Cuentos de Mario
Benedetti
A imagen y semejanza
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo
seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo
alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso.
Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus
patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando
sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de
sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de
nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el
azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón
quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió
lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un
instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más
lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca
del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie
por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula
y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora
la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel,
partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una
detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y
avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada.
La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie
se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la
hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si
alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó
por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida
carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos
de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó.
Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una
D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un
trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió,
avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó
la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien
afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la
segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no
había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o
alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí
misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco
centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con
parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su
objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y
el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de
las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin
embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó
en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la
operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena
estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más
cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin
desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus
respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la
madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo,
bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El
palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la
hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe
aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la
hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El
palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar
la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al
borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aun así se precipitó en
aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar
el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente
tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro
movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a
cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo
oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y
entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La
hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se
correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía
correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se
detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho
dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.
Andamios
“…Javier
se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no
había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería
evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar
para sí mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.
No
obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no
se siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta
curiosidad.
-Sentate.
¿Querés comer algo?
-No. Ya
almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un
helado.
Javier
queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es
suficiente.
-Te
preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice
que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste
exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.
Javier
calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.
-Aquí los
muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo.
Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó,
ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron
libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida,
¿no te parece? Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer vencida,
sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo aguanté un
año. Tenía que laborar, claro, y llegaba a las clases medio dormido. Una noche
el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un aullido.
Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos dirías
heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la
desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni
rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga
libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las
Llamadas, pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni la
alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otra parte,
el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi
tribal, no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros
ni con los otros; no nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico,
ni siquiera en una mafia. Somos algo así como una federación de solitarios. Y
solitarias. Porque también hay mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena
ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en una comunión de vaciamientos
(¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enamora de nadie. Cuando nos roza
un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien
menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?,
decimos casi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y
tantos otros) perdieron, de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se
habían propuesto luchar por algo, pensaban en términos sociales, en una
dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto. Quevachachele. Los metieron en
cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o tuvieron que rajar.
Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que eran desenlaces posibles,
vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos, descalabrados, se
equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero
están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más.
Hicieron lo que pudieron ¿o no? Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los
músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hicimos?
¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar
al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de
la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos
adolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una
noche en que sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la
retirada, una retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los
Asaltantes con Patente, murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto
del suicidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza,
por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy
cagones.
-Vamos a
ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿Él también anda en lo mismo?
-No.
Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en
primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos,
Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno,
moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata
de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal
Vázquez Montalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en
octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él
todavía será joven. ¡Le tengo una envidia!
-¿Y se
puede saber por qué quisiste hablar conmigo?
-No sé.
Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles
encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos
años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad,
somos boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia
es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá
se folla. Pero tal vez es una interpretación que vas llamarías baladí, ¿no?, o
quizá una desviación semántica.
-¿Querés
hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo. Para
ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen
nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las
tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza,
apoyándolas en los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a
noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada
de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran
motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores
más encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna
Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en
sentido contrario).
-Después
de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.
-No
jodas. Y está la droga.
-Ah no.
Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.
-Quiero
aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos,
son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero
de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa
pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que
quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente
trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes),
que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener
hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los
culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas
que el desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo
diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar.
Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.
-¡Ufa!
¡Qué reprimenda! Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes
o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento
Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos
temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio
García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los
cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión
Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta
madre. Harto, ¿sabes lo que es harto? Con todo te creía más comprensivo.
-Pero si
te comprendo. Te comprendo, pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te
comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa
del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.
-Quién
sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y
su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez
a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt
Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa? A veces me gustaría meterme a
misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios me
tiene harto.
- ¿Y por
qué no te metes?
-Me da
pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niño
hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no
son lágrimas lo que ellos precisan.
-Claro
que no. Pero sería un buen cambio.
-De
pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la
religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la
cuenta de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?
-Quién te
dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No
estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.
-¿Creés
que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?
-Bueno,
sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht…”
Almuerzo y dudas
El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su
atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto
reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De
pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.
La mujer sonrió y le tendió la mano.
-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.
Él se rió, mostrando los dientes.
-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que
estar trabajando.
-Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de
reconocimiento, de puesta al día.
-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted
pasaría por aquí.
-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este
camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al
llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
- ¿Dispone de un rato? -preguntó él.
-Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también
esta vez se va a negar?
-Pídamelo. Claro que… no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron
frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que
merecía.
-Aquí se come bien -dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la
ayudó a quitarse el abrigo.
Después de examinarlos durante unos minutos, el
mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas
fritas.
-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?
-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
-Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito
marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.
-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y
yo.
-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos
dicho muchas veces las mismas cosas.
-¿No le parece que sería el momento de hablar de
otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se
mordió los labios.
-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.
-Sí.
-Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño
cerrado.
-Quisiera conocerla -dijo ella.
-¿A quién? ¿A esa que pasó?
-No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara
se le aflojaron.
-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.
-Yo también sé cómo es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos
inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se
alejó.
-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.
Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces
ella se miró las manos.
-Debía haberme lavado. Mire qué mugre…
La mano de él se movió sobre el mantel hasta
posarse sobre la mancha.
-Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces
retiró la mano.
-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda
-dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa,
una especie de foto retocada.
-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
-Supongo que sí.
-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
-Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego
mordió el trocito de jamón.
-Prefiero la foto sin retoques.
-¿Para qué?
-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?»,
con el mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques
ya no sería usted.
-¿Y eso importa?
-Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió
agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»
-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?
-Sí.
-Naturalmente. Son nueve años.
-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
-Bueno, parece que usted también cree que los años
convierten el amor en costumbre.
-¿Y no es así?
-Es. Pero no significa un punto en contra, como
usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a
él.
-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres
siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.
Él sonrió sobre el pan con manteca.
-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito
también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le
planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la
que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la
precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía
limpios.
-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al
mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los
churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda,
hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía
quince años había sido sonrisa.
-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que
el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
-¿Nada menos?
-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da
cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.
-¡Oh!
-Que uno va tomando las cosas con cierta
desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando
cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.
-¿Y eso está mal?
-Realmente, no lo sé.
-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me
mira y me distrae.
-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias
de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una
mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto
modo desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los
cubiertos sobre el plato.
-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo
conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
-Yo, por ejemplo.
-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a
caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a
esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto
ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse
joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.
-¿Y la conciencia?
-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando
uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira
distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de
cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea,
y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que
se ha estado haciendo trampas.
«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo,
misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la
española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para
seguir hablando.
-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se
estafan a sí mismos.
-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado,
en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se
arregló el pelo.
-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su
discurso?
-Bueno.
-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
-Es ridículo. De eso estoy seguro.
-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí
mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la
española. Él pidió la cuenta con un gesto.
-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos.
Usted sabe que me gusta mucho.
-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
-Que está en condiciones de conseguirlo todo.
-Ah sí… ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no
dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano
izquierda.
El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el
vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola
mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.
-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo
él-, pero si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer,
porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y
además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.
Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla
tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.
-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y
retiró la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.
Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo.
Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la
acompañó hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de
subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la
comida. » Después se fue.
Con afecto,
Ruben
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