Relatos históricos
“La historia debe ser sobretodo la pintura de un
tiempo, el retrato de una época.
Cuando esta
se limita a ser el retrato de una persona o la pintura de una época, de una
vida, solo a medias es historia”. Joseph Joubert.
Londres bajo las bombas
Berlin tambien tambien sufrio daños de ataques aereos |
Fuente: LAVANGUARDIA
Este artículo se publicó
en el número 510 de la revista Historia y Vida.
Bombardeos Nazis a Londres 1940 |
La batalla de Inglaterra fue una campaña aérea que pretendía abrir paso a
la invasión terrestre de las islas británicas. Sin embargo, el plan de Hitler
se torció. La población británica sufrió un acoso constante, pero resistió por
encima de todo.
Ciudad de Londres bombardeada en la Batalla de Inglaterra.
En el verano de 1940 Hitler comenzaba a ver
colmados sus sueños imperiales.
La Europa
continental era suya. Ocupaba Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Checoslovaquia, sus tropas habían
invadido sin mayores problemas Dinamarca y Noruega, y la propia Francia había
caído con mucha menos resistencia de la que esperaba. Italia era su aliado
dócil en el sur, y España y Portugal estaban bajo dictaduras afines. Por el
este, Grecia y Yugoslavia no tardarían en caer, y la URSS estaba sujeta por el
tratado de no agresión y reparto de territorios firmado hacía menos de un año.
Solo Gran Bretaña continuaba al otro lado
del canal de la Mancha manteniendo firme su independencia. Los británicos ya
habían sufrido un fuerte castigo en Dunkerque, donde sus soldados habían
tenido que ser evacuados junto a los franceses y belgas hacia las islas en
apenas cuarenta y ocho horas.
A mediados
de junio, el miedo y la tensión empezaban a adueñarse de las calles de Londres
y mantenían en efervescencia la vida política. El fracaso en los intentos de
proteger Noruega frente a la agresión alemana
acababa de precipitar la dimisión del primer ministro, Neville Chamberlain, y
propiciado el acceso al cargo del ya veterano dirigente Winston Churchill.
Los temores de los británicos estaban más que
fundados. Hitler no ignoraba que una Gran Bretaña libre, independiente y
democrática sería una amenaza para el expansionismo alemán, y más ante la
probabilidad de contar con un puente de ayuda económica y militar que en
cualquier momento le tendería Estados Unidos. Aunque este se mantenía neutral,
en Berlín se sospechaba que, si los británicos se veían en peligro,
acabaría aportando su creciente poderío militar a la lucha contra el nazismo.
Con esto en mente, el Führer ordenó una rápida invasión de Gran Bretaña.
Fijó como
fecha el 1 de agosto.
Pero las perspectivas de invadir Gran Bretaña,
separada del continente por un engorroso estrecho atlántico controlado por la
Royal Navy, la marina británica, resultaban complejas, y más con tanta
premura. Las fuerzas terrestres y aéreas alemanas eran muy superiores, pero las
navales no. La Royal Navy tenía sus unidades desparramadas por otras latitudes,
lo que le restaba fuerza.
Sin embargo,
contaba con una amplia experiencia de combate de la que carecía la armada del
Reich.
La invasión, pues, se llevaría a cabo partiendo de
una operación anfibia de asalto. Correría a cargo de fuerzas combinadas
de la Kriegsmarine (la marina alemana) y la Wehrmacht (el
Ejército), y se lanzaría desde las costas francesas y belgas una vez contasen
en Gran Bretaña con una cabeza de puente. La establecería en Dover la brigada
de paracaidistas que tantos éxitos acababa de conseguir en las invasiones de
Holanda, Bélgica y Francia.
La antesala del ataque
El principal obstáculo con que tropezaban los
planes alemanes era el cruce del canal en barcazas por fuerzas terrestres sin
capacidad de defensa antiaérea. Los efectivos de la Wehrmacht, estacionados en
las bases francesas y belgas, necesitaban un cielo despejado de aviones de
ataque. Por ello, la estrategia diseñada por el alto mando alemán
contemplaba varias fases. Estas incluían el acaparamiento de medios navales
de transporte de tropas, suficientes para trasladar a 200.000 hombres a las
islas y repartirlos entre el puerto de Ramsgate y el de la isla de Wight;
obstaculizar en lo posible los suministros al territorio británico por mar; y,
paralelamente, quizá lo más importante, la aniquilación del grueso de la RAF
(Royal Air Force), la fuerza aérea británica, una misión de la que se
encargaría la alemana, la Luftwaffe.
Hitler estaba convencido de que, ante esta ofensiva
y exhibición de fuerza y acoso, el pueblo británico se desmoronaría y el
gobierno acabaría pidiendo un armisticio, igual que había hecho el
francés.
Como en tantas otras decisiones, Hitler se
equivocaba trazando planes a la medida de sus delirios y asumiendo como
dogmas de fe las promesas de algunos de sus próximos, particularmente Hermann
Göring, ministro del Aire. Para empezar, el Führer minimizó la firmeza,
inteligencia, serenidad y capacidad de persuasión de Churchill. Este
apenas llevaba un mes en el cargo, pero actuaba con una resolución que
inspiraba confianza a los ciudadanos. Los preparativos alemanes para la invasión
no eran públicos, pero la prepotencia que destilaban hacían que lo pareciesen.
El 4 de
junio, Churchill anticipó ante el Parlamento, al país y al mundo, que Gran
Bretaña lucharía hasta las últimas consecuencias y no se rendiría ni se
plegaría a la firma de un compromiso que limitase su soberanía.
El enfrentamiento, que pasaría a conocerse como la
batalla de Inglaterra, fue una de las campañas más dramáticas de la
contienda y la más importante de la historia de la aviación militar. Se
desarrolló en cielo británico y, en diferentes etapas, con mayor o menor
intensidad y una abundante diversificación de objetivos, se prolongó desde el
10 de julio de 1940 (si se parte de sus primeros ataques todavía fuera de las
zonas urbanas) hasta el 10 de mayo de 1941.
La desproporción de fuerzas al comienzo de las
hostilidades era elocuente.
La
Luftwaffe, mandada por Göring, segundo jerarca del régimen y amigo personal
de Hitler, disponía de más de tres mil aviones (cazas, bombarderos,
guardacostas y aparatos de reconocimiento de los tipos Junkers, Stuka, Fokker,
Dornier…).
La RAF, en
cambio, bajo la jefatura del general Hugh Dowding, apenas contaba con un tercio
de ese despliegue, integrado por Spitfires y Hurricanes. La superioridad
alemana era aún mayor en la práctica, gracias a sus más experimentados pilotos.
La única
ventaja británica era el hecho de despegar y aterrizar en su territorio,
mientras las bases alemanas radicaban en Francia y otros países ocupados.
Los
británicos disponían, además, de radares instalados en lugares estratégicos,
un invento reciente cuya utilidad se volvería decisiva.
Bombarderos Heinkel 111 de la Luftwaffe sobre el canal de la Mancha en
1940. Foto: Wikimedia Commons / Bundesarchiv, Bild 141-0678 / CC-BY-SA 3.0.
(TERCEROS)
Error y represalia
El primer ataque lo desencadenaron varias
escuadrillas de la Luftwaffe contra objetivos navales al sur de Inglaterra y
contra convoyes de transporte de mercancías que operaban en el canal. Los
alemanes lo bautizaron como Adlerangriff
(Ataque del Águila), y desde ese momento este tipo de operaciones se
convirtieron en diarias.
La más espectacular y efectiva fue la del 15 de
agosto de 1940, en que se contabilizaron 2.119 bombardeos. Los aviones nazis
derramaron cientos de toneladas de bombas sobre diferentes objetivos
estratégicos y económicos, siempre con el fin de abrir el camino a la invasión
naval y terrestre. Hasta el 24, día en que, quizá por el mal tiempo, las
escuadrillas destinadas a bombardear la desembocadura del Támesis se desviaron
y acabaron soltando su carga sobre algunos barrios de Londres, donde
causaron numerosas víctimas civiles e importantes daños.
Consciente
del impacto de la agresión en el ánimo de la población, Churchill ordenó una
represalia: el bombardeo de Berlín.
El gobierno alemán se apresuró a pedir disculpas
por lo que atribuyó a un error, y tal vez lo fuese. Pero no sirvió para
calmar la indignación en Gran Bretaña. Churchill, consciente del impacto de la
agresión en el ánimo de la población, ya muy desmoralizada, reunió a los altos
mandos militares y les ordenó una operación urgente de represalia. Al día
siguiente, los aviones de la RAF bombardeaban unas fábricas de Berlín.
No fue mucho el daño que lograron causar las bombas
británicas, aunque sí fue notable el efecto psicológico, tanto en la capital
alemana como en Londres. Por primera vez en la guerra, Berlín había sido
atacada, y era tan vulnerable como cualquier ciudad.
El bombardeo coincidió con la reunión de los
ministros de Exteriores alemán y soviético, Ribbentrop y Molotov, para
poner al día detalles del acuerdo entre el Reich y la URSS.
Ribbentrop exponía a su colega la buena marcha de
la campaña contra Gran Bretaña cuando el estruendo de las bombas les obligó a
interrumpir la reunión para correr a cobijarse en un refugio antiaéreo. Allí,
al parecer, el poco diplomático Molotov le espetó: “Si los británicos están
derrotados, ¿quién nos está bombardeando?”.
La impertinente pregunta no podía ser más oportuna.
Y la respuesta no podía obviar que Gran Bretaña era un hueso duro de roer hasta
para las muy superiores fuerzas aéreas y terrestres alemanas.
Hitler reaccionó con uno de sus ataques de cólera,
y ordenó una réplica en la que ya no se respetarían las reglas tradicionales de
la guerra, que preservaban los objetivos civiles.
A partir de entonces las escuadrillas de la
Luftwaffe no abandonarían los objetivos industriales y militares, pero el
grueso de sus ataques se concentraría en las grandes ciudades y, de manera
prioritaria, en Londres. Así comenzaban los días más dramáticos para los
habitantes de la capital británica y para su gobierno.
La ofensiva, segunda fase en la práctica de los
preparativos para la invasión, se perpetuaría como el Blitz (palabra
derivada del término alemán blitzkrieg , guerra relámpago) de
Londres. Hitler ya había tenido que reprimir sus prisas y decretar el
aplazamiento de la invasión hasta que los bombardeos allanasen el camino de una
vez por todas.
La catedral de St. Paul de Londres sobrevive al blitz, 29 de diciembre
de 1940.
Colecciones del Imperial War Museum.
El “escarmiento” de Hitler
El 7 de septiembre se convertiría en una fecha
imposible de olvidar para los londinenses: 300 bombarderos de la Luftwaffe,
escoltados por 648 cazas, irrumpieron a pleno sol sobre la ciudad y bombardearon
de manera indiscriminada los muelles, el East End y algunos barrios
comerciales, residenciales y administrativos del centro.
Las bombas incendiarias convirtieron algunos
sectores en grandes hogueras que destruyeron edificios históricos y barriadas
enteras de viviendas. Los aviones de la RAF salieron al encuentro del enemigo y
derribaron 41 aparatos alemanes, pero a costa de perder 28 propios.
.
Las cifras de aquella primera batalla aérea
reflejan su encarnizamiento.
A los 69
aviones destruidos en el aire se sumó en tierra el trágico balance de 3.000
muertos y alrededor de mil trescientos heridos. Los ataques alemanes se prolongaron
hasta bien entrada la noche. Hitler no solo pretendía un escarmiento por la
osadía de bombardear Berlín; por encima de todo pretendía atemorizar a la
población para eliminar su resistencia.
El segundo ataque se produjo en la tarde del día 9.
Las escuadrillas alemanas volvieron a atacar en cuanto el tiempo lo permitió y
alcanzaron algunos objetivos, no todos. Los aviones de la RAF, alertados de su
proximidad, salieron a su encuentro, derribaron un buen número y obligaron a
otros a dar la vuelta. Las incursiones se convertirían en habituales. Solo
las inclemencias meteorológicas parecían proteger a los londinenses del
peligro.
Hitler, aunque furioso por los retrasos, estaba
convencido de que, con las defensas inutilizadas y la población atemorizada,
Churchill acabaría por aceptar un armisticio.
La nueva fase de bombardeos ordenada por el Führer
se bautizó con el nombre de Operación León Marino. Comenzó aquel 7 de
septiembre y se prolongaría, con diferentes grados de intensidad, hasta el 10
de mayo del año siguiente.
Entre septiembre y noviembre, los bombardeos sobre
Londres fueron casi diarios. Después adquirieron un carácter esporádico, lo que
permitió a la RAF incrementar el ritmo de fabricación de nuevos aparatos,
entrenar mejor a los tripulantes e incorporar a decenas de pilotos procedentes
de antiguas colonias (Australia, Canadá y Nueva Zelanda) y de las
organizaciones de resistencia de los países ocupados, franceses en su mayor
parte. También fue posible mejorar las prestaciones de los sistemas de radar.
Mussolini, siempre
servicial con Hitler, quiso sumarse a la operación contra Gran Bretaña con una
fuerza más bien simbólica de 40 aviones. Entraron en combate en contadas
ocasiones, y las dificultades que tenían para coordinar sus movimientos con las
escuadrillas de la Luftwaffe acabaron por convertirse en un problema. Al cabo
de cuatro meses regresaron a Italia.
Mientras, Göring estaba convencido de una victoria
rápida sobre la RAF, y así se lo había prometido a Hitler, quien mantenía
vigentes las órdenes dadas a la Wehrmacht para aguardar preparada el
momento de la invasión.
Resistir en Londres
La Luftwaffe había
destinado tres de sus flotas aéreas para la batalla de Gran Bretaña, que
operaban desde diferentes puntos del continente: Holanda y Bélgica; Francia; y
Noruega. Sus órdenes eran contundentes: atacar sin descanso hasta que la
RAF, con mucha menor capacidad de defensa, fuese aniquilada.
En aquellos primeros momentos parecía imposible que
los británicos pudiesen resistir. Las oleadas de escuadrillas del Reich
asomaban por el horizonte a cualquier hora y descargaban su mortífera carga en
los lugares más inesperados: de barrios residenciales a hospitales, orfanatos,
escuelas, cuarteles o iglesias.
El último
londinense en perder la calma fue Churchill, que rechazó las sugerencias de
trasladar su despacho a algún lugar seguro.
Hasta esos días aciagos, quizá los más duros de su
historia, los londinenses vivían confiados en la protección que les brindaba
el alejamiento del continente, el tradicional escenario de los conflictos
europeos. La ciudad solo contaba con 92 defensas aéreas y apenas disponía de
refugios.
Las autoridades tuvieron que echar mano de sótanos
de edificios consistentes para ofrecer cobijo a los vecinos cuando sonaban las
alarmas y se producían las huidas despavoridas por las calles. Unas ochenta
estaciones del metro fueron reconvertidas en refugios, que brindarían
protección a millares de personas en aquellos años.
Estacionnes del Metro de Londres |
Las escenas de dolor, las calles sembradas de
cadáveres, los regueros de sangre en las aceras, las familias que de pronto se
quedaban sin hogar y el dantesco paisaje general de destrucción y escombros
convirtieron Londres en una ciudad fantasmagórica. Numerosas empresas dejaron
de funcionar, infinidad de comercios cerraron sus puertas y la actividad
cotidiana se desenvolvía entre los sobresaltos y las limitaciones de
alimentos y medicinas. El principal objetivo de los ciudadanos era sobrevivir y
proteger a los suyos.
Parte de un escuadrón de la Royal Air Force (RAF) en agosto de 1940.
Wikimedia Commons / B. J. Daventry, fotógrafo oficial de la RAF. )
La prensa seguía informando pese a las dificultades
derivadas de los cortes de energía, los daños en las sedes de algunos medios y
la pérdida de muchos redactores, y era devorada por un público ansioso por
conocer el incierto futuro que le esperaba.
Quizá el último londinense en perder la calma en
aquel clima de tragedia colectiva fue Churchill. El primer ministro
rechazó las sugerencias de sus asesores de trasladar su despacho a algún lugar
seguro de los alrededores. Sabía que una decisión así afectaría a la moral de
sus conciudadanos. Siguió trabajando en un sótano del Whitehall, la sede del
gobierno, cuyas condiciones de seguridad ante los bombardeos eran mínimas.
Sorprendentemente, ninguna bomba alcanzó el edificio, aunque algunas
cayeron muy cerca.
Tuvo menos suerte el palacio de Buckingham,
la residencia real, una de cuyas alas quedó bastante afectada. Ningún miembro
de la familia real sufrió percances, y su imagen al permanecer en Londres salió
robustecida. Una frase de la popular reina Isabel quedó viva en la mente de los
ciudadanos: “Mis hijos no se irán sin mí, y yo no me iré sin mi marido, que por
supuesto permanecerá en Buckingham”.
Se extiende el bombardeo
Aunque asustados, los londinenses mantuvieron en
conjunto una admirable calma, se habituaron a convivir con el peligro y
pronto reanudaron sus actividades. La RAF, mientras tanto, incrementó sus
fuerzas. Su potencial bélico seguía siendo inferior al alemán, pero cada día
lograba mayores éxitos en sus enfrentamientos frontales con las escuadrillas
del Reich. Para ello fue decisivo el Spitfire , un caza con mayor
capacidad de maniobra que los Heinkel y Junkers germanos y mayor precisión en
sus disparos.
Los ataques,
ya solo nocturnos, alcanzaron Belfast, pero para entonces los británicos habían
aumentado su capacidad defensiva.
A finales de octubre la Luftwaffe
diversificó sus acciones hacia otros objetivos (puentes, puertos, carreteras y
vías férreas) y efectuó 46 ataques sobre otras grandes ciudades británicas,
como Birmingham, Bristol, Liverpool, Coventry o Newcastle.
Sus responsables se percataron de que, a la luz del
día, su supremacía aérea disminuía de manera preocupante. El 30 de septiembre
anterior, en el último bombardeo diurno sobre la capital, el enfrentamiento
terminó con 47 aparatos alemanes derribados frente a 20 británicos. A partir de
esa jornada, la Luftwaffe cambió de estrategia. Pasó a bombardear por la
noche, y empleó además aparatos de mayor tamaño, que podían volar más bajo,
transportar cargas superiores y burlar mejor la vigilancia de los radares.
Churchill visita las ruinas de la catedral de Coventry tras el blitz del
14-15 de noviembre de 1940. Colecciones del Imperial War Museum.
Los ataques, en algunas etapas menos virulentos,
pero nunca interrumpidos más allá de dos o tres días, alcanzaron Belfast, la
capital de Irlanda del Norte, el 15 de abril de 1941, y se prolongaron aún
cerca de un mes. Para entonces los británicos habían desarrollado una capacidad
defensiva susceptible de neutralizar muchos de los bombardeos y, probablemente,
de impedir la invasión proyectada, de haberse producido.
Pero Hitler ya había advertido las dificultades de
su empeño y decidió aplazar el desembarco de la Wehrmacht. Su atención
por esas fechas estaba puesta en invadir con éxito la URSS.
El 10 de mayo, en el último ataque sobre Londres
–en los meses y años siguientes se produjeron otros muy esporádicos y sin mayor
gravedad–, los bombardeos se centraron sobre edificios históricos y puntos
emblemáticos de la ciudad, como la abadía de Westminster, el palacio de St.
James y el British Museum.
Los daños causados al patrimonio artístico por
las bombas fueron incalculables, aunque no tanto como los causados a la
economía y, lo peor, el balance de víctimas: 43.000 muertos, más de cien mil
heridos y un millón de familias sin vivienda en todo el país. La RAF perdió en
aquellos combates 500 pilotos y 915 aviones, frente a los 1.733 aparatos que se
dejó en el intento la Luftwaffe.
El Blitz de Londres no solo pasaría a
la historia como la más espectacular batalla aérea de todos los tiempos, tantas
veces perpetuada por el cine, sino también como uno de los episodios más
salvajes perpetrados por la crueldad nazi a lo largo de la Segunda
Guerra Mundial. Pero también se convertiría en el primer contratiempo serio
con que tropezó Hitler en el que pronto sería su avance hacia la derrota
final.
Con afecto,
Ruben
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