martes, 19 de septiembre de 2023

Manuel Ascencio Segura

 

Manuel Ascencio Segura



Fuente Wikipedia La enciclopedia libre

Manuel Ascencio Segura y Cordero (Lima, 23 de junio de 1805 - id. 18 de octubre de 1871) fue un escritor y dramaturgo peruano, representante importante del costumbrismo en los inicios de la literatura republicana. Es considerado como el creador del teatro nacional peruano, junto con Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868), con quien a menudo polemizó. Destacó con sus comedias y sainetes costumbristas, que enriqueció con voces y giros populares. Mientras Felipe Pardo era un hombre de ideas aristocráticas y defensor de la colonia española, Segura representó los valores democráticos de la nueva sociedad peruana, lo que se refleja en el sabor criollo de sus comedias. Mestizo de clase media pobre, tenía una gran afinidad con lo popular y los nuevos grupos sociales que emergían en un país recientemente emancipado. En su honor, el Teatro Principal de Lima fue rebautizado con su nombre en 1929 (Teatro Segura).

 

Biografía



Manuel Ascencio Segura era hijo del teniente del ejército español Juan Segura y de la dama limeña Manuela Cordero. Su familia paterna era oriunda de Huancavelica, pero se hallaba ya instalada en Lima, entonces capital del Virreinato del Perú, residiendo en el muy criollo barrio de Santa Ana. A instigación de su padre, siguió la carrera militar enrolándose en el ejército realista como cadete. Tenía entonces 13 años.

 

Combatió al lado de los españoles y junto a su padre en la batalla de Ayacucho, la última de La guerra de la Independencia del Perú (9 de diciembre de 1824). Derrotada la causa realista que defendían, los Segura se quedaron en el país, y el joven Manuel pasó a servir en las filas patriotas, alcanzando el grado de capitán del segundo batallón Zepita , acantonado en Jauja, en 1831. Eran los días del primer gobierno del general Agustín Gamarra, del que fue partidario.

 

Entre 1833 y 1834 Manuel A. Segura escribió su primera comedia, La Pepa, en la cual reprochaba la prepotencia de los militares, aunque no llegó a representarse ni a ser editada, debido a que su crítica implícita podía poner en peligro su carrera militar.

 

Durante los siguientes años, Segura se vio inmerso en las sucesivas guerras civiles de los inicios de la república. Fue seguidor de Felipe Santiago Salaverry bajo cuyo auspicio fue nombrado administrador de la aduana de Huacho. Luego decidió trasladarse al sur, para combatir al lado de Salaverry contra la invasión boliviana de 1835. Derrotado su bando, fue hecho prisionero en Camaná y con dificultad salvó su vida. Instalada la Confederación Perú-boliviana, permaneció marginado de la milicia. Derrotada la Confederación en 1839, fue nuevamente llamado por el general Gamarra para servir en el ejército, del cual se retiró definitivamente siendo teniente coronel de la Guardia Nacional, en 1842. Ya por entonces empezaba la anarquía en el país, que se prolongó hasta 1845. Segura pasó a engrosar la burocracia como empleado del Ministerio de Hacienda.

 

Por esos años, Segura escribió en diversos periódicos, como 'El Comercio' de Lima, del cual fue redactor. Allí publicó su única novela, Gonzalo Pizarro, por entregas. En 1841 decidió dejar dicho diario para dedicarse a la edición de un periódico propio, titulado La Bolsa. En él aparecieron sus artículos de costumbres "Los Carnavales", "Me voy al Callao", "El Puente", etc. Se trata de textos descuidados cuidado en el estilo, pero con un lenguaje directo y familiar que atrapa fácilmente al lector retratando a los personajes de su tiempo. En este periódico también publicó algunos poemas y letrillas satíricas, como la titulada "A las muchachas". Simultáneamente publicó El Cometa, periodiquillo que apenas alcanzó el número doce (1841-1842). Otros de sus artículos de costumbres publicados en diferentes periódicos fueron "El té y la mazamorra", "Los viejos", "Las calles de Lima", "Dios te guarde del día de las alabanzas", etc. De esa manera se convirtió en el representante mayor del costumbrismo, al lado de Felipe Pardo y Aliaga.

 

Cuando apareció El Espejo de mi tierra, publicación satírica de Pardo y Aliaga (1840), Segura colaboró en los dos números de Lima contra El espejo de mi tierra, publicación que como respuesta a Pardo sacó el chileno Bernardo Soffia. Sin firmar y con similar agudeza, Segura y Pardo cruzaron versos uno contra el otro. Segura y sus compañeros de redacción le achacaban a Pardo una actitud anticostumbrista y despectiva frente a los gustos populares. Un ejemplo de esta "correspondencia" literaria, fueron el poema "Los tamales" (de Segura) y su consiguiente respuesta, "El tamalero" (de Pardo).

 

Para esos años, Segura era también el hombre del teatro en Lima. Efectivamente, entre 1839 y 1845 fue el único que, cada cierto tiempo, estrenaba piezas en el ambiente limeño. En 1839 estrenó el drama (o según otra versión, juguete escénico) Amor y política y la comedia El sargento Canuto, nueva crítica al militarismo, la cual tuvo una excelente aceptación entre el público. Enseguida estrenó el drama histórico Blasco Núñez de Vela (1840), la comedia La saya y el manto (1841 o 1842) y el entremés La mozamala (1842).

 

En la noche del 24 de enero de 1845 estrenó en Lima la primera versión de Ña Catita, pieza de 3 actos (que luego ampliaría a 4), sin duda la más reconocida de sus piezas teatrales.

 

El 20 de abril de 1843, a los treinta y siete años, se casó con Josefa Fernández de Viana, de veintitrés años de edad. Con su cónyuge marchó a Piura, adonde fue destacado como Secretario de la Prefectura. Allí vivió los siguientes once años. Fundó y dirigió el semanario El Moscón en el que predominaba la sátira y la burla, atacando los vicios y desmanes de la política criolla. Dicha publicación solo tuvo tres años de vida (1848-1851). Por esos años escribió también La Pelimuertada, subtitulada Epopeya de última moda (1851), poema satírico lleno de ingenio, en el que nuevamente arremetió contra su rival literario, Felipe Pardo.

 

El 12 de octubre de 1858 fue declarado cesante con sueldo íntegro por haber cumplido más de treinta años de servicio a la nación. Tenía cincuenta y tres años de edad, y ya presentaba problemas de salud. De vuelta a Lima, se dedicó de lleno a las labores literarias.

 

Entre 1854 y 1862 llegó a ser intensa su actividad teatral. Consagró su ingenio a la comedia costumbrista y se erigió como el creador del teatro peruano. El 9 de diciembre de 1854 estrenó la comedia La espía, y el año siguiente, El resignado. Reestrenó su comedia Ña Catita, el 7 de septiembre de 1856, con gran éxito. El 15 de septiembre de ese año de 1856 estrenó Nadie me la pega, y el 24 de enero de 1858, Un juguete. En enero de 1859, en colaboración con el joven Ricardo Palma, presentó el sainete El santo de Panchita. En 1861 estrenó Percances de un remitido; en julio de 1862, el sainete Lances de Amancaes, y en septiembre de ese mismo año Las tres viudas, comedia en tres actos.

 

Entre 1860 y 1861 fue diputado suplente por el departamento de Loreto, pero su actuación legislativa fue opaca. Palma señala al respecto que le era imposible vencer su timidez en la tribuna, pero que en cambio se distinguió por su buen sentido práctico y por la independencia de su conducta.

 

Por esos años, convertido ya en el centro de la intelectualidad limeña, concurría a las veladas literarias que se realizaban en la librería de los hermanos Pérez o en los portales de la Plaza de Armas. Así transcurrió los últimos años de su vida, entre la actividad literaria y animadas tertulias.

 

Buen padre de familia, con su esposa doña Josefa tuvo dos hijos, uno muerto a temprana edad y otra llamada María Josefa del Rosario. Golpeado por problemas de salud —sufría de asma— y por sucesivas desgracias familiares, murió el 18 de octubre de 1871.

 

Fue funcionario público entre 1823 y 1828.

 

Obras

Las obras de Segura se dividen en tres géneros: el poético, el dramático y el periodístico (artículos de costumbres). A ellos habría que sumar su único ejemplar de género novelístico: Gonzalo Pizarro.

 

Poética

 

Fiesta de San Juan en Amancaes. Lima, 1843.





    



En el género poético se muestran sus versos a manera de las corrosivas letrillas de Francisco de Quevedo y de Bretón de los Herreros. «Se propuso moralizar riendo, y riendo no con humor que espiga la gracia, sino con el sarcástico que expulsa el amargor de la vida.». Sus poesías más conocidas son:

 

"A las muchachas", sextillas dirigidas a las limeñas beatonas y presumidas, sin distinción de edad.

La Pelimuertada, subtitulada Epopeya de última moda (Piura, 1851), epopeya burlesca y satírica, pero de carácter más lírico que épico. Fue publicada en un folleto de 84 páginas. Está dividida en 16 cantos, el último inconcluso, con un total de 2194 versos, repartidos en octavillas, sextillas, quintillas y romances. En ella hizo alusiones inconfundibles contra su contendor literario, Felipe Pardo, y los escritores academicistas de la capital. Su procacidad motivó posiblemente a que no fuera incluida de manera completa, en el volumen que recopiló las obras literarias de Segura, donde solo se recogieron cinco cantos (Artículos, poesías y comedias, 1885).

Un sinnúmero de letrillas publicadas en "La Bolsa" y "El Moscón", dirigidas contra Andrés de Santa Cruz, Felipe Pardo y Aliaga y muchos otros adversarios en el oficio de las letras.

Para muestra de su habilidad versificadora, su picardía en el uso del lenguaje y sus alusiones desenvueltas a su rival literario (Pardo), he aquí unos ejemplos tomados de La Pelimuertada:

 

Cantó Ercilla al araucano,

Tasso cantó a Godofredo,

cantó a Bolívar Olmedo,

y a César cantó Lucano;

vate del codo a la mano,

como me suelen llamar,

yo también voy a cantar

más que alborote el cotarro,

y aunque estoy con un catarro

que no puedo resollar.

 

Si epopeyas hacen cien,

aun los que van a la escuela,

sobre el muerto y quien lo vela,

he de hacerla yo también.

Con un trés bon o un trés bien

no es Béranger quien me ofusca;

y aunque la gente parduzca

después se devane el seso,

he de soltar la sin-hueso

más recio que la Cuyusca.

Las alusiones a Felipe Pardo son claras: lo de "gente parduzca", que en un sentido recto se refiere a las personas pardas o del pueblo, alude también al apellido de su rival; además, Pardo había traducido a Béranger. Basta todo eso para darnos cuenta contra quien iba dirigida la sátira. La "Cuyusca", según lo recordaría muchos años después Enrique López Albújar en sus Memorias, era el apodo de un personaje femenino de mucha popularidad entre el bajo pueblo de Piura de principios de la década de 1840 (que coincide con el tiempo en que Segura vivió allí). Era una parda criolla, posiblemente de entre 15 a 20 años, que alegraba las calles con sus cantos y música. Un testimonio de su época lo describe como una negra liberta y que provocaba escándalos en las calles con sus cantares obscenos, pronunciados con su resonante voz.

 

Dramática

 


Plaza mayor de Lima a comienzos de la República. Óleo de Juan Mauricio Rugendas, Lima, 1843.

En el género dramático, Segura compuso fundamentalmente sainetes y comedias. En total escribió diecisiete piezas teatrales, de las que se han perdido cuatro. Sus personajes son principalmente de la clase media, risibles a veces, amables o simples las otras, pero siempre representativos de la sociedad. Sus argumentos son sencillos; su verso, fluido; y su lenguaje, ágil y lleno de términos populares. Según Menéndez y Pelayo, el Perú le debe a Segura un repertorio cómico teatral en cantidad y calidad al que puede ofrecer cualquier otro país de América. Al lado de las tres únicas comedias de Felipe Pardo (de las cuales solo dos fueron representadas en vida del autor) esta producción es notoriamente abundante.

 

De acuerdo con la norma costumbrista, Segura explicaba su quehacer literario en términos de servicio social. Sus artículos y comedias iban dirigidos al público para motivar el cambio de los hábitos que afeaban la imagen de la sociedad limeña. En un fragmento de La saya y el manto, afirmaba que su obra estaba destinada: «a corregir las costumbres / los abusos, los excesos / de que plagado se encuentra / por desgracia nuestro suelo.» Ese espíritu correctivo casi nunca es violento (exceptuando la crítica a las pasiones políticas, al caos institucional, a la falta de patriotismo).

 

A continuación, una lista de sus obras teatrales:

 

La Pepa (1833), su primera comedia escrita, pero que no fue estrenada.

Amor y política (1839), su primer estreno, obra de tipo histórico cuyo texto no se ha conservado.

El sargento Canuto (1839), obra en que ridiculiza los alardes de un militar inculto y fanfarrón que por su altanería es expulsado de la casa de la mujer a quien pretende. Como en toda las comedias de Segura, más que el argumento lo que destaca es la espontaneidad de los personajes y la gracia de los diálogos plagados de dichos populares, que ofrecen un vivo retrato —crítico, ingenioso y festivo—, de la sociedad peruana en sus primeras décadas republicanas.

Blasco Núñez de Vela (1840), drama histórico en 6 actos, cuyo estreno suscitó controversias entre europeístas y nacionalistas. Su original se ha perdido.

La saya y el manto (1841 o 1842) comedia donde se ocupa de un solicitante de empleo público, que, para lograrlo, enamora a una joven y le promete matrimonio, con el fin de que mediante su intersección y la influencia de su cuñado, consiga el ministro la aprobación a sus deseos.

La mozamala (1842), entremés cuyo título alude al nombre de un baile muy popular de entonces.

Ña Catita (1845; corregida en 1856), comedia. Es la obra que resume todo el humor y la chispeante gracia de Segura. Su personaje principal que le da título ha sido considerado como la figura de mayor relieve del teatro peruano. El argumento es como sigue: los esposos don Jesús y doña Rufina tienen una hija ya en edad de casarse, llamada Juliana. La madre, instigada por Ña Catita —una anciana pícara, chismosa e intrigante—, pretende ligar a su hija con don Alejo, tipo donjuanesco que simula tener gran alcurnia y solvencia económica. Pero Juliana, muy cándida y dulce, corresponde a la amorosa pasión de don Manuel, mozalbete pobre y sin porvenir, y se opone tercamente a los intentos de su madre. Cuando ya se está por sellar la unión de Juliana y don Alejo, llega intempestivamente don Juan, un viejo amigo de la familia, quien involuntariamente desbarata las pretensiones de don Alejo. En efecto, recién llegado del Cuzco, don Juan se sorprende al ver a don Alejo, que era amigo suyo, y aprovecha el casual encuentro para entregarle una carta de su mujer. Se descubre entonces que el supuesto galán no era sino un impostor, que tenía esposa y vivía en el Cuzco. Rufina desfallece de espanto y llora su desgracia. Ña Catita, por perversa y proxeneta, es arrojada de la casa. Se acuerda entonces el casamiento de Juliana y Manuel, en tanto que don Jesús, por intercesión de don Juan, perdona la conducta de su esposa Rufina. Esta obra fue estrenada en la noche del 24 de enero de 1845, y reestrenada con agregados el 7 de septiembre de 1856, triunfando merced al genio de la actriz Encarnación Coya.

Nadie me la pega (1845), pieza breve.

La espía (1854), comedia.

El resignado (1855), comedia llena de alusiones políticas, referentes a la guerra civil entre Echenique y Castilla. Constituyó un éxito formidable que le atrajo la admiración de los jóvenes románticos de la “bohemia”, entre ellos Clemente Althaus, Manuel Nicolás Corpancho, Carlos Augusto Salaverry y Ricardo Palma.

Un juguete (1858), comedia

El santo de Panchita (1859), sainete, en colaboración de Ricardo Palma en las escenas VIII-X del segundo acto.

Percances de un remitido (1861), comedia. Aguda crítica a la licencia de la prensa limeña, que no respetaba honras.

Las tres viudas (1862), comedia donde luce el ingenio de Segura más reposado, con atisbos psicológicos, desconocidos en sus obras anteriores.

Lances de Amancaes (1862), sainete.

El cachaspari, sainete hecho de la refundición de los originales de la pieza de un acto "Dos para una".

Teatro Segura años especiales






Periodística

En el terreno periodístico, hizo sus primeros aportes en El Comercio de Lima, y fundó después La Bolsa y El Moscón. En ellos escribió letrillas festivas y artículos costumbristas, luciendo siempre su ingenio burlón y caricaturesco. En conjunto, suman una cantidad mucho mayor que los artículos de Felipe Pardo, pero éste le superó en calidad con sus artículos que publicó en El espejo de mi tierra.

 

Los artículos de costumbres de Segura amplían los temas y a veces profundizan la visión crítica de sus comedias. Con una composición poco imaginativa y muchas veces descuidada, estos artículos normalmente constan de una breve presentación del narrador, del relato humorístico de uno o varios sucesos urbanos (que van desde las honras fúnebres al presidente Gamarra hasta el juego de carnavales) y de una conclusión enjuiciadora. Es un claro antecedente de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma.

 

Características

 



Retrato de Manuel A. Segura. Publicado a principios del siglo XX.

Sus críticos y biógrafos, desde Juan de Arona hasta José de la Riva-Agüero y Osma, coinciden en reconocer sus singulares dotes de comediógrafo ingenioso. Pintó lugares y personajes, especialmente a estos últimos, con singular destreza. La caricatura fue su forma descriptiva favorita. En el fondo no perseguía la estigmatización cruel y sangrienta de nuestras costumbres, sino su moralización. Sus personajes emblemáticos fueron la limeña beatona y alcahueta, los militares aventureros, los inescrupulosos politiqueros, los falsos aristócratas, los empleados públicos arribistas y todos los tipos heterogéneos que conformaban la población limeña. Logró crear estampas cargadas de gracia, ironía y agudeza, tan llenas de vitalidad que en ellas pueden reconocerse muchos tipos de la sociedad actual.

 

En cuanto al uso del lenguaje, no cayó en el purismo del idioma castellano que defendía exacerbadamente Pardo y Aliaga. En ese sentido superó a su colega de letras, ya que aportó una renovación en el vocabulario teatral, es decir, en el vocabulario poético. El lenguaje literario castellano se había vuelto a veces pobre y descolorido dentro de los moldes estilísticos vigentes. Segura empleó, con gracia original de escritor auténtico, voces que no estaban en el diccionario pero si en el habla diaria de la gente común. Estampó así los llamados criollismos y engalanó también la curiosa sintaxis popular, adelantándose, en esta forma, a Ricardo Palma y Leonidas Yerovi. De allí resulta una alegría en sus obras, derivada no tanto de las tramas, muy sencillas, ni de las ideas expresadas, sino de las palabras mismas en su intimidad y entraña. Al lector no advertido del siglo xxi le sorprenderá sin duda encontrar en los diálogos del El sargento Canuto y Ña Catita expresiones populares de actual uso cotidiano («hacerse el sueco», «váyase a freír monos», etc.). Con toda razón, Ricardo Palma defendió a Segura de quienes de supuesta vulgaridad: «Lo que estos críticos olvidan es que cuando se pinta al pueblo debe pintársele tal cual es. Si existe algo en las comedias de nuestro compatriota que ofenda a quisquillosos lectores, culpa será del original, no del retrato».

 

Pardo vs. Segura

 

Felipe Pardo y Aliaga



Suele oponerse las figuras de los dos más grandes literatos de comienzos del Perú republicano, Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascensio Segura, limeños y coetáneos. Es cierto que ambos sostuvieron largas polémicas literario-periodísticas por diversos motivos (por ejemplo, Pardo expresa indignación y moralismo ante el desenfreno de los carnavales limeños; Segura, picardía y entusiasmo ante esta fiesta), y que en ese enfrentamiento lucieron su mejor talento para criticarse el uno al otro, pero no resulta válido encasillarlos en posturas criollistas o anticriollistas. Una atenta lectura a la obra de Pardo, nos revela también su profundo amor e interés por el Perú; de otro lado Segura hace también duras críticas a la sociedad peruana.



Con afecto,

Ruben

viernes, 15 de septiembre de 2023

Alfredo Salazar Southwel

 

Alfredo Salazar Southwel








Alfredo Salazar Southwell fue un instructor de la FAP y héroe de la aviación. El 14 de septiembre de 1937 durante su vuelo de prueba en un ensayo previo a un desfile por el Día de la Aviación Peruana, el aeroplano Potez 39 A.2 se incendia por fallas mecánicas. Ordena evacuar a su copiloto el sub oficial Carlos Fajardo y dirige la nave hacía los entonces terrenos descampados del acantilado del distrito de Miraflores (por donde ahora se ubica el cuartel San Martín y el Lugar de la Memoria). Con ello logra evitar una tragedia mayor en la parte urbana de Lima. Sus restos yacen en un mausoleo del cementerio Presbítero Maestro. En 1953 inauguran en su honor el Parque Salazar, actualmente integrado al CC. Larcomar.

(Imagenes de Blirmedios y el blog de Juan Luis Orrego)

 

ALFREDO SALAZAR SOUTHWELL. Aviador peruano nacido en Lima en 1913. Estudió en el Colegio Anglo-Peruano, ingresó a la Escuela de Ingenieros, pero decidió ingresar a la Fuerza Aérea del Perú.

El 14 de setiembre de 1937, el alférez Alfredo Salazar participó en el ensayo para la exhibición aérea que se realizaría al día siguiente en la inauguración del monumento de Jorge Chávez en el Campo de Marte.

Desgraciadamente, el avión que piloteaba sufrió una avería y perdió altura. Pidió a su copiloto que salvara su vida saltando en paracaídas. Sin embargo, Salazar no saltó, decidió pilotear el avión hasta una zona despoblada para evitar una mayor tragedia. Fue así que el aviador impactó su nave en una zona cerca de los acantilados de Miraflores. Tenía 24 años.

En 1953 se colocó un monumento en su honor, obra del escultor húngaro Lajos D’Ebneth. Representa una cabeza cóndor.

Se construyó además un parque que llevaba su nombre, el parque Salazar Southwell, luego llamado Parque Salazar. Fue remodelado a fines de los años noventa y convertido en el centro Comercial "Larcomar". Foto: Juan José Pacheco Ibarra











Con afecto,

Ruben

sábado, 9 de septiembre de 2023

Cuento: Buscando al señor Green 2

 

Buscando al señor Green 2

Saul Below



[Cuento - Texto completo.]

 








Así es como sobrevivo. Estaríamos bien si tuviéramos que depender de la beneficencia. Y hay montones de gente en las listas… ¡Todos falsos! No hay nada que no puedan conseguir, pueden ir a que les envuelvan el tocino en Swift and Armar en cualquier momento. Los buscan junto a los muelles del puerto. Nunca se quedan sin trabajo. Lo que pasa es que prefieren quedarse metidos en sus piojosos catres y se comen el dinero del público.

No tenía miedo, en una oficina de mayoría negra, de gritar así contra los negros.

Grebe y Raynor trataron de acercarse para ver más de cerca a la mujer. Estaba encendida de rabia y de placer consigo misma, ancha y enorme, una mujer de pelo dorado que llevaba puesta una cofia de algodón ribeteada de rosa. No llevaba medias pero sí unas zapatillas negras de gimnasia. El delantal lo llevaba abierto, y sus grandes pechos, no muy contenidos por una camiseta de hombre, le impedían mover los brazos mientras trabajaba en un vestido de niña sobre la tabla de planchar. Y los niños, silenciosos y blancos, permanecían de pie detrás de ella. Había captado la atención de la oficina entera, y eso la llenaba de un enorme placer. Pero sus quejas eran auténticas. Estaba diciendo la verdad. No obstante, se comportaba como una mentirosa. Evitaba mirar de frente con sus pequeños ojos y, aunque estaba furiosa, también parecía estar tramando algo.

—Me envían a trabajadores sociales con estudios y pantalones de seda para que me libren de lo que me espera. ¿Son mejores que yo? ¿Quién los ha informado? Que los despidan. Que se vayan y se casen y así no tendrán que cortar la electricidad del presupuesto de la gente.

El señor Ewing, supervisor jefe, no fue capaz de hacerla callar y estaba allí de brazos cruzados al frente de sus empleados, con la cabeza pelada, diciéndoles a los subordinados, como el ex director de escuela que era:

—Pronto se cansará y se marchará.

—No, no se cansará —le dijo Raynor a Grebe—. Conseguirá lo que quiere. Ella sabe todavía más que Ewing de beneficencia. Lleva años en las listas, y siempre consigue lo que quiere porque monta un espectáculo espantoso. Ewing lo sabe. Pronto cederá. Solo está salvando la cara. Si consigue una publicidad mala, el comisionado lo enviará a los despachos más bajos, al centro. Ella lo tiene hasta el cuello; con el tiempo nos tendrá a todos así, y eso incluye a las naciones y a los gobiernos.

Grebe respondió con su característica sonrisa, completamente en desacuerdo. ¿Quién iba a obedecer las órdenes de Staika, y qué cambios iban a suponer sus gritos?

No, lo que Grebe veía en ella, el poder que hacía que la gente la escuchara, era que su grito expresaba la guerra entre carne y sangre, quizá un poco alocada y desde luego fea, en ese lugar y en esas condiciones. Y al principio, cuando él salió a la calle, el espíritu de Staika presidió de algún modo todo el distrito para él, y le quitó color a ella; él veía su color, en las luces desiguales de los clubes y en las fogatas de debajo del El, aquel camino recto de oscuridad sembrada de fuego. Más tarde, también, cuando entró en una taberna para tomar un trago de centeno, el sudor de la cerveza, la asociación con las calles polacas del West Side, todo ello hizo que volviera a pensar en ella.

Se limpió las comisuras de los labios con la bufanda, porque no lograba alcanzar donde tenía el pañuelo, y volvió a salir para proseguir la distribución de los cheques. El aire soplaba frío y duro y unos cuantos copos de nieve se formaron cerca de él. Un tren pasó a su lado y dejó temblando las estructuras y un erizado silbido helado sobre los raíles.

Cruzó la calle y bajó un tramo de escalones de madera para llegar a una tienda que estaba en un sótano, con lo que empezó a sonar un pequeño timbre. Era un almacén oscuro y alargado que te atrapaba con sus olores a carne ahumada, jabón, melocotones secos y pescado. Había un fuego retorciéndose y agitándose en el pequeño hornillo y detrás del mostrador estaba el propietario, un italiano con rostro largo y hundido y bigotes testarudos. Se calentaba las manos debajo del delantal.

No, no conocía a Green. Conocía a la gente pero no sus nombres. El mismo hombre podía tener el mismo nombre dos veces. La policía tampoco lo sabía porque en gran medida no le importaba. Cuando a alguien lo mataban de un balazo o de un navajazo se llevaban el cadáver y no buscaban al asesino. Para empezar, nadie les iba a decir nada. De manera que se inventaban un nombre para el juez de instrucción y lo consideraban caso cerrado. Además, en segundo lugar, no les importaba un pepino de todas formas. No podían llegar al fondo de un asunto incluso aunque quisieran. Nadie conseguía saber ni la décima parte de lo que sucedía entre esa gente. Acuchillaban y robaban, cometían toda clase de delitos y abominaciones de los que se hubiera podido hablar, hombres con hombres, mujeres con mujeres, padres con hijos, peor que animales. Vivían a su modo, los horrores se desvanecían como el humo. Nunca hubo nada así en toda la historia del mundo.

Era un discurso largo, con cada palabra el hombre aquel ahondaba en su fantasía y pasión y se volvía cada vez más sin sentido y terrible: un enjambre amasado por sugerencias e invenciones, un ruido enorme, que te envolvía desesperado, una rueda humana de cabezas, piernas, barrigas, brazos, que daban vueltas por la tienda.

Grebe sintió que debía interrumpirlo. Dijo bruscamente:

—¿De qué me habla? Todo lo que le he preguntado es si conocía a este hombre.

—Esa no es la dinámica del problema. Yo llevo aquí seis años. Probablemente usted no quiera creerlo, pero supongamos que fuera verdad.

—En todo caso —dijo Grebe—, debe de haber algún modo de encontrar a una persona.

Los ojos demasiado juntos del italiano habían estado concentrados de un modo extraño, como sus músculos, mientras se inclinaba por encima del mostrador para tratar de convencer a Grebe. Ahora renunció al esfuerzo y se sentó en su banco.

—Supongo. De vez en cuando. Pero ya le he dicho que ni siquiera los polis lo consiguen.

—Ellos siempre persiguen a la gente. No es lo mismo.

—Bueno, pues siga intentándolo si quiere. Yo no puedo ayudarlo.

Pero no siguió intentándolo. No le quedaba tiempo para malgastarlo con Green. Deslizó el cheque de Green hacia el final del cuaderno. El siguiente nombre de la lista era Field, Winston.

Encontró la casita sin ningún problema; compartía patio con otra casa, con unas columnas que las separaban. Grebe conocía este tipo de arreglo. Los habían construido en masa en la época anterior a que se llenaran los pantanos y se levantaran las calles, y todos eran iguales: un caminito alrededor de la cerca, muy por debajo del nivel de la calle, tres o cuatro postes con una bola encima para poner tendederos, una madera verdosa, unas piedras de color apagado y un tramo largo, largo, de escaleras para llegar a la puerta de atrás.

Un niño de unos doce años lo hizo pasar a la cocina, y allí estaba el viejo, sentado junto a la mesa en su silla de ruedas.

—Ah, es en nombre del gobierno —le dijo al niño cuando Grebe sacó los cheques.

—Dey, tráeme la caja de los papeles. —El viejo aclaró un espacio en la mesa.

—No tiene que tomarse tantas molestias —le dijo Grebe. Pero Field sacó los papeles y los extendió sobre la mesa: tarjeta de la Seguridad Social, certificado de beneficencia, cartas del hospital del Estado en Manteno y una baja naval fechada en San Diego en 1920.

—Eso es más que suficiente —dijo Grebe—. Ahora solo tiene que firmar.

—Tiene usted que saber quién soy —le dijo el viejo—. Usted es un enviado del gobierno. El cheque no es suyo, es del gobierno, y nadie le manda ir entregando cheques hasta que no esté todo demostrado.

Le encantaba toda la ceremonia, y Grebe no puso más objeciones. Field vació la caja y le acabó de enseñar todas las tarjetas y cartas.

—Aquí está todo lo que he hecho y los sitios donde he estado. Solo falta el certificado de defunción para que puedan cerrar mi libro. —Esto lo dijo con un cierto orgullo feliz y con magnificencia. Pero siguió sin firmar; se limitó a sostener el pequeño bolígrafo hacia arriba encima de la pana dorada verdosa de su pantalón. Grebe no le metió prisa. Sentía las ganas de conversar del viejo—. Tengo que conseguir un carbón mejor —prosiguió—. Tengo que mandar a mi nietecito a la carbonería con mi pedido y le llenan el vagón de basura. Esta estufa no puede con eso. Se le cae la rejilla. En el papel pone que tiene que ser carbón de tamaño de un huevo del condado de Franklin.

—Informaré sobre ello y veré lo que se puede hacer.

—No puede hacerse nada, creo. Usted lo sabe y yo también. No hay forma de hacer que las cosas vayan mejor y lo único grande es el dinero. Eso es lo único valioso, el dinero. Nada es negro donde él brilla y el único sitio donde se ve negro es donde no brilla. Lo que la gente de color necesitamos es tener nuestros propios ricos. No hay otro modo.

Grebe permaneció sentado, la enrojecida frente emparejada con su pelo bien cortado y las mejillas metidas a los lados del cuello de la camisa. El fuego endurecido brillaba con fuerza dentro de los marcos de cola de pescado y de hierro, pero la habitación no era confortable. Se quedó allí sentado escuchando al viejo mientras le contaba su plan. El plan consistía en crear una vez al mes un millonario negro por suscripción popular. Un joven inteligente y de buen corazón que se eligiera cada mes firmaría un contrato en el que se comprometiese a hacer uso del dinero para iniciar un negocio en el que empleara a negros. Esto se anunciaría mediante cartas en cadena que irían convocando a todos los asalariados negros, los cuales contribuirían con un dólar al mes. En cinco años habría sesenta millonarios.

—Eso nos conseguirá respeto —dijo con un sonido entrecortado que le salió como algo dicho en extranjero—. Hay que tratar de organizar todo el dinero que se tira en la rueda de la política y en las carreras de caballos. Mientras te lo puedan quitar, no te van a respetar. El dinero, ¡ese es el sol de la raza humana!

Field era un negro mestizo, quizá de cherokee o de natchez porque tenía la piel rojiza. Y tal como hablaba de un sol dorado en esa habitación oscura, y por su aspecto —greñudo y con la cabeza aplastada— con la sangre mezclada de su rostro y sus gruesos labios, y con el pequeño bolígrafo aún tieso en la mano, parecía uno de los reyes subterráneos de la mitología, el viejo juez Minos en persona.

Ahora sí aceptó el cheque y firmó. Para no manchar el recibo, lo sujetó con los nudillos. La mesa oscilaba y crujía, aquel centro oscuro y pagano de los restos prehistóricos de la cocina, cubierta de pan, carne y latas y el lío de papeles.

—¿No cree usted que mi plan funcionaría?

—Vale la pena pensarlo. Es verdad que habría que hacer algo, en eso estoy de acuerdo.

—Funcionará si la gente lo hace. Eso es todo. Eso es lo único siempre. Cuando todos lo entiendan así.

—Eso es cierto —dijo Grebe, levantándose. Su mirada se cruzó con la del viejo.

—Sé que tiene que irse —le dijo—. Bien, que Dios te bendiga, muchacho. No has sido malo conmigo. Eso se ve enseguida.

Volvió por aquel patio enterrado. En una carbonera alguien trataba de hacer que no se apagara una vela, donde un hombre descargaba leña de un cochecito de niño con las ruedas torcidas y dos voces mantenían una conversación a gritos. Mientras subía por el paso cubierto oyó un gran golpe de viento en las ramas y contra las fachadas de las casas, y entonces, al llegar a la acera, vio el rojo del ojo de aguja de las torres de cables allí arriba en el cielo helado, cientos de metros por encima del río y las fábricas: aquellos puntos luminosos.

Desde allí le impedían la visión hasta la South Branch con sus orillas de madera y las guías junto al agua. Esta parte de la ciudad, que habían reconstruido después del Gran Incendio, cincuenta años más tarde volvió a estar en ruinas, con las fábricas cerradas con tablas, los edificios abandonados o derrumbados y trozos de pradera entre ellos. Pero lo que esto le hacía sentir no era tristeza, sino más bien una falta de organización que liberaba una energía enorme, el poder sin medida, sin ataduras y sin normas de aquel sitio gigante y salvaje. No solo debía de sentirlo la gente sino que, o al menos eso le parecía a Grebe, se veían obligados a estar a su altura. En sus propios cuerpos. Él no menos que los demás, de eso se daba cuenta. Digamos que sus padres habían sido sirvientes en su época, mientras que se suponía que él no debía serlo. Pensó que ellos nunca habían hecho un servicio como este, que no requería a nadie visible, y probablemente ni siquiera podía ser realizado por alguien de carne y hueso. Como tampoco podía nadie mostrar por qué debía realizarse; ni ver adónde podía llevar su realización. Esto no significaba que quisiera que lo liberaran de él, pensó con rostro pensativo y grave. Todo lo contrario. Tenía algo que hacer. La obligación de sentir esta energía y sin embargo no tener nada que hacer… Eso era lo terrible; aquello sí que era sufrimiento; y él sabía lo que era eso. Ahora era el momento de abandonar. Las seis de la tarde. Podía irse a casa si quería, es decir, a su habitación, a lavarse con agua caliente, echarse encima de la colcha, leer el periódico y comer un poco de pasta de hígado con galletas saladas antes de salir a cenar. Pero de hecho el pensar en esto lo ponía un poco enfermo, como si hubiera hecho algo mal. Le quedaban seis cheques y estaba decidido a entregar al menos uno de ellos: el cheque del señor Green. De manera que volvió a empezar. Le quedaban por examinar cuatro o cinco bloques oscuros, pasando por patios abiertos, casas cerradas, cimientos antiguos, escuelas clausuradas, iglesias negras, montones de tierra, y pensó que debía de haber mucha gente viva que hubiera visto una vez aquel barrio recién construido y nuevo. Ahora había una segunda capa de ruinas; siglos de historia logrados gracias a la masificación humana. La cantidad de gente le había conferido a aquel lugar la fuerza para crecer; la misma cantidad de gente lo había destrozado. Objetos que una vez fueron tan nuevos, tan concretos que nunca se le habría ocurrido a nadie que ocupaban el lugar de otras cosas, se habían venido abajo. Por tanto, pensó Grebe, su secreto estaba expuesto. El secreto consistía en que se mantenían de pie de mutuo acuerdo y eran naturales y no antinaturales por acuerdo, y cuando las cosas en sí se derrumbaban aquel acuerdo se hacía visible. Si no, ¿qué era lo que hacía que las ciudades no parecieran raras? Roma, que era casi permanente, no había suscitado ideas comunistas. ¿Y era verdaderamente tan perdurable? Pero en Chicago, donde los ciclos se sucedieron tan rápido y lo familiar se desvanecía, y volvía a surgir transformado, y volvía a morir a los treinta años, se veía el acuerdo o pacto común, y se sentía uno obligado a pensar en las apariencias y las realidades. (Se acordó de Raynor y sonrió. Raynor era un chico listo.) Una vez que uno había entendido esto, muchísimas cosas se volvían inteligibles. Por ejemplo, la razón por la que al señor Field se le podía ocurrir un plan así. Por supuesto, si la gente se ponía de acuerdo para crear un millonario, surgiría un millonario de verdad. Y si uno quería saber qué inspiró al señor Field para que pensara esto, pues claro, tenía a la vista de la ventana de su cocina el esquema, el mismísimo esqueleto de su plan de éxito: el E 1 con los confetis azules y verdes de sus señales. La gente aceptaba pagar diez centavos para subir a aquellos coches que no eran más que cajas de estruendo, y por eso era un éxito. Pero qué absurdo parecía todo; qué poca realidad había para empezar. Y sin embargo Yerkes, el gran financiero que lo construyó, había sabido que podría conseguir que la gente aceptase hacerlo. Por sí mismo, parecía el plan de entre los planes, lo más cercano a una aparición. Entonces, ¿por qué extrañarse de la idea del señor Field? Lo que había hecho era entender un principio. Y Grebe recordó también que el señor Yerkes había creado el Observatorio Yerkes y lo había dotado de millones. Pero ¿cómo se le habría ocurrido en su palacio de Nueva York, que parecía un museo, o en su yate de viaje hacia el Egeo, la idea de darles dinero a los astrónomos? ¿Le asombraba el éxito de su extraña empresa y por tanto estaba dispuesto a gastar dinero para averiguar en qué lugar del universo el ser y el parecer eran idénticos? Sí, quería saber lo que era permanente; y si la carne es la hierba de la Biblia; y ofrecía dinero para quemar en el fuego de los soles. Muy bien, entonces, siguió pensando Grebe, estas cosas existen porque la gente acepta existir con ellas —hasta aquí hemos llegado— y además porque existe una realidad que no depende del consentimiento sino dentro de la cual el consentimiento es un juego. Pero ¿qué pasa con la necesidad, la necesidad que mantiene en su posición a tantos miles y miles? Respóndame a eso, caballerete privado y alma decente (estas palabras las usaba contra sí mismo con desprecio). ¿Por qué se le dará el consentimiento a la miseria? ¿Y por qué es tan dolorosamente fea? ¿Por qué hay algo deprimente y permanentemente feo? Aquí suspiró y abandonó la idea, y pensó que ya bastaba por el momento. Ahora él tenía un cheque real para el señor Green, que también debía de ser real sin ninguna duda. Ojalá sus vecinos no creyeran que tenían que esconderle. Esta vez se paró en la segunda planta. Encendió una cerilla y encontró una puerta. Al final un hombre respondió a su llamada y Grebe tenía el cheque preparado y lo mostró incluso antes de empezar a hablar.

—¿Vive aquí Tulliver Green? Vengo de la beneficencia:

El hombre entrecerró la puerta y habló con alguien que tenía detrás.

—¿Vive aquí?

—Eeee… no.

—¿O en algún lugar de este edificio? Es un hombre enfermo y no puede venir a recoger su pasta.

Enseñó el cheque a la luz, que estaba llena de humo —el aire olía a tocino quemado— y el hombre se echó la gorra hacia atrás para estudiarlo.

—Eeee… nunca he visto este nombre.

—¿No hay nadie por aquí que use muletas?

Parecía reflexionar, pero la impresión de Grebe era que simplemente esperaba que pasase un intervalo decente.

—No, señó. Nadie que yo vea.

—Llevo toda la tarde buscando a este hombre —de pronto Grebe habló con súbita energía—, y me voy a tener que llevar este cheque de vuelta a la oficina. Me parece raro no poder encontrar a una persona para darle algo cuando lo estás buscando por un buen motivo. Supongo que si trajera malas noticias para él lo encontraría bastante pronto.

En el rostro del otro hombre se produjo un movimiento de reacción.

—Eso es verdad, supongo.

—Casi no sirve de nada tener un nombre si no te pueden encontrar con él. No representa nada. Para eso igual le daría no tener nombre —prosiguió, sonriendo. Era la mayor concesión que podía hacer a su deseo de echarse a reír.

—Bueno, hay un hombresillo vieho y todo lleno de nudo al que veo de vé en cuando. Podría ser el que está buscando usté. Abajo.

—¿Dónde? ¿A la derecha o la izquierda? ¿Cuál de las puertas?

—No lo sé. Uno pequeñín de cara flaca, jorobao y con un bahtón.

Pero nadie contestó en ninguna de las puertas de la primera planta. Fue hasta el final del pasillo, buscando a la luz de una cerilla, y solo encontró una salida sin escalera al patio, una caída de unos dos metros. Pero había una cabaña cerca de la senda, una casa vieja como la del señor Field. Saltar no era seguro. Corrió desde la puerta principal, por el pasaje subterráneo, y entró en el patio. En aquel lugar había alguien. Se veía una luz por entre las cortinas, en el piso de arriba. ¡Y el nombre que había en la etiqueta de debajo del roto y deforme buzón era Green! Llamó el timbre con alegría y empujó la puerta cerrada. El cerrojo chasqueó levemente y ante él se abrió una larga escalera. Alguien bajaba despacio…, una mujer. En aquella luz tenue tuvo la impresión de que la mujer se arreglaba el cabello mientras bajaba, poniéndose presentable, porque vio que tenía los brazos levantados. Pero era en busca de apoyo por lo que los levantaba; buscaba el camino a tientas, por la pared abajo, dando tumbos. A continuación pensó en la presión de los pies de la mujer sobre los escalones; no parecía que llevara zapatos. Y la escalera hasta bailaba. El timbre la había sacado de la cama, quizá, y había olvidado ponérselos. Y entonces vio que la mujer no solo no llevaba zapatos, sino que también estaba desnuda; estaba completamente desnuda y mientras bajaba hablaba sola, una mujer gruesa, desnuda y borracha. Se le echó encima dando traspiés. El contacto de sus pechos, aunque solo le tocaron el abrigo, lo hizo retroceder hasta la puerta con una impresión ciega. ¡Mira lo que había encontrado en su juego de encontrar casas!

La mujer se estaba diciendo a sí misma, furiosa:

—De modo que no sé follar, ¿eh? Yo le enseñaré a ese hijoputa lo que sé hacer.

¿Qué iba a hacer ahora?, se preguntó Grebe. Tenía que irse. Tenía que dar la vuelta y marcharse. No podía hablar con esa mujer. No podía dejar que se quedara allí de pie y desnuda con ese frío. Pero cuando lo intentó se encontró incapaz de dar la vuelta.

Le dijo:

—¿Vive aquí el señor Green?

Pero ella seguía hablando consigo misma y no lo oyó.

—¿Es esta la casa del señor Green?

Ella volvió su mirada furiosa y ebria hacia él.

—¿Qué quieres?

Apartó de nuevo la mirada errante; tenía un punto de sangre en aquel brillo rabioso. Él se preguntó por qué ella no sentía frío.

—Soy de la beneficencia.

—Muy bien, ¿y qué?

—Tengo un cheque para Tulliver Green. Esta vez lo oyó y extendió la mano.

—No, no, para el señor Green. Tiene que firmar —le dijo él. ¿Cómo iba a conseguir la firma de Green esa noche?

—Yo lo cogeré. Él no puede.

Grebe sacudió la cabeza con desesperación, pensando en las precauciones que había tomado el señor Field con la identificación.

—No puedo dárselo a usted. Es para él. ¿Es usted la señora Green?

—Puede que sí, puede que no. ¿Quién lo quiere saber?

—¿Está él arriba?

—Muy bien. Súbeselo tú, idiota.

Desde luego que era idiota. Por supuesto que no podía subir porque probablemente Green estaría desnudo y borracho también, y quizá pronto apareciese en el descansillo. Miró ansioso hacia arriba. Bajo la luz había un muro marrón alto y estrecho. ¡Vacío! ¡Permaneció vacío!

—Pues entonces vete al infierno —la oyó gritar. Para entregar un cheque para comida y ropa, la estaba dejando a ella allí en medio del frío. Ella no lo sentía, pero su rostro ardía del frío y del ridículo. Se apartó de ella.

—Volveré mañana. Dígaselo.

—Ah, vete al infierno. ¿Qué haces aquí en medio de la noche? No vuelvas —gritó tanto que él le vio la lengua. Ella se quedó allí sentada a horcajadas en el frío poyo de la entrada y se agarró a la barandilla y a la pared. La propia casa tenía una forma parecida a una caja, una caja alta y torpe que apuntaba al cielo helado con sus luces frías e invernales.

—Si es usted la señora Green, le daré a usted el cheque —dijo él, cambiando de opinión.

—Entonces dámelo. —Ella cogió el cheque, agarró el bolígrafo que él le tendía con la mano izquierda y trató de firmar el recibo en la pared. Él miro a su alrededor, casi como para ver si alguien observaba su locura, y casi le pareció creer que había alguien de pie sobre un montón de neumáticos usados en la tienda de repuestos de coches que había al lado.

—Pero ¿es usted la señora Green? —se le ocurrió preguntar ahora inútilmente. Ella ya estaba subiendo las escaleras con el cheque, y si había cometido un error, si se había metido en un lío, ya era demasiado tarde para deshacer lo que había hecho. Pero no se iba a preocupar por ello. Aunque era posible que ella no fuera la señora Green, él estaba convencido de que el señor Green sí que estaba arriba. Fuera quien fuera, aquella mujer representaba a Green, al que él no iba a ver esta vez. Bueno, so tonto, se dijo a sí mismo, de modo que crees que lo has encontrado. ¿Y qué? Es posible que de veras lo hayas encontrado… ¿y qué? Pero era importante que hubiera un auténtico señor Green al que no podían evitar que llegase porque les parecía que era emisario de unas apariencias hostiles. Y aunque el ridículo que sentía desapareció muy lentamente, y su rostro seguía enrojecido en consecuencia, sentía, a pesar de todo, una gran alegría.

—Porque después de todo —se dijo—, ¡he logrado encontrarlo!

*FIN

Con afecto,

Ruben