jueves, 2 de febrero de 2023

Cuento: Audiencia privada

 

Audiencia privada

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos



 

 

En la puerta de entrada tuvo que mostrar de nuevo la tarjeta. Un muchacho de nariz chata y ojos almendrados, entre esbirro y ordenanza, tomó el trozo de cartulina sin dejar de mirar al recién llegado. Después, en lugar de leerla pareció olerla. En el rostro cetrino, picado de viruelas, la desconfianza apenas se mitigó.

 

—Creo que sí. Me ha citado para esta hora. Lo dice ahí. Sin mostrarse aún muy convencido, el ordenanza masculló:

 

—¡Humm.. . ! Güeno, entonces. Pasá. Por aquí. Voy a avisar a la señor minitro.

 

Lo condujo primero por el ancho corredor, luego por un pasillo. Volvió a sentirse espiado. Dos o tres rostros inmóviles, como pintados sobre arpillera terrosa. La brasa de un cigarro. Siseos sofocados de repente. Detrás de una puerta, una voz bronca e imperativa, desagradable, hablaba por teléfono. A medida que se acercaban, la fue oyendo con más claridad.

 

Desembocaron en una habitación amplia y atiborrada. El ordenanza lo hizo pasar con gesto poco amistoso.

 

—Esperá ahí. Podé sentarte si queré —gruñó por encima del hombro, al irse.

 

Las celosías se hallaban cerradas. La luz declinante del atardecer se filtraba a través de las tablillas y veteaba la fresca penumbra con franjas leonadas que parecían oscilar en los rincones. En un redondel luminoso, clavado en el techo, se perfilaba la sombra invertida de un árbol, negra y con los rebordes dorados. En alguna parte de la habitación escuchó un crujido.

 

No era el despacho del ministerio. Era la propia casa del ministro, en la zona de las grandes quintas residenciales. No tenía aún idea de por qué lo había citado allí.

 

Afuera se escuchaba piar a los pájaros entre los eucaliptos. Y más lejos, el cacareo de las gallinas, el ladrido de algún perro, los gritos de algunas criaturas.

 

Una quietud apacible, doméstica, verdaderamente rural, envolvía la casa. Tardó un poco en acostumbrar sus ojos a la penumbra. La henchida habitación se fue aclarando. Un gran armario emergió lentamente de la sombra verdosa; una mesa sólida y maciza como un carro y, luego, toda la mezcolanza de muebles antiguos y modernos que parecían disputarse, además del espacio, el fácil privilegio del mal gusto. Los libros debían estar disimulados con prodigiosa eficacia. No se veía un pelo de letra escrita, salvo la carga de expedientes panzudos y desvencijados sobre el alzaprima anclado en mitad de la habitación como en una picada.

 

El crujido se repitió y, casi simultáneamente, una palabreja extrañamente pronunciada en un registro agudo y chirriante. El visitante se fijó. Era un loro posado en una percha de bambú, cerca de un paragüero que alojaba, en lugar de paraguas, dos o tres fusiles de distintos tamaños.

 

La voz en el teléfono había cambiado de tono. Era otra comunicación. Se había oído colgar el auricular y discar nuevamente. La conversación era ahora falsamente amable, mechada de risitas abdominales, de frases truncas e intencionadas, machunas, sospechosas de una renuente voluptuosidad. El señor ministro atendía ahora sin duda, después de un trámite agitado, algún asuntito íntimo.

 

El recién llegado dejó el portafolios sobre la mesa y se sentó en un sillón dispuesto a esperar todo lo que fuera necesario. No tenía prisa, no estaba intranquilo; a lo sumo, vagamente irritado. Pero desde el comienzo de sus gestiones había decidido soportarlo todo, por lo menos con una perfecta calma exterior. Lo que le traía bien valía la pena. Esta entrevista significaba mucho para el proyecto. Se podía decir que era decisiva.

 

Había llegado hasta ella como por una escalera tambaleante, a lo largo de días, de semanas pacientemente sufridas. Un peldaño cada vez, y en cada peldaño, antesalas agotadoras, baldías esperas o una legión de tinterillos y secretarios que se lo transferían uno a otro como desembarazándose de una carga molesta. Ante cada uno era preciso recapitular minuciosamente, inútilmente, toda la cuestión. No cosechaba más que bostezos, interrogatorios suspicaces o, en el mejor de los casos, una atención demasiado intensa para que no fuese vacía. A veces, era necesario descender todo lo subido y recomenzar en otra dirección. Hasta que por fin, de un modo realmente inesperado, se había producido la cita del ministro, uno de los hombres más prestigiosos del gobierno. Él era tal vez el único que podía resolver con una plumada la realización del gran proyecto.

 

Y allí estaba esperándolo calmosamente a que terminara de hablar por teléfono.

 

Por el momento lo divertían las morisquetas del loro y sus estropajosas interjecciones, sus diminutas iras o sus carcajadas, fielmente aprendidas. La fea impresión del comienzo se estaba desvaneciendo. En el portón principal lo habían palpado de armas. Mostró la tarjeta y lo dejaron pasar. Durante el trayecto del portón a la casa, se sintió espiado entre los árboles. Detrás de una sinesia furiosamente florecida de manchones rojos vio moverse el caño de un máuser. Más allá, detrás de los árboles de pomarrosa, creyó distinguir algunas automáticas. En medio de la paz idílica, la casa del ministro estaba evidentemente bien protegida. Reinaba desde hacía mucho tiempo el orden y la tranquilidad. Pero nunca se sabía. La ciudad, el país, tenían la costumbre de despertarse a tiros cuando uno menos lo esperaba. Las alteraciones eran endémicas. Había que prevenirse.

 

No respondió pronto al saludo porque creyó que era el loro quien había hablado. Era el ministro. Estaba ante él y en mangas de camisa, obeso y moreno, saturado de sudor y de una inapelable agresividad y suficiencia, tal cual lo había imaginado a través de la voz. Chupaba ruidosamente la bombilla de un gran mate con guarniciones de plata. El ordenanza picado de viruelas estaba detrás como una sombra servil. Le alargó el mate vacío. Mientras se dejaba caer en una mecedora, le gritó:

 

—Parra, ponga el ventilador.

 

Un zumbido y un agradable chorro de aire empezaron a inundar la habitación.

 

—Muy bien. ¿Usted es el ciudadano que quiere hacer esa obra en los esteros del Tebicuary?

 

—Sí, señor ministro. Es una obra que puede…

 

La voz bronca, más áspera aún por la yerba, se le subió encima:

 

—Estoy enterado. Es un proyecto muy importante. Esa obra puede ser la salvación de los pobladores que viven en esos bañados insalubres, aporreados por el paludismo, por las crecientes, por las sabandijas.

 

—Me alegro de que el señor ministro tenga una idea de lo que es aquello…

 

—¿Una idea? Estamos muy bien informados. El gobierno está dispuesto a arreglar cada cosa a su tiempo. Pero no podemos hacer milagros.

 

—La obra es relativamente fácil y poco costosa, señor ministro. Aquí traigo…

 

—No hay nada fácil ni poco costoso. Un peso que gasta el gobierno es un peso que tiene que ser bien gastado. Nada de aventuras ni de derroches.

 

—Todo está perfectamente calculado, señor ministro.

 

—Sí; su proyecto me interesa. Esa obra se va a hacer. La vamos a realizar usted y yo. Usted como autor de la idea. Yo como hombre del gobierno. Claro que si el gobierno no se mete, no hay nada que hacer. Queremos que todas las obras de progreso que se hagan sean fiscales, oficiales. Es nuestra preocupación constante. Por el bienestar y la felicidad del pueblo estamos dispuestos a gastar, a sacrificar cualquier cosa.

 

El loro graznó su risa estridente en la percha de bambú. Parecía la carcajada de un enano.

 

El ordenanza reapareció con el mate. Los gruesos labios volvieron a chupar sonoramente la bombilla. La voz del ministro se tornó amable, confidencial.

 

—Es una gran idea. Yo siempre había pensado en una cosa así. Pero la falta de tiempo, las mil preocupaciones del ministerio…, usted sabe, todo esto me ha impedido ocuparme hasta ahora de este problema. En fin, ahora usted ha traído el proyecto. Lo felicito, mi amigo. Usted es un ciudadano útil. Si todos fueran como usted, el país andaría mucho mejor. Desgraciadamente abundan los ladrones, los egoístas, los sinvergüenzas. A esos les vamos a ir pelando poco a poco la cabeza. A mí me gustan los hombres como usted. Por eso lo he hecho llamar. Me enteré por casualidad de su proyecto. Lo hice llamar porque no quiero que siga perdiendo tiempo por ahí, al santo cohete. El único que puede empujar este asunto soy yo —guiñó el ojo, socarrón—. ¿Me comprende?

 

La voz ministerial recobró todo el peso de su autoridad:

 

—Por eso no lo recibí en mi despacho y lo hice venir aquí. En el mismo gabinete hay colegas egoístas que siempre quieren alzarse con la carne y el cuero cuando se trata de hacer algo importante. No quiero que se enteren, antes de que la obra sea un hecho. Usted tampoco va a abrir el pico. ¿Me entiende?

 

—Desde luego, señor ministro…

 

—Nada de andar por ahí compadreando con nuestro proyecto, ¿eh?

 

—No, señor ministro. Yo lo único que quiero es que se realice la obra. No quiero nada para mí. Lo único que me importa es la suerte de esa pobre gente.

 

En la sombra verde el inmenso mate afiligranado entraba y salía como una luna de plata en manos del ordenanza. Sus idas y venidas, los chupeteos golosos del ministro en la bombilla de corta y gruesa cacha con puntera de oro, las pausas, las sonoras ingurgitaciones, marcaban la suerte del diálogo, medían un tiempo ominoso que se iba gastando. La voz del ministro se hizo de repente insidiosa:

 

—¿Y por qué le interesa tanto esa gente?

 

—He convivido con ellos durante cinco años. Su honradez, su ignorado heroísmo, han sido para mí la gran lección de mi vida. Mi deuda de gratitud para con ellos es muy grande. Estoy moralmente obligado a hacer algo por ellos, señor ministro.

 

—¿No estará queriendo convertirse usted en un caciquito de esos que abundan en la campaña?

 

Con fijeza de búho, los ojos del personaje escrutaron implacablemente al visitante, relampaguearon amenazadoramente en la vivisección.

 

—Estamos cansados de los agitadores profesionales. Son una plaga peligrosa. Peor que la langosta. No dejan trabajar tranquilo al pueblo. Crean la miseria, los descontentos, para aprovecharse de eso. Les estamos echando humo en todas partes a ver si se van y nos dejan en paz de una vez…

 

Tres chiquillos pelones irrumpieron en la habitación con una culebra muerta colgada en un palo. En las manos de uno brillaba un machete con manchas oscuras y húmedas.

 

—¡Mirá, papito, una víbora! La matamos en el patio, cerca del chiquero… ¿La enterramos, papito, o la tiramos al patio del vecino?

 

—Bueno, bueno… Váyanse para allá. Estoy hablando. No me molesten.

 

Los ahuyentó con un vago gesto en el que había algo de una opaca ternura y mucho del orgullo paternal inconscientemente avivado por la belicosidad innata de los cachorrillos.

 

Los chicos se fueron, repuntados por el ordenanza. El ministro le gritó:

 

—Parra, abra la ventana y dígale a la señora que mande un poco de caña y café.

 

El visitante pensó en la esposa del ministro. Una mujer sin duda silenciosa, deteriorándose lentamente en la dura sujeción conyugal, atendiendo la casa, dando de mamar a un chico tras otro, soportando sus continuas infidelidades, sus maquinales y esporádicas lujurias, temiendo por su suerte, sintiendo ella sola todo el odio acumulado sobre él desde afuera.

 

El ordenanza empujó las persianas hacia afuera. La luz azulada del atardecer aclaró la pieza. Se escuchó nítido el silbo de las cigarras.

 

En el espejo del paragüero, el visitante vio reflejada parte de su magra y demacrada figura, entre los mosquetones. La voz volvió a hacerse socarrona, contemporizadora.

 

—Usted parece un buen tipo. Yo tengo un ojo clínico para descubrir a los embaucadores e indeseables. No he fallado ni una vez.

 

Sorbió el mate con una larga chupada poniendo un poco los ojos en blanco como bajo los efectos de un deleite que ya estaba agotado.

 

—Su proyecto me interesa mucho. Pero si habla, no vamos a poder hacer nada.

 

—No hablaré, señor ministro.

 

—Deje el asunto en mis manos.

 

—Perfectamente. Aquí están los proyectos, el plano general del relevamiento y de la obra de canalización.

 

El visitante sacó del portafolio unos legajos y los fue entregando al ministro. La mano regordeta y oscura se tendió ávidamente.

 

—¿Y este plano, quién lo hizo?

 

—Yo mismo. Soy casi ingeniero. No pude terminar la carrera, pero sé algo de esas cosas.

 

—¡Caramba, aquí está todo listo!

 

—Una parte de esos trabajos está hecho. Hemos desecado ya cerca de cinco kilómetros cuadrados. Pero nos hacen falta maquinarias, implementos.

 

—Mejor todavía. Eso facilita mucho. Ya tenemos como quien dice el señuelo.

 

—También he preparado un plan de loteo y otro de crédito agrario que permitiría a esos pobladores poseer en propiedad las tierras que trabajan, no depender de los arrendatarios. También los estimularía a ampliar y mejorar sus cultivos.

 

—Pero amigo; usted solo es toda una oficina. Lo felicito, lo felicito.

 

Y el ministro recibía los papeles como acciones de una mina de oro.

 

 

 

**

 

 

 

Parra empezó a servir la caña y el café. El ministro dejó sobre la mesa el mate opulento y se enfrascó en el examen de los legajos y planos.

 

De ese hombre dependía en ese momento la suerte de centenares de familias que vivían una vida salvaje y miserable en los cañaverales del Sur.

 

La contera dorada de la bombilla, aún húmeda, resplandecía como la llama sólida de un fósforo en la claridad violeta.

 

Los ojos del visitante fueron hasta el rostro duro y abotagado y de allí bajó a sus propias manos. Se las miró con disimulo. Ahora estaban quietas y domadas sobre sus rodillas. Cinco años atrás, esas manos habían llegado a hacerle insoportable la vida. Lo recordó con un escalofrío.

 

La cosa venía desde su niñez. Esas manos parecían dotadas de una voluntad independiente de la suya, de una autonomía maléfica, irreprimible. Los objetos pequeños y brillantes las fascinaban; iban detrás de ellos al menor descuido, con una habilidad y una destreza de las que él mismo se sentía aún horrorizado. Nunca había podido explicarse cómo sucedía. El ponía todo su empeño en controlarlas, en dominarlas, en hacerlas “decentes” y normales. Pero en un momento dado, este desesperado esfuerzo de concentración parecía entrar en crisis, y entonces sobrevenía una interrupción repentina del estado de alerta; algo así como un fugaz sueño de la conciencia. Y entonces las manos actuaban por su cuenta. Cuando volvía en sí de estos estados crepusculares, veía a sus manos de nuevo quietas y tranquilas. Pero él sabía entonces que ya habían hecho de las suyas; sabía que en sus bolsillos había algo que él no había puesto allí: una joya, una estilográfica, un objeto pequeño cualquiera.

 

Acabó por odiar sus manos como a sus peores enemigos. Las castigaba sin piedad. Las mordía, las quemaba con el cigarrillo o apretaba con ellas trozos de hielo hasta que se quedaban violáceas. Pero las manos no cedían. Obraban bajo una voluntad más fuerte que la suya. Pensó seriamente en cortárselas, en inutilizarlas de alguna manera. Casi enloquecido consultó a un médico amigo.

 

—Es necesario que abandones la vida sedentaria de la ciudad —le había aconsejado éste—. Tal vez los trabajos rudos del campo, darle algún sentido a tu vida, sean lo único indicado.

 

Siguió los consejos al pie de la letra. El heredero decadente y arruinado, despreciado por todos, tema de bromas y burlas ridículas en los salones “de arriba” lo abandonó todo sin pena y arrastró sus manos a los lugares donde éstas no tuvieran nada que robar. Así conoció un mundo simple, puro y desgraciado que lo deslumbró y transformó su vida. Las manos viciosas (“manos de prestidigitador loco”) se purificaron en la ruda fraternidad con los humildes. Estaban derrengadas y torpes, deformes por fuera. ¡Pero estaban sanas por dentro! Y eso era el mayor bien que él había podido lograr, la paz mental, la aceptación plena de la vida. Todavía le parecía un sueño haberlo podido conquistar.

 

El timbre del teléfono lo volvió al presente sin cambiar su estado de difusa y activa placidez interior.

 

El ordenanza entró:

 

—Señor ministro, el presidente del Cámara de Comercio queré hablar con usté.

 

—Ya voy. Que espere un momento.

 

El ministro salió pesadamente. El visitante lo oyó increpar al presidente de la Cámara. Lo trató con copiosa desconsideración, como hubiera podido tratar a un peón. Después se fue calmando. Al final reía a carcajadas, igual que el loro. No se podía decir quién había copado al otro. Fue en este momento cuando ocurrió lo terrible. Cuando el ministro volvió, el visitante bebía a sorbos lentos el resto del café frío.

 

—Bueno, amigo. Déjeme todo esto. Yo le avisaré oportunamente. Voy a dedicar a nuestro asunto preferente atención. Esto se hace, créame. ¡Sin falta!

 

La sonrisa, los gestos, la actitud del ministro, se habían puesto confianzudos. Por la manera como pronunció la palabra “nuestro” insinuaba de hecho un pacto de amistad y sociedad. Lo acompañó hasta la puerta poniéndole amistosamente una mano sobre el hombro.

 

—Bueno, amigo; ésta es su casa. Yo lo voy a llamar muy pronto.

 

El visitante se dejó conducir con una expresión ausente en el rostro. Tenía una mano puesta en el bolsillo del pantalón. Cuando la sacó bruscamente para tomar la mano que le tendía el ministro, la bombilla gruesa y cortona del mate saltó del bolsillo tras la mano y cayó junto a los pies del dueño de casa. El visitante se quedó contemplando con ojos extraviados el brillante utensilio caído sobre las baldosas. La miraba con el mismo terror con que había descubierto entre el espartillo a la ñandurié que lo picara una vez en el bañado.

 

La sonrisa se heló en los labios del ministro. Su voz resonó como un pistoletazo.

 

—¡Parra!

 

—Mande, señor…

 

—¡Dos números de guardia, enseguida!

 

—¡Muy bien, señor!

 

El ordenanza desapareció con el brinco de un mono, sofocado por la felicidad. Al fin ocurría algo nuevo, picante. Él lo había previsto. Solo que había tardado un poco en producirse.

 

Se oyó en el patio su voz de alerta a los guardias. Hubo entre las plantas un revuelo de gorras, de caras oscuras, de armas. Ante el ministro se cuadraron dos soldados con fuerte estampido de sus talones sumisos.

 

—¡Llévense inmediatamente al Central a este individuo! Yo le hablaré al jefe, por teléfono. Ya me parecía que este sabandija era un agitador peligroso. Listo. ¡Fuera, pues… !

 

Se lo llevaron como un paquete. Desgarbado, consumido, sin huesos. Los cachorros del ministro lo siguieron hasta el portón alborotando el parque con sus gritos y burlas, blandiendo uno de ellos el manchado machete.

 

Lo alzaron a un camión. El vehículo resopló y partió. Un momento después el ministro seguía leyendo atentamente los legajos, como si nada hubiera pasado. La quietud idílica, doméstica, se había restablecido del todo en torno al enorme caserón que las sombras iban tragando.

 

*FIN*

 

El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953

Con afecto,

Ruben

 

Con afecto,

Ruben

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario