conmovieron:
“Soldado en el rastrojo del invierno, azules por el frío las manos y las
ingles.”) Quizá por ello cobré cierto interés por este vate vagabundo.
A la semana de su primera visita apareció
nuevamente. Esta vez traía una maleta amarrada con una soguilla.
-Disculpa, pero no he conseguido todavía la
habitación. Me vas a tener que guardar esta maleta. ¿No tienes una hoja de
afeitar?
Antes que yo respondiera dejó su maleta en un
rincón y acercándose al laboratorio cogió mis enseres personales. Frente al espejo
se afeitó silbando, sin darse el trabajo de quitarse la chompa, la bufanda, ni
la boina. Cuando terminó se secó con mi toalla, me contó algunos chismes del
barrio y se fue diciéndome que regresaría al día siguiente por sus bultos.
Al día siguiente vino, en efecto, pero no para
recogerlos. Por el contrario, me dejó una docena de libros y dos cucharitas,
robadas probablemente en algún restaurante de estudiantes. Esta vez no se
afeitó, pero se dio maña para comerse un buen cuadrante de mi queso y para que
le obsequiara una corbata de seda. Ignoro para qué, porque jamás usaba camisa
de cuello. De este modo sus visitas se multiplicaron a lo largo de todo el
otoño. Mi cuarto de hotel se convirtió en algo así como una estación obligada
de su vagabundaje parisino. Allí tenía a su disposición todo lo que le hacía
falta: un buen pedazo de pan, cigarrillos, una toalla limpia, papel para
escribir. Dinero nunca le di, pero él se desquitaba largamente en especie. Yo
lo toleraba no sin cierta inquietud y esperaba con ansiedad que encontrara una
buhardilla donde refugiarse con todos sus cachivaches.
Por fin sucedió algo inevitable: un día Torroba
llegó a mi habitación bastante tarde y me pidió que lo dejara dormir por esa
noche.
-Aquí, no más, sobre la alfombra -dijo señalando el
tapiz por cuyos agujeros asomaba un pido de ladrillos exagonales.
A pesar de que mi cama era bastante amplia consentí
que durmiera en el suelo. Lo hice con el propósito de crearle incomodidad e
impedir de esta manera que adquiriera malas costumbres. Pero él parecía estar
habituado a este tipo de vicisitudes porque, durante mi desvelo, lo sentí
roncar toda la noche, como si estuviera acostado sobre un lecho de rosas.
Allí permaneció tirado hasta cerca de mediodía.
Para preparar el desayuno tuve que saltar por encima del cuerpo. Al fin se
levantó, pegó el oído a la puerta y corriendo hacia la mesa se echó un trago de
café a la garganta.
-¡Es el momento de salir! El patrón está en las
habitaciones de arriba.
Y se fue rápidamente sin despedirse.
Desde entonces, vino todas las noches. Entraba muy
tarde, cuando ya el patrón del hotel roncaba.
Entre nosotros parecía existir un convenio tácito,
pues sin pedirme ni exigirme nada, aparecía en el cuarto, se preparaba un café
y se tiraba luego sobre la alfombra deshilachada. Rara vez me hablaba, salvo
que estuviera un poco borracho. Lo que más me incomodaba era su olor. No es que
se tratara de un olor especialmente desagradable, sino que era un olor distinto
al mío, un olor extranjero que ocupaba el cuarto y que me daba la sensación,
aun durante su ausencia, de estar completamente invadido.
El invierno llegó y ya comenzaba a crecer la
escarcha en los cristales de la ventana. Torroba debía haber perdido su chompa
en alguna aventura, porque andaba siempre en camisa tiritando. A mí me daba
cierta lástima verlo extendido en el suelo, sin cubrirse con ninguna frazada.
Una noche su tos me despertó. Ambos dialogamos en la oscuridad. Me pidió,
entonces, que lo dejara echarse en mi cama, porque el piso estaba demasiado
frío.
-Bueno -le dije-. Por esta noche nada más.
Por desgracia su refriado duró varios días y él
aprovechó esa coyuntura para apoderarse de un pedazo de mi cama. Era una medida
de emergencia, es cierto, pero que terminó por convertirse en rutina. Ida la
tos, Torroba había conquistado el derecho de compartir mi almohada, mis sábanas
y mis cobijas.
Brindarle su cama a un vagabundo es un signo de
claudicación. A partir de ese día Torroba reinó plenamente en mi cuarto. Daba
la impresión de ser él el ocupante y yo el durmiente clandestino. Muchas veces,
al regresar de la calle, lo encontré metido en mi cama, leyendo y subrayando
mis libros, comiendo mi pan y llenando las sábanas de migajas. Se tomó incluso
libertades sorprendentes, como usar mi ropa interior y pintarle antojos a mis
delicadas reproducciones de Botticelli.
Lo más inquietante, sin embargo, era que yo no
sabía si él me guardaba cierta gratitud. Nunca escuché de sus labios la
palabra gracias. Es verdad que por las noches, cuando lo encontraba en uno
de esos sórdidos reductos come el Chez Moineau, rodeado de suecas
lesbianas, de yanquis invertidos, y de fumadores de marihuana, me invitaba a su
mesa y me brindaba un vaso de vino rojo. Pero tal vez lo hacía para divertirse
a mis costillas, para decir, cuando yo partía: “Ese es un tipo imbécil al cual
tengo dominado”. Es cierto, yo vivía un poco fascinado por su temperamento y
muchas veces me decía para consolarme de ese dominio: “Quizás tenga albergado
en mi cuarto a un genio desconocido”.
Por fin sucedió algo insólito: una noche dieron las
doce y Torroba no apareció. Yo me acosté un poco intranquilo, pensando que tal
vez había sufrido un accidente. Pero, por otra parte, me parecía respirar un
dulce aire de libertad. Sin embargo, a las dos de la mañana sentí una
piedrecilla estrellarse contra la ventana. Al asomarme, inclinándome sobre el
alféizar, divisé a Torroba parado en la puerta del hotel.
-¡Aviéntame la llave que me muero de frío!
Después de medianoche el patrón cerraba la puerta
con llave. Yo se la aventé envuelta en un pañuelo y regresando a mi cama esperé
que ingresara. Tardó mucho, parecía subir las escaleras con extremada cautela.
Al fin la puerta se abrió y apareció Torroba. Pero no estaba solo: esta vez lo
acompañaba una mujer.
Yo los miré asombrado. La mujer, que estaba pintada
como un maniquí y usaba largas uñas de mandarín, no se dio el trabajo de
saludarme. Dio una vuelta teatral por el cuarto y por último se despojó del
abrigo, dejando ver un cuerpo apetecible.
-Es Françoise -dijo Torroba-. Una amiga mía. Esta
noche dormirá aquí. Está un poco dopada.
-¿Sobre la alfombra? -pregunté.
-No, en la cama.
Como quedé dudando, añadió.
-Si no te gusta el plan, échate tú en el suelo.
Torroba apagó la luz. Yo quedé sentado en la cama,
viendo cómo ambos se desplazaban en la penumbra. Probablemente se desvestían,
porque el olor -esta vez un olor desconocido- me envolvió, me penetró por las
narices y quedó clavado en mi estómago como una saeta. Cuando se metieron en la
cama, yo salté arrastrando una frazada y me tendí en el suelo. En toda la noche
no pude dormir. La mujer no hablaba (quizás se había quedado dormida), pero en
cambio Torroba trepidó y rugió hasta la madrugada.
Se fueron al mediodía. En todo ese tiempo no
cruzamos una palabra. Cuando quedé solo, cerré la puerta con llave y estuve
paseándome entre mis papeles y mi desorden, fumando interminablemente. Al fin,
cuando comenzaba a atardecer, cerré las cortinas de la ventana y empecé a
tirar, metódicamente, todos los objetos de Torroba en el pasillo del hotel.
Delante de la puerta de mi cuarto quedaron amontonados sus calcetines, sus
poemas, sus libros, sus mendrugos de pan, sus cajas y sus maletas. Cuando no
quedaba en mi cuarto un vestigio de su persona, apagué la luz y me tendí en mi
cama.
Comencé a esperar. Afuera soplaba furioso el
viento. Al cabo de unas horas sentí los pasos de Torroba subiendo las escaleras
y luego un largo silencio delante de mi puerta. Lo imaginé estupefacto, delante
de sus bienes desparramados.
Primero fue un golpe indeciso, luego varios golpes
airados.
-Eh, ¿estás allí? ¿Qué cosa ha pasado?
No le respondí.
-¿Qué significa esto? ¿Te vas a mudar de cuarto?
No le respondí.
-¡Déjate de bromas y abre la puerta!
No le respondí.
-¡No te hagas el disimulado! Sé muy bien que estás
allí. El patrón me lo ha dicho.
No le respondí.
-¡Abre, que me estoy amoscando!
No le respondí.
-Abre, nieva, ¡estoy todo mojado!
No le respondí.
-Solamente me tomo un café y luego me voy.
No le respondí.
-¡Un minuto, te voy a enseñar un libro!
No le respondí.
-¡Si me abres, traeré esta noche a Françoise para
que duerma contigo!
No le respondí.
Durante media hora continuó gritando, suplicando,
amenazando, injuriando. A menudo reforzaba sus clamores con algún puntapié que
remecía la puerta. Su voz se había vuelto ronca.
-¡Vengo a despedirme! Mañana me voy a España. ¡Te
invitaré a mi casa! ¡Vivo en la calle Serrano, aunque no lo creas! ¡Tengo mozos
con librea!
A pesar mío, me había incorporado en la cama.
-¿Así tratas a un poeta? ¡Fíjate, te regalaré ese libro
que has visto tú, escrito e iluminado con mi propia mano! Me han ofrecido tres
mil francos por él. ¡Te lo regalo, es para ti!
Me acerqué a la puerta y apoyé las manos en la
madera. Me sentía perturbado. En la penumbra casi buscaba la manija. Torroba seguía
implorando. Yo esperaba una frase suya, la decisiva, la que me impulsara a
mover esa manija que mis manos habían encontrado. Pero sobrevino una enorme
pausa. Cuando pegué el oído en la puerta no escuché nada. Quizás Torroba, al
otro lado, imitaba mi actitud. Al poco rato sentí que levantaba sus cosas, que
se le caían, que las volvía a levantar. Luego, sus pasos bajando la escalera…
Corriendo hacia la ventana descorrí la punta del
visillo. Esta vez Torroba no me había engañado: nevaba.
Grandes copos caían oblicuamente, estrellándose
contra las fachadas de los hoteles. La gente pasaba corriendo sobre el suelo
blanco, ajustándose el sombrero y abotonándose los gruesos abrigos. Las
terrazas de los cafés estaban iluminadas, llenas de parroquianos que bebían
vino caliente y gozaban de la primera nevada protegidos por las transparentes
mamparas.
Torroba apareció en la calzada. Estaba en camisa y
portaba en las manos, bajo las axilas, sobre los hombros, en la cabeza, su
heteróclito patrimonio. Elevando la cara quedó mirando mi ventana, como si
supiera que yo estaba allí, espiándolo, y quisiera exhibirse abandonado bajo la
tormenta. Algo debió decir porque sus labios se movieron. Luego empezó una
marcha indecisa, llena de meandros, de retrocesos, de dudas, de tropezones.
Cuando atravesó el bulevar rumbo al barrio árabe,
sentí que me ahogaba en esa habitación que me parecía, ahora, demasiado grande
y abrigada para cobijar mi soledad. Abriendo la ventana de un manotazo, saqué
medio cuerpo fuera de la baranda.
-¡Torroba! -grité-. ¡Torroba, estoy aquí! ¡Estoy en
mi cuarto!
Torroba seguía alejándose entre una turba de
caminantes que se deslizaban silenciosos sobre la nieve silenciosa.
-¡Torroba! -insití-. ¡Ven, hay sitio para ti! ¡No
te vayas, Torrobaaa!…
Solo en ese momento se dio media vuelta y quedó
mirando mi ventana. Pero, cuando yo creí que iba a venir hacia mí, se limitó a
levantar un brazo con el puño cerrado, con un gesto que era, más que una
amenaza, una venganza, antes de perderse para siempre en la primera nevada.
FIN
Los cautivos, 1972
Con afecto,
Ruben
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