Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Por las azoteas
[Cuento -
Texto completo.]
Julio Ramón Ribeyro
A los diez años yo era el monarca de las azoteas y
gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.
Las azoteas eran los recintos aéreos donde las
personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban
allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de
carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino
entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba
omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora
pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o
blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado:
podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las
pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.
Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi
casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus
fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin
peligros -pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales- regresaba
siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún
rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna
sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me
causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra
en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes.
En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había
una zona inexplorada que siempre despertó mi codicia. Varias veces había
llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas
me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este accidente natural
pusiera un límite a mis planes de expansión.
A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de
la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y
un perchero vetusto, llegué al borde de la empalizada y construí una alta
torre. Encaramándome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio sólo
distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero
cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en
una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus
ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro
mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de
los náufragos.
Probablemente hice algún ruido pues el hombre
enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo
interpreté como un signo de desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera.
Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi
azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros,
preparándome para lo que yo imaginaba que sería una guerra sangrienta. Me veía
ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los
bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y
despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en vano
pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en
cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel.
En vista de ello decidí efectuar una salida para
cerciorarme con qué clase de enemigo tenía que vérmelas, si se trataba
realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía tan solo derecho de
asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco a poco
fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la
valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas
apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus
largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el
cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras.
Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado
con delicia al espionaje, si es que el hombre, después de girar la cabeza no
quedara mirando fijamente el agujero.
-Pasa -dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé
que estás allí. Vamos a conversar.
Esta invitación, si no equivalía a una rendición
incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis
armamentos, trepé por el perchero y salté al otro lado de la empalizada. El
hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo -¿era un
signo de paz?- se enjugó la frente.
-Hace rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy
fino. Nada se me escapa… ¡Este calor!
-¿Quién eres tú? -le pregunté.
-Yo soy el rey de la azotea -me respondió.
-¡No puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy
yo. Todos los techos son míos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el
tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por
otro sitio.
-No importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día
y yo durante la noche.
-No -respondí-. Yo también reinaré durante la
noche. Tengo una linterna. Cuando todos estén dormidos, caminaré por los
techos.
-Está bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la
noche! Te regalo las azoteas pero déjame al menos ser el rey de los gatos.
Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo
convertía ya en una especie de pastor o domador de mis rebaños salvajes.
-Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la
casa de al lado, si quieres. Pero todo lo demás es mío.
-Acordado -me dijo-. Acércate ahora. Te voy a
contar un cuento. Tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es
verdad? Escucha, pues: «Había una vez un hombre que sabía algo. Por esta razón
lo colocaron en un púlpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo
internaron en un manicomio. Después lo encerraron en un hospital. Después lo
pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el
hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo dejaron en paz».
Al decir esto, se echó a reír con una risa tan
fuerte que terminó por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso
serio.
-No te ha
gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil: «Había
una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y
un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El
avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del
avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su número,
haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el
tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus
amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido
imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».
Esta vez el hombre no rió sino que quedó pensativo,
mirándome con sus ojos indagadores.
-¿Quién eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me
habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas
barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?
-¡Demasiadas preguntas! -me respondió, alargando un
brazo, con la palma vuelta hacia mí- Otro día te responderé. Ahora vete, vete
por favor. ¿Por qué no regresas mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves?
Como un ojo irritado. El ojo del infierno.
Yo miré
hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando,
hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba
sobre sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja.
Al día
siguiente regresé.
-Te estaba
esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y no
tengo nada qué hacer.
En lugar de
acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada codiciosa
hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la farola.
Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.
-Ah, ya sé
-dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que
quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.
-No vengo por los trastos -le respondí-. Tengo
bastantes, tengo más que todo el mundo.
-Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano
es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen
allá arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o
cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo
para protegernos del sol?
-Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que
tape toda la ciudad.
-Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil,
como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una
soga, como se iza una bandera. Así estaríamos todos para siempre en la sombra.
Y no sufriríamos.
Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo
mojado, que la transpiración corría por sus barbas y humedecía sus manos.
-¿Sabes por qué estaban tan contentos los
portapliegos de la oficina? -me pregunto de pronto-. Porque les habían dado un
uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber cambiado de destino, cuando
sólo se habían mudado de traje.
-¿La construiremos de tela o de papel? -le
pregunté.
El hombre quedo mirándome sin entenderme.
-¡Ah, la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de
piel, ¿qué te parece? De piel humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al
que no quiera dárnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza.
Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía
de su risa y no tanto de lo que había imaginado -que le arrancaba a mi
profesora la oreja con un alicate- cuando el hombre se contuvo.
-Es bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar
algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los niños se llenarían de
larvas y que la casa del maestro será convertida en cabaret por sus discípulos.
A partir de entonces iba a visitar todas las
mañanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo
con toda clase de mentiras e invenciones. Él me escuchaba con atención, me
interrumpía sólo para darme crédito y alentaba con pasión todas mis fantasías.
La sombrilla había dejado de preocuparnos y ahora ideábamos unos zapatos para
andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas.
A pesar de nuestras largas conversaciones, sin
embargo, yo sabía poco o nada de él. Cada vez que lo interrogaba sobre su
persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras:
-Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos.
¿Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo,
cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden mis ojos y cómo todos los gatos de
los alrededores vienen en procesión para hacerme reverencias.
O decía:
-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca
lo olvides: un trasto.
Otro día me dijo:
-Yo soy como ese hombre que después de diez años de
muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus
familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo
reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la
mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino,
después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a
regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron.
A mediados
del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las
pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba
brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías
atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la
azotea para visitar al hombre de la perezosa.
Este había instalado un parasol al lado de su
sillona y se abanicaba con una hoja de periódico. Sus mejillas se habían
ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía silencioso, agrio, lanzando
miradas coléricas al cielo.
-¡El sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo.
¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!
Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un
lado de su sillona tenía una caja de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una
bolsa con fruta y una botella de limonada.
-Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes
lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los
países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño -que la uña
de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso
que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo,
los botones de la camisa?
Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que
el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas
sombras detrás de cada ventana teatina.
Cuando me retiraba, el hombre me dijo:
-Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no
vendrás a verme. Pero no importa, porque ya habrán llegado las primeras
lloviznas.
En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos
vivíamos ávidamente esos últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un
olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las
azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba
a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas.
El hombre de
la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando
con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los
techos.
-¡Todavía dura! -decía señalando el cielo- ¿No te
parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea,
palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.
Al día siguiente me entregó un libro:
-Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás
de tu amigo…, de este largo verano.
Era un libro con grabados azules, donde había un
personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le
dije que me lo había regalado «el hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó
y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura.
-¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese
hombre? ¡Ya verás esta noche cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la
azotea.
Esa noche mi papá me dijo:
-Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a
verlo. Nunca más subirás a la azotea.
Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a
los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces
alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el
empapelado del comedor -una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito- u
hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento
a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi
amigo en ellos, solitario entre los trastos.
Se abrieron
las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron.
Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los
catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían
lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.
Una tarde,
el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y
pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de
otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con
las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón.
Al llegar a
casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, subí
a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los
cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las
farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis
dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada.
Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado.
Solo vi un
cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el
somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de
encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona
había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor
de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo,
un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban
pensativos.
Entonces
comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.
FIN
Las botellas y los hombres, 1964
Con afecto,
Ruben
No hay comentarios:
Publicar un comentario