martes, 15 de enero de 2019

Cuentos Peruanos:El Vuelo de los Cóndores




Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.
El Vuelo de los Cóndores

 
Abraham Valdelomar
I

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa.
 A las  cuatro salí de la escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de  curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había  dese mbarcado un circo. – Ése es el barrista  – decían unos. señalando a un hombre de mediana  estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la  aduana. – Aquél es el domador.
Y señalaban a un sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas  foete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con
flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una  maleta.  – Éste es el payaso, dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente. – ¡Qué serio! – Asi  son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos.
Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo  y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos,  lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y
los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad
bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la
escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome a casa,
me di cuenta de que ya estaba oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían
comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi
hombro.
     ¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio . Yo no sabía qué responder. – Nada
     apunté con despreocupación forzada – que salimos tarde del
colegio...– No puede ser, porque Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto... Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían  preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la escuela.
 No  había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se
atrevía a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el
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beso a mamá, ésta sin darle la importancia de o tros días, me dijo fríamente: – Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó: – ¡Está bien!... Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada.  Nunca había llegado tarde a mi casa.
 Oí un manso ruido: l
evanté los ojos. Era  mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente. – Oye me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente – anda a  comer...
Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidenta, mi abnegada  compañerita, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.– ¿Ya comieron todos?, le interrogué. – Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el  farol... – Oye, le dije, ¿y qué han dicho? – Nada; mamá no ha querido comer...
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al
punto trayéndome a  escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la  tarde. – Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo  vuelvas a hacer. – No, no quiero. – Pero oye, ¿dónde fuiste?... Me acordé del circo  -. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que  había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las  maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
     Cuántos volatineros hay  
Le  decía – , un barrista con unos brazos muy  fuertes; un domador  muy feo, debe de ser muy valiente porque estaba muy  serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas!
 ¡Y el  payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de  volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una
cadena. ¡Ah!, es un circo espléndido!
 ¿Y cuándo dan función?  El sábado.... E iba a continuar, cuando apareció la criada:
     Niñita. ¡A acostarse! Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la  llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto  y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me
dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro
concepto de mi falta.
Me acordé de que mi madre no había comido por mí;
me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo
la hacía sufrir, que yo no la quería...
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan
pesarosa con sus bendi tas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas
cayeron juntas de sus ojos, y yo, que hasta ese instante me había contenido,  no pude más y sollozando le besé las manos. Ella me dio un beso en la  frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin ca stigarme me  había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció  la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama  descalza; echó algo sobre la mía, y me dejo volviéndose a la carrera y de
puntitas como había entrado:– Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...
II
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los
personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el
caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me
miraba sonriente. ¡Qué buena debía de ser aquella criatura tan callada y
delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso,
pirueteaba el  payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño,  quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada  lánguida.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron
del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás
había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; ¡qué oso tan
inteligente! y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al
circo... Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó
pausadamente un sobre. – ¡Entradas!  – cuchichearon mis hermanos. – ¡Sí, entradas! ¡Espera!... – ¡Entradas!  – insistía el otro.
El sobre fue a poder de mi madre.
Le
vantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.– ¿Qué es? ¿Qué es?... –
¡Estarse quietos o... no hay nada!
Volvimos a nuestros puestos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entrada s para el circo; venía dentro un programa. ¡Qué
programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados!
Mi hermano  mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador
Míster Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el
caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El vuelo  de los cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Mi ss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa
niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados
mis hermanos el circo, y yo, pensando, me fui al jardín, después a la escuela,  y aquella tarde  no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.
III

A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros
cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.
¡El convite! ¡El convite!...
–¡Abraham, Abraham!, gritaba mi hermanita. ¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme
de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la
banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros,  el bombo iba
delante dando atronadores compases, después, en un caballo blanco, la
artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos
desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con
casaca roja y un penacho  en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la  brida; después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus
musculosos brazos en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la
bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, m uy
engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de
muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de  la música.
En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta  copla: Los jóvenes  de este tiempo usan flor en el ojal
 y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real...
Una algazara estruendosa coreó las últimas palabras del payaso.
 Agitó  éste su cónico sombrero, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el  bombo la marcha  y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los  rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo.
 Una nube de polvo los  seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana  multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso  camino.
IV

Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo.
Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su
"Carlos Alberto". Salimos, atravesamos la plazuela, subimos  la calle del tren,  que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba  su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación;  soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegamos por fin al pueblo  y poco después al circo. Estaba éste en una
estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta que
iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces.
 A la entrada, en  la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados  vasos con  las armas de la patria estaba la espumosa y blanca chicha de maní, la  amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes  en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con  cebollas picadas en vin agre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes  pescados, la "causa", sobre cuya blanda masa reposaban graciosamente el  rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vende doras...
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio
pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón,
levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas,
piteos, risas. Nos instalamos. Sonó un a campanada.
¡Segunda! – gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran
círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la
platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante  los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de  aquella noche.
Sonó largamente otro campanillazo..– ¡Tercera! ¡Bravo! ¡Bravo!

La música comenzó con el programa:  Obertura por la banda.

Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila.
 Llegaron al  centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme,  graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito,  vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y
retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó
un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido
vertiginosamente, paróse en la barra,  pendió de corvas, de vientre; hizo
rehiletes y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el
centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del
programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata
desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos
eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán.
Salió Míster Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó
el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al
terminar el segundo entreacto: – ¡El vuelo de los cóndores!
V

Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca
roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos,
que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo
de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas
Miss Orquídea, con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó  graciosamente, col  góse de una cuerda y la ascendieron al estrado.
 Paróse en  él delicadamente, como una golondrina en un alero breve.
La prueba  consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro le  acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, a travesara el  espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se
lanzó mientras el bombo – detenida la música – producía un ruido siniestro y
monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo
porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa  hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba,
y cuando la niña  se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura de su triunfo, el público  la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho.
La niña bajó, el público seguía  aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra,  se curvó, su c uerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba  como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El  público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano  habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.
Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi
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inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el
silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque
saliese bien de la  prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó...
¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a  destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre  la red del circo, que la salvó de la  muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo.
 La recogieron,  escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos  hombres y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos  las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo
y triste, oyendo los comentarios, no sé qué cosas pensaba contra esa gente.
Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos...
VI


Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña;  la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después
caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía
funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el
Vuelo   de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del
público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la escuela, y jugaba en el
jardín con mi hermana, oímos música. – ¡El convite! ¡Los
vol atineros!... Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?...
¡Con qué ansias vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus
golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, los platillos
estridentes, los acróbatas, y, después, el caballo de Miss Orquídea, solo, con
un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la farándula, el mono
impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido...
¿Dónde estaba Miss Orquídea?...
No quise ver más; entré en mi cuarto y por primera vez, sin saber
por  qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.
VII
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la escuela, por la
orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas
mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a
descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda
quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi
espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada,

sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en  un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me
miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía de es tar! Seguí a la escuela y por la
tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré
cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah quién
pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así du rante
ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza,
pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho
tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces
tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto.
 Aquel día salía  vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el  muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba.
Me encaminé a la punta del muelle y espe éspere  en el embarcadero.
Pronto  llegaron los artistas en medio de gran cantidad de pueblo y de granujas que  rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los  brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura. Metíme  e ntre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña  buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al  pasar junto a mí: –
Adiós...
     Adiós...
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la
vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste
con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba
con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo
como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más
que el bote pequeño que se perdía tras el vapor...
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la escuela, sentado en la
terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi
perderse a  lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su
cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.



El Autor.

(Ica, 1888 - Ayacucho, 1919) Narrador peruano que encarnó el tránsito definitivo del modernismo a las vanguardias y que es considerado, junto con los poetas José María Eguren y César Vallejo, uno de los forjadores de la literatura peruana contemporánea.
Con afecto,
Rubén


miércoles, 9 de enero de 2019

Cuentos Peruanos:El caballero Carmelo



Cuentos Peruanos

 
“Un buen libro no es aquel que piensa por ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.

El caballero Carmelo
Abraham Valdelomar
I

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde
la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al
cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra, y
henchida  alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa. Reconocímosle.
 Era el hermano  mayor que, años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
-¡Roberto! ¡Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el Florbo y la campanilla enredábanse en las
columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros.
 ¡Cómo se
regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de
nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado
durante su ausencia y llegó al jardín:
-¿Y la higuerilla? - dijo: Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos: -¡Bajo la Higuerilla estás! ... El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi  hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al  comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a u no, los objetos que  traía y los iba entregando a cada uno de nosotros.
 ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había  viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la  Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní  y almendras; frijoles  colados en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio  dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de  yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de  "piedra de Guamanga" tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas  rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el  obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para mamá.. para Rosa.. para Jesús..para Héctor.. -¿Y para papá? -
le interrogamos, cuando terminó:
-Nada. -¿Cómo? ¿Nada para papá? Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-!El "Carmelo"! A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que libre, estiró sus cansados
miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
 ¡Cocorocóooo!...
-¡Para papá!  -dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien
acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una
sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.
II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor
del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el
comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a
la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo
que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el
frescor de la ma ma mañana  la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a
nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de
dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del
panadero. Llegaba és te a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía
muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el
pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de cuero,
repletos de toda  clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas...
Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto.
Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor,
cubierta de hule brillante
, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas
de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los
animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y
entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo
alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras
piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos con su largas
orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida;  Ios patitos, recién
"sacados", amarillos como la yema de huevo, trepaba en un panto de agua, cantaba,
desde su rincón, entrabado, el Carmelo; y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y
antipático, hacía por deñarnos  , mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas
hacían, por lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante..
Aquel día,  mientras contemplábamos a los discretos animales, escapó se del corral el Pelado, un  pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete aros, flacos y  golosos. Pero el Pelado a más de eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día,
mientras la paz era en el corral y los otros comían el modesto grano, él, en pos de
mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de
nuestra limitada vajilla.En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo
sus fechorías, dijo pausadamente: -Nos lo comeremos el domingo...
Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor , suplicante y lloroso. Dijo que
era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el Carmelo
todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que
mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo no matan - decía en su defensa del gallo - a los patos que no hacen más que
ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo
enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte. ..?Se adujo
razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos
cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo.
El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño, y las  palomas, con sus
alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja,
hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus
polluelos.  El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las  roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca  influencia.
Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandia
inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, un
sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al
muchacho, lo besó en la frente, y le dijo: -No llores; no nos lo comeremos...
III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación
y torna por la calle del Castillo que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar una
plazuela, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado  lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en
vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al
besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y arenoso camino,
ten
teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda,
pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada
vigilan, de trecho en trecho, corno centinelas, una que otra palmera desmedrada
, alguna
higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles.
 Ondea en el terreno  la "hierba del alacrán", verde y jugoda al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la  vejez, bermeja como la sangre de buey.
 En el fondo del desierto, como si temieran su  silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los  peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina,
San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre
la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí las palmeras se multiplican y la higueras dan
sombra a los hogares tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen
Dios, o que su maldición hubiera caducado  -que bastante castigo recibió la que sostuvo
en sus ramas al traidor - y todas sus flores dan fruto que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil carIa y
estera  l eve , junto a las palmeras que a la puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en  la arena blanda sus caderas amplias, duerme a la puerta el bote pescador, con sus velas  plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales  yace con su muda y simbólica majestad el timón grácil, la cabeza que "achica" el agua  del  mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen.
 Cubre, piadosamente, la  pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano  corcho.
En las horas de medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave
teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos anudan el lino que ha de enredar al
sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que las vísperas trajo la nave;
saltan al sol, como chispas, las escamas, y el perro husmea en los despojos.
 Al lado, en  el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el  asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte  pule el remo, la moza fresca y ágil saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas  recorren la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa
Caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce suerlo de justo, con el pantalón
corto, las musculosas pantorillas cruzadas en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense, como escamas, las diminutas uñas, la cara tostada por el aire y el sol, la boca
entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se
levanta rítmicamente, con el ritmo de la vida, el más armonioso que Dios ha puesto
sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz en aquella aldea,
cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras.
 Iglesia ni  cura habían, en mi tiempo, las gentes de San Andrés. Los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y  sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del   Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la edad Feliz del  inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacamac, con la  ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la Fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido
besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires,
era entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos.
 De fuertes padres,  nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros
la piel hacía  gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena  caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar ya manejar los  botes de piquete que, zozobrando en las olas les enserIaban a domer ar  la marina  na furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de
Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban  a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno veían des envolverse,
impasibles, las horas - filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos
desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca - y al crepúsculo de cada día,
lloraban, pero, hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban
pasar la vida llenas de experiencia, sin Fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero
inactivas, inmóviles, infecundas, y solas.
IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo,
caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color,
ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo.
La cola hacía  un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y  duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendían, cubiertas de  escamas, parecían las de un armado caballero medioeval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia.
 Había aceptado una  apuesta para la jugada de gallos de San Andrés el 28 de julio.
 No había podido evitarlo.
Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un
gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas y aceptó.
 Dentro de  un mes toparía el Carmelo con el Ajiseco de otro aficionado, famoso gallo vencedor,  como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con  profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con  un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él
envejecido mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear? ...
Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días
seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de
julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó una media
luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado.
 El  hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre.
 A los pocos minutos, en  silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos  como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.
-¡Qué crueldad!  -dijo mi madre. Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir: -Oye, anda junto con él... Cuídalo... iPobrecito!...
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de correr
unas cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse sobre
las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran  jug ada de gallos a
la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya
entrada había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de los cuales pendían alegres
quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pes cado fresco asado en
brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y
endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de
horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y pañuelos
anudados al cuello.
Nos encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus
ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló.
 Al frente estaba el  juez ya su derecha el dueño del paladín Ajiseco.
 Sonó una campanilla, acomodáronse  las gentes y empezó la fiesta.
Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada
uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas,
miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó.
Colérico respondió el otro echándose al medio circo; miráronse fijamente; alargaron los
cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron,
gritos de muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos.
 Su  cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
-
¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos sangrando,
fueron sacados del ruedo. La primera jornada había ter minado.
 Ahora entraba el  nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor de expectación vibró en el circo:
-¡EI Ajiseco y el Carmelo!
-¡Cien soles de apuesta!...
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar. En medio de la expectación general,
salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron
a los rivales. Nuestro Carmelo aliado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos
apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir.
 No faltó  aficionado que anunc iara el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas  favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó  las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía un gallo fino de  distinguida sangre y   a lcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con  desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los  ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose  los picos sin perder t erreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las  gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara  con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbra do a las artes azarosas
de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su
adversario - que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y necio, todo quería
hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo:
 Un hilo de  sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de  su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al  poseedor del menguado.
En su nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal
furia que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante... -¡Bravo!
¡Bravo el Ajiseco! - gritaron sus parti darios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez,  atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones dijo:
-¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él,
sin ha cerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los
gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de
frente y definitivo sobre su rival, con un estocada que lo dejó muerto en el sitio.
 Fue  entonces cuando el Carmelo que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco  había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en  la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más  interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito de entusiasta:
-¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del
mar el pesado camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que
desfall ecía .
V

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le
dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni
incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del
colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos
hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojos granos de granada.
 De
pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba
entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó
débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
 Luego abrió  nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó.
 Retroced ió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el
pecho, tembló, desplomóse, y estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos,
mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la
comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta del
lamparín todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de
las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez:
El Caballero Carmelo. flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de
sangre y raza, cuyo prestigio unánime fue orgullo, por muchos años, de todo el verde y
fecundo valle de Caucato.

El Autor.

(Ica, 1888 - Ayacucho, 1919) Narrador peruano que encarnó el tránsito definitivo del modernismo a las vanguardias y que es considerado, junto con los poetas José María Eguren y César Vallejo, uno de los forjadores de la literatura peruana contemporánea.
Con afecto,
Rubén