El amante dormido
Giovanni Boccaccio
No hace mucho tiempo hubo en Salerno un grandísimo
médico cirujano cuyo nombre fue maestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya
cerca de sus últimos años, habiendo tomado por mujer a una hermosa y noble
joven de su ciudad, de lujosos vestidos y joyas y de todo lo que a una mujer
puede placer más, la tenía abastecida; es verdad que ella la mayor parte del
tiempo estaba resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien
cubierta. El cual, como micer Ricciardo de Chínzica a la suya enseñaba las
fiestas y los ayunos, este a ella le explicaba que por acostarse con una mujer
una vez tenía necesidad de descanso no sé cuántos días, y otras chanzas; con lo
que ella vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo valeroso, para poder
ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a echarse a la calle y a desgastar
a alguien ajeno, y habiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al fin uno le
llegó al alma, en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su bien.
Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole mucho, semejantemente a ella volvió
todo su amor.
Se llamaba este Ruggeri de los Aieroli, noble de
nacimiento pero de mala vida y de reprobable estado hasta el punto de que ni
pariente ni amigo le quedaba que le quisiera bien o que quisiera verle, y por
todo Salerno se le culpaba de latrocinios y de otras vilísimas maldades; de lo
que poco se preocupó la mujer, gustándole por otras cosas. Y con una criada
suya tanto lo preparó, que estuvieron juntos; y luego de que algún placer
disfrutaron, la mujer le comenzó a reprochar su vida pasada y a rogarle que,
por amor de ella, de aquellas cosas se apartase; y para darle ocasión de
hacerlo empezó a proporcionarle cuándo una cantidad de dineros y cuándo otra.
Y de esta manera, persistiendo juntos asaz
discretamente, sucedió que al médico le pusieron entre las manos un enfermo que
tenía dañada una de las piernas, al cual mal habiendo visto el maestro, dijo a
sus parientes que, si un hueso podrido que tenía en la pierna no se le extraía,
con certeza tendría aquel o que cortarse toda la pierna o que morirse; y si le
sacaba el hueso podía curarse, pero que si no le daba por muerto y no lo
recibiría; con lo que, poniéndose de acuerdo todos los de su parentela, así se
lo entregaron. El médico, juzgando que el enfermo sin ser narcotizado no
soportaría el dolor ni se dejaría intervenir, debiendo esperar hasta el
atardecer para aquel servicio, hizo por la mañana destilar de cierto compuesto
suyo una agua que debía dormirle tanto cuanto él creía que iba a hacerlo sufrir
al curarlo; y haciéndola traer a casa en una ventanica de su alcoba la puso,
sin decir a nadie lo que era.
Venida la hora del crepúsculo, debiendo el maestro
ir con aquel, le llegó un mensaje de ciertos muy grandes amigos suyos de Amalfi
de que por nada dejase de ir incontinenti allí, porque había habido una gran
riña y muchos habían sido heridos. El médico, dejando para la mañana siguiente
la cura de la pierna, subiendo a una barquita se fue a Amalfi; por lo cual la
mujer, sabiendo que por la noche no debía volver a casa, ocultamente como
acostumbraba hizo venir a Ruggeri y en su alcoba lo metió, y lo cerró dentro
hasta que algunas otras personas de la casa se fueran a dormir. Quedándose,
pues, Ruggeri en la alcoba y esperando a la señora, teniendo (o por trabajos
sufridos durante el día o por comidas saladas que hubiera comido, o tal vez por
costumbre) una grandísima sed, vino a ver en la ventana aquella garrafita del
agua que el médico había hecho para el enfermo, y creyéndola agua de beber,
llevándosela a la boca, toda la bebió; y no había pasado mucho cuando le dio un
gran sueño y se durmió.
La mujer, lo antes que pudo se vino a su alcoba y,
encontrando a Ruggeri dormido, empezó a sacudirlo y a decirle en voz baja que
se pusiese en pie, pero como si nada: no respondía ni se movía un punto; por lo
que la mujer, algo enfadada, con más fuerza lo sacudió, diciendo:
-Levántate, dormilón, que si querías dormir, donde
debías ir es a tu casa y no venir aquí.
Ruggeri, así empujado, se cayó al suelo desde un
arcón sobre el que estaba y no dio ninguna señal de vida, sino la que hubiera
dado un cuerpo muerto; con lo que la mujer, un tanto asustada, empezó a querer
levantarlo y menearlo más fuerte y a cogerlo por la nariz y a tirarle de la
barba, pero no servía de nada: había atado el asno a una buena clavija. Por lo
que la señora empezó a temer que estuviera muerto, pero aun así le empezó a
pellizcar agriamente las carnes y a quemarlo con una vela encendida; por lo que
ella, que no era médica aunque médico fuese el marido, sin falta lo creyó
muerto, por lo que, amándolo sobre todas las cosas como hacía, si sintió dolor
no hay que preguntárselo, y no atreviéndose a hacer ruido, calladamente, sobre
él comenzó a llorar y a dolerse de tal desventura. Pero luego de un tanto,
temiendo añadir la deshonra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanza
debía encontrar el modo de sacarlo de casa muerto como estaba, y ni en esto
sabiendo determinarse, ocultamente llamó a su criada, y mostrándole su
desgracia, le pidió consejo.
La criada, maravillándose mucho y meneándolo
también ella y empujándolo, y viéndolo sin sentido, dijo lo mismo que decía la
señora, es decir, que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó que lo sacasen
de casa. A lo que la señora dijo:
-¿Y dónde podremos ponerlo que no se sospeche
mañana cuando sea visto que de aquí dentro ha sido sacado?
A lo que la criada contestó:
-Señora, esta tarde ya de noche he visto, apoyada
en la tienda del carpintero vecino nuestro, un arca no demasiado grande que, si
el maestro no la ha metido en casa, será muy a propósito de lo que necesitamos
porque dentro podemos meterlo, y darle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien
lo encuentre allí, no sé por qué más de aquí dentro que de otra parte vaya a
creer que lo hayan llevado; antes se creerá, como ha sido tan malvado, que,
yendo a cometer alguna fechoría, por alguno de sus enemigos ha sido muerto,
luego metido en el arca.
Agradó a la señora el consejo de la criada, salvo
en lo de hacerle algunas heridas, diciendo que no podría por nada del mundo
sufrir que aquello se hiciese; y la mandó a ver si estaba allí el arca donde la
había visto, y ella volvió y dijo que sí. La criada, entonces, que joven y
gallarda era, ayudada por la señora, se echó a las espaldas a Ruggeri y yendo
la señora por delante para mirar si venía alguien, llegadas al arca, lo
metieron dentro y, volviéndola a cerrar, se fueron.
Habían, hacía unos días más o menos, venido a vivir
a una casa dos jóvenes que prestaban a usura, y deseosos de ganar mucho y de
gastar poco, teniendo necesidad de muebles, el día antes habían visto aquella
arca y convenido que si por la noche seguía allí se la llevarían a su casa. Y
llegada la medianoche, salidos de casa, encontrándola, sin entrar en
miramientos, prestamente, aunque pesadita les pareciese, se la llevaron a casa
y la dejaron junto a una alcoba donde sus mujeres dormían, sin cuidarse de
colocarla bien entonces; y dejándola allí, se fueron a dormir.
Ruggeri, que había dormido un grandísimo rato y ya
había digerido el bebedizo y agotado su virtud, cerca de maitines se despertó;
y al quedar el sueño roto y recuperar sus sentidos el poder, sin embargo le quedó
en el cerebro una estupefacción que no solamente aquella noche sino después
algunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los ojos y no viendo nada, y
extendiendo las manos acá y allá, encontrándose en esta arca, comenzó a
devanarse los sesos y a decirse:
-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Estoy dormido o
despierto? Me acuerdo que esta noche he entrado en la alcoba de mi señora y
ahora me parece estar en un arca. ¿Qué quiere decir esto? ¿Habrá vuelto el
médico o sucedido otro accidente por lo cual la señora, mientras yo dormía, me
ha escondido aquí? Eso creo, y seguro que así habrá sido.
Y por ello comenzó a estarse quieto y a escuchar si
oía alguna cosa, y estando así un gran rato, estando más bien a disgusto en el
arca, que era pequeña, y doliéndole el costado sobre el que se apoyaba,
queriendo volverse del otro lado, tan hábilmente lo hizo que, dando con los
riñones contra uno de los lados del arca, que no estaba colocada sobre un piso
nivelado, la hizo torcerse y luego caer; y al caer hizo un gran ruido, por lo
que las mujeres que allí al lado dormían se despertaron y sintieron miedo, y
por miedo se callaban. Ruggeri, por el caer del arca temió mucho, pero
notándola abierta con la caída, quiso mejor, si otra cosa no sucedía, estar
fuera que quedarse dentro. Y entre que él no sabía dónde estaba y una cosa y la
otra, comenzó a andar a tientas por la casa, por ver si encontraba escalera o
puerta por donde irse. Cuyo tantear sintiendo las mujeres, que despiertas
estaban, comenzaron a decir:
-¿Quién hay ahí?
Ruggeri, no conociendo la voz, no respondía, por lo
que las mujeres comenzaron a llamar a los dos jóvenes, los cuales, porque
habían velado hasta tarde, dormían profundamente y nada de estas cosas sentían.
Con lo que las mujeres, más asustadas, levantándose y asomándose a las
ventanas, comenzaron a gritar:
-¡Al ladrón, al ladrón!
Por la cual cosa, por varios lugares muchos de los
vecinos, quién arriba por los tejados, quién por una parte y quién por otra,
corrieron a entrar en la casa, y los jóvenes semejantemente, despertándose con
este ruido, se levantaron. Y a Ruggeri, el cual viéndose allí, como por el
asombro fuera de sí, y sin poder ver de qué lado podría escaparse, pronto le
echaron mano los guardias del rector de la ciudad, que ya habían corrido allí
al ruido, y llevándolo ante el rector, porque por malvadísimo era tenido por
todos, sin demora dándole tormento, confesó que en la casa de los prestamistas
había entrado para robar; por lo que el rector pensó que sin mucha espera debía
colgarlo.
Se corrió por la mañana por todo Salerno la noticia
de que Ruggeri había sido preso robando en casa de los prestamistas, lo que la
señora y su criada oyendo, de tan grande y rara maravilla fueron presa que
cerca estaban de hacerse creer a sí mismas que lo que habían hecho la noche
anterior no lo habían hecho, sino que habían soñado hacerlo; y, además de ello,
del peligro en que Ruggeri estaba la señora sentía tal dolor que casi se volvía
loca.
No poco después de mediada tercia, habiendo
retornado el médico de Amalfi, preguntó qué había sido de su agua, porque
quería darla a su enfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo un gran
alboroto diciendo que nada en su casa podía durar en su sitio.
La señora, que por otro dolor estaba azuzada,
repuso airada diciendo:
-¿Qué haríais vos, maestro, por una cosa
importante, cuando por una garrafita de agua vertida hacéis tanto alboroto? ¿Es
que no hay más agua en el mundo?
A quien el maestro dijo:
-Mujer, te crees que era agua clara; no es así,
sino que era un agua preparada para hacer dormir.
Y le contó la razón por la que la había hecho.
Cuando la señora oyó esto, se convenció de que
Ruggeri se la había bebido y por ello les había parecido muerto, y dijo:
-Maestro, nosotras no lo sabíamos, así que haceos
otra.
El maestro, viendo que de otro modo no podía ser,
hizo hacer otra nueva. Poco después, la criada, que por orden de la señora
había ido a saber lo que se decía de Ruggeri, volvió y le dijo:
-Señora, de Ruggeri todos hablan mal y, por lo que
yo he podido oír, ni amigo ni pariente alguno hay que para ayudarlo se haya
levantado o quiera levantarse; y se tiene por seguro que mañana el magistrado
lo hará colgar. Y, además de esto, voy a contaros una cosa curiosa, que me
parece haber entendido cómo llegó a casa del prestamista; y oíd cómo. Bien
conocéis al carpintero junto a quien estaba el arca donde le metimos: este
estaba hace poco con uno, de quien parece que era el arca, en la mayor riña del
mundo, porque aquel le pedía los dineros por su arca, y el maestro respondía que
él no había visto el arca, pues le había sido robada por la noche; al que aquel
decía: «No es así sino que la has vendido a los dos jóvenes prestamistas, como
ellos me dijeron cuando la vi en su casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien
el carpintero dijo: «Mienten ellos porque nunca se la he vendido, sino que la
noche pasada me la habrán robado; vamos a donde ellos». Y así se fueron, de
acuerdo, a casa de los prestamistas y yo me vine aquí, y como podéis ver,
entiendo que de tal guisa Ruggeri, adonde fue encontrado fue transportado; pero
cómo resucitó allí no puedo entenderlo.
La señora, entonces, comprendiendo óptimamente cómo
había sido, dijo a la criada lo que había oído al médico, y le rogó que para
salvar a Ruggeri la ayudase, como quien, si quería, en un mismo punto podía
salvar a Ruggeri y proteger su honor.
La criada dijo:
-Señora, decidme cómo, que yo haré cualquier cosa
de buena gana.
La señora, como a quien le apretaban los zapatos,
con rápida determinación habiendo pensado qué había de hacerse, ordenadamente
informó de ello a la criada. La cual, primeramente fue al médico, y llorando
comenzó a decirle:
-Señor, tengo que pediros perdón de una gran falta
que he cometido contra vos.
Dijo el médico:
-¿Y de cuál?
Y la criada, no dejando de llorar, dijo:
-Señor, sabéis quién es el joven Ruggeri de los
Aieroli, quien, gustándole yo, entre amenazas y amor me condujo hogaño a ser su
amiga: y sabiendo ayer tarde que vos no estabais, tanto me cortejó que a
vuestra casa en mi alcoba a dormir conmigo lo traje, y teniendo él sed y no
teniendo yo dónde ir antes a buscar agua o vino, no queriendo que vuestra
mujer, que en la sala estaba, me viera, acordándome de que en vuestra alcoba
una garrafita de agua había visto, corrí por ella y se la di a beber, y volví a
poner la garrafa donde la había cogido; de lo que he visto que vos en casa gran
alboroto habéis hecho. Y en verdad confieso que hice mal, pero ¿quién hay que
alguna vez no haga mal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo porque por ello
y por lo que luego se siguió de ello, Ruggeri está a punto de perder la vida,
por lo que os ruego, por lo que más queráis, que me perdonéis y me deis
licencia para que me vaya a ayudar a Ruggeri en lo que pueda.
El médico, al oír esto, a pesar de la saña que
tuviese, repuso bromeando:
-Tú ya te has impuesto penitencia tú misma porque
cuando creíste tener esta noche a un joven que muy bien te sacudiera el polvo,
lo que tuviste fue a un dormilón: y por ello vete a procurar la salvación de tu
amante, y de ahora en adelante guárdate de traerlo a casa porque lo pagarás por
esta vez y por la otra.
Pareciéndole a la criada que buena pieza había
logrado al primer golpe, lo antes que pudo se fue a la prisión donde Ruggeri
estaba, y tanto lisonjeó al carcelero que la dejó hablar a Ruggeri. La cual,
después de que le hubo informado de lo que responder debía al magistrado para
poder salvarse, tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual, antes de
consentir en oírla, como la viese fresca y gallarda, quiso enganchar una vez
con el garfio a la pobrecilla cristiana; y ella, para ser mejor escuchada, no
le hizo ascos; y levantándose de la molienda, dijo:
-Señor, tenéis aquí a Ruggeri de los Aieroli, preso
por ladrón, y no es eso verdad.
Y empezando por el principio le contó la historia
hasta el fin de cómo ella, su amiga, a casa del médico lo había llevado y cómo
le había dado a beber el agua del narcótico, no sabiendo que lo era, y cómo por
muerto lo había metido en el arca; y después de esto, lo que entre el maestro
carpintero y el dueño del arca había oído decir, mostrándole con aquello cómo a
casa de los prestamistas había llegado Ruggeri. El magistrado, viendo que fácil
cosa era comprobar si era verdad aquello, primero preguntó al médico si era
verdad lo del agua, y vio que había sido así; y luego, haciendo llamar al
carpintero y a quien era el dueño del arca y a los prestamistas, luego de
muchas historias vio que los prestamistas la noche anterior habían robado el
arca y se la habían llevado a casa. Por último, mandó por Ruggeri y preguntándole
dónde se había albergado la noche antes, repuso que dónde se había albergado no
lo sabía, pero que bien se acordaba que había ido a albergarse con la criada
del maestro Maezzo, de cuya alcoba había bebido agua porque tenía mucha sed;
pero que dónde había estado después, salvo cuando despertándose en casa de los
prestamistas se había encontrado dentro de un arca, no lo sabía. El magistrado,
oyendo estas cosas y divirtiéndose mucho con ellas, a la criada y a Ruggeri y
al carpintero y a los prestamistas las hizo repetir muchas veces. Al final,
conociendo que Ruggeri era inocente, condenando a los prestamistas que robado
habían el arca a pagar diez onzas, puso en libertad a Ruggeri; lo cual, cuánto
gustó a este, nadie lo pregunte: y a su señora gustó desmesuradamente. La cual,
luego, junto con él y con la querida criada que había querido darle de
cuchilladas, muchas veces se rió y se divirtió, continuando su amor y su solaz
siempre de bien en mejor; como querría que me sucediese a mí, pero no que me metieran
dentro de un arca.
FIN
Con afecto,
Ruben
Cuarta Jornada – Narración décima,
El decamerón, 1353
El decamerón, 1353
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