domingo, 5 de julio de 2020

Londres bajo las bombas


Relatos históricos

“La historia debe ser sobretodo la pintura de un tiempo, el retrato de una época.
 Cuando esta se limita a ser el retrato de una persona o la pintura de una época, de una vida, solo a medias es historia”. Joseph Joubert.


Londres bajo las bombas
Berlin tambien tambien sufrio daños de ataques aereos



Fuente: LAVANGUARDIA
Este artículo se publicó en el número 510 de la revista Historia y Vida.
Bombardeos Nazis a Londres 1940


La batalla de Inglaterra fue una campaña aérea que pretendía abrir paso a la invasión terrestre de las islas británicas. Sin embargo, el plan de Hitler se torció. La población británica sufrió un acoso constante, pero resistió por encima de todo.
Ciudad de Londres bombardeada en la Batalla de Inglaterra.
En el verano de 1940 Hitler comenzaba a ver colmados sus sueños imperiales.
 La Europa continental era suya. Ocupaba Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Checoslovaquia, sus tropas habían invadido sin mayores problemas Dinamarca y Noruega, y la propia Francia había caído con mucha menos resistencia de la que esperaba. Italia era su aliado dócil en el sur, y España y Portugal estaban bajo dictaduras afines. Por el este, Grecia y Yugoslavia no tardarían en caer, y la URSS estaba sujeta por el tratado de no agresión y reparto de territorios firmado hacía menos de un año.
Solo Gran Bretaña continuaba al otro lado del canal de la Mancha manteniendo firme su independencia. Los británicos ya habían sufrido un fuerte castigo en Dunkerque, donde sus soldados habían tenido que ser evacuados junto a los franceses y belgas hacia las islas en apenas cuarenta y ocho horas.
 A mediados de junio, el miedo y la tensión empezaban a adueñarse de las calles de Londres y mantenían en efervescencia la vida política. El fracaso en los intentos de proteger Noruega frente a la agresión alemana acababa de precipitar la dimisión del primer ministro, Neville Chamberlain, y propiciado el acceso al cargo del ya veterano dirigente Winston Churchill.
Los temores de los británicos estaban más que fundados. Hitler no ignoraba que una Gran Bretaña libre, independiente y democrática sería una amenaza para el expansionismo alemán, y más ante la probabilidad de contar con un puente de ayuda económica y militar que en cualquier momento le tendería Estados Unidos. Aunque este se mantenía neutral, en Berlín se sospechaba que, si los británicos se veían en peligro, acabaría aportando su creciente poderío militar a la lucha contra el nazismo. Con esto en mente, el Führer ordenó una rápida invasión de Gran Bretaña.
 Fijó como fecha el 1 de agosto.
Pero las perspectivas de invadir Gran Bretaña, separada del continente por un engorroso estrecho atlántico controlado por la Royal Navy, la marina británica, resultaban complejas, y más con tanta premura. Las fuerzas terrestres y aéreas alemanas eran muy superiores, pero las navales no. La Royal Navy tenía sus unidades desparramadas por otras latitudes, lo que le restaba fuerza.
 Sin embargo, contaba con una amplia experiencia de combate de la que carecía la armada del Reich.
La invasión, pues, se llevaría a cabo partiendo de una operación anfibia de asalto. Correría a cargo de fuerzas combinadas de la Kriegsmarine (la marina alemana) y la Wehrmacht (el Ejército), y se lanzaría desde las costas francesas y belgas una vez contasen en Gran Bretaña con una cabeza de puente. La establecería en Dover la brigada de paracaidistas que tantos éxitos acababa de conseguir en las invasiones de Holanda, Bélgica y Francia.
La antesala del ataque
El principal obstáculo con que tropezaban los planes alemanes era el cruce del canal en barcazas por fuerzas terrestres sin capacidad de defensa antiaérea. Los efectivos de la Wehrmacht, estacionados en las bases francesas y belgas, necesitaban un cielo despejado de aviones de ataque. Por ello, la estrategia diseñada por el alto mando alemán contemplaba varias fases. Estas incluían el acaparamiento de medios navales de transporte de tropas, suficientes para trasladar a 200.000 hombres a las islas y repartirlos entre el puerto de Ramsgate y el de la isla de Wight; obstaculizar en lo posible los suministros al territorio británico por mar; y, paralelamente, quizá lo más importante, la aniquilación del grueso de la RAF (Royal Air Force), la fuerza aérea británica, una misión de la que se encargaría la alemana, la Luftwaffe.
Hitler estaba convencido de que, ante esta ofensiva y exhibición de fuerza y acoso, el pueblo británico se desmoronaría y el gobierno acabaría pidiendo un armisticio, igual que había hecho el francés.
Como en tantas otras decisiones, Hitler se equivocaba trazando planes a la medida de sus delirios y asumiendo como dogmas de fe las promesas de algunos de sus próximos, particularmente Hermann Göring, ministro del Aire. Para empezar, el Führer minimizó la firmeza, inteligencia, serenidad y capacidad de persuasión de Churchill. Este apenas llevaba un mes en el cargo, pero actuaba con una resolución que inspiraba confianza a los ciudadanos. Los preparativos alemanes para la invasión no eran públicos, pero la prepotencia que destilaban hacían que lo pareciesen.
 El 4 de junio, Churchill anticipó ante el Parlamento, al país y al mundo, que Gran Bretaña lucharía hasta las últimas consecuencias y no se rendiría ni se plegaría a la firma de un compromiso que limitase su soberanía.
El enfrentamiento, que pasaría a conocerse como la batalla de Inglaterra, fue una de las campañas más dramáticas de la contienda y la más importante de la historia de la aviación militar. Se desarrolló en cielo británico y, en diferentes etapas, con mayor o menor intensidad y una abundante diversificación de objetivos, se prolongó desde el 10 de julio de 1940 (si se parte de sus primeros ataques todavía fuera de las zonas urbanas) hasta el 10 de mayo de 1941.
La desproporción de fuerzas al comienzo de las hostilidades era elocuente.
 La Luftwaffe, mandada por Göring, segundo jerarca del régimen y amigo personal de Hitler, disponía de más de tres mil aviones (cazas, bombarderos, guardacostas y aparatos de reconocimiento de los tipos Junkers, Stuka, Fokker, Dornier…).
 La RAF, en cambio, bajo la jefatura del general Hugh Dowding, apenas contaba con un tercio de ese despliegue, integrado por Spitfires y Hurricanes. La superioridad alemana era aún mayor en la práctica, gracias a sus más experimentados pilotos.
 La única ventaja británica era el hecho de despegar y aterrizar en su territorio, mientras las bases alemanas radicaban en Francia y otros países ocupados.
 Los británicos disponían, además, de radares instalados en lugares estratégicos, un invento reciente cuya utilidad se volvería decisiva.

Bombarderos Heinkel 111 de la Luftwaffe sobre el canal de la Mancha en 1940. Foto: Wikimedia Commons / Bundesarchiv, Bild 141-0678 / CC-BY-SA 3.0. (TERCEROS)
Error y represalia
El primer ataque lo desencadenaron varias escuadrillas de la Luftwaffe contra objetivos navales al sur de Inglaterra y contra convoyes de transporte de mercancías que operaban en el canal. Los alemanes lo bautizaron como Adlerangriff
 (Ataque del Águila), y desde ese momento este tipo de operaciones se convirtieron en diarias.
La más espectacular y efectiva fue la del 15 de agosto de 1940, en que se contabilizaron 2.119 bombardeos. Los aviones nazis derramaron cientos de toneladas de bombas sobre diferentes objetivos estratégicos y económicos, siempre con el fin de abrir el camino a la invasión naval y terrestre. Hasta el 24, día en que, quizá por el mal tiempo, las escuadrillas destinadas a bombardear la desembocadura del Támesis se desviaron y acabaron soltando su carga sobre algunos barrios de Londres, donde causaron numerosas víctimas civiles e importantes daños.
Consciente del impacto de la agresión en el ánimo de la población, Churchill ordenó una represalia: el bombardeo de Berlín.
El gobierno alemán se apresuró a pedir disculpas por lo que atribuyó a un error, y tal vez lo fuese. Pero no sirvió para calmar la indignación en Gran Bretaña. Churchill, consciente del impacto de la agresión en el ánimo de la población, ya muy desmoralizada, reunió a los altos mandos militares y les ordenó una operación urgente de represalia. Al día siguiente, los aviones de la RAF bombardeaban unas fábricas de Berlín.
No fue mucho el daño que lograron causar las bombas británicas, aunque sí fue notable el efecto psicológico, tanto en la capital alemana como en Londres. Por primera vez en la guerra, Berlín había sido atacada, y era tan vulnerable como cualquier ciudad.
El bombardeo coincidió con la reunión de los ministros de Exteriores alemán y soviético, Ribbentrop y Molotov, para poner al día detalles del acuerdo entre el Reich y la URSS.
Ribbentrop exponía a su colega la buena marcha de la campaña contra Gran Bretaña cuando el estruendo de las bombas les obligó a interrumpir la reunión para correr a cobijarse en un refugio antiaéreo. Allí, al parecer, el poco diplomático Molotov le espetó: “Si los británicos están derrotados, ¿quién nos está bombardeando?”.
La impertinente pregunta no podía ser más oportuna. Y la respuesta no podía obviar que Gran Bretaña era un hueso duro de roer hasta para las muy superiores fuerzas aéreas y terrestres alemanas.
Hitler reaccionó con uno de sus ataques de cólera, y ordenó una réplica en la que ya no se respetarían las reglas tradicionales de la guerra, que preservaban los objetivos civiles.
A partir de entonces las escuadrillas de la Luftwaffe no abandonarían los objetivos industriales y militares, pero el grueso de sus ataques se concentraría en las grandes ciudades y, de manera prioritaria, en Londres. Así comenzaban los días más dramáticos para los habitantes de la capital británica y para su gobierno.
La ofensiva, segunda fase en la práctica de los preparativos para la invasión, se perpetuaría como el Blitz (palabra derivada del término alemán blitzkrieg , guerra relámpago) de Londres. Hitler ya había tenido que reprimir sus prisas y decretar el aplazamiento de la invasión hasta que los bombardeos allanasen el camino de una vez por todas.

La catedral de St. Paul de Londres sobrevive al blitz, 29 de diciembre de 1940.
 Colecciones del Imperial War Museum. 
El “escarmiento” de Hitler
El 7 de septiembre se convertiría en una fecha imposible de olvidar para los londinenses: 300 bombarderos de la Luftwaffe, escoltados por 648 cazas, irrumpieron a pleno sol sobre la ciudad y bombardearon de manera indiscriminada los muelles, el East End y algunos barrios comerciales, residenciales y administrativos del centro.
Las bombas incendiarias convirtieron algunos sectores en grandes hogueras que destruyeron edificios históricos y barriadas enteras de viviendas. Los aviones de la RAF salieron al encuentro del enemigo y derribaron 41 aparatos alemanes, pero a costa de perder 28 propios.
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Las cifras de aquella primera batalla aérea reflejan su encarnizamiento.
 A los 69 aviones destruidos en el aire se sumó en tierra el trágico balance de 3.000 muertos y alrededor de mil trescientos heridos. Los ataques alemanes se prolongaron hasta bien entrada la noche. Hitler no solo pretendía un escarmiento por la osadía de bombardear Berlín; por encima de todo pretendía atemorizar a la población para eliminar su resistencia.
El segundo ataque se produjo en la tarde del día 9. Las escuadrillas alemanas volvieron a atacar en cuanto el tiempo lo permitió y alcanzaron algunos objetivos, no todos. Los aviones de la RAF, alertados de su proximidad, salieron a su encuentro, derribaron un buen número y obligaron a otros a dar la vuelta. Las incursiones se convertirían en habituales. Solo las inclemencias meteorológicas parecían proteger a los londinenses del peligro.
Hitler, aunque furioso por los retrasos, estaba convencido de que, con las defensas inutilizadas y la población atemorizada, Churchill acabaría por aceptar un armisticio.
La nueva fase de bombardeos ordenada por el Führer se bautizó con el nombre de Operación León Marino. Comenzó aquel 7 de septiembre y se prolongaría, con diferentes grados de intensidad, hasta el 10 de mayo del año siguiente.
Entre septiembre y noviembre, los bombardeos sobre Londres fueron casi diarios. Después adquirieron un carácter esporádico, lo que permitió a la RAF incrementar el ritmo de fabricación de nuevos aparatos, entrenar mejor a los tripulantes e incorporar a decenas de pilotos procedentes de antiguas colonias (Australia, Canadá y Nueva Zelanda) y de las organizaciones de resistencia de los países ocupados, franceses en su mayor parte. También fue posible mejorar las prestaciones de los sistemas de radar.
Mussolini, siempre servicial con Hitler, quiso sumarse a la operación contra Gran Bretaña con una fuerza más bien simbólica de 40 aviones. Entraron en combate en contadas ocasiones, y las dificultades que tenían para coordinar sus movimientos con las escuadrillas de la Luftwaffe acabaron por convertirse en un problema. Al cabo de cuatro meses regresaron a Italia.
Mientras, Göring estaba convencido de una victoria rápida sobre la RAF, y así se lo había prometido a Hitler, quien mantenía vigentes las órdenes dadas a la Wehrmacht para aguardar preparada el momento de la invasión.
Resistir en Londres
La Luftwaffe había destinado tres de sus flotas aéreas para la batalla de Gran Bretaña, que operaban desde diferentes puntos del continente: Holanda y Bélgica; Francia; y Noruega. Sus órdenes eran contundentes: atacar sin descanso hasta que la RAF, con mucha menor capacidad de defensa, fuese aniquilada.
En aquellos primeros momentos parecía imposible que los británicos pudiesen resistir. Las oleadas de escuadrillas del Reich asomaban por el horizonte a cualquier hora y descargaban su mortífera carga en los lugares más inesperados: de barrios residenciales a hospitales, orfanatos, escuelas, cuarteles o iglesias.
El último londinense en perder la calma fue Churchill, que rechazó las sugerencias de trasladar su despacho a algún lugar seguro.
Hasta esos días aciagos, quizá los más duros de su historia, los londinenses vivían confiados en la protección que les brindaba el alejamiento del continente, el tradicional escenario de los conflictos europeos. La ciudad solo contaba con 92 defensas aéreas y apenas disponía de refugios.
Las autoridades tuvieron que echar mano de sótanos de edificios consistentes para ofrecer cobijo a los vecinos cuando sonaban las alarmas y se producían las huidas despavoridas por las calles. Unas ochenta estaciones del metro fueron reconvertidas en refugios, que brindarían protección a millares de personas en aquellos años. 

Estacionnes del Metro de Londres

Las escenas de dolor, las calles sembradas de cadáveres, los regueros de sangre en las aceras, las familias que de pronto se quedaban sin hogar y el dantesco paisaje general de destrucción y escombros convirtieron Londres en una ciudad fantasmagórica. Numerosas empresas dejaron de funcionar, infinidad de comercios cerraron sus puertas y la actividad cotidiana se desenvolvía entre los sobresaltos y las limitaciones de alimentos y medicinas. El principal objetivo de los ciudadanos era sobrevivir y proteger a los suyos.


Parte de un escuadrón de la Royal Air Force (RAF) en agosto de 1940. Wikimedia Commons / B. J. Daventry, fotógrafo oficial de la RAF. )
La prensa seguía informando pese a las dificultades derivadas de los cortes de energía, los daños en las sedes de algunos medios y la pérdida de muchos redactores, y era devorada por un público ansioso por conocer el incierto futuro que le esperaba.
Quizá el último londinense en perder la calma en aquel clima de tragedia colectiva fue Churchill. El primer ministro rechazó las sugerencias de sus asesores de trasladar su despacho a algún lugar seguro de los alrededores. Sabía que una decisión así afectaría a la moral de sus conciudadanos. Siguió trabajando en un sótano del Whitehall, la sede del gobierno, cuyas condiciones de seguridad ante los bombardeos eran mínimas. Sorprendentemente, ninguna bomba alcanzó el edificio, aunque algunas cayeron muy cerca.
Tuvo menos suerte el palacio de Buckingham, la residencia real, una de cuyas alas quedó bastante afectada. Ningún miembro de la familia real sufrió percances, y su imagen al permanecer en Londres salió robustecida. Una frase de la popular reina Isabel quedó viva en la mente de los ciudadanos: “Mis hijos no se irán sin mí, y yo no me iré sin mi marido, que por supuesto permanecerá en Buckingham”.
Se extiende el bombardeo
Aunque asustados, los londinenses mantuvieron en conjunto una admirable calma, se habituaron a convivir con el peligro y pronto reanudaron sus actividades. La RAF, mientras tanto, incrementó sus fuerzas. Su potencial bélico seguía siendo inferior al alemán, pero cada día lograba mayores éxitos en sus enfrentamientos frontales con las escuadrillas del Reich. Para ello fue decisivo el Spitfire , un caza con mayor capacidad de maniobra que los Heinkel y Junkers germanos y mayor precisión en sus disparos.
Los ataques, ya solo nocturnos, alcanzaron Belfast, pero para entonces los británicos habían aumentado su capacidad defensiva.
A finales de octubre la Luftwaffe diversificó sus acciones hacia otros objetivos (puentes, puertos, carreteras y vías férreas) y efectuó 46 ataques sobre otras grandes ciudades británicas, como Birmingham, Bristol, Liverpool, Coventry o Newcastle.
Sus responsables se percataron de que, a la luz del día, su supremacía aérea disminuía de manera preocupante. El 30 de septiembre anterior, en el último bombardeo diurno sobre la capital, el enfrentamiento terminó con 47 aparatos alemanes derribados frente a 20 británicos. A partir de esa jornada, la Luftwaffe cambió de estrategia. Pasó a bombardear por la noche, y empleó además aparatos de mayor tamaño, que podían volar más bajo, transportar cargas superiores y burlar mejor la vigilancia de los radares.


Churchill visita las ruinas de la catedral de Coventry tras el blitz del 14-15 de noviembre de 1940. Colecciones del Imperial War Museum. 
Los ataques, en algunas etapas menos virulentos, pero nunca interrumpidos más allá de dos o tres días, alcanzaron Belfast, la capital de Irlanda del Norte, el 15 de abril de 1941, y se prolongaron aún cerca de un mes. Para entonces los británicos habían desarrollado una capacidad defensiva susceptible de neutralizar muchos de los bombardeos y, probablemente, de impedir la invasión proyectada, de haberse producido.
Pero Hitler ya había advertido las dificultades de su empeño y decidió aplazar el desembarco de la Wehrmacht. Su atención por esas fechas estaba puesta en invadir con éxito la URSS.
El 10 de mayo, en el último ataque sobre Londres –en los meses y años siguientes se produjeron otros muy esporádicos y sin mayor gravedad–, los bombardeos se centraron sobre edificios históricos y puntos emblemáticos de la ciudad, como la abadía de Westminster, el palacio de St. James y el British Museum.
Los daños causados al patrimonio artístico por las bombas fueron incalculables, aunque no tanto como los causados a la economía y, lo peor, el balance de víctimas: 43.000 muertos, más de cien mil heridos y un millón de familias sin vivienda en todo el país. La RAF perdió en aquellos combates 500 pilotos y 915 aviones, frente a los 1.733 aparatos que se dejó en el intento la Luftwaffe.
El Blitz de Londres no solo pasaría a la historia como la más espectacular batalla aérea de todos los tiempos, tantas veces perpetuada por el cine, sino también como uno de los episodios más salvajes perpetrados por la crueldad nazi a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. Pero también se convertiría en el primer contratiempo serio con que tropezó Hitler en el que pronto sería su avance hacia la derrota final.
Con afecto,
Ruben

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