lunes, 30 de agosto de 2021

Fabulas de Jean de la Fontaine 2

 

Fabulas de Jean de la Fontaine 2


 

EL COLEGIAL, EL PEDANTE Y EL Dueño DE UN Jardín

Un muchacho que trascendía, a colegio, hasta el punto de apestar, pícaro a la vez y necio, por los pocos años y por la pedantería adquirida en las aulas, merodeaba en el huerto de un vecino suyo. Tenía este vecino los más exquisitos dones que ofrece Pomona al hombre. Cada estación le ofrecía su tributo, pues, así como exquisitas frutas en otoño, lograba en primavera las flores más preciosas.

Fue un día a este jardín nuestro escolar, y encaramándose sin miramientos a un árbol frutal, maltrataba y destruía hasta los tiernos capullos, dulce esperanza y promesa de la futura cosecha. Hasta desgajó algunas ramas, y tal destrozo hizo, que el dueño del jardín se quejó al profesor. Vino éste con largo séquito de chicuelos, y se llenó el jardín de multitud de arrapiezos, peores que el primero.

El Dómine pedante aumentó sin necesidad el mal llevando aquella chiquillería mal educada, con el propósito, según dijo de hacer un escarmiento que fuese ejemplar, sirviendo de inolvidable lección a todos sus alumnos. Extendiose sobre este tema, citando a Virgilio y Cicerón, y alegando razones muy científicas. La perorata fue larga, tan larga que la maldita ralea tuvo tiempo para devastar el jardín por todas partes.

Lección / Moraleja:

No conozco bicho más temible que el colegial, como no sea el pedante. No quisiera por vecino ni al uno, ni al otro.

EL CUERVO Y EL ZORRO

Estaba un cuervo posado en un árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por el aroma, un zorro que pasaba por ahí le dijo:
-¡Buenos días, señor Cuervo! ¡qué bello plumaje tienes! Si el canto corresponde a la pluma, tú tienes que ser el Ave Fénix.”

Al oír esto el cuervo, se sintió muy alagado y lleno de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico para cantar, y así dejo caer el queso.
El zorro rápidamente lo tomo en el aire, y le dijo:
“Aprenda, señor cuervo, que el adulador vive siempre a costas del que lo escucha y presta atención a sus dichos; la lección es provechosa; bien vale un queso.”

 

No se debe dar crédito a palabras aduladoras, que se hacen por interés.

 

EL Dragón DE MUCHAS CABEZAS Y EL DE MUCHAS COLAS

Un mensajero del Gran Turco se vanagloriaba, en el palacio del Emperador de Alemania, de que las fuerzas de su soberano eran mayores que las de este imperio.
Un alemán le dijo:
“Nuestro Príncipe tiene vasallos tan poderosos que por sí pueden mantener un ejército.”
El mensajero, que era varón sesudo, le contestó:
“Conozco las fuerzas que puede armar cada uno de los Electores, y esto me trae a las mientes una aventura, algo extraña, pero muy verídica. Hallábame en lugar seguro, cuando ví pasar a través de un seto las cien cabezas de una hidra. La sangre se me helaba, y no había para menos. Pero todo quedó en susto: el monstruo no pudo sacar el cuerpo adelante. En esto, otro dragón, que no tenía más que una cabeza, pero muchas colas, asoma por el seto. ¡No fue menor mi sorpresa, ni tampoco mi espanto! Pasó la cabeza, pasó el cuerpo, pasaron las colas sin tropiezo: esta es la diferencia que hay entre vuestro Emperador y el nuestro.”

 

 

EL ESCULTOR Y LA ESTATUA DE Júpiter

Gústale tanto a un escultor un magnifico bloque de mármol, que al punto lo compró "¿En qué convertirá este mármol mi cincel? Se preguntó. ¿Haré de el un Dios, una mesa o una cubeta? Dios será, y ha de esgrimir con la diestra el rayo: ¡Temblad mortales y dirigidle vuestras súplicas! ¡Ahí tenéis al señor del universo!"

Supo dar tan propia expresión al ídolo, que la gente no echaba de menos en aquella imagen de Júpiter más que el habla, y hasta se cuenta que el artífice, cuando la vio terminada, fue el primero que tembló, asustado de su misma obra.
No fue menor en otros tiempos la flaqueza de los poetas, que temieron la ira, y la cólera de divinidades por ellos mismos inventadas. Hacían en esto como los niños, a quienes preocupa continuamente el miedo de que se irriten y disgusten sus muñecos.
Sigue fácilmente el sentimiento a la imaginación, y de esta fuente brotó el error del paganismo, extendido en tantas naciones. Sedúcenos las propias quimeras: Pigmalión convirtiese en amante de la imagen que el mismo fabricara. Convierte el hombre en realidad, hasta donde le es posible, sus imaginarios sueños; su alma es de hielo para la verdad y de fuego para la mentira.

 

Lección / Moraleja:

*      Convierte el hombre en realidad, hasta donde le es posible, sus imaginarios sueños;

su alma es de hielo para la verdad y de fuego para la mentira.

 

EL ESTOMAGO

 

Debí comenzar mi obra por la monarquía. Bajo cierto aspecto considerado, es imagen suya el estómago; cuando éste sufre algo, todo el cuerpo se resiente.

Cansados una vez de trabajar por él los diversos miembros del cuerpo humano, resolvieron vivir en la holganza, siguiendo su ejemplo.

"Que se mantenga de aire" decían; "trabajamos y sudamos como bestias de carga, y ¿para quién? Tan solo para el. De nada nos sirven nuestros afanes, mientras él vive a nuestras expensas. Hagamos como él hace; holguemos."
Dicho y hecho; las manos dejaron de asir, los brazos de moverse y las piernas de caminar. Todos dijeron al estómago que se buscase la vida; pero ¡cuán pronto se arrepintieron! A poco, los desdichados miembros quedaron enteramente debilitados. Faltos de nueva sangre; languidecieron todos; y los revoltosos se convencieron de que aquel a quien llamaban ocioso y holgazán contribuía tanto o más que ellos al bien común.

¡Qué bien se aplica esto a la majestad real! Mucho recibe, pero también da mucho, y el resultado es igual. Todos trabajan para ella, y de ella todos viven. Mantiene al artesano, enriquece al mercader, da sueldo al magistrado, hace vivir al labrador, paga al militar, distribuye por todas partes sus mercedes, y sostiene todo el peso del Estado.

Bien lo explico Menenio Agrippa; el pueblo romano quería separarse del senado; alegaban los descontentos que éste monopolizaba el mando, el poder, las riquezas y los honores, dejándole todos los males: los tributos, los impuestos las fatigas de la guerra. Ya habían salido los plebeyos de la ciudad y muchos de ellos iban en busca de otra patria, cuando Menenio les hizo ver que Pueblo y senado eran dos miembros de un solo cuerpo, y con este apólogo famoso desde entonces, los redujo a su deber.

 

 

 

EL GALLO Y LA PERLA

Un día cierto Gallo, escarbando el suelo, encontró una perla, y se la dio al primer lapidario que halló a mano.
“Fina me parece, le dijo, al dársela; pero para mí vale más cualquier grano de mijo o avena.”

Un ignorantón heredó un manuscrito, y lo llevó en el acto a la librería vecina.
“Paréceme cosa de mérito, le dijo al librero; pero, para mí, vale más cualquier florín o ducado.”

 

Lección / Moraleja:

http://refranesyfrases.com/images/open_quote.gifPiérdase a veces un negocio por sobra de expedientes y recursos; se malgasta el tiempo buscando cuál es el mejor, probando esto, lo otro, y lo de más allá.
Mejor es tener una sola salida; pero buena.

 

EL GALLO, EL GATO Y EL RATONCILLO

Un ratoncillo inexperto, que apenas había visto el mundo por un agujero, se halló muy comprometido. Ahora veréis lo que le pasó, tal como le contó a su madre, la señora Rata.

"Había franqueado los montes que limitan este reino, y trotaba alegre y satisfecho, cuando ví aparecer dos animales: de aspecto benigno y apacible el uno, el otro de aire fiero y turbulento. Tenía éste la voz áspera y vibrante, en la cabeza una excrecencia carnosa, una especie de brazos que abría y agitaba en el aire, como para volar, y la cola empenachada."

Así describía nuestro ratoncillo a un gallo, como si fuera extraño animal, venido de las Indias.

"Golpe base los costados con los brazos, armando tal ruido, que con todos mis bríos, que no son pocos, eché a huir, todo azorado, renegando de su casta. A no ser por él, hubiera entrado en amistosos tratos con el otro animal, que tan simpático parecióme: es de pelo suave y aterciopelado como el nuestro, de larga y flexible cola, de aire decoroso y modesto mirar, aunque son brillantes sus pupilas. Creo que ha de ser amigo de las ratas, porque sus orejas son muy parecidas a las nuestras. Dirigiáme ya a él, cuando el otro, soltando el chorro de su penetrante alarido, hízome emprender la fuga."

- Hijo mío, dijo la rata madre: ese sujeto tan benigno y manso, es el gato infame, que, con su apariencia hipócrita, oculta odio mortal a toda tu parentela. El otro, por lo contrario, lejos de hacernos algún mal, servirá algún día quizás para nuestros banquetes. Ya lo ves: el hábito no hace al monje.

 

Lección / Moraleja:

El hábito no hace al monje.

 

EL GATO Y EL Ratón

 

n búho, una comadreja, un gato y un ratoncito, vivían en distintos lugares de un tronco seco.
Aunque eran enemigos naturales, y desconfiaban uno del otro, ninguno dejaba su refugio.
El dueño del campo, un día decidió eliminarlos, colocó trampas y una red en la base del tronco.
El primero en caer, fue el gato, que al verse en peligro comenzó a gritar. Al escuchar el ratón se alegró, porque de esta manera se libraba de su enemigo, pero el gato le dijo:

-Si yo muero quedaras a merced del búho y de la comadreja, que quieren mas que yo que seas su alimento, pero si me ayudas, en gratitud te compensare protegiéndote.

El ratoncito libero al gato, y huyeron del lugar. Pasado el tiempo el gato, se dio cuenta que el ratón aun le temía, así que le dijo:
-¿Piensas que he olvidado mi promesa, cuando me salvaste de la trampa?

-¡No! - dijo el ratoncito- Pero tampoco olvido tu instinto, ni en que circunstancias haz hecho la promesa.

Lección / Moraleja:

Jamás confiemos en alianzas que hizo el miedo, en pasando el temor, valen un bledo.

 

EL GATO Y LA ZORRA

El gato y la zorra, como si fueran dos santos, iban a peregrinar. Eran dos solemnes hipocritones, que de indemnizaban bien de los gastos de viaje, matando gallinas y hurtando quesos. El camino era largo y aburrido: disputaron sobre el modo de acortarlo. Disputar es un gran recurso; sin él nos dormiríamos siempre. Debatieron largo tiempo, y después hablaron del prójimo. Por fin dijo la zorra al gato.

“Pretendes ser muy sagaz, y no sabes tanto como yo. Tengo un saco lleno de estratagemas y ardides.
-Pues yo no llevo en mis alforjas más que una; pero vale por mil”

Y vuelta a la disputa. Que sí, que no, estaban dale que dale, cuando una jauría dio fin a su contienda. Dijo el gato a la zorra:
“Busca en tu saco, busca en tus astutas mientes una salida segura; yo ya la tengo”
Y así diciendo se encaramo bonitamente al árbol más cercano. La zorra dio mil vueltas y revueltas, todas inútiles; metiese en cien rincones, escapó cien veces a los valientes canes, probó todos los asilos imaginables, y en ninguna madriguera encontró refugio; el humo la hizo salir de todas ellas, y dos ágiles perros la estrangularon por fin.

 

Lección / Moraleja:

http://refranesyfrases.com/images/open_quote.gifPiérdase a veces un negocio por sobra de expedientes y recursos; se malgasta el tiempo buscando cuál es el mejor, probando esto, lo otro, y lo de más allá.
Mejor es tener una sola salida; pero buena.

 

 


EL HOMBRE QUE CORRE TRAS LA FORTUNA
,

El hombre que corre tras la fortuna, y el que la aguarda en su cama

¿Quién no corre tras la fortuna? Quisiera estar en un sitio donde pudiese ver la muchedumbre de los que buscan en vano, de ceca en meca, a esa hija de la suerte, cortesanos afanosos de un fantasma volador. Cuando creen estar ya a sus alcances, la veleidosa escapa a sus pesquisas. ¡Pobres gentes! Las compadezco, porque los locos son más dignos de lástima que de enojo.
"Tal sujeto, dicen, plantaba coles, y llegó a papa. ¿No valdremos tanto como él?" Valdréis tal vez cien veces más, pero ¿de qué sirven nuestros méritos? ¿No es ciega la fortuna? Y por otra parte, el ser Papa, ¿Vale lo que cuesta? ¿La pérdida del reposo?
El reposo, tesoro de tal precio que en otro tiempo era la felicidad de los dioses, no lo otorga casi nunca la fortuna a sus favorecidos. No vayáis tras de esa diosa, y ella misma os buscará: así hacen siempre las mujeres.

Dos amigachos vivían en una aldehuela, en la que tenían alguna hacienda. Uno de ellos suspiraba sin cesar por la fortuna, y le dijo al otro:

- "¿Por qué no dejamos esta tierra? Bien sabes que ninguno es profeta en su patria. Probemos nuestra suerte en otra parte.

-Pruébala tú, le contesto su camarada; yo no deseo mejor país, ni mejor vida. Sigue tus impulsos; pronto volverás. Te prometo que he de estar durmiendo hasta que vuelvas."

El ambicioso, o quizás avariento, emprendió el camino, y al día siguiente llegó a un punto que debe frecuentar más que ningún otro la diosa fortuna, porque aquel lugar era la corte. Fijose en ella por algún tiempo; allí estaba de día y de noche a todas horas, y en todo se metía; pero nada le salía bien. "¿En qué consistirá esto? Pensaba. Tendré que buscar mi suerte en otra parte, y sin embargo, la fortuna habita en este sitio. Todos los días la veo entrar en casa de unos y otros ¿Cómo es que a la mía no viene?
Bien me dijeron que no gusta del carácter ambicioso de estas gentes. ¡Adiós, pues, cortesanos: id en buena hora tras de una sombra que os engaña!
"Donde tiene la fortuna los mejores templos, es en la India ; vamos allá" Y así que lo dijo, marchó a embarcarse.
Alma de bronce, y aún más dura que el diamante, hubo de tener el prior hombre que probó el camino de las aguas, desafiando los furores del mar.

Nuestro campesino, durante su viaje, volvió los ojos más de una vez hacia su aldea, afrontando los peligros de los piratas, de los huracanes, de la calma chicha y de los escollos ignorados, ministros todos de la muerte.

¡Con cuántos trabajos vamos a buscarla en remotas playas, habiendo de encontrarla tan pronto sin salir de casa!

Llego el viajero al Mogol.; allí le dijeron que donde prodigaba entonces la fortuna sus favores, era en el Japón. Volvió a emprender el camino. Habíanse cansado los mares de conducirlo, y todo el fruto que sacó de sus largas correrías, fue esta lección, que dan los salvajes a los civilizados:

"Quédate tranquilo en tu casa, aleccionado por la experiencia.

"En el Japón no tuvo más suerte nuestro hombre que en el Mogol; y al fin hubo de convencerse de que había hecho una solemne tontería dejando sus pueblos. Renunció a los viajes infructuosos; volvió a su tierra, y al ver de lejos su casa, lloró de júbilo exclamando:

"¡Dichoso quien vive tranquilo en su hogar, y sólo se ocupa de moderar sus deseos! No sabe, más que de oídas lo que es la corte, y el mar, y tu imperio, oh fortuna loca, que nos presentas a la vista honres y riquezas, tras los cuales corremos hasta el fin del mundo, sin ver cumplidas nunca tus promesas. Desde hoy, ya no me muevo, y lo pasare cien veces mejor". Razonando de esta suerte y habiendo formado tal propósito en contra de la fortuna, dio con ella; estaba sentada a la puerta de su amigo, que dormía a pierna suelta.

 

Con afecto,

Ruben

 

sábado, 28 de agosto de 2021

Cuento: El guardavía

 

Antología de cuentos Fantásticos

“Toda narración es un viaje de descubrimiento”

Nadine Gordimer

 

 

 

 

El guardavía


 

[Cuento - Texto completo.]

Charles Dickens


 

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, más sé qué fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

- ¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido…

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. La le  dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

- ¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

- ¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema. 


 

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto, señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

- ¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Lo llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

- ¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

- ¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

- ¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

- ¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

- ¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

- ¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

- ¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa pudría hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, ¿Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

-Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero, no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.


 

FIN

Con afecto,

Ruben