Cuentos
Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por
ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
Los merengues
[Cuento -
Texto completo.]
Julio Ramón Ribeyro
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del
colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban
alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se
abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas
malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las
monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado,
que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su
lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá.
Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no
faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre
están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los
zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su
capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros,
vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los
observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta?
Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se
contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía
entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los
clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con
tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban
bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables.
Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su
nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le
obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los
favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le
regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara!- dijo, aventándolo por encima del
mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al
suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba
carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus
colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los
piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos
probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a
la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde
aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes
ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero
no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y
el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a
codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza
apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una
expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente
dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos
lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz
de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El
dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo
desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono
imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta
perplejidad pero continuó despachando a los otro parroquianos.
-¿No ha oído? – insistió Perico excitándose-
¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la
oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el
mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí –replicó Perico con una convicción que despertó
la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con
cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero
lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues- pero esta vez su voz había
perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a
explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a
preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano
hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a
través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una
voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado,
pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del
mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta
vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a
otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el
dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los
alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto
del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir
el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a
una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas
monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y
terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las
pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.
FIN
Cuentos de circunstancias, 1958
Con afecto,
Ruben
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